La primera vez que se juntaron no eran más de cuarenta. Estaban los actores principales y la totalidad de los técnicos. Faltaban las dos maquilladoras.
–Vamos a empezar igual. No hay tiempo para buscar suplentes. Para las escenas que vamos a filmar hoy no hace falta tanto barullo.
Los actores se acomodaron en sus lugares. El principal, que hacía de Rosas, estaba transpirado. Se quitó el poncho que llevaba y lo colocó sobre una silla. Manuelita, que estaba cerca de él, lo abrazó y le hizo una broma. Él la levantó y la hizo girar en el aire. Reían. A ella le gustaba que su hermano, al prenderse la cámara, fuera su padre.
–Rosas y Manuelita –gritó el director–. Escena uno. Prepárense.
Rosas soltó a su hermana y se puso el poncho. Le trajeron una guitarra. Apoyó su pierna izquierda sobre un tronco que estaba acostado en el pasto, delante del único arbusto que daba color al paisaje. Una mujer morocha que hacía de india se ubicó en su lugar, dispuesta a cumplir su papel. Estaba tirada en el suelo, boca arriba, con un vestido largo que apretaba sus pechos y los hacía redondos. Rosas tenía que recitar unos versos acompañado por las cuerdas. Ella debía interrumpirlo y decirle que no hacía falta que siguiera, que ya le había demostrado que era un hombre y que lo deseaba.
Rosas cantaba. El poema lo había compuesto él, ya que el director sólo se había encargado de escribir el argumento general de la obra y una docena de frases que pretendía que fueran pronunciadas por alguien en algún momento. El texto de las intervenciones, por lo tanto, quedaba en manos de los propios actores.
Rosas cantaba. La indiecita iba abriendo los ojos.
–Rosas canta en primera persona
pues es un buen payador:
no le gusta el contrapunto,
ni dos guitarras, ni el fogón.
–Silencio –dijo ella. Se llevó un dedo a la boca. Enarco sus cejas. Se incorporó de un salto. Hay que decirlo: era una pésima actriz.
–Corte –dijo el director–. Más lento, más lento –le reprochó a la india–. Vamos desde los últimos versos.
Ahora era un poco más creíble: nadie le da órdenes a Rosas. Lo invita a su casa. Cuando Rosas va a contestar –el actor representa muy bien esta parte–, aparece Manuelita. Tiene sangre en un brazo. Solloza. Rosas golpea la guitarra contra el tronco. Lo hace varias veces, como si se tratara de un martillo. La guitarra se parte y Rosas la tira contra la mujer. Toma a Manuelita, la refugia en su pecho y nombra dos o tres apellidos. Se acercan unos hombres y se llevan a Manuelita.
–Hermoso. Mañana filmamos el ataque al unitario.
Al día siguiente se encontraron temprano. Uno de los asistentes se hizo cargo del maquillaje y el director ocupó el lugar de uno de los operadores de cámara, que también había faltado.
–Vamos a intentar que salga lo mejor posible. Esto no es Hollywood, but I like it.
Comienza. Quince personas se arrastran en el barro. Dicen palabras soeces. Un toro se suelta del lazo que lo mantiene atado y se lanza a correr entre la gente. Con el impulso, corta la cabeza de un joven, que es público e intérprete, a la vez, del espectáculo. Un grupo de hombres cabalga tras el toro. Lo atrapan. Lo abren al medio. Le sacan los cojones y se los llevan a las personas que juegan entre la mugre. Una actriz que hace de mulata se pone los cojones entre las tetas. Aparece Rosas. La gente se para y lo reverencia. Dedica halagos a su difunta esposa. Alguien alza la voz: cerca, sobre un caballo, se muestra un unitario. Lleva silla inglesa, no usa divisa ni tiene bigotes. La barba en forma de u es casi tan asquerosa como su porte, afrancesado. Rosas pide que se lo traigan. Un hombre que parece un gorila corre tras él. Vuela sobre el unitario y lo hace caer. Lo agarra del pelo y lo arrastra hasta el restaurador. Rosas lo mira. Sonríe:
–Llévenlo al cuartito.
Entre cuatro hombres llevan al unitario al cuartito. Fijan sus pies y sus manos a una mesa. Entretanto, llega Rosas. Su rostro es tranquilo, como si recordara su infancia y a su madre cuando tejía mientras él aprendía a andar a caballo. Él creció y fue un jinete aceptable. Ella murió sin saber hacer el punto cruz. Nunca la interrogaron. Nunca interrogó a nadie.
–No llevas luto por doña Encarnación. Ni la divisa, ni bigote, maldito unitario.
–No es de hombre precavido llevar esa asquerosa barba en nuestro territorio, bribón.
Rosas se da vuelta y les pregunta a sus hombres qué quieren hacer con él.
–A ti te toca la resbalosa –grita uno.
–Encomienda tu alma al diablo.
–Ya te amansará el palo.
–Es preciso sobarlo.
–Por ahora verga y tijera.
–Si no, la vela.
–Va a cantar como un jilguero.
–Mejor será la mazorca.
–Malditos infames –dice el unitario, despertando de su silencio–. Antes morir que soportar sus vejaciones.
Rosas sonríe. Los hombres se acercan al unitario y comienzan a bajarle los pantalones. Se resiste: parece una serpiente cuyo interior se estuviera por secar. Antes de que el pantalón esté completamente bajo, se escucha un alarido. El espectador espera sangre a borbotones, pero lo que nace de las entrañas del unitario es fuego. Los hombres de Rosas retroceden. La llama se extiende y se apodera de la pantalla.
El director estaba conforme: la escena principal había salido sin fallas, mejor aún de lo que se había representado en la intimidad de sus sueños al concebir las primeras imágenes de la historia. El elenco aplaudió y algunos propusieron un brindis para la noche. El director dijo que no iría porque quería estar lúcido para el día siguiente, que sería el último de la filmación.
A la hora en que debían reunirse no había todavía ni diez personas. Lavalle no había venido. Tampoco su ejército, que estaba formado principalmente por gente de la zona. Rosas no estaba.
–Van a llegar –dijo uno de los actores, intentado componer los ánimos–. La fiesta de ayer duró hasta tarde, pero todos aseguraban que iban a venir.
–Que vengan –dijo el director–, pero cuando vengan nosotros ya habremos terminado.
Se dio vuelta y le habló a los técnicos.
–Él va a ser Lavalle. Los otros dos, su ejército. Vamos a tomarlos de abajo. Tienen que verse sólo las piernas de los caballos. Después la cámara va a ser la mirada de Lavalle. Rosas se tiene que ver pequeño. La cámara me va a mostrar encima del caballo, mirando hacia el suelo, solo. ¿Y si mostramos a Lavalle explicándole a dos militares la estrategia que van a seguir? Con una hoja de papel alcanza. Eso da idea de pocos recursos. Rosas no aparece en escena. Aparece su bufón diciendo algo que, de alguna manera, presagia su derrota.
La cámara se enciende. El bufón aparece en escena.
–Señor, ¿dónde está? Su caballo está viejo. Le cuesta levantar las patas. Ya no quiere sufrir más.