Primero lo busqué en librerías de viejo, el único lugar del mundo donde todavía puede ser hallada su obra. No ha sido reeditada y no lo será por mucho tiempo. Habiendo sido él mismo el editor de sus novelas, los retazos no fueron enviados al saldo luego de su muerte. Por otra parte esos libros constituían lecturas “vergonzantes”, una suerte de literatura erótica posible para ese tiempo y raramente se blanqueaba su presencia en las bibliotecas privadas, especialmente si había niños sueltos por la casa. No obstante, pueden ser encontrados.
El continente sumergido de las librerías de viejo está abarrotado de la resaca de otras épocas. Todo conduce hacia sus orillas, por mareas o en cuentagotas. Parecen antros pero son palacios desvencijados en los que cohabitan el clásico y el recién llegado, yacimientos que amontonan la gema de primera agua y la ganga ocasional, catacumbas donde se marchitan estilos y autores encallados hace ya mucho tiempo. A veces, esas librerías son cementerios y los libros ataúdes cuyos cadáveres jamás serán exhumados; otras veces los estantes se asemejan a los pabellones de una prisión: los autores quieren escapar e imploran en silencio nuestra ayuda. En esas bodegas muchas botellas ya tienen el contenido definitivamente estropeado y otras son figuritas difíciles. En esos templos el lector atento puede escuchar, como al rescoldo de un fogón, historias de fantasmas y descubrir que en el diccionario de la literatura hay autores despreciados.
Algún librero debe haber deslizado el doble apellido en mi memoria. A los dueños de esas cuevas se los llama despectivamente “mugreros”. Son personas facetadas por décadas de convivir con ácaros, cucarachas, ratas, gatos, el polvo irredimible, títulos que no se venden por años y años, y clientes más chiflados u obsesivos que ellos mismos. Las consultas bibliográficas por computadora, el vendedor profesional y los bibliotecarios diplomados no son capaces de relevarlos. Algunos saben muchas cosas, inútiles en su detallismo enciclopédico pero imprescindibles a la hora de especificar un dato raro o elusivo. También saben diferenciar de un solo golpe de vista al turista ocasional que ingresa en su dominio del huésped fiel que regresa cíclicamente. Basta con escuchar un par de referencias sueltas en lugares de esta suerte para fundar una obsesión y una cacería. Y es por eso que este libro ha sido escrito a partir de fuentes dispersas pero cuyo prisma se activó originariamente veinticinco años atrás, cuando localicé una novela inusual en una estantería donde comenzaba la letra B. Una tapa almibarada, una parejita entrelazando labios, un nombre risible para una editorial, Biyou, y el título, El derecho de matar.
Los siguientes rastros aparecieron hurgando entre lomos y tapas en el desorden del Parque Rivadavia, acumulando anécdotas, tratando de ubicar periódicos antiguos que nadie guardó, entrevistando a personas que a veces sólo recordaban como entre sombras, recibiendo ayuda de fuentes insospechadas. Un rompecabezas. Y además su nombre venía engarzado a episodios tormentosos pero cuya consistencia era casi exclusivamente oral. A veces reaparecían ristras de su biografía en alguna rememoración periodística de crímenes famosos. En estos casos los periodistas solían ensartar el morbo a la ignorancia. Fechas, nombres, comprensión del tema: todo mal informado, todo mal precisado. Lentamente fui disponiendo y organizando un archivo sobre la vida y obra de un autor que la tradición llama “maldito” aunque se trate de alguien que, en verdad, no fue un desconocido en su época, que fue noticia de diario intermitente a lo largo de su vida, en particular luego de su muerte, y que vendió su primer libro abundantemente. Sin embargo nadie ha escrito nada sobre su obra, nadie descendió hasta los basurales e infiernos de la literatura local.
Nadie lo había tomado en serio como escritor excepto los periodistas, y eso a causa de su fervor por el color amarillo y también por el rojo. Las personas cultas no saben nada de este hombre. Sólo aquellos que andan por la sesentena, o más, reconocen su doble apellido y siempre asociado a un hecho alevoso ocurrido “allá por los años 60”. En ningún lugar se lo recuerda, salvo en Córdoba, y no tanto porque en esa provincia poseyera una propiedad donde pasaba algunos de sus días en tanto patrón de estancia, sino porque cerca de la ciudad de Alta Gracia se alza un enorme monumento funerario con forma de ala de avión donde está sepultada Myriam Stefford, actriz y aviadora intrépida muerta en el ejercicio de su oficio, muy joven aún. A metros del altísimo tálamo fúnebre y a seis pies bajo tierra, descansa, si puede, Barón Biza, quien fuera su esposo y su viudo.
II
Fue muchas cosas: escritor, playboy, millonario, izquierdista, pornógrafo, exiliado, empresario, financista de revoluciones, político, concesionario municipal, habitué de prisiones, editor de periódicos, huelguista de hambre, suicida, enamorado e infame. A pesar de tanto ajetreo, la suya parece haber sido una vida sin dirección. Sobre su fortuna dirá: “Yo no soy culpable de mi riqueza, no hice más que heredarla”. En sus novelas siempre hay un personaje asombrado de haberse vuelto millonario instantáneo por causa de un certificado de defunción del padre y de una partida de nacimiento suya. Quizás haya sido un rentista que creía saber una verdad fea sobre el mundo y no quiso callársela. Toda su biografía está condensada en anécdotas tremebundas y el acto final que terminó protagonizando, antes de su muerte por mano propia, lo transformó en un caso literario de “psicopatía criminal”. Queda de él el recuerdo de un acto imperdonable, páginas amarillentas de viejos diarios, y el olvido, cuando no el oprobio. Aun así, la infamia no deja de ser una variante de la fama y esta misma, una boa constrictora. En vida, Barón Biza estuvo eclipsado por el renombre mayor, aunque ocasional, de sus dos mujeres: la aviadora Myriam Stefford y la pedagoga y política radical Clotilde Sabattini. Otra paradoja de esta historia reside en que el misógino, el machista, se unió en matrimonio primero con una mujer valiente y luego con una mujer profesional, moderna y feminista, moderada por cierto, pero feminista al fin y al cabo. Sin embargo, nunca alcanzamos a comprender verdaderamente los movimientos de sístole y diástole de las historias de amor, porque cada corazón es relicario tanto como caja de Pandora y porque algunos hombres y mujeres que han unido sus almas y sus cuerpos parecen prendidos de un juego formidable cuyas reglas nadie más sabe descifrar.
III
¿Qué es lo que sabía de él cuando encontré sus libros? Unas pocas piezas inencastrables y quizás inexactas de un retrato. Raúl Barón Biza, cordobés, llegado al mundo un 4 de noviembre de 1899, el mismo año en que nació Jorge Luis Borges. Había sido autor atípico y desafiante. Escribió novelas por las que fue procesado. Era anticlerical. También fue blasfemo, “sexópata” y pionero en el cultivo de oliváceas y en la explotación de minas de wolframio, scheelita y bismuto en las sierras cordobesas. Había sido el típico argentino rico en París, un dandy y también un hombre de temple. Estaba omitido. Alguna vez encuesté informalmente a literatos memoriosos y de cierta edad, y de sus testimonios pude tabular una unánime y desdeñosa convicción: que Barón Biza no había sido hombre de letras sino “pornógrafo”. Un sicalíptico. Que su literatura era “para solteros” y que toda esa temática conmocionante carecía de valor literario. Pero el rubro de folletín de retrete es, en este caso, cómodo, consecuencia de un equívoco. Barón Biza tiene más de moralista bizarro que de pornógráfo y sus libros procesados, más que novelas “eróticas”, eran libelos crudos.
Pero la mácula se le había adherido como una rémora. A partir de aquellos juicios por inmoralidad que le iniciara el Estado argentino en 1933, y luego en 1943, había pasado a ser “el degenerado”, el que le restregó el sexo a la sociedad de su tiempo, y en la cara, con un discurso contrario a la hipocresía y a la vez alejado del naturalismo emocional de índole socialista y del llamado romántico a emancipar los sentimientos. En sus libros el sexo blandía espada y red, era gladiatorial, y se abría paso con retórica misógina en la era de la liberación femenina. ¿Era para tanto? En cuestiones de erótica, sus novelas, leídas hoy, resultan ser si no pudibundas al menos un poco abstractas. Apenas si hay desnudos. Y sin embargo eran irritantes. Quizás no fuera el sexo, sino algo más, lo que arrastró su figura truculenta hacia los tribunales de justicia y la arropó de una costra de fama hasta su final.
IV
Son innumerables las anécdotas que se le atribuyen. Cuántas son ficticias o auténticas es imposible saberlo ya. Llega un momento en que los mitos se independizan de su fuente: que le envió una bandeja de plata al Papa porque sabía que a los pontífices les interesaba el dinero; que contrató la marquesina de varias librerías céntricas para promocionar sus obras; que se batió a duelo numerosas veces; que organizó una fiesta de disfraces en la que los hijos de la oligarquía se vistieron de inmigrantes pero él llegó de frac y galera y con una beldad del brazo; que se tiroteó con su cuñado; que es el protagonista de dos tangos; que estaba emparentado con el Che Guevara; que fue miembro del Jockey Club y que fue expulsado de esa institución; que le pagó una fortuna al maquinista de un tren tan sólo para que detuviera la locomotora y los vagones con el fin de poder contemplar el paisaje; que todos sus libros habrían sido incluidos en el Index Canonicum en tanto literatura vedada para los fieles de la Iglesia Católica Apostólica y Romana; que tenía un sirviente negro en su estancia de Alta Gracia y que había contratado a un “negro”, un escritor en las sombras, para que redactara los libros que luego firmaba; que vendió un diamante en el Banco Municipal y que el comprador lo perdió inmediatamente en un taxi y que el taxista lo devolvió al banco; que contrató a dos hombres contrahechos, uno de huesos quebrados y el otro jorobado, para ser custodios del sepulcro faraónico de su esposa muerta; y así sucesivamente. Tanta fábula extraordinaria eclipsó la obra literaria y resaltó la circunstancia: la vida del autor. Su fracaso es su triunfo, pues un misterio rodea a su obra hasta el día de hoy.
V
El derecho de matar, Punto final y Todo estaba sucio son las tres novelas que publicó, en 1933, en 1943 y en 1963. Se diría un escritor discontinuo. Estas novelas, un libro de cuentos anterior, un testimonio personal sobre su yrigoyenismo revolucionario y una serie de recortes y documentos los fui guardando en mi biblioteca y en sobres de papel madera. ¿Por qué? ¿Para qué? En parte por afán de archivo; luego, porque toda biblioteca personal resulta ser un muñón de librería de viejo; y también porque hallaba en sus libros no sólo a un mal remedo de filósofos como Schopenhauer o Nietzsche, sino también a un autor curioso que pegaba cuatro gritos a una sociedad que no deseaba escuchar su verdad. Esa verdad era de índole sexual. Durante mucho tiempo no supe qué hacer con esos libros y fotocopias. Una vez leídos, ¿dónde guardarlos? ¿En el estante de los raros y excéntricos? ¿O en el infiernillo de la biblioteca? Con los años esas tres novelas estarían siempre solas, en el extremo de algún estante, separadas de todos los demás lomos por una barrera protectora. No estaban clasificadas ni entre aquellas que no había leído y no leería jamás, ni entre aquellas otras ya hojeadas, subrayadas o abandonadas por la mitad. Quedaron a la espera.
Pero las obsesiones dejadas de lado reviven al menor acicate. La ocasión fue proporcionada quince años atrás por un programa de televisión que exhibía fragmentariamente distintos acontecimientos del siglo. Se llamaba “Siglo XX Cambalache” y su conductora, Teté Coustarot, una Reina de la Manzana, se dedicaba a restarle dramaticidad a la historia argentina con palabras ceremoniales y pomposas. Un segmento del programa lo ocupaba “Sucesos Argentinos”, un viejo noticiario fílmico que en mi infancia había visto en cines de barrio. Repentinamente, escuché: “La señora Clotilde Sabattini de Barón Biza, presidenta del Consejo Nacional de Educación, visita nuevos establecimientos de enseñanza en la provincia de Santiago del Estero...”. Por treinta breves segundos concentré toda mi atención en esa mujer. En la corta secuencia cinematográfica, en blanco y negro, se veía a una señora mayor, con la cabeza cubierta por un pañuelo por causa del día ventoso, bajando por las escalerillas del avión y luego caminando entre maestras y funcionarios en la inauguración de una obra pública. No más que eso, y eso sucedió el día 27 de octubre de 1958 en el aeropuerto cuyo nombre era Mal Paso. ¿Era ésta la mujer que había suscitado semejante pasión? ¿Era ésta la víctima de la terrible tragedia? Clotilde Sabattini no podía imaginar el final de su propia historia cuando esas imágenes fueron registradas. Creo que fue por entonces que decidí escribir sobre Raúl Barón Biza, que a nadie dejó en paz, ni a lo largo de su vida ni en su muerte. Y si bien abandoné varias veces el impulso que me mantenía interesado en esta historia siempre apareció algún estímulo sorpresivo, alguna señal que me recordaba la tarea incumplida. Por ejemplo, esta leyenda grabada sobre una gigantografía publicitaria en el aeroparque de la ciudad de Buenos Aires y vista de reojo antes de tomar un vuelo:
BARÓN B
EXTRA BRUT
VI
Y, además, se decía que había dilapidado una fortuna descomunal. ¿Es posible hacerlo? Se puede gastar el dinero en cualquier cosa. Fletar trenes, comprar bodegas, adquirir yates, pagar cruceros, conducir Rolls-Royces, consumir lo mejor. Asimismo, hay que considerar la construcción de un extravagante monumento en la provincia de Córdoba. Y los diamantes, esmeraldas y rubíes regalados a su primera esposa. Y la mansión en Plaza Francia. Y la cuestión del financiamiento de revoluciones. Etcétera. En fin, no se privó de nada. Tampoco de encargar una cierta tirada de ejemplares de sus primeros libros en el mejor papel posible y con tapas de un lujo tal que hoy en día sería difícil encontrar encuadernadores de ese calibre. Son ejemplares “fuera de comercio”.
La figura del millonario excéntrico es propia del siglo XX. Hubo muchos casos sonados: Barbara Hutton, que había heredado cincuenta millones de dólares, terminó con apenas tres mil billetes en el banco. El otro congénere derrochador y megalómano por la época era Howard Hughes, cuya historia demuestra que el dinero puede llevar al delirio. El mutuo interés de Barón Biza y Howard Hughes por el cine, por las mujeres y por la aeronáutica hace inevitable la comparación. Por cierto, Barbara Hutton se había casado por apenas setenta y tres días con alguien que por un tiempo fue el modelo del playboy internacional químicamente puro, un tal Porfirio Rubirosa, embajador de la República Dominicana en la Argentina en la década de 1930 y que también fue polista y aviador, además de latin lover y macho cazafortunas. Era aún el reino de los hombres recios, de los de llevarse todo por delante, y Barón Biza calzaba en ese molde. Sobre Barbara Hutton escribió el propio Barón Biza: “Aviones especiales, yates, lujosos Rolls-Royce traen al palacio de Barbara Hutton, en Tánger, los invitados a una de sus fiestas. Ésta costó decenas de miles de dólares. El palacio de las mil y una noches fue creado por Bárbara para su posible próximo octavo marido, veintiséis años menor que ella. Solo tengo un fin en mi vida: amar.... Eso dijo ella a los periodistas”.
VII
Barón Biza es uno de los novelistas menos leídos de la actualidad, si es que existe alguien aún que se distraiga con sus páginas. Seguramente por su propio mérito. Y porque los modos de consagrar y excluir obras y autorías en la Argentina no hacen lugar a este tipo de escritores. Una paradoja dificulta aún más su lectura: su vida excéntrica y excesiva fue pasto para la fiera periodística que, ocasionalmente, ha carneado de sus restos. Por otro lado se volvió un espectro de librería, un personaje novelesco sin novelas. Su obra, al fin, se licuó en dos géneros menores: la crónica negra de la literatura y los rumores que suelen deslizar los seres de trasnoche.
Pero no se le escatimaron lectores, aunque muchos atraídos por la mala fama y no por las bellas letras. ¿Quiénes? Seguramente hombres, oficinistas, pequeña-burguesía, sin olvidar el lumpenaje de la cultura letrada. Es que Barón Biza no era un nombre sino un título, una acuñación, la marca registrada de un escritor. No se me escapa que el marbete de “maldito” está hoy gastado y desautorizado, pero de ese modo fue tratado él por sus contemporáneos. Quizás no estuviera tan solo, más allá de su preferencia por no confundirse con otros. Quizás sí existía alrededor de estos escritores olvidados una producción social conformada por discursos políticos soliviantados, expectativas de emancipación erótica y práctica de costumbres novedosas. Los lectores también constituyen el medio ambiente de una escritura. ¿Por qué habrán querido leerlo en su época? Bien, el socialismo, el redentorismo sexual, el embate literario contra los oligarcas y el nietzscheísmo eran temas y problemas, por entonces, bullentes.
Todavía a comienzos de 1960 era un autor “discutido”. Esa década marcó su límite público, su certificado de defunción literaria, pues aunque disfrutó de una audiencia bastante grande y que dos procesos judiciales por obscenidad promovieran la multiplicación morbosa del rédito, el favor de los lectores no se trocó en respeto literario. El Parnaso cobra peaje distinto, impuestos a la higiene gramatical. Quedó reducido a lectura de trastienda, a librillo pasado entre manos en forma soterrada. No obstante, las dos novelas procesadas se reeditaron varias veces. Si bien su fortuna lo puso a salvo de ediciones inciertas, tres libros en treinta años son indicio de que no se pensaba a sí mismo como un escritor relacionado con un público. Los editaba como un aristócrata, o como un autócrata. Y el halo escandaloso que los forraba no parecía molestarle. Sus parrafadas contra la Iglesia y la doctrina cristiana no sólo se enmarcan en el clima abierto por las gestas del laicismo radical y el ateísmo ilustrado sino también en la larga historia de la blasfemia. Barón Biza consideraba a Dios un agrimensor incompetente.
Fue uno de los últimos diletantes de la Argentina, no encastrable en el nuevo formato del autor profesional ni tampoco en la vieja horma romantizada del escritor de vocación. A la vez, es uno de los principales exponentes de una zona marginal de la literatura en castellano, aun cuando los temas que aborda le sean previos y mucho mejor analizados por otros. Pero no sólo por la temática, por calibrar el umbral de tolerancia de la moral cívica y literaria, fue Barón Biza una singularidad. Pues a cualquier literato se le permite impostarse como personaje terrible siempre y cuando tenga al diccionario por polvorín, pero no cualquiera logra sobrevivir en el rumoreo de los lectores. Cierto es que a su “fama negra” contribuyó él mismo tanto como los acontecimientos en que se vio envuelto, a veces grandilocuentemente, a veces trágicamente. El autor mismo, en vida, desencadenó fuerzas revulsivas. Y en el final, un horrible drama. Seguramente tenía plena conciencia, antes de agredir irreversiblemente a Clotilde Sabattini, de que el estigma de la infamia lo iba a acompañar en la muerte, en tanto y en cuanto alguien recordara su nombre o sus libros. A pesar de ello, de la exclusión y del olvido de autores o saberes, aprendemos más sobre las estrategias del difamador que sobre la sustancia o la pertinencia del maldecido.
VIII
En una carta suya enviada a un jefe de la policía, Barón Biza dice de sí mismo: “Desde ya le pido disculpas si llevado por la vehemencia, y mi natural manera de ser, el estilo se aparta del común de los expedientes judiciales”. A lo que él califica de “natural manera de ser” otros la llamarían “difícil”, una palabra que suele cuadrar a este tipo de personalidades. Su carácter era, probablemente, impetuoso, absorbente, dominante e irritable. Un talante semajante lo llevaba a enemistarse fácilmente con cualquiera que no le siguiera el tren o que lo contradijera. En su juventud fue trotamundos; ya adulto, novelista “discutido”, y poco cambió de principio a fin. Fue un hombre duro, inteligente y egocéntrico. Sobre el final de su vida lo acompañaba una suerte de aureola personal asociada al escándalo ya que su renombre era pésimo. Una vez escribió: “Más que un anormal, soy un producto social, a lo más un cerebro negro”. Su hijo Jorge Barón dijo de él: “Tenía un sentido absoluto del margen, como si fuese su mundo natural o como si él se sintiese el creador del margen”.
Un diario lo acusó de trabajar de “empresario del ruido”. Aunque la alusión sonora es despectiva también es justa. De vez en cuando, al menos una vez por década, Barón Biza hacía ruido: estruendoso, rimbombante, explosivo y al fin horrisonante. Luego, según recordó el diario La Nación, “se hundía en silencios que, si parecían de hierro, más bien lo eran por el rastro de la tormenta que por la pasividad del protagonista”. El personaje era megalómano, excesivo, algo exhibicionista, la caricatura del inmoral, el tipo ideal del “enemigo del pueblo”, aun cuando él se viera a sí mismo como desenmascarador de hipocresías y antagonista de la moral de sacristía. Quizás alguna vez ocupara el lugar de curiosidad de circo. Ahora bien, excéntricos de clase alta han existido desde siempre, pero queda indeciso si el suyo fue un llamado rebelde auténtico o un berrido de niño bien
IX
Las vigas maestras del cosmos literario de Barón Biza resultan ser el anticapitalismo –una cuestión que por ese tiempo era agitada por pensadores y reformadores anarquistas, católicos, socialistas, fascistas y nacionalistas– y la vida sensualista y sórdida, tema en el que reinaba Vargas Vila, escritor colombiano hoy olvidado. De allí se desprenden el resto de sus obsesiones: la misoginia, el individualismo, la corrupción política, el vicio, el anticlericalismo, la trata de blancas, la perfidia humana, el lesbianismo, la vida mundana, el antisemitismo, la desilusión amorosa, el odio a los poderosos, la vida patética y la calidad canallesca de la existencia. En un diario de Gualeguaychú de la década de 1920 se lee que Barón Biza “es sociólogo de la práctica diaria, escritor bizarro y hombre de claras y progresistas ideas políticas”. Todo eso junto. El sociólogo, el bizarro y el progresista suponían que toda honra está fundada en un crimen, o bien que éste se oculta tras una máscara honorable. Otra constante en sus libros es el ciclo cumplido por los personajes entre la provincia y la metrópoli, la salida al mundo y el regreso al origen de partida, el conocimiento del cenit de la fortuna y también de su nadir, la confianza entregada y la traición a la misma, la fe política y el nihilismo escéptico. Y, como si fuera un personaje en sí mismo, el viaje y sus formas: destierros, internamientos, huidas del hogar y también exilios dorados, pues el champagne rezuma de sus libros. Quizás se imaginara a sí mismo como un “doble agente”, alguien que vive de rentas millonarias y que no deja de exponer los secretos y “secretitos” de su propia clase social.
Barón Biza es una de las aristas visibles de un iceberg bajo cuya superficie yacen cientos y cientos de autores “raros”, “menores”, “malos”. En su caso, lo que concedió potencia pública a sus novelas fue la cruza de deseo y política, de erotismo y corrupción moral. Esa historia folletinesca de ascenso social en los tiempos de la “década infame”, ese novelón erótico-macabrista, ese intento de desfloración del pudor literario, presuponían que en la sordidez y la podredumbre se evidencia la verdad oculta de una sociedad. “Mis escritos están saturados de realidad”, eso dijo. También escribió sobre sí mismo: “Es despiadado con la verdad, lastima, hiere, fustiga. Nadie dijo tan crudamente, tantas verdades”. Una de esas verdades concernía al comercio de la carne. En las décadas de 1920 y 1930 había en Buenos Aires muchos de esos lugares que en otro tiempo se llamaban casas de tolerancia o “casas con visillos” o habitaciones de piringundín, sin olvidar a las que rodeaban los patios centrales de muchas casas “de baile”. Un periodista de París llamado Albert Londres había denunciado años ha que estaba activo un “camino de Buenos Aires” para la carne europea, blanca, femenina y pobre. Y por cierto, la noche era el medio ambiente no sólo de las cocottes, sino también de “cocó”, el polvo de estrellas. Barón Biza tenía mucho de noctívago.
X
Muy pocos los han reivindicado, o les han hecho justicia siquiera, a ellos, los yrigoyenistas “rojos”. Hubo un tiempo, ya lejano, en que la Unión Cívica Radical era algo más que un partido político, era una causa nacional y popular. Ya es tema de paleontólogos. Pero cuando sucedió el golpe de Estado del general Uriburu, en 1930, fueron ellos los que se lanzaron a la calle en defensa de la “causa” y de Hipólito Yrigoyen, su líder místico, apodado “el peludo”. En ese tiempo había muchos hombres dispuestos a morir matando en su nombre. Y muchos murieron, más de cien, combatiendo la dictadura de Uriburu y también al gobierno fraudulento del general Justo. Fracasaron, y casi nadie quiso conmemorar su gesta, quizás porque la tropa que se jugó la vida estaba compuesta por unos pocos hombres de mando y de suboficiales, además de la fracción bolchevique del Partido Radical. O quizás porque la madeja de intereses políticos ya comenzaba a ser desenredada por todos los bandos al unísono, aunque parecieran opuestos. Barón Biza estuvo entreverado en esas patriadas que conforman un capítulo perdido del libro de historia de la nación, las sublevaciones yrigoyenistas. Por entonces, un diario lo trató de “mosquetero del radicalismo”, y otro, de “as pelúdico”, por causa de su fortuna. Quién sabe si en sus incursiones por el campo del radicalismo revolucionario no creyera Barón Biza estar reencarnando en su persona las aventuras de Lord Byron de un siglo antes, de cuando el poeta aristócrata fue a luchar por la independencia de Grecia contra el ejército del sultán.
XI
“Barón Biza no busca el aplauso ni teme a la crítica. Está más allá del presente”. Fácil es decirlo, pero la crítica existía y tenía dientes de perro. Un diario calificó a su primera novela de “furibundo anatema”, y fue el más favorable. El resto se cebó con la obra y con el autor: “sus libros son autobiografías del desequilibrio y de la sucia morbosidad”, “es un hombre extraño e inverosímil”, “un cínico escalofriante”, “un insociable”, “un impúdico hedonista”, “un apóstol desequilibrado”, “una personalidad de la destrucción”, “un hombre que parece haber fugado de una novela de Roberto Arlt”. Recibió golpe por golpe dado. El estilo de Barón Biza, que es altisonante sin dejar de ser pedante, no le haría ganar muchos amigos. Él consideraba al medio tono gazmoñería, oportunismo o coquetería, consecuencia necesaria de una sangre demasiado tibia. Y sobre el valor que concedía a la prensa, escribió: “Los grandes rotativos sólo defienden honras ante el tilintinteo de las monedas de oro, como bailan los monos junto al órgano pordiosero”.
Sus libros son a la vez ficciones literarias y diatribas intelectuales, novelones melodramáticos y ensayos ideológicos, ditirambos dolientes por el estado de la humanidad como tratados machistas sobre el amor rencoroso. Son tangos: “La angustia de la humanidad hecha letra, es un alarido, un grito en la noche”. Pero si pretendía perturbar al vecindario, muy escuchado no fue, puesto que su nombre no está en las enciclopedias. Ha sido borrado o elidido más que olvidado, sin saberse bien qué merece más. Él había dado a conocer el tipo de libros que se transforman en biblias negras y que se guardan bajo llave. Y eso aunque Barón Biza tuviera mala opinión de la pornografía: “La baja literatura de los tarados morales”. Un escritor contemporáneo nuestro, Alberto Laiseca, escribió acerca del juicio por inmoralidad seguido contra Barón Biza: “En verdad, El derecho de matar es una obra puritana, de un idealismo panfletario. El acto de perseguir al libro fue la misma actitud de los lobos blancos persiguiendo al lobo negro. Pero, en fin, lobos de la misma manada”.
Menos claro es que Barón Biza tenga algo para enseñarnos sobre el alma humana, salvo que se la considere cloaca. Quizás sea tiempo perdido hacerlo volver de la muerte literaria para preguntarle por sus enseñanzas. Quizás algún otro pueda hacerlo, pues alguna vez alguien preparará una biografía de Barón Biza detallada y competente, pero no es ése el objetivo de este libro; o alguna vez un crítico literario se ocupará de hacer justicia con la obra de Barón Biza, la que no necesariamente resultará ser condescendiente; o alguna vez alguien preferirá chapotear en la crónica roja de esta historia más de lo que yo he deseado hacerlo.
XII
Diez años atrás compré un libro de Barón Biza en una localidad suburbana. No era cualquier libro, era uno de los cinco mil ejemplares de la edición de lujo de El derecho de matar que nunca antes había encontrado en mis derivas por la ciudad. Alguien me había dado aviso de que el libro estaba expuesto en la vidriera de una librería, en una esquina. Hice el largo viaje hasta el partido de San Isidro hasta dar con el lugar, vagamente inverosímil: una librería de compra-venta de libros escolares, de primer grado de escuela primaria a quinto año de la secundaria. Y sin embargo, el dueño disponía del Barón Biza. ¿Cómo habría llegado allí? Se sabe: a las librerías de viejo arriba el saldo de temporada invendible y el despojo anacrónico. No estaba barato, pero tan sólo la cubierta serigrafiada en plata valía la pena. En los siguientes diez años nunca supe de otro ejemplar en venta. Sin embargo, cinco mil ejemplares de tirada no suelen marchitarse en depósitos. Mucho después, en el año 2005, recibí noticia de un nuevo ejemplar que se vendía en una librería de Florida, en el partido de Vicente López. Decidí adquirirlo. En diálogo con la dueña de la librería surgió el comentario mío de que también suburbano y de la zona norte de Buenos Aires había sido el otro libro comprado una década antes. La mujer me especificó que aquella librería y esa misma eran sucursales una de la otra: “Libros Mario”.
XIII
En la Argentina, la historia de la literatura erótica se retrae en la oscuridad. Si se descuentan los libelos políticos y los blasfemos resulta ser el género que cuenta con el mayor anonimato autoral de todos los existentes, y no siempre por motivos de persecución sino por pudor o por tratarse de letras deshonrosas. En sus libros Barón Biza dio al tema completa visibilidad, osadía potenciada a su vez por el escándalo legal. Y todo batifondo de clase alta, mucho más si viene salpicado de sexo, repercute hasta en la última nervadura de la opinión pública.
El personaje social del “pornógrafo” es moderno. El estereotipo nace con el Marqués de Sade, pero fueron prohibiciones ya en el siglo XX las que le concedieron mala fama y fama póstuma a unos pocos escritores. D. H. Lawrence, y más aún Henry Miller, condensaron en esa figura un camafeo donde el relieve unía la vida a la obra. A su vez, la censura y la prohibición de películas tienen una historia casi tan larga como la que se correspondió con la de la literatura erótica. Quizás hoy, en época de canales codificados de televisión, retrospectivas de revistas “de mujeres” en museos estatales norteamericanos, actores pornográficos que superan el millón de dólares de ganancias por año, y fractalización del detalle y el primer plano en Internet, la cuestión parezca cándida o superada.
Pero la ictericia que El derecho de matar o Punto final suscitó en su tiempo debió responder no ya al tema en cuestión sino a la forma de tratarlo. O más bien a los ensamblajes del argumento con crudas descripciones de la política local y con una filosofía individualista radical. Y quizás no deba excluirse la posibilidad de que algunos de los personajes de sus libros fueran personas de carne y hueso, reconocibles por círculos exclusivos de las clases altas o por sectores de las castas políticas. Barón Biza poseía un olfato fino para detectar y sopesar la sordidez humana. Había visto mucho, pero intuía más aún. En algunos casos, el hartazgo moral conduce a la escritura de obras intransigentes o tenebrosas, pero Barón Biza, además, se proponía devolver a la sociedad una imagen cruel en el espejo. Un vómito. Su voluntad de transgresión se parece a la de Sade: aumentar maquinalmente el grado de sexo o de blasfemia, a fin de ir más allá, hasta llegar a la mayor abyección posible. También Barón Biza redobló su apuesta, trató de superarse a sí mismo engrosando la “inmoralidad” de sus ejemplos, aunque siempre dentro del mismo argumento. Pues en toda su vida escribió una sola novela: la primera. En las siguientes, cambiaban los escenarios, los personajes y el argumento pero las obsesiones y los conflictos eran siempre los mismos.
XIV
En cada época hay caminos obligados para llegar a ser autor consagrado pero las derivas que asume la “autoría negra” son variadas y todas ellas personales. ¿Cómo comprender el concepto? Como el modo en que la literatura se purga a sí misma de los genes anormales o irregulares capaces de contagiar el pensamiento partisano, la psicopatía criminal, la defensa de causas condenadas o la locura. En otras palabras, la relación entre autoría y “enfermedad moral” como problema a enfrentar y extirpar, sea por parte de la academia o la sociedad de pares, los escritores. La disuasión del autor anómalo se logra mediante la eugenesia estética. Depuración y olvido, ésas son las maneras de mesa.
No hay un patrón único que dé cuenta de esas obras despreciadas. La autoría negra no depende del tiraje o de la calidad de la obra. Tampoco la intención del autor importa, si es que pretendían la fama o pasar inadvertidos. Pero su descalificación moral es de rigor. Desdén personalizado que singulariza por vía negativa. No importa si vivieron en la fortuna o la miseria, si fueron comprendidos o incomprendidos, si gozaron de lectores o si fueron ignorados, el estigma de la vileza fue adosado a sus obras y las señaló como lectura inconveniente en un índex invisible pero eficaz.
Eso no sucedió forzosamente por haber establecido un lenguaje nuevo o por abordar temáticas incipientes, es decir por no estar incluida la obra en una zona de aceptabilidad moral, ideológica o institucional. La autoría negra no es efecto tampoco de la imposibilidad de hallar editor o distribuidor. Y a veces se es silenciado justamente por ser un autor “discutido”. Tampoco este tipo de escritores es necesariamente reivindicado en forma póstuma por la crítica literaria o por modas revisionistas. Pero si se pudiera elevar a rango conceptual, la “mala suerte” constituiría un ingrediente del problema.
Si el estilo cumple los requisitos para transformarlo en una obra recuperable se le excusan al autor algunos de sus deslices, usualmente en forma póstuma. Por esas mismas taras los autores “menores” quedan condenados a las mesas de librería de viejo. En el extremo, los “casos clínicos”, la autoría negra queda definida por el silencio que rige sobre su nombre. La obra se vuelve inmencionable. Tabú del autor, con iguales o mayores consecuencias que una prohibición jurídica. Lo rodea un silencio perenne. De allí que rastrear vida y obra de estos autores implique visitar los incineradores de la cultura.
Barón Biza pertenece a este limbo de la literatura. Sus libros son farragosos, repetitivos, tremendistas y sólo por momentos alguna frase o cierta idea reclama la atención del lector. Sin embargo, tanto por su “rareza” como por la repercusión pública que tuvieron, hubiera merecido algún celo de la crítica. El desprecio de los ambientes literarios se corresponde con el gesto altivo que lo llevó a preferir ser su propio editor. Rechazado, Barón Biza dobló la apuesta, en 1933, en 1943 y en 1963. Al hacerlo, quizás tuviera en mente este aforismo de Max Stirner, filósofo al que había leído: “A un pueblo puede quitársele la libertad de prensa. En cuanto a mí, conseguiré la impresión por la astucia o por la violencia. El permiso de impresión lo saco de mí, sólo de mí y de mi poder”.
XV
En los laberintos los métodos son inútiles, pues los muros no cesan de desdoblarse sin solución de continuidad y sin final a la vista. Entre tantos pasadizos se encontraron huellas, se registraron marcas y se recogieron restos de resaca, y todo ello fue interrogado a la luz y a la sombra de la curiosidad, el cirujeo, la exhumación, la inquisición, la transferencia y la purga.
Christian Ferrer
* “El padre” pertenece al libro Barón Biza, el inmoralista, publicado por Editorial Sudamericana, 2007.