No está en su guarida –donde pernoctó por dos siglos– porque su antigua condición clandestina es ahora ubicuidad. En un tiempo fue un género literario editado en los dobleces de la ley y pasado de mano en mano. Luego, la fotografía transmutó las volutas de la imaginación letrada en imagen fija y unidimensional, posibilitando su circulación en ámbitos populares. Más adelante, el peep-show y el cine concedieron a la carne movilidad en el tiempo, y las revistas –como si fueran caleidoscopios– la multiplicaron. Las prohibiciones nunca dejaron de encorsetar sus desplazamientos, aunque ya era época de melenas y minifaldas. Pero en los años ochenta el video trajo aparejado el blanqueo de su biografía bastarda y el acceso al sancta-sanctorum familiar. Internet culmina la fragmentación de la piel para reconstituirla orgiásticamente, tal cual una cornucopia, o una hidra. Sin embargo, todos estos son efectos especiales causados por sucesivos impulsores técnicos. Entonces, ¿cómo hizo para escapar de la trasnoche y la catacumba hacia el resplandor de las pantallas en apenas un cuarto de siglo?
Larry Flint es una película que intenta dar cuenta de esa transición. La historia –verídica, por lo demás– es lineal. A comienzos de los años setenta un hombre desafió al imperio erótico establecido por Playboy una década antes con una revista que superó en obscenidad y osadía a su rival. Hustler –“el acosador”– era la publicación que testeaba los umbrales de la tolerancia moral de la época. El hombre –Larry Flint– enfrentó de allí en más oleadas de juicios por inmoralidad y un atentado que lo dejó en silla de ruedas, e impotente, de por vida. Con el tiempo, lo que comenzó con un pasquín terminó en un emporio multimillonario. Pero un prohombre de la derecha cristiana lleva a Flint ante los tribunales acusándolo de hacer escarnio carnal de su persona. Paso a paso el juicio llega hasta la Corte Suprema de Justicia. Este es el momento de la narración en que el abogado del reo asume un rol protagónico, y tras su largo alegato en defensa de la tradición de librepensamiento la Corte falla a favor de Larry Flint. La película termina con el “hombre de leyes” satisfecho y descansando en la escalinata del máximo tribunal norteamericano. La moraleja, a la vista: Occidente protege la libertad de palabra, aún para imprimir revistas que en otro tiempo hubieran sido grabadas a fuego en el Index Canonicum. Cero casualidad: Milos Forman –director de la película– había huido de Checoslovaquia, país sometido a la censura. ¿Fue entonces la creciente ampliación de los derechos cívicos el acontecimiento que abrió un cauce institucional a la imaginación pornográfica?
Cuando yo era niño existían varias revistas destinadas al público femenino. Algunas solían incluir fotonovelas románticas, salpimentadas con dosis medidas de desnudez y de osadía. Era la pornografía posible para las mujeres de entonces, tanto como las radionovelas lo fueron para sus antecesoras, y los galanes de cine y los folletines para un tiempo aún anterior. Eran balanzas en que la diferencia existente entre el tipo ideal de marido y el verdadero era rigurosamente ponderada. Era la época de Corin Tellado. Y de la píldora anticonceptiva también.
La pornografía es el conmutador central que procesa los altibajos y variaciones de sus sucursales “honorables”, a las que podría considerarse fachadas que usufructúan de una franquicia. Esto concierne al turismo sexual y a la alta costura, a los sex-shops y a las fiestas de quinceañeras, a la presentación de la persona en la vida cotidiana y al diseño de la publicidad comercial, a la cirugía estética y a las despedidas de solteras, a las escenas de fantasía de las discotecas y a la elección del traje de bodas. En los bordes de muchas actividades acostumbradas la pornografía establece relaciones osmóticas, sea con el cine de autor, la programación televisiva, las artes plásticas o el diseño de eventos. Son interferencias crecientes del arte del desnudo obsceno sobre las expectativas eróticas de la población. Así, el aliento, y las fauces, de la industria de la carne dan forma a la consideración actual sobre el valor del cuerpo. Precondiciones de una interpelación tan exitosa han sido el desvanecimiento del pudor y el ansia violenta de felicidad instantánea. Una vez emancipado, el comercio de imágenes carnales no puede sino empinar sus acciones hasta lo más alto de la bolsa de valores. Pero el proceso de desvergonzamiento requiere de diversos apuntaladores. Las distintas proveedurías de erotismo empaquetado no pueden ser comprendidas sino como despliegues de la “revolución sexual” iniciada en la década del ‘60. Son inescindibles. Y los avances políticos de la mujer no dejan de estar en íntima complicidad con la liberación pornográfica de su clandestinidad. Ya es entrenamiento sensorial para un mundo en donde la anatomía complacida y complaciente es tenida por ser el alambique de la felicidad, además de un bien de intercambio. Inevitablemente, el strip-tease se encuentra con las maquinarias de la excitación sobre una mesa de disección del cuerpo.
Boogie Nights también intenta dar cuenta de aquella transición. Un director de cine “Triple X” pretende ser el primero en filmar una película porno “digna”, es decir con guión, producción y actuación propios de la fábrica de sueños. Es en Los Ángeles, año 1978. Ese director recluta una trouppe de hombres y mujeres –del cameraman a los actores–, quienes conforman una tribu endogámica, o una comunidad utópica. En el ínterin, la invención de la videocasetera permite el arribo de sexo enlatado a los hogares de clase media, por correo o a través de los videoclubes. Inmediatamente llega la televisión codificada. En pocos años los compinches se transforman en estrellas de un género impúdico, ahora público, y las ganancias por película aumentan a ritmo exponencial. Luego de varias peripecias que conducen a los personajes hacia distintas suertes, todo el grupo vuelve a reunirse al final, convencidos de que su destino se juega en la industria del porno. En una brevísima escena se condensa el camafeo ideológico de la película: el camarógrafo –negro– forma pareja con la actriz de las películas “condicionadas” –blanca–, y ésta queda embarazada. Ya en el momento del parto, y junto a los médicos que ayudan a dar a luz, el hombre filma el nacimiento de su primogénito enfocando directamente la lente sobre la vagina de su esposa con el mismo punto de vista con que solía filmarla en situaciones menos santas. Pero una sociedad que facilita el registro fílmico de un nacimiento ya está dada vuelta, es decir, se ha vuelto obscena, y por eso mismo requiere de un género sintomático que la represente. Ese género es la pornografía. Mientras Larry Flint cuenta la leyenda norteamericana de la libertad de expresión, Boogie Nights narra la saga de la erección de la industria de la obscenidad. La película acaba con el actor principal exponiendo a cámara una enorme pija. Se diría que es una declaración de principios.
Un tipo especial de belleza femenina es homenajeado, a su manera, por la pornografía. Es la intimidad despatarrada: las contorsiones imposibles; la mirada lujuriosa o impenetrable; la boca en cuarto creciente desplazando a las demás facciones; la voz enfatizada hacia el ronroneo o la procacidad; las piernas disparadas hacia ángulos inverosímiles; la lengua puesta a hablar por sí misma; la actitud de irónica sumisión o de urgencia hormonal; la sonrisa triunfante o perversa; el pecho ceñido con dos garras; la cola desenfundada sin tapujos; las exclamaciones y jadeos que parecen emitidos como por un altavoz vúlvico o anal; el cuerpo arrastrado por el piso; en fin, la derrota del pudor. Es la belleza que florece en los burdeles, la que germina primordialmente desde la parte de “animalitas” de la condición humana. La pornografía es la fiesta de los minotauros.
El paisaje psíquico que necesita de narraciones pornográficas, aún indirectamente, ya no responde a marcos morales de los que el temor y la auto-restricción serían sus tamices. Una época que anhela huir del sufrimiento y del aburrimiento, y que somete a las personas a encajar presiones insoportables, encauza sus “patologías” hacia oasis gozosos. Y en un mundo idílico, como lo es el de la pornografía, sus personajes están condenados a ser felices. Cierto que es una felicidad puntillista, y que el detalle y el primer plano no dejan ver el bosque. Pero un mundo tan detallado también puede ser visto como un intento provisorio de aprehender el cuerpo en su totalidad, como si el rompecabezas troquelado por fabricas y hogares, por maltratos y desdichas, solo pudiera ser vuelto a ensamblar por partes. El cuerpo profanado; también reivindicado. Pues así como el lenguaje íntimo contiene léxicos distintos a los proferidos en la plaza pública, también la visión del cuerpo en la intimidad requiere del deshojamiento de capas y capas de mascarada y etiqueta. Ambos mundos de vida se superponen ahora, aunque en el terreno de las creencias y las prácticas definidas por el patriarcado. En esas pompas pícaras levitadas desde el edén se postula un modelo de sociabilidad deseable que no es desemejante al propuesto por el Marqués de Sade: la prostitución universal, o sea la inversión del contrato social. En una sociedad en donde la infidelidad es la variante menos digna del amor libre y en la que el derecho al harén personal ya es consigna, la voluntad de libertinaje trastoca el ideal liberal de la tolerancia. Subvertido el contrato, cada cual deviene en camaleón; quizás en crisálida.
La historia de la masturbación en el Occidente moderno aún no ha sido contada. Tampoco la de las imágenes que le sirven de tipos ideales, y de grúas. Es el mundo de las mil y una noches, cuyo epílogo finaliza con el vientre convertido en patíbulo para sí mismo. La pornografía –condensación babilónica– es la historia de la carne masculina tentada, de su desplome y vendimia. “Onania” podría ser el nombre de su isla de utopía, en donde cada hombre puede afirmar fielmente que una actriz pornográfica es la mujer de sus sueños. Un arquetipo, como también lo son la vedette o la animadora de programas infantiles. Pero a pesar de gemidos y discursos guturales todo se parece a una película muda compaginada por un anarquista: la sombra chinesca predomina sobre el alboroto y la acefalía acaba coronada. En la sociedad de los pecadores solitarios la pornografía es el género que celebra a los órganos autárquicos del cuerpo.
La actriz pornográfica es el esperpento de la estrella de cine, lo que restaría de ella en caso de atravesar una galería de espejos deformantes. Pero aún siendo satélite oculto de un sol cegador, participa del lado oscuro de su aura, y fascina a sus audiencias en la misma medida en que la diva lo hace sobre otras feligresías. También las figurantas en segundo plano o las extras cuyo parlamento dura apenas segundos suelen persistir larga e inexplicablemente en la retina. La idolatría que se ofrenda a las grandes estrellas pende de ese hilo único que la sostiene entre cielo y tierra, pero el agradecimiento sentido ante la actriz pornográfica se hace co-extensivo al resto de su especie, pues una las contiene a todas, las reinas anónimas de un universo obsceno. El rostro iluminado de la estrella es proporcional a la cara maquillada –y eventualmente mancillada– de la actriz porno.
El bouquet parece haberse destilado del mundo de los conspiradores. Y la lógica escénica hace pensar en aquelarres, o en adoraciones, o en ritos de iniciación. También en eventos más inofensivos, como las performances artísticas o las representaciones de títeres en las que no queda cabeza sin decapitar. O bien en experimentos comunitarios: la configuración pan-corpórea de un nuevo tipo de amistad, o de familia, o de asociación. Estaríamos ante el umbral de la poligamia. Se barruntan solapamientos, negativos de la realidad en los que se evidencian acontecimientos que en el otro pliegue se desestimarían como postales del infierno. Son sus inversiones simétricas, sus iluminaciones profanas. También la noctiluca fosforesce mejor en la más absoluta oscuridad. Aunque la acción remite por necesidad a la pulseada, y al duelo, y a las telenovelas, y al documental –con deslizamientos hacia el informe científico. Algo trans-género. Un rompecabezas, interrumpido y distorsionado continuamente. La pornografía sale a luz a causa del inmenso esfuerzo que hace “lo visible” para dar forma y figura a la imaginación públicamente inexpresable, la que solo emerge en soledad o en la clandestinidad. Es el brote nocturno de una voluntad lumínica que recién comienza a resplandecer. Pero a pesar de innovaciones temáticas y de nuevos recursos técnicos, el género sigue fiel al inicio de la historia del cine: un primer plano exclusivo y casi estático. Es el esplendor de la monotonía.
La crónica negra del género lanza amarras hacia el cine de terror, el registro fotográfico de suplicios en cárceles iraquíes, las tesis post-estructuralistas del “desmembramiento del sujeto” y los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez o Santiago del Estero. Es el vía crucis del cuerpo, y no su arrullo. Es indecidible por ahora si se trata de una infección extirpable o de un defecto de nacimiento.
En el último medio siglo el mercado del deseo modificó sus reglas y cambió su tablero a medida que los progresos de la revolución sexual y de la condición social de la mujer prosperaban y se legitimaban. Una consecuencia necesaria ha sido la transformación del cuerpo femenino en campo de experimentación científico y comercial. La cirugía, la dietética y la gimnástica resultan ser arsenales de la lucha por la supervivencia de las especies urbanas. Que la voz pública de la mujer entone ahora una sinfonía demandante y procaz no deja de ser otro corolario cantado. La encantadora de serpientes cede su puesto a la amazona justiciera. La imaginación pornográfica ha sido primordialmente un coto de caza masculino, y por lo tanto de ella se extrae más un autorretrato que un “casting”. Pero ya existe pornografía filmada por feministas; las artes plásticas –su personal femenino– han intimado últimamente con el género; y la sexología televisiva, simpática y permisiva, está al comando de mujeres. Y así sucesivamente. En la proyección futura de su suerte puede pronosticarse una suave reorientación hacia los intereses del segundo sexo, tal como ya ha ocurrido con los nichos de este mercado concedidos a los gays, los obesos y los exhibicionistas. Caso típico: en el año 2001 se publicó en París La vida sexual de Catherine M., autobiografía estrictamente erótica escrita por Catherine Millet, curadora del pabellón francés en la Bienal de Venecia y directora de Flash Art, revista de estética de fama mundial. En doscientas cincuenta páginas son derrocados cientos de hombres, como si la autora quisiera dejar en claro que la vulva, antiguo espermero obligatorio, ya es guillotina sedienta para la mitad de la especie. También en ese año se estrenó en Francia un policial en el que varios hombres –violadores– son primero descabezados –según las reglas del género pornográfico– y luego asesinados. No se excluye el tiro de gracia. El largometraje se llama Baise-moi, es decir “Cogéme”. Seguramente era lo que los antiguos marineros creyeron escuchar de boca de las sirenas.
En revista tipoGráfica nº 60, de agosto de 2004.
Christian Ferrer