El de Duchamp fue un viaje idiota. Es decir, sin objetivo ni derrotero, un viaje a cualquier lado, a Buenos Aires entonces. Llegó en piróscafo, junto a una dama –Ivonne Chastel, su esposa. De él solo se sabía que era un “artista” que un tiempo antes había instalado un urinario en una galería de arte; y que con ese simple enroque había pateado el tablero, como sólo los reyes y los bufones saben hacerlo. Ahora sabemos que ese hombre todavía joven era un gran artista, o quizás un gran bufón, y que estaba en su mejor momento. Y de repente, zas, en Buenos Aires, donde no conocía a nadie, con excepción de los familiares de un amigo parisino que regenteaban un prostíbulo. “Gente simpática”, según los describió en su correspondencia. Marcel e Yvonne habían abandonado Nueva York, toda ella un sólo rascacielos, por Buenos Aires, de la que apenas sabían lo que cabe en un signo de interrogación. El viaje careció de incidentes, no sufrieron de mareos y las estadías en los puertos intermedios fueron breves. Así también, de punta a punta, se desplazan los alfiles y las torres, gambeteando escaques.
¿Acaso escapaba de la Primera Guerra Mundial? No es muy probable: estaba lejos de los acontecimientos. ¿Huía de la fama? Era escasa aún, no más que un escándalo inofensivo en una exposición. Por otra parte, en bares bohemios y en inauguraciones nunca falta un niño terrible –cosa que él nunca fue. ¿Para qué vino entonces? Misterio... Ningún misterio: fue un viaje idiota. No cabe otra explicación. Un viaje porque sí, un viaje porque no. Dicen que en Buenos Aires no habría hecho nada de nada, o quizás se puso a trabajar en unas diapositivas estereoscópicas. Dicen también que aquí habría procurado detener la caída del cabello con toda suerte de experimentos capilares, o bien jugó ajedrez ininterrumpidamente. Por cierto, no hablaba castellano, pero eso no fue obstáculo, pues el tablero es perfectamente mudo. Además, Duchamp tenía cara de poker, al igual que la mayoría de los ajedrecistas.
Durante su estadía no pasó mucho: nevó en la ciudad por primera y única vez en su historia, el presidente se llamaba Hipólito Yrigoyen, se estrenaron dos películas argentinas, “Buenos Aires tenebroso” y “El último malón”, el joven Borges redactó unos versos comunistas, hizo mucho calor en ese verano de 1919, y en el mes de enero una huelga que fue reprimida a sangre y fuego acabó con ochocientos muertos y tres mil heridos. Y poco más. Duchamp dice haber comido bien, haberse rapado la cabeza por completo, haber enviado un regalo de casamiento a su hermana, haberse sacado una fotografía junto a una cacatúa, y no haber encontrado el menor signo de vanguardismo estético en el país. Tampoco pudo encontrar rastros de su amiga Gertrudis Lowy, alias Mina Loy, poeta y pintora, a quien él apreciaba y a la que sabía varada en Buenos Aires esperando por el arribo de su esposo Fabien Avernarius Lloyd, alias Cravan, a quien apreciaba bastante menos. Muchos años más tarde Duchamp seguiría enviándole poemas a Mina, que alguna vez fuera musa –es decir, dama– de su amigo Man Ray y a la vez autora de un Manifiesto Feminista. Cravan era dadaísta y poeta, boxeador además, y decía ser sobrino de Oscar Wilde. Junto a su esposa Mina habían viajado anteriormente por Argentina, Perú, Brasil y Méjico, pagando comida y traslado por medio de exhibiciones de pugilato; y ya en el Puerto de Veracruz se separaron y se dieron cita en Buenos Aires, donde Mina Loy, embarazada, lo esperó durante muchos días y muchas noches. Aparentemente, Cravan se habría embarcado en un velero con rumbo desconocido, o quizás no, no se sabe bien.
Al comienzo, Duchamp pensó en jugar ajedrez a distancia por intermedio de cablegramas; luego, se le ocurrió que eso podía lograrse mediante estampillas adhesivas con las piezas impresas; al final se anotó en un club local y también diseñó un tablero y torneó él mismo una y cada una de las piezas necesarias, las blancas y las negras, con excepción del caballo, al que dio forma un artesano local. De todas las piezas del ajedrez, el caballo es la más imprevisible: corcovea, arremete, improvisa y se desvía en un instante. Parece obra del capricho, pero sus motivos tendrá, tanto como Duchamp los tuvo cuando desde Buenos Aires le envió a su hermana un objeto perecedero llamado “ready-made desgraciado”, destinado a ser despedazado por el tiempo y la lluvia. Era un regalo de casamiento. Suzanne Duchamp se casaba con Jean Crotti, el marido anterior de Ivonne Chastel, la esposa de Marcel. Hay vaivenes así en el tablero, y si bien en el juego no suelen abundar los finales felices, algunos rivales terminan emparejados. Por otra parte, una amiga de Duchamp le había dicho que en Argentina “lo importante no es la felicidad sino el matrimonio”.
Esa amiga se llamaba Katherine Dreier. Era más que eso: era su clienta, su patrocinadora y su cómplice. Una dama blanca. Y ambos eran miembros de un grupo de conspiradores llamado “La Sociedad Anónima”, cuyo emblema era un caballo dibujado por Duchamp. Katherine era, además, millonaria y sufragista, y había venido al país para enterarse de la condición social y política de las mujeres de las pampas. Un año después publicaría una memoria del viaje. “Cinco meses en la Argentina desde el punto de vista de una mujer”: ese era el título del libro y por él nos enteramos que Katherine Dreier encuentra al clima argentino relajante y mortal para el espíritu, que las mujeres salen a pasear con chaperon y que eso se debe a la mala influencia de los moros traída por los conquistadores españoles, que presenció el desmantelamiento de la fuente de las nereidas de Lola Mora, que concurrió al Corso de Flores, que le extrañó descubrir que los hombres porteños se empolvaban la cara, y que también fue a un montón de locales socialistas y de beneficencia. Sus días pasaron entre curiosidades al paso y paseos proselitistas, y no pareció sacar mucho en limpio. Se diría que fue otro viaje idiota. Cuando Katherine partió de Buenos Aires en piróscafo, se llevó un montón de hojas escritas, una estereoscopia y una cacatúa. Marcel Duchamp la acompañó al puerto y se dejo fotografiar con el avechucho al hombro, cuyo nombre era “Koko”.
Es raro que los peones lleguen a protagonizar jugadas estelares en el ajedrez. A ellos se les reservan los mayores esfuerzos, el trabajo sucio, son la carne de cañón. Y suelen pasar desapercibidos. “Buenos Aires no existe”: esto es lo que Duchamp había escrito a uno de sus corresponsales en noviembre de 1918. Y a comienzos de enero de 1919 le escribe a otro: “Sólo se puede ir al teatro”. Ni siquiera eso, porque en los días siguientes Buenos Aires estaría dada vuelta, barrios enteros tomados por huelguistas, guardias armados en todas las esquinas, ataques a hogares judíos, y una multitud anarquista enfrentándose al ejército y la policía y dispuesta a establecer un mundo sin Amo y sin Dios. Al terminar la jornada había heridos y muertos por doquier. El 13 de enero Duchamp le confía a una amistad epistolar: “me siento como un prisionero de guerra pues el uniforme de los soldados argentinos es igual al de los alemanes”. Lo que había sucedido sería conocido como la Semana Trágica de Buenos Aires, y Katherine Dreier se transformó en improvisada cronista del levantamiento. Nos dice que la ciudad estaba en guerra, que los huelguistas destruyeron incontables bulbos eléctricos y lámparas de petróleo, que las calles eran bocas de lobo, que el cortejo fúnebre de los primeros anarquistas muertos fue tiroteado desde una iglesia y que el fuego fue respondido por igual, que se importaron trescientos rompehuelgas japoneses, que no hubo diarios, y que ella transcurrió esos días entre el Plaza Hotel, el más lujoso de la ciudad, y el local de la Federación Obrera de la Aguja. Por cierto, la mujer tomó partido por las piezas negras, no por la chusma del mauser. Décadas después, al ser preguntado por qué razón el rey torneado en Buenos Aires no estaba coronado con una cruz, Duchamp respondió: “Esa fue mi declaración de anticlericalismo”.
Ivonne Chastel abandonó Buenos Aires en marzo de 1919, y en abril zarpó Katherine Dreier, y a mitad de junio se fue Marcel Duchamp. Atrás quedó Mina Loy, perdida en el tablero y llamando inútilmente a Cravan, el esposo perdido para siempre en el Caribe azul.