El ensayo, a diferencia de otros géneros literarios, resulta ser un prisma, una suerte de aleph personal a través del cual se descomponen y se vuelven a configurar los ritmos, gamas y contornos de un problema. Es, entonces, el "centauro de los géneros". Entre intuición y reflexión, el ensayista pondera y presenta los problemas que le atañen superponiendo escamas de ficción a la expresión de ideas, y a su vez estas dos cribas tamizan distintas dosis de riesgo conceptual, capricho narrativo, digresión iluminadora y análisis atentísimo de datos y acontecimientos. Género centaúrico, es decir, metamorfótico, e imperfecto y, además, retoño de las formas clásicas de la educación, pues el ensayo necesariamente es un "género de carácter". La palabra "carácter" no alude al temperamento impetuoso, sino a la napa nutricia que hace emerger "lo propio" del autor. Es el temperamento lo que otorga tono y orientación a la "autoría", porque no por escribir se es un autor. Una persona puede no haber publicado nunca, y sin embargo ser un autor, y muchos de los que se prodigan en libros y artículos no lo son. En Argentina, la estela que ha dejado el ensayo se mezcla con el parto sangriento de la nación. Condensando esa saga literaria en dos vigas maestras, diría que la tradición ensayística que mejor ha perdurado –en la lucha por la supervivencia de las especies estilísticas e ideológicas– es la del "ensayo progresista", que se inicia con Sarmiento y Alberdi, y que llega hasta nuestros días después de haberse derramado por distintas vertientes culturales, desde el proyecto de Victoria Ocampo y la revista Sur, atravesando a buena parte de la imaginación política de izquierda, hasta diseminarse en la actualidad en los artículos de opinión de los diarios nacionales. La otra viga es la tradición nacionalista, que emerge a principios del siglo XX, se potencia con Leopoldo Lugones, su esfinge máxima, se refuerza en la época del primer peronismo, y se vuelve a vigorizar a través de las sorprendentes soldaduras intentadas en la década del ‘60. El "pensamiento nacional" se constituyó en una columnata importante de la letras argentinas, pero hoy apenas está recuperando parte de su antiguo esplendor, habiendo clamado en el desierto durante los últimos veinte años. Estas líneas maestras se han repartido la tradición ensayística argentina en partes alícuotas, pero no son las únicas. Hubo, de vez en cuando, arroyuelos, túneles subterráneos, caminos laterales, a veces polvorientos, muchas otras veces sin salida, que fueron recorridos por los seres atípicos del pensamiento, desde Rafael Barret, cronista libertario de principios del siglo XX olvidado casi hasta la borradura, y Macedonio Fernández, hasta escritores más próximos en el tiempo o contemporáneos, como Néstor Perlongher o María Moreno. Quizás estos seres no lograron –o no quisieron– fundar una tradición, pero quien lea sus obras se encontrará con un tesoro de recursos narrativos y culturales, potentes aún.
El ensayo disfrutó de una influencia difusa pero incesante sobre los lectores argentinos, digamos entre la época de Domingo Faustino Sarmiento y la muerte de Ezequiel Martínez Estrada, ocurrida en 1964. Si menciono a estas dos luces, clara y enfocada la primera, y sombría y parpadeante la otra, es porque resultan ser cimas de un iceberg. Ambos autores pueden ser considerados como cara y seca de este país. En la superposición de los dos siglos, dieron forma a un medio eclipse, un claroscuro, con una fase confiada y la otra escéptica. Pero el primer momento de crisis para el ensayo argentino puede ser fechado entre los años 1958 y 1964. Es época de renovación de la universidad argentina. Se establece la extensión universitaria; se moderniza la patrística y los contenidos curriculares de las carreras humanísticas; emergen en forma rampante la sociología científica y las ciencias de la educación tanto como se remoza la antropología y se crea la carrera de psicología. Es preciso enfatizar la importancia de la sociología, la reina de las disciplinas en el mundo de las ciencias humanas de comienzos de los años sesenta. Era la carrera de moda, que formateaba ejes explicativos, tareas profesionales acoplables al Estado argentino, e ideales de modernización. Su fundador, Gino Germani, explícitamente expulsó a lo que él llamaba "pensamiento especulativo" de los programas bibliográficos con que se daba forma al mapa conceptual de los alumnos. Ese déficit en la formación de los estudiantes de sociología no fue otra cosa que una tragedia intelectual. Y una catástrofe duradera. Tanto fue así que recién en los últimos veinte años, el ensayo, en tanto posibilidad narrativa, ha regresado a las ciencias sociales. Esa evicción tuvo consecuencias sobre la escritura académica, que se fue comprimiendo en las fórmulas estilísticas propias de los "informes de investigación". Su aparente antípoda, en verdad su necesario partenaire, fue el "texto ideológico" que predominó a fines de los años ‘60 y hasta mediados de los ‘70. Eran narrativas de combate en los que se expresaban pre-juicios ideológicos. Si el informe de investigación resultaba ser la retórica de la estadística, el texto ideológico dependía de marcos de pensamiento ya ofrecidos de antemano al autor. Ambos pueden ser entendidos como anticipadores de sendos estilos narrativos de la globalización de los años ‘90.
Un desvanecimiento urbano de fines de los años ‘80, el de la calle Corrientes, transformaría al ámbito de resonancia del ensayo en un incómodo lugar. Así como una dirección postal puede esconder una Internacional, también una calle puede condensar energías culturales durante décadas, y también disiparlas. Tradicionalmente, la calle Corrientes era la pierna del compás que marcaba un enorme radio de influencia cultural, y que concernía tanto al entrenamiento cultural de los jóvenes, la circulación politizada de modas y autores, como a escenas teatrales de pugilato argumentativo; en definitiva, la importancia de esa aleación osmótica de meca y de arteria ha amenguado casi hasta su extinción. También Matusalén murió alguna vez. Pero cuando una crisis de la imaginación promueve un abandono catastral, también resulta en la minimización del espacio de contención de las revistas culturales, de larguísima biografía en Buenos Aires. Las revistas culturales de la actualidad carecen de potencia y pregnancia, y ya no pueden proveer de matrices de formación a las personas que solían habitar la calle Corrientes. Una palabra olvidada de una jerga callejera, y que conocí en la década del ‘80, evidencia ese declive. Se trata de la palabra "gasolero", a la que recurrían los quiosqueros de la calle Corrientes para calificar a los ávidos consumidores de novedades culturales que se detenían largamente frente a los postigos abiertos de par en par con el fin de pispear y hojear las revistas, y por lo tanto obstaculizaban el paso. Aquel mundo se restringió con llamativa presteza, y hasta diría con facilidad, y buena parte de sus lenguajes y temas fueron absorbidos y apropiados por el periodismo y la academia, es decir, por dos matrices con reglas, gramática y etiqueta propias, y con propietarios también. No sólo los temas y estilos fueron, en cierta medida, transferidos; también las personas, entre ellos la figura del ensayista misma, que en las décadas anteriores no había pululado por los medios de comunicación ni adecuado sus ideas a los formatos de periódico, u organizado vida y recursos para acoplarse al medio académico. Si menciono el canto de cisne de una calle es porque la desaparición de ese cosmos supuso el astillamiento de los pedestales y garantías de la independencia del autor. Poco se ha escrito sobre una consecuencia dramática para el ensayo, a saber, el debilitamiento de la formación autodidacta del intelectual argentino, pues el autodidacta es un personaje muy distinto al profesional especializado que se nutre exclusivamente de la papilla académica o al que sólo está atento a las agendas de los medios de comunicación, sin importar que se trate del periódico o de internet. La vieja alianza entre el autodidactismo y la escuela sarmientina, que era enciclopedista y a la que no tengo ninguna reserva en defender, y que abarrotó a los argentinos con datos tan inútiles como imprescindibles, se ha deshecho. No pretendo afirmar que en el mundo académico, o incluso en el del periodismo, no existan posibilidades de resguardar la propia voz; sino que los atributos caracterológicos de aquel músculo cultural eran intransferibles. Esos temas y estilos, cuando son absorbidos por otras instituciones y lenguajes, pierden arista y filo.
La amortiguación de la polémica es uno de los silencios significativos del ensayo argentino actual. Sin dudas, el género "polémica", tanto como la actitud "polemista", resulta ser una brasa caliente. Y si bien es cierto que la mayoría de las polémicas son infructuosas o inconducentes, no pocos combates y controversias de ideas han destrabado dilemas del conocimiento o de la política. La actual desconfianza en las posibilidades hermenéuticas y políticas de la polémica se enraíza, quizás, en los malos recuerdos de las numerosas bravatas y brulotes de los años setenta que pasaban entonces por "respuestas" o "refutaciones". Irreflexividad juvenil e infatuación sartreana ahora licuados en el arrepentimiento del parricida. Pero ese apaciguamiento también es estado de ánimo acoplable a los atributos con que actualmente se piensa y promociona a la "comunicación" (predisposición al diálogo, voluntad de comprensión, actitud comunicativa, suposición de que el acuerdo es punto de llegada de la conversación), esa red arterial del capitalismo. El silenciamiento de la polémica, y de su necesaria estridencia, no hace desaparecer la guerra de ideas: la posterga, o la despolitiza. Las maneras de mesa del mundo académico cierran el círculo, al desaconsejar los gestos animosos propios del "tono subido".
Dos palabras finales sobre la retórica de que se nutre un cierto ensayismo de izquierda, o progresista. Es el lenguaje de los años ‘70, bien corregido bien apostatado, y que ha construido una horma cultural en la que tanto cabe el izquierdismo sentimental como la aspereza trotskista. Esa retórica supone un problema, y un obstáculo, pues condiciona al pensamiento disidente que, para poder darse a entender, primero tiene que asumir la posición de víctima. Pero la victimología, además de ser un recurso defensivo, resulta ser una pésima orientación espiritual para el pensamiento. La otra palabra: el ensayo argentino necesariamente acompaña la suerte del destino nacional, tanto como esa mala suerte también hiende sobre el temperamento argentino. De allí se desprende una impotencia para rememorar activa y descarnadamente la historia aún próxima. Otros erigen castillos de ilusiones débiles destinados a derrumbarse ante cualquier brusco corcoveo de las mareas locales o intercontinentales. ¿Pero son imaginables otros lenguajes y problemas para el ensayo en una nación que oscila indecisa entre jadeos y balbuceos, entre los jardines de Babilonia y las escalinatas de Babel? Hasta la blasfemia misma rota en torno a esta cuestión tal cual un satélite tosco incapaz de seguir una órbita propia.
Christian Ferrer