Es 1969. Estoy en el Colegio. Mientras formó fila para ingresar en el aula le digo a un compañero: “Pelé es el mejor jugador del mundo”. ¿Cómo lo sé? Nunca lo he visto jugar. Probablemente lo he escuchado de mis tíos, o lo he oído de algunos muchachos mayores en el potrero, o bien debo haberlo leído en el diario. Mi compañero me responde: “Vos, porque nunca lo viste a Garrincha”. Ni lo he visto ni sé quien es. Tampoco él. Nos peleamos a los gritos por causa de dos jugadores de fútbol. Hasta el día de hoy nunca he visto imágenes de Garrincha, sí vi muchas de Pelé, y a Maradona en carne y hueso en cancha de Boca. Para aquellos niños de nueve años esos jugadores eran solamente mitos orales, dos apodos elegidos de entre once gladiadores. Un año después de esa disputa, vi mi primer Mundial por televisión: México. Del equipo brasileño recuerdo a Tostao, a Rivelinho, a ¿Gerson? Nadie más. No me costaría nada consultar alguna enciclopedia, preguntar a un amigo, meterme en Internet, y restauraría, además del nombre mayor, al remanente, pero sólo ese resto misérrimo quedó en mi memoria. En 1970 comprobé que Pelé era, en efecto, el mejor del mundo, aunque Brasil entero lo superaba. Antes, cuando defendía sus hazañas mitológicas contra las de Garrincha, su leyenda se me debe haber mezclado con las gestas leídas de los Tres Mosqueteros, del Príncipe Valiente o del Corsario Negro. ¿Existía un héroe negro? El Capitán América, Batman, El Hombre Araña, aunque enmascarados, son todos blancos. Había un indio, que cabalgaba junto al Llanero Solitario. Pero negro ninguno. Ni tan siquiera un segundón.
Pero existía. Se llamaba Martin Luther King. Y también coexistían Patrice Lumumba, Malcom X, Leopold Senghor, Kwame Nkrumah. Y los predecesores: Joe Louis, Paul Robeson, Jesse Owen. Y antes aún, Chaka. Nombres que solo interesados y enterados mencionaban a fin de ampliar los logros que a la raza únicamente se le reconocía en música o en el cabaret. Pero a los nueve años yo no sé nada aún. Sólo sé que otro negro, Muhammad Alí, hace lo que quiere con sus adversarios en un área chica. En Brasil la esclavitud fue legal hasta 1889. El padre de Pelé –seguramente su abuelo– pudo haber nacido cautivo.
Pelé es mi infancia; Maradona mi juventud y mi actualidad. Pelé era santo y seña del potrero, donde yo intentaba inútilmente emularlo. Con Maradona ya soy espectador, carne de tribuna y de sillón de televisión. Pelé era oscuro en otro sentido: una imagen televisiva en blanco y negro. En mi recuerdo, su silueta es cromáticamente insuficiente, está vagamente desenfocada, por momentos una flecha negra zigzagueando hacia el arco. En aquel tiempo en que los jugadores apenas emigraban y en que las marchas y contramarchas de los partidos internacionales cabían en un parlante radial, Pelé era un mito intermitente: aparecía de vez en cuando. Pero el hecho de que la mayoría de los partidos de Pelé no fueran trasmitidos por televisión sólo agigantaba su leyenda, condensada en fotos y figuritas o encapsulada en los comentarios orales dejados correr en pasillos de escuela y en esquinas de barrio. De Pelé irradiaba maná. La posesión de una simple figurita suya suponía compartir una pizca de ese poder. Vistió, casi siempre, de blanco, color del Santos, club de un puerto, pero la última camiseta –del Cosmos, de New York– era multicolor. Maradona, porteño, vistió de colorado, de azul y oro, de blanco, de azul claro, de rojo y negro, y al final volvió a la camiseta de Boca, arco iris intensificado por la televisión a color, pero apenas sombras de una pasión mayor. Para mí siempre será el número 10, enfundado en celeste y blanco y santiguándose apenas emerge al circo romano de los mundiales; y yo siempre seré uno más de la tribu de amigos alterados frente a una pantalla de máxima pulgada. Es entonces cuando el combate adquiere su auténtico esplendor.
Porque es en la guerra perpetua entre las naciones, alias de los estilos y las variantes de la garra, donde los ardores particulares por un club se amalgaman misteriosamente entre sí. La inextinguible fidelidad a una camiseta, la admiración por la destreza y la degustación del ritmo coordinado se encastran con la necesidad casi brutal de satisfacer instintos belicosos. En la tribuna nos convertimos en un monstruo de mil cabezas. Pero, a fin de cuentas, luego del minuto final, se ha asistido a un acontecimiento religioso. Pelé y Maradona eran santos. Del estadio se sale desdichado –moribundo incluso– o purificado. El día domingo –la vida entera– queda condensado en dos horas. ¿Puede entenderse la necesidad imperiosa de que les pasen la pelota? Todo el equipo es imprescindible, pero hay diez querubines por cada uno de estos arcángeles, que no solo disponían de personalidad en los pies, carácter en la cintura y sabiduría instintiva en la mirada: también tenían temperamento animal. Pelé se movía del mediocampo en adelante como Josephine Baker: una pantera. Maradona marchaba con la astucia, decisión y autoridad de un león: era un Rey. Estaba en su derecho si hacia goles incluso con la mano. Sin embargo, para los niños de mi generación, muy impresionables aún, el gol número 1000 de Pelé resultó una proeza insólita e insuperable. Era equivalente a romper la barrera del sonido. Era llegar a la luna.
Al final, la fama se paga cara en Argentina, en especial si el talento de nacimiento no ha venido acompañado de fortuna y de rango. Maradona nació pobre, casi “cabecita negra”, raza negada de este país cuya historia aún no ha sido contada por completo. Su renombre comienza en 1974 cuando integraba una formación juvenil llamada “Los Cebollitas”, en el mismo momento en que las energías políticas populares habían alcanzado un pico máximo de poder y conflictividad. Quizás Maradona sea el representante cabal de los últimos plebeyos nacionales, quienes todavía –a fuerza de trabajo o de genio– pudieron ascender socialmente o alcanzar la cima de la ciudad. Con él acaba la aspiración política popular de riqueza y honor, pues el ciclo de la bonanza argentina ha ingresado ahora en un eclipse, cuyo cono de sombra afecta primeramente a los de abajo. Las continuas bravatas, escándalos y mudanzas de opinión a que nos ha acostumbrado reproducen el funcionamiento de la Argentina: una máquina descompuesta, que se activa por tos convulsa y que expele juicios políticos caprichosa y entrecortadamente. Maradona es nuestra efigie tambaleante. El día en que esta esfinge dañada termine de caer, aplastará a todos los argentinos. No se trata de una convicción meditada sino de una certeza instintiva. Maradona ha acompañado mi vida de principio a fin: tengo la misma edad, nací en el mismo año. Cada vez que intimaba, en la cancha o en la televisión, con sus fintas y gambetas, con sus pases y sus carreritas, crecía bajo mi piel una suerte de tejido futbolístico por ósmosis visual. Ahora, ya es un órgano de mi cuerpo. Tengo pulmones, estómago, riñones, intestinos, corazón. Y también un órgano llamado Maradona.
Christian Ferrer