el interpretador libros

 

Rapsodia y melancolía

Sobre Donde yo no estaba 
de Marcelo Cohen
Norma, 2006 
726 pág.

por Hernán Sassi

 

 

 

No hay nada real en la vida que no sea 
porque se ha  descrito bien.
Bernardo Soares, Libro del desasosiego 

 

I

Según dicen, Balzac solía hablar de sus personajes con familiares y amigos como si se tratara de personas reales. No pocas veces el autor de la Comedia humana sorprendía a propios y extraños con su relato a veces distendido y en otras ocasiones atribulado sobre las alegrías y desdichas de Rastignac, Papá Goriot, Eugenia Grandet o de Lucien de Rubempré. La mayoría de aquellos confidentes, asiduos lectores de literatura y sabedores de que muchos personajes suelen ser más reales que tantos vecinos y desconocidos que nos rodean, escuchaban atentamente el aciago destino que pesaba sobre esos hombres y mujeres en ciernes, los cuales luego de haber pasado por la mano maestra de Balzac, para todos los lectores serán personas contantes y sonantes.

Cuentan también que muchos años después Fernando Pessoa al escuchar el comentario de su novia Ofelia sobre una carta que ella había recibido de un tal Álvaro de Campos, se quedó estupefacto. Según esta joven a la que Pessoa amó como a nadie, aquel desconocido le recomendaba dejar a este hombre oscuro de aires chaplinescos devoto de la poesía. Trataba de convencerla previniéndola de un Pessoa que no tenía confianza en la vida familiar y que seguramente nunca trabajaría para mantener una familia. Ante tal confidencia, tratando de defenderse, aunque sin mucha decisión, Pessoa desacreditó las injurias de ese ingeniero naval aficionado a la escritura a quien había tratado muy pocas veces y por quien no tenía aprecio alguno. “Seguramente se quiere cobrar venganza por alguna impostura mía”, le dijo a Ofelia, mostrándose vagamente desinteresado para restarle importancia al asunto. Lo que nunca le confió fue que Álvaro de Campos era una invención suya, uno de sus tantos heterónimos, alguien que hoy para nosotros es una presencia real tan o más real que cualquiera de nuestros allegados.

Reparando en la envergadura que tiene y que sin duda cobrará con el paso del tiempo Aliano D´Evanderey, el protagonista de la última novela de Marcelo Cohen, sería prudente verlo no ya como un personaje más en su vasta y sólida producción literaria, sino como otra de esas personas de las que hablaba Balzac o Pessoa, aquellas que aparecen muy de vez en cuando en la literatura y que de ahí en adelante quedarán impresas en nuestra memoria para siempre. Al diario de Aliano entonces ya podemos tomarlo como el de alguien que cobrará la estatura de todos esos hombres y mujeres que recuerdan las generaciones de lectores. Su singularidad, esa sensibilidad única que tiene y con la cual nos transmite su experiencia, demuestra que Donde yo no estaba está muy por encima de la literatura fantástica y de la mera ficción distópica en la que se suele encasillar esta obra inclasificable en nuestras letras.

 

II

Como el Cohen tardío de Los acuáticos a quien mucho le debe, Aliano  está atento a los destinos individuales de quienes lo acompañan en esta isla del Delta Panorámico, Múrmora, así como también a los conflictos colectivos sobre los que ha trabajado su mentor desde los 90 en adelante, y por ello nos deja un vívido retrato suyo, un mayorista de lencería que desea adelgazar su personalidad hasta la desaparición, y de su entorno, una sociedad hipertecnologizada gobernada bajo un perverso sistema político llamado Democracia Gentil, que se evade con un mecanismo que permite el ingreso a otras mentes, la Panconciencia, y que sigue la religión del Pensar, según la cual el mundo y su concierto de encuentros y desencuentros se sostiene mientras pensemos en él. Pero a diferencia de lo que ocurría en las novelas previas de su cosecha donde la alegoría social de atmósfera paranoica era tan o más relevante que los dramas humanos, aquí el narrador se concentra especialmente en describir el paisaje deletéreo de su alma, el cual tiene como nudos gordianos al sentimiento trágico de la vida y el dolor que sobrelleva por la separación de su mujer. En el marco del “realismo fantástico” como fiel reflejo de nuestro presente (su autor ha dicho una y otra vez que ésta es una novela realista) la alegoría que sigue la mitología del último Cohen, aquella que incluye hologramas y máquinas inteligentes que interactúan con los personajes, desechos tecnológicos, pandillas lúmpenes y emporios mediáticos queda un tanto ensombrecida por la singular y magnética figura de Aliano cuya introspección plasmada en este diario si bien sigue la línea de alguna de las aventuras mentales transitadas por otros personajes de Cohen, debido a su entrega, abandono y por sobre todo a la impiedad consigo mismo, no iguala a la de ninguno de sus precursores y nos conmueve muchísimo más que todos ellos.

Pero antes que incluirlo en cierta saga familiar de la obra de Cohen o de recordar que fragmentos del diario de un comerciante de lencería titulado Donde yo no estaba ya aparecían transcriptos en su novela El testamento de O´Jaral –los cuales por otra parte bien poco tienen que ver con ésta, su edición completa–, para conocerlo mejor y reconocer así su carácter de excepción con quien conviene aunarlo es con alguien que aunque lejano, por su melancólica mirada pareciera ser su hermano a la distancia. Me refiero a Fernando Pessoa –alguien a quien, entre otros tantos, Cohen a traducido–, aquel hombre de genio que se despersonalizó perdiéndose en biografías fraguadas de inolvidables seres inventados, siendo como es Aliano alguien que desea afantasmarse hasta lograr ser nadie. Adentrándonos en la obra pessoana, más precisamente a quien nos recuerda es a uno de sus heterónimos, a ese epicúreo que llenaba la tortuosa monotonía de su vacío existencial con esa lúgubre atención que prestaba a la poesía que la realidad nos regala y que desatendemos como hacemos con lo más preciado de la vida; a Bernardo Soares, el soñador autor del Libro del desasosiego. Ambos trabajan en una actividad comercial –aunque vale decir que en lados opuestos: uno rige su destino laboral, es el patrón; el otro es un opaco empleado, un modesto auxiliar de tenedor de libros–, son hombres mesurados, impenetrables y de vida gris que se entregan al devaneo inútil y que comparten tanto una especial inadaptación a la vida cuanto la falta de sosiego que ésta trae aparejada, así como la afición al paseo urbano al que se entregan siempre con mirada virginal y por sobre todo un profundo amor a la escritura, ese que los lleva a apuntar en un diario su melancólico estado, sus digresiones, sus sueños perdidos. En el caso de Aliano, él apunta no sólo esto –entre lo que se destacan las reflexiones que pueden suscitar hechos tan disímiles como un fugaz gesto de su esposa o un apretón de manos con un amigo, un puñado de cuerpos consagrados al sol, una conversación sobre la Democracia Gentil o la batalla por la supervivencia de una lombriz frente a un pájaro–, sino también las impresiones sobre su relación con sus empleados, sus hijos y Yónder Nágaro, un joven marginal que se refugia en su casa con el que luego se interna en una aventura que no por vertiginosa nos impide seguir viviendo las reflexiones de ese hombre de temperamento único que hace del dolor que acepta con templanza su más preciada virtud y es así como saca agua de las piedras, convirtiendo por momentos su diario en una extraordinaria novela, eso que él se siente incapaz de escribir nunca jamás.

Como lo hicieron algunos de los heterónimos de Pessoa –entre ellos, Bernardo Soares– quienes encontraban un maestro en ese pagano de instrucción primaria y de sabiduría infinita que era Alberto Caeiro, nuestro meditabundo protagonista también venera con pasión a un líder espiritual, un tal Rosezno, de quien aprende por sobre todas las cosas ese anhelo de ser invisible y de pasar desapercibido para el mundo, de quien conocemos algunos aforismos y parábolas que nos retrotraen hasta los presocráticos, el budismo y el tao. Como lo pedía Ricardo Reis, otro de los heterónimos de Pessoa a quien Aliano obedece sin confesárnoslo, este pensamiento que reaparece en adagios y sentencias durante toda la obra gracias a sus transcripciones es también emoción –aquí “a veces el pensamiento sangra”– y se vierte con esa prosa medida que ya analizaremos, la cual lejos de paralizarnos en el acceso a lo sublime que provoca todo contacto con la perfección, se nos muestra apocada sin ser menesterosa a fin de introducirnos sutilmente en la paz del recogimiento.


           

III

La lengua es un ojo.
Marcelo Cohen, El oído absoluto

Continuaremos un tramo más por esta senda que subraya ese innegable legado pessoano, pues ella nos permite acercarnos a ciertos elementos distintivos de este hombre excepcional; más precisamente, a su prosodia particular, su peculiar experiencia con el lenguaje y su sensibilidad, la cual le permite amalgamar la contención que da la razón con el desvarío que nos depara el dolor.

Bernardo Soares, el heterónimo más cercano al Pessoa biográfico, aunque amante de la poesía, consideraba que la prosa era la forma más alta de la expresión literaria. Creía que la prosa es incluso más rica y difícil que la poesía porque está expuesta a la cercanía del lenguaje coloquial donde la dimensión léxica, melódica y gramatical de la lengua sufre el acoso constante del maltrato. En su opinión, la poesía está más resguardada de la obviedad. Por ello para él ser prosista es una hazaña doble.

Aliano anhela escribir una novela, pero se siente incapaz de tamaña tarea. Pendiente como está de su mundo, no puede desprenderse lo suficiente del mismo como para atender los ajenos, requisito esencial de todo novelista. Apoyándose en su espíritu pensativo y perceptivo en grado sumo escribe sin prisa y con pausa, y lo hace cuidando su escritura como un tesoro. Pero como Doriac, el narrador de “El fin de la palabrística” de Los acuáticos, Aliano sabe que “tanta elegancia empalaga”. Por eso mide su escritura, la cuida con atención para que no llegue al amaneramiento. De ese modo logra una prosa cuya levedad se distingue tanto de la de sus predecesores en la obra de Cohen como de la de todos los escritores de lengua castellana. Tal es así que no faltará quien en un futuro cercano recuerde la prosa perfecta de Borges, la lacónica de Di Benedetto, la proustiana de Saer, junto a la musical y patética de Aliano.

La voz de Aliano, este hombre mitad ascético, mitad estoico, un poco sabio y un poco loco, está en las antípodas de la narradora adolescente de El país de la dama eléctrica, mojón desde el cual el propio Cohen sitúa el comienzo de su escritura. En su prosa-sortilegio o prosa-ensoñación, como queramos llamarla, campea un tono melancólico en el que trasunta la fragilidad, mas no la condena. En este punto Aliano consigue algo que sólo Juan José Saer había logrado. Su prosa lejos de ser una manifestación de su estilo es más bien una exhalación del espíritu y el reflejo más fiel de un estado de ánimo, en este caso, el de la melancolía. No por nada él confesará: “mi realidad es la pena”.

Se trata de un discurso meditado, una escritura en estado de reflexión y memoria con la cual Aliano sopesa cada detalle tras el día pesaroso y aciago e ingenia cada remate como lo hace un compositor que intenta domar el trino universal que suena en su alma para plasmarlo en las sendas de un pentagrama. En este sentido, agreguemos que Aliano envidia la música tanto o más que Cohen, quien lo ha expresado en más de una de sus novelas, y aspira alcanzarla con esta prosa de cadencia particular que ha logrado. Y aunque mire con desdén la música realista que abraza su hijo, esa que pretende ser la réplica del universo, con su prosa compacta y perseverante escandida solo por las cesuras de algunos cortes arbitrarios de párrafos con los que modula cierta atonalidad literaria, Aliano registra el concierto universal que suena en fanfarrias sordas, a veces en sinfonías orquestadas por protestas urbanas en su contra que escucha desde la ventana, otras en bagatelas montadas en discusiones de entrecasa; todos motivos que dan forma a su rapsódica escritura. Resumiendo, se trata de una prosa sin arabescos que tiene el rigor de la poesía inscripta por un matemático o un científico en fórmulas que atesoran el secreto del universo y mediante la cual se transparenta la magia del mundo que sólo percibimos en un momento de lucidez o de desasosiego devastador.

Consustanciado en ese fraseo lánguido y sostenido con el que arrulla su pretendida nadería, Aliano también encuentra su hogar en la palabra. Inmerso como está en una de las Islas del Delta Panorámico creado por Cohen en Los acuáticos, el léxico que utiliza Aliano retoma términos de su mundo conocido que se encontraban en aquella obra del 2001 como los “elixirios”, “flaybuses”, “flaytaxis”, “musicajas” y “farphonitos”. Y si éstos allí se entrechocaban –no sin gracia– con expresiones en desuso como “turulato”, “bataclana” o “los alegró cantidad”, aquí Aliano pule y lleva a la cúspide aquello que se encontraba en germen en obras pasadas de Marcelo Cohen, aquel encuentro entre lo viejo y lo nuevo –cuyo epítome léxico serían los “tecnoatorrantes” que aparecían en Los acuáticos– con el que en Donde yo no estaba logra un castellano polifónico y versátil en sinuosidades y resonancias; el cual en su disloque epocal, como veremos, puede transformar también a quien escribe.

En esta prodigiosa mancomunión temporal se dan cita expresiones de un pasado lejano o que nos son muy ajenas como “se entienden de fábula”, “mecacho”, “casquivana”, “se armó un tole tole”, y se engarzan con otras que remedan las de una traducción española o internacional que se revela en palabras tales como “aparcamiento”, “jaqueca”, “parecióme”, “caray”, “botarate y “estacioné a unas varas”. Con palabras como “zaguán”, “colifato”, “chambonada”, “verdolaga” o “manducar” se hace presente un lunfardo perdido el cual revive con expresiones con las que convivimos a diario como “ni ahí”, re-difícil”, “bocha de gente”, “pispié”, “ir al super” o “es un plomazo”.

Un capítulo aparte merecen los neologismos. Algunos como “gelambre”, “yecle”, “leboche”, “monitorio”, “jaimilí” o “mamelias”, quienes refieren a juegos, animales u objetos, son frutos de la misma invención léxica con la que Cohen ha experimentado desde hace décadas, son el resultado del paciente trabajo de un alquimista de la palabra que ama el lenguaje como muy pocos escritores, casi o incluso más que Cohen. Aliano usa otros neologismos en los que suenan ecos de nuestra pedestre habitualidad. Estas palabras, con leves variantes de aquellas gastadas por la cotideaneidad, nos son cercanas y lejanas al mismo tiempo: “chocolites”, “servilletos”, “canallaz”, “toileto”, “cuadernaclo”, “hospitalio”, “balompo”, “lapicer” y “cafeto”. Están los que aúnan palabras conocidas como la “bailoteca”. También se encuentran aquellos que, como sólo puede hacerlo la poesía, pueden multiplicar sus sentidos y hoy nos evocan esto y mañana aquello, como podemos experimentar ante la expresión “ser el menstruo de la sombra”.

Esta protéica pirotecnia léxica que algún necio reconocerá sólo como ejercicio lúdico de traductor insomne incluye además expresiones que tienen un significado opuesto al que le damos en nuestra realidad extraliteraria (por ejemplo, aquí “lastrar” significa “llenar”), el uso de sustantivos que se transmutan en verbos (como “ocasear”, “verdear” y “aguar”) y de adjetivos que se encarnan en sustantivos (en un momento de esta historia “el guía no fue muy formulario”), y hasta la aparición de diminutivos y expresiones extemporáneas que despuntan con disonancia a fin de sostener la armoniosa musicalidad de la sosegada prosa de Aliano.

Hay más. Aliano cree, como afirma Bernardo Soares, que “la gramática es un instrumento y no una ley”. Por eso como hacía Alberto Caeiro, quien escribía mal el portugués, quiebra las normas léxicas e infringe las gramaticales. A las torsiones léxicas le sumará otras sintácticas escribiendo frases como “me miran de disimulo” o “a la fin me levanté” y generando en nosotros los lectores –menos por impericia o dejadez propia de la escritura “en directo” de un diario que por obsesión de artista– el extrañamiento al que toda gran obra literaria aspira y el que busca Cohen con denuedo y paciencia en todos y cada uno de sus textos, sean éstos cuentos, nouvelles, novelas, ensayos o artículos para medios gráficos. En este sentido cabe recordar unas palabras suyas.

En una entrevista realizada el año pasado Marcelo Cohen decía que él busca “provocar una conmoción físico-mental en el lector. Esto me gusta. Me gusta que la literatura provoque esas sensaciones; es lo que más he buscado en la literatura y lo que busco al escribir”. Esto es lo que provoca con la inusual selección léxica de Aliano y con estas inesperadas metamorfosis de la lengua castellana, la cual, como se ve, es mucho más profunda que la mera “jerga”, por ejemplo, que aquella inventada por Anthony Burgess en La naranja mecánica.

Las palabras del lunfardo y las de uso diario dejan atrás su cuño popular para formar parte de un estilo galante y refinado no exento de ironía. Esta escritura desconcertante en el registro de diario íntimo arrastra en un mismo impulso y amalgama con precisión asombrosa lo viejo, lo actual y lo venidero. Vida y obra, experiencia y escritura se fusionan en el futuro, pasado y presente que vive en este particular universo verbal de este hombre que escribe compulsivamente para vaciarse. En este sentido Aliano dice: “Tal vez sea el dolor, pero últimamente no reflexiono mucho. Así el esfuerzo de hacer estas frases pierde el sentido de transformarme, y no sé qué otro puede tener. Con todo, mientras escribo nace un presente, y en las partes del presente despuntan el pasado y el futuro, y el fin de mi futuro. Por suerte, en el supuesto silencio de escribir el mundo se retrae pero no se aniquila. Lo mantiene esa voz de fondo que siempre renace o recomienza. No me molesta. Vení, voz, la invito; acercame el tiempo; y el tiempo de lo que escribo me devuelve el mundo, organizado a su modo. No soy capaz de expresarlo mejor. Y al vez la maravilla de que el mundo exista se expresa cuando uno dice que no logra expresarla.”

Con todo lo dicho vemos cómo con su escritura Aliano quiebra la literatura “internacional” fácilmente exportable de un Saramago o de Guillermo Martínez, pero por sobre todo orada lo que el mismo Marcelo Cohen ha dado en llamar “prosa de Estado”(1). Esta suerte de lenguaje privado fractura la familiaridad de esa prosa vacía y alienante presente en el lenguaje contemporáneo de los medios y las artes. Con un lenguaje familiar y extraño, luminoso y sombrío, y por sobre todo intraducible Cohen sienta una toma de posición política y una ética de la escritura, en definitiva, una franca resistencia frente a esta omnipresente prosa de impulsos imperiales que hoy no nos deja ver el mundo ni a nosotros mismos.

Dragando las napas de la lengua con Aliano, Cohen demuestra que en literatura toda lengua es política y la prosa es algo más que la sutil coincidencia de aquello que en un tiempo se llamo “forma” y “contenido”. Vasallo de nadie, aunque tampoco señor de su destino, Aliano está más allá de Pessoa y por supuesto de Cohen: es un autor futuro de una literatura que aún está por escribirse y de la que él es su máximo oficiante.
           

IV

Cuando todos pensaban que con la contundencia del estilo, su densidad y extensión monumental El pasado de Alan Pauls daba vuelta la página en la profusa saga de historias de amor de nuestra literatura entre las que se destacan las de Macedonio, Marechal y Bioy, y cuyos últimos avatares se encuentran en ciertas obras de Chejfec, Bizzio, Guebel, Nielsen, Kohan y Jeanmaire; apareció Donde yo no estaba para ensombrecer a todas y ubicarse como la más conmovedora historia de los últimos años.

Aliano, ese hombre sin atributos que cuanto más escribe más desconocemos (y en este punto vemos cómo ha logrado aquel objetivo que le quitaba el sueño), incurre en las desatenciones conscientes o inconscientes de todo padre y frente a sus hijos, Fiena y Sereno, con consejos, admoniciones y silencios elocuentes entabla una relación entrañable que conmoverá a todo lector. Pero lo que más nos emocionará en esta novela de aprendizaje es su historia de amor con Cler, su mujer, una especialista en arte y fiel seguidora de la religión del Pensar que luego de años de matrimonio se enamora de otro hombre y decide separarse. Desconcertado y aunque zozobre por momentos, Aliano toma este hecho como todo en su vida, con templanza zen. Pero aunque luego parezca arrastrado por la inclemencia de los afectos, debido a ese estoicismo tan suyo Aliano no será pura sensibilidad. Como Bernardo Soares, él encarna la lucidez que el sentimiento nos regala luego de habernos golpeado, la sabiduría que otorga el dolor encarnado. Y en este diario que hace las veces de testamento y confesión a partir de aquel hecho destilará una gozosa y reflexiva melancolía.

Ángel caído sin redención, Aliano sabe que el amor es una epifanía, la más bella de las epifanías vivibles. Siente que Cler es la llama al calor del cual él fue e irá tomando forma, incluso, por supuesto, luego de la separación. Tratará de sobrellevar la soledad, de olvidar que ha perdido algo más que una mujer, pero aunque en algún momento sucumba a la tentación y sueñe cobardemente con un Leteo salvífico, sabe que el precio a pagar por él es demasiado alto: olvidarla también es una forma de morir. Siente que él puede ir desvaneciéndose y le duele que en ese tránsito desaparezca Cler con él. Sin poder extinguirse y entregarse a su propio duelo, tampoco puede hacer el que la tiene por protagonista en fuga. Por eso en esta purga existencial que ha emprendido, en ese empobrecimiento de su yo, como resto, como sedimento de los afectos más íntimos deja que quede Cler, la que lo sostiene, la que vuelve una y otra vez, ese fantasma que retorna como remanso y pesadilla. Cler: su eterna carga e incomodidad insoportable, su talismán más preciado.
Entre otras cosas, de ésta, su historia de amor, Aliano recordará que sólo poseyó Lavinca, su ciudad, cuando paseaba por sus calles a su lado, y que en definitiva, el mundo todo huele a Cler. Y aunque haga el amor con otra mujer, a quien sigue acariciando será a aquella que lo persigue a sol y sombra sin siquiera ella saberlo o desearlo.

Como vemos Aliano es frágil. Llora sin temor al ridículo en circunstancias inverosímiles y en otras que no lo son tanto: pensando en qué le faltará a Cler y qué extrañará o habrá olvidado de él; otras veces recordando momentos de la pareja, cenizas de una pasión extinguida, extrañando sus rituales, su desatención pertinaz, sus estocadas, sus besos fatales; visitando el pasado con una sonrisa en la boca que en instantes se baña en llanto y gira al desconsuelo, se transforma en mueca muda, en la inexpresividad cruel a la que nos obliga el olvido.

Pasa un tiempo y Cler llama por alguna nimiedad. Con la sola escucha de su voz –para él inconfundible en una multitud– vuelven a aparecer vagas pero punzantes reminiscencias, estigmas indelebles que se encienden en su alma también ante cualquier suceso fortuito que debe enfrentar en este presente que peregrinamente intenta transformar en vacío, nostalgias de un mundo ido que bascula entre el rencor y la devoción, el vacío y la pasión, el entendimiento y la furia; en definitiva, nostalgias todas que ahondarán su tormento hasta el fin de los días.

 

V

Algunos de nuestros escritores, dueños de una obra compacta, nos legan no un texto sino un cuerpo macizo en el cual ninguno de sus vértices brilla más que el todo: Borges, Saer, Puig, Viñas, Marechal, Denevi, Rivera. Otros, como Aira, nos regalan un procedimiento nada desdeñable y sobre todo simpático, una máquina literaria infinita. De ciertos escritores la historia –en muchos casos injustamente– rescatará del olvido tan solo una obra: de Piglia, quedará –si queda– Respiración artificial; de Silvina Ocampo y Cortázar sus cuentos; de Fogwill, Los pichiciegos; de Laiseca, antes que Los Sorias, La mujer en la muralla. Más allá del carácter homogéneo de la obra de Cohen –que lo tiene, a qué negarlo– y del reconocimiento tardío que recibirá Donde yo no estaba con el que algunos situarán a su autor en este último grupo que mencionábamos, no hay duda de que ésta será la novela que leerán nuestros hijos y nietos con el mismo regocijo y secreta tristeza con la que lo hicimos y volveremos a hacer nosotros cuando la abramos en cualquiera de sus páginas como se hace solo con los grandes libros, como con el Libro del desasosiego sin ir más lejos. A menos que nos sorprenda otra genialidad, Donde yo no estaba quedará como la novela más importante de la primera década del nuevo siglo.

 

Hernán Sassi

 

 

NOTAS

(1)Cohen, Marcelo. “Estados de la prosa”, en Otra parte Nro. 8, otoño de 2006.

 

 

 
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Hernán Sassi

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Margen inferior: Gianfilippo Usellini, Il gelataio (detalle).