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Casi todo genio conoce, como fase de su desarrollo, la existencia catilinaria, sentimiento de odio y de venganza contra todo lo que existe.
F. Nietzsche, El crep�sculo de los �dolos
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I
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Cuando reci�n hac�a mis primeras lecturas, embelezado con Cort�zar, Borges y, a qu� negarlo, hasta con los ensayos de S�bato, cay� a mis manos un texto de Ezequiel Mart�nez Estrada. Como era de prever, lo le� con perplejidad, con pasi�n, con la desmesura que su propia escritura dictaba. Fue as� que durante un largo tiempo La cabeza de Goliat, Radiograf�a de la Pampa y sus cuentos ?en ese orden? se transformaron en mis lecturas predilectas. Me entusiasmaba, por sobre todas las cosas, su mirada heterodoxa y su prosa po�tica, m�gica, inimitable. Por ello, al leer al un�sono a alguno de sus detractores, deso�a sobre todo las cr�ticas de los contornistas y, en particular, me divert�a mucho con el librito de Sebreli, Mart�nez Estrada, una rebeli�n in�til, al cual siempre vuelvo para reparar en alg�n iluminador desatino del autor de Los deseos imaginarios del peronismo. No hab�a dudas. Ezequiel Mart�nez Estrada era para m� nuestro gran ensayista, y m�s a�n ?y hoy veo con candidez mi ingenuidad?, el ensayista del ser nacional.
Un d�a compart� mi entusiasmo con mi t�o, un hombre versado en pol�tica y, aunque suene parad�jico, peronista irredento, como algunos miembros de mi familia. Su visi�n de Estrada era muy otra de la que yo ten�a. En esta versi�n, el autor del �Qu� es esto? Catilinaria ?reci�n ah�, en esta fraterna conversaci�n, tuve el primer contacto con este texto maldito? era un hombre de la intelligentzia argentina, una mente reblandecida. Seg�n �l, a quien yo deb�a leer si quer�a comprender la Naci�n era a don Arturo Jauretche, no a ese ?gorila de mierda? que a�os despu�s terminara en Cuba abrazando ideales que antes hab�a denostado con el peronismo.
Al d�a siguiente, presuroso, fui a la biblioteca de la Facultad de Filosof�a y Letras donde hac�a unos meses hab�a comenzado mis estudios. Antes, mucho antes de pedir el Manual de zonceras o El medio pelo, le� s�lo unas p�ginas, mejor dicho, pude leer s�lo unas p�ginas del �Qu� es esto? En ese momento comprend� ?y lo viv� en carne propia? por qu� en una familia peronista la sola menci�n de Mart�nez Estrada hab�a provocado, en m�s de una ocasi�n, no s�lo escozor, sino m�s bien el desv�o del tema y el cariz de lo conversado llev�ndolo a una escena de pugilato pol�tico, de arrebatos impulsivos, de cerrazones ideol�gicas.
Con esta historia personal presente, con ese resquemor de hace unos a�os frente a este libro imposible y el mismo entusiasmo y veneraci�n para con al resto de la obra estradiana, retomo la lectura ?ahora integral? del �Qu� es esto? Catilinaria, reeditado a fines del 2005 en la colecci�n ?Los raros? de la Biblioteca Nacional; colecci�n que incluye a heterodoxos de toda laya, entre los que valdr�an destacarse Vida de muertos de Ignacio Anzo�tegui prologado por Christian Ferrer, Prometeo & C�a de Eduardo Wilde con pr�logo de Guillermo Korn y El idioma nacional de los argentinos de Lucien Abeille, escrito que, seg�n dicen ciertos entendidos, es un valioso eslab�n perdido de nuestra cultura.
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II
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Cuenta la leyenda ?ya m�tica? que durante el primer per�odo peronista Ezequiel Mart�nez Estrada sufri� un severo ?desbarajuste glandular? o ?peronitis? como �l mismo lo llamaba, un padecimiento epid�rmico que lo postr� precisamente hasta el momento en que la Libertadora salv� al pa�s del tirano pr�fugo. Como ant�doto, Estrada emprende una vasta ex�gesis de ese hecho incomprensible que parte aguas en la historia pol�tica nacional: el peronismo.
M�s que como muestra del perspicaz analista de la cultura que fue, como veremos aqu�, �Qu� es esto? Catilinaria ser� una mera descarga pulsional fruto de aires de revancha por la tortura padecida en el propio cuerpo. �l, siempre con la cultura nacional a flor de piel, ahora vuelto polemista desencajado por rumiar durante a�os entre paredes, solitario, sin antes ni ahora tener enfrente al partidario peronista con quien medirse en batalla verbal, propone un abordaje simbi�tico, o sea, de superficie, mejor dicho ?y seamos justos con el resultado?, superficial, m�s todav�a si lo comparamos con sus modelos en este texto, Cicer�n, Plutarco y Jos� Mar�a Ramos Mej�a. No ser� azaroso entonces que, ante un hombre disminuido, un profeta del odio como el que tenemos aqu�, en un texto sobre el m�s grande ensayista argentino Christian Ferrer encuadre a este libro entre aquellos que, junto con Cuadrante del pampero (1956), Las 40 (1957) y Exhortaciones (1957), eran ?cuatro quejas por el estado moral del pa�s?. Y antes que encolumnar estos textos en la saga de catilinarias memorables como El Dieciocho Brumario de Marx y Napole�n el peque�o de V. Hugo, o en la vasta prosapia de panfletos c�lebres junto al Anticristo de Nietzsche, a Yo acuso de Zol� o al Manifiesto comunista de Marx y Engels, mejor valdr�a la pena descender de esas cumbres y reparar meramente ?m�s, ser�a una demas�a? en ese ?estado de queja? que mueve a este texto, precisamente ?y aunque nos duela? en el estado de queja de comadrona de barrio que lleva a Estrada a convertirse, antes que en una catilinaria, en la expresi�n brutal de los lugares comunes m�s pedestres.
Con la misma za�a con la que Sarmiento odi� al indio ?a quien apenas consider� un ser humano?, con esa misma inquina e incomprensi�n, Estrada odia a Per�n. Dejando atr�s esos sones de profeta visionario y her�tico que lo caracterizaron siempre, aqu� construy� un personaje de ficci�n tan inveros�mil y risible como el que supieron mentar en sus alegor�as, en sus relatos el�pticos, Borges, Bioy y Cort�zar. �l tambi�n, como ellos, cre� su ficci�n sobre Per�n y el peronismo, y no me refiero precisamente a su cuento ?S�bado de gloria?, centrado en el golpe del '43. Era consciente de esto. Por ello aqu� encara con fervor un an�lisis ?espectrosc�pico?, un an�lisis de ese fantasma, de su molino de viento, su Moloch imaginario.
Aquel que gustaba de analizar arquetipos nacionales inmarcesibles como los del gaucho o el guapo, yerra al deconstruir la figura del l�der. En erupci�n volc�nica y usando su pluma como catalizador de un encono abrasador, Ezequiel Mart�nez Estrada, quien como vemos m�s que nada aqu� no sab�a elogiar arteramente como el autor de Ficciones, despliega un sinn�mero de improperios: Per�n, macarr�nicamente equiparado con Hitler y Mussolini, con Al Capone, es alternativamente un gaucho malo, un tr�nsfuga, un resentido, un cuatrero, un mediocre, alguien con la estatura de un gnomo, un pastor de ovejas, un payaso, cuando no un �ngel exterminador, farsante e hip�crita. Dentro de esta caracterolog�a meridiana no puedo olvidar una descripci�n enternecedora: el General tambi�n fue ?el que nos rob� las cualidades que hacen del ser humano un hombre?. Estos ep�tetos difamatorios, estas b�rbaras analog�as, estos comentarios pueriles son acompa�ados con grajeas zumbonas y tambi�n con disparates c�ndidos como este que no puedo dejar de citar y al hacerlo tampoco puedo impedir que una leve sonrisa se esboce. (Pido al lector que tenga respeto por don Ezequiel y evite no ya la sonrisa, sino la carcajada.) El peronismo, seg�n �l en esta eximia hermen�utica pol�tica, es ?un brote vergonzante de la homosexualidad?.
En �Qu� es esto? Catilinaria encontramos disparates hilarantes (seg�n Estrada, del '46 al '55 supimos tener campos de concentraci�n dirigidos por una red de espionaje policial; La raz�n de mi vida es equiparable a Mein kampf; los descamisados fueron las SS de Per�n y el l�der ten�a ?ignorancia carism�tica?), retru�canos insustanciales (?El prestigio de Per�n como pol�tico se debi� a que era militar y su prestigio militar se debi� a que era pol�tico?, o ?El peronismo puso las cosas en el lugar de los valores y los valores en el lugar de las cosas?), lugares comunes propios de se�ora acomodada o de milico despechado (�l, Per�n, era la dama, y ella, Eva, el hombre; Eva era una mujer p�blica, y Per�n una caricatura de otra caricatura, Mussolini), sazonados con met�foras de iniciado (Per�n, con su ?mirada de �guila rapaz?) y repeticiones hastiantes (al final del texto la guardia pretoriana de Per�n magn�ticamente ha aglutinado a una infinidad de personajes y una cantidad de grupos inusitados). Todo ello es acompa�ado por obviedades poco dignas de Mart�nez Estrada. Por ejemplo, nos descubre una cualidad siniestra que nadie, pero nadie hab�a descubierto en el ejecutor de la Shoa (?Hitler era un maestro en el arte de la propaganda?), as� como en el cap�tulo de las ?Vidas paralelas?, olvidando la vasta imaginer�a de Plutarco, organiza trilladas rimas geneal�gicas y psicol�gicas entre Rosas y Per�n, propias m�s de un estudiante secundario completando un cuadro de doble entrada que de tama�a figura intelectual argentina.
Ante este marco, el lector se fatiga con latiguillos efectistas (la mazorca como precursora de la GESTAPO y equivalente a la guardia pretoriana, as� como en el Sarmiento ve�a a Rosas como precursor de Hitler, Mussolini y Franco, y lo propio hace aqu� con Per�n), con sentencias y slogans rimbombantes (?Per�n era un fracasado, con todos los estigmas cl�nicos de ese tipo freudiano ya habitual en las revistas de psiquiatr�a?; eso s�, nuestro escritor no colige ni un solo correlato efectivo entre la teor�a freudiana y ese tipo �nico que fue Per�n, ni una sola ejemplificaci�n cabal de la tipolog�a encontrada), ni m�s ni menos inconducentes que los que hoy pueblan las exitosas p�ginas de Felipe Pigna; los cuales se reiteran hasta el hartazgo y demuestran la flaqueza intelectual de un hombre debilitado por aquella enfermedad que hab�a dejado de ser epid�rmica y ahora pon�a en evidencia la retirada de aquel hombre de persuasi�n contundente.
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III
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Ante la publicaci�n del �Qu� es esto? Catilinaria, Jorge Luis Borges, le recrimin� a Mart�nez Estrada el ?elogio indirecto de Per�n?, la cr�tica exeg�tica que, en su desmesura, lo �nico que hac�a era sostener al tirano. Antiperonista ac�rrimo como era, Borges no pod�a tolerar p�rrafos como el siguiente:
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?Per�n supera a todos sus rivales en las malas t�cticas y en las buenas: es un gobernante maquiav�lico si se quiere, pero no incapaz, exuberante y no como sus detractores. Hay que saber qui�n ha sido para sentenciarlo, y la mayor�a de sus acusadores ignoran, qui�n fue. Se�ores acusadores: ha sido un gobernante superior a vosotros, y si me replic�is que m�s infame, ten�is que demostr�rmelo?. (Estrada, E. M, 2005: 342)
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Con estas palabras Ezequiel Mart�nez Estrada, excluido como siempre de todo mandarinato circunstancial, dejaba claro que este texto estaba dedicado ?a todos y a ninguno?. A diferencia de aquellos que ante la ca�da de Per�n acompa�aron exultantes las fanfarrias de los triunfadores, con este elogio desembozado ?el �nico en este largo ensayo plet�rico de disparates y bravatas? consigue aislarse m�s y m�s, volviendo a ubicarse en ese solitario promontorio donde se sent�a a sus anchas para pensar la Naci�n.
Como en Cuadrante pampero (1956), donde refiri�ndose a los peronistas como a sus detractores sostiene que ?s�lo he visto que quienes sacaban a mi pueblo de la pocilga lo arrastraban al corral?, aqu� afirma no tomar partido por ninguno y dice que disiente m�s crudamente con los antiperonistas que con los partidarios de Per�n, hecho que, a excepci�n del pasaje citado, oculta muy bien en este libro. Aunque vitupere a los conjurados que salvaron al pa�s de la tiran�a, a los conservadores, al partido radical y al socialista ?de quien dice que ?es el partido conservador??, retomando un fatalismo que lo llev� a escribir sus textos m�s c�lebres, se ocupa de aclarar que estos forajidos, ineptos e impresentables antes fueron ponzo�osamente inoculados por el propio peronismo, esa enfermedad nacional. Por lo tanto, para este enfoque, el peronismo, esperp�ntico por donde lo mire Estrada por m�s que le prodigue ese elogio inveros�mil, agazapado en los s�tanos de la rep�blica, conspirar� desde las sombras como una horda m�tica y terminar� siendo siempre, en forma retrospectiva o prospectiva, el gran responsable del mal nacional.
Todas las quimeras emancipatorias todas, todas las banderas del peronismo, para Estrada son solo embustes propios de un artero prestidigitador acompa�ado por secuaces listos para todo latrocinio. En este texto en el cual trata de descubrir el componente demon�aco del peronismo, como bien se�ala Sebasti�n Puente en ?De Catalina a Per�n. Sobre el peronismo como trauma epistemol�gico? (El ojo mocho Nro. 18/19, 2004), Mart�nez Estrada analiza en esta catilinaria el ejercicio de la imaginaci�n conspirativa, y denuncia una conjura, la del peronismo, quien, azuzado por el nazifascismo, conspira desde los s�tanos de la Argentina, desde las entra�as del pa�s, porque ?el propio car�cter del peronismo (es) el de pertenecer al s�tano?.
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IV
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Si el escritor de Radiograf�a y La cabeza de Goliat nos deslumbraba con su sutileza y poes�a a la hora del retrato de una figura capital de nuestra historia, en un c�lido aguafuerte que era remanso para una nueva embestida intelectual o en la ponderaci�n y categ�rica refutaci�n de una idea rectora de la Patria; el Ezequiel Mart�nez Estrada del �Qu� es esto? Catilinaria da pena por su falta rigor e ideas, las cuales trata de ocultar con oropeles prestados de una bibliograf�a propia de un bibliotecario aturdido ante el marasmo libresco. Como nunca antes, y como si �l solo no pudiera encarar tal empresa, aqu� se vale de una apabullante argamasa intelectual que va, entre otros, desde la Biblia, Jenofonte, Esopo, Cicer�n, Arist�teles y Bukhardt, a Goethe, V. Hugo, Thoreau, Weber, Marx, Jung, Dostoievski, Grousac, T. S. Elliot, Simone Weil y, muy presentes en este texto, Ortega y Gasset, y Le Bon.
El iluminado por el saber libresco que alardea en los t�tulos ordenadores en cada cap�tulo es movido por la hybris y ofrece una visi�n col�rica y pat�tica (en su acepci�n moderna m�s que griega). El que galvanizaba ideas con un sinn�mero de recursos, el radi�grafo de la Argentina, de nuestras figuras y textos patrios, aqu� es una p�lida sombra en el arte de injuriar, cuyo adalid en nuestras letras ha sido Borges, otro antiperonista que en el espinoso campo de las opiniones pol�ticas hac�a el papel de imberbe, cuando no el de payaso.
A prop�sito, aquello que le reprochaba Borges a Mart�nez Estrada, m�s que ser una precisa definici�n del �Qu� es esto?, lo era de Rosas y su tiempo (1907) de Jos� Mar�a Ramos Mej�a, un libro-faro para �ste, el de nuestro gran ensayista, un texto que sirve como muestra en espejo de aquello que Estrada quiso pero no pudo hacer con la figura de Per�n.
Aunque tome a Rosas y su tiempo como modelo, Ezequiel Mar�nez Estrada tiene poco y nada de aquel ensayo en el que Ramos Mej�a, hombre de familia unitaria, se exig�a a s� mismo equidistancia y se dispon�a a ?estrujar el lenguaje? si era necesario para ahogar al oportunista que vengara las miserias padecidas en el hogar unitario. Si hay algo que no deseaba el autor de Las multitudes argentinas ?y no por razones caballerescas, sino m�s bien cient�ficas?, era tomarse revancha con la pluma. Su trabajo, aunque desmesurado, requer�a mesura. Por ello, escapando siempre de los arrebatos que lo desviaran del cauce adecuado, anhelaba con pasi�n los solitarios parajes de la objetividad cient�fica para dar una fiel y exhaustiva pintura de Rosas que repara con justeza en las virtudes de ese personaje cautivante hasta la veneraci�n o el espanto.
����������� Vale la pena extraer una filigrana, un pasaje justo e iluminador en el retrato del tirano y embriagador como siempre en su prosa, en la que confluyen tanto la raz�n del cient�fico como la pasi�n del escritor:
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?Porque precisamente, parte de su fuerza (la de Rosas) estuvo en reflejar el esp�ritu de la plebe de su �poca. Ese extra�o histrionismo, que es una de sus peculiaridades psicol�gicas m�s notorias, era en efecto una de las inclinaciones del alma popular contempor�nea. En el temperamento travieso del populacho porte�o de su tiempo, hab�a esa mezcla del payaso y del delincuente que Rosas mezclaba en sus gracias con su acostumbrada virtud de asimilaci�n. El gracejo brutal, la payasada soez, verificada sin alterar la rigidez del rostro, que m�s bien exagera el gesto tr�gico, fue siempre el plato predilecto de las bajas clases. Esta r�gida figura solemne y prendida, como un �dolo indio, era sin embargo un proteo de adaptabilidad, una esponja inteligente, si me es permitida la comparaci�n, para absorber de su ambiente, sin esfuerzo alguno y hasta introduciendo modificaciones de perfeccionamiento por su parte, todo aquello que pudiera multiplicar la fuerza de sus aparatos de protecci�n y de defensa. Ninguno le excedi� en la unci�n cuando rezaba frente a un altar y en el r�tmico palmoteo con que, al parecer absorto, acompa�a el desfile de un candombe, cre�anlo uno sintiendo con el alma ingenua del negro. En el alarido con que celebra el �xito de la gauchada ajena, en la simulada emoci�n con que recibe una manifestaci�n de los abastecedores, de la legislatura o del clero, dando a cada uno una sensaci�n tan viva de comuni�n moral, est� revelando sus virtudes excepcionales de adaptaci�n popular, su colosal poder sobre la clase media y la plebe especialmente, con cuya devoci�n incondicional pudo contar durante veinticinco a�os sin una sola interrupci�n.? (J. M. Ramos Mej�a, 2001:179)
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A diferencia de Ramos Mej�a, quien pod�a justificar las imposturas del tirano con genealog�as inusitadas y prosapias contumaces, quien, al cartografiar su aviesa personalidad lo exalta al ubicarlo como un tipo �nico; Mart�nez Estrada, aunque como vimos en medio de los ap�strofes infamantes m�s descabellados regale un elogio poco cre�ble, no puede ver a Per�n m�s que como un patr�n de estancia, un cuatrero de pacotilla, un actor ?aunque suene parad�jico? eficaz pero regular (y atendamos a esta apreciaci�n ya que viene de �l, un gran actor, quien en esta misma obra nos confiesa que ?se emocion�? y se sinti� pose�do ante los dotes histri�nicos de Eva) o ?y pido al lector que guarde el respeto que don Ezequiel se merece? como un ?esp�a internacional a sueldo?.
Si como historiador, aunque los tenga como referentes, lejos est� de ser nuestro T�cito o nuestro Plutarco, como orador, Estada aqu� solo se hace fuerte en el arte de la ret�rica en su acepci�n moderna ?como verba mendaz?, m�s que antigua, y aunque vanamente se retrotraiga a Cicer�n, a aquel pol�grafo romano de quien ha tomado su esp�ritu resentido m�s que su prosa elocuente y con quien comparte el reconocimiento en el arte de la escritura m�s que en el de la invectiva, a quien m�s se acerca con �Qu� es esto? Catilinaria �es al Juvenal de las S�tiras, al exiliado que impugna a los gobernantes que rigen para su provecho, al que hostigaba a los mediocres y arribistas, al que con encono se�alaba como ladrones hasta a los dioses.
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V
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Con el mismo ce�o fruncido, pero sin la prosa mesm�rica ni la lucidez de otros textos, Ezequiel Mart�nez Estrada es aqu� un hombre que est� solo y espera revancha, y en esa revancha se queda en la soledad de los necios, mejor dicho ?y traicionando a su maestro Nietzsche con este texto?, en la de los resentidos; siendo esta figura decadente ?no est� mal recordarlo? tan pero tan reprochable y la responsable de los males de nuestra cultura, seg�n aquel Zarathustra ilustre.
Como el envidioso, la figura del resentido o despechado, inc�modo lugar desde donde escribe Estrada, es aquella que no encuentra sosiego nunca y hasta se regodea en su propia bilis. Por ello, resultar� parad�jico que sea �l mismo quien denoste a las masas resentidas (?mis desdichados hermanos?, como los llama, �ir�nicamente?) que toman revancha con el gobierno peronista, cuando no hay otro m�s resentido que �l. De igual forma parangona a Per�n con Er�strato, siendo �l, en �sta, su fase catilinaria, una reedici�n de ese hombre que recordamos hasta hoy solo por su ciega pasi�n destructiva.
�Qu� es esto? Catilinaria es entonces, no el ejemplo de aquel que acierta incluso en sus errores, sino m�s bien el traspi� de una mente brillante, el traspi� de un genio que con este libro demuestra su fase catilinaria.
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Hern�n Sassi
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BIBLIOGRAFIA
- Mart�nez Estrada, E. Cuadrante del pampero, Buenos Aires, Deucali�n, 1956.
- Mart�nez Estrada, E. �Qu� es esto? Catilinaria, Buenos Aires, Colihue: Biblioteca Nacional, 2005.
- Puente, S. ?De Catalina a Per�n. Sobre el peronismo como trauma epistemol�gico?, en El ojo mocho Nro. 18/19, Buenos Aires, 2004.
- Ramos Mej�a, J. M. Rosas y su tiempo, Buenos Aires, Emec�, 2001.
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