Con el inexorable paso del tiempo, los textos, imposibilitados de conservar un sentido eterno, se vuelven virginales parajes prestos a ser descubiertos en cada nueva incursión lectora. Nietzsche, filósofo dionisíaco, una necesaria reedición de las tantas que esperan ser rescatadas de la frondosa obra estradiana, es una gran oportunidad para volver a dos pensadores que en cada recodo de su obra ofrecen siempre felices sorpresas a toda inteligencia despierta.
Nietzsche fue leído por las vanguardias históricas, usado por el fascismo, recuperado de esas manos ladinas y tendenciosas por el filósofo existencialista Jaspers, con espíritu mordaz, festivo y a la vez combativo, rescatado también por el grupo en torno a Acéphale y, en distintas líneas, por los pensadores posestructuralistas, así como por los beatniks, las vanguardias de los ’60 y últimamente por los filósofos posmodernos. Por nuestras tierras fue leído por Ramos Mejía, Ingenieros, Darío, Arlt, Macedonio, Murena, Gombrowicz y Borges. Su influencia ha sido tan determinante que, parafraseando la biografía de B.-H. Levy sobre Sartre, bien podríamos llamar al pasado, "el siglo de Nietzsche".
De esta voz tan concurrida, contundente, multifacética y polémica, Estrada escuchó, y reflejó en este ensayo, más que la palabra de un filósofo modélico de su literatura (en sus cuentos –hoy injustamente olvidados- no se vislumbra su sombra y en sus poesías sólo en algún verso resuena el Zarathustra que no busca maestros ni discípulos –más bien los aborrece-, a lo sumo, compañeros de ruta: "Ese que enseña rutas, ese es nuestro enemigo/ y aquel que las destruye nuestro hermano mayor"), más que un forjador de su pensar como lo fueron Spengler y Simmel, oyó antes que nada la voz de un hombre que fue para él su reflejo y modelo vital, como bien lo define Christian Ferrer en el iluminador prólogo que acompaña esta excelente reedición. Si, como Estrada mismo los denominó, Radiografía de la pampa fue una catarsis y Sarmiento, más que un ensayo sobre aquella figura, otro sobre "el país como problema", Nietzsche, filósofo dionisíaco es un retrato de su doble, con quien comparte muchos aspectos claves que hacen de este trabajo una pintura propia y ajena.
Ambos, con su escritura prístina y de entonaciones bucólicas o altisonantes, entusiastas o apocalípticas, que no oculta el pesar de la voz que la alienta impreso incluso en sus clásicas sentencias categóricas, con textos renuentes a toda escolástica, fueron outsiders en la historia de las ideas; ambos fueron hombres que amaron el arte –y en especial la música– y lo practicaron hasta en su pensar, a los que su pasión por la escritura los arrastró por casi todos los géneros (Nietzsche fatigó su alma por tratados, aforismos, parábolas, panfletos y poemas; mientras que Estrada transitó por el ensayo, la poesía, el cuento, el panfleto y las aguafuertes), que a los ojos de legos y entendidos fueron profetas crispados y consecuentes adalides del irracionalismo, ambas fueron también conciencias iconoclastas que confiaban en la intuición como vía de conocimiento y en las fuerzas telúricas y sagradas que mueven el universo, y por último, ambos, como diría un italiano célebre, con el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia, se enfrentaron a una cultura de poca fe que todo lo vuelve utilidad, y al hombre, un autómata.
Para los dos era lo mismo el acto de pensar que el de vivir, por ello Estrada decidirá mostrar el pensamiento de Nietzsche como expresión de su personalidad. La elección es certera. Después de todo, como decía Jaspers en el suyo, sino el primero, uno de los más tempranos estudios exhaustivos de la obra nietzscheana, la de Nietzsche "era una vida filosófica que se comunica en ideas" (Jaspers, 1935). El ensayo de Estrada hace un personal e integral recorrido por la vida y obra del filósofo alemán en tiempos en los que aquí era un incomprendido (recién por entonces comenzaba a ser desmarcado de ese lugar común que lo caracterizaba como "artista loco"). En este perfil de delineado relieve que recorre desde sus años de formación y sus escritos profesorales, pasando por el Nietzsche alelado por el mundo griego de resonancias dionisíacas, el amante y detractor de Wagner, al "vikingo de la verdad" portavoz del eterno retorno y el superhombre obsesionado por la Moral, entrevé afinidades y legados con Kierkegaard, Blake, Milton, Balzac, Erasmo, Voltaire, incluso con Eisenstein y Cellini, y por sobre todos, con su maestro Schopenhauer, a quien rendirá tributo en Schopenhauer como educador, su tercer intempestiva. Ve una mente que, como Heidegger y como Levi-Strauss lo harán luego, se preguntará por los caminos del pensar, por la relación con el arte, la vida y la ciencia (que, como el autor de Tristes trópicos, demostrará que "la mitología de la ciencia no era más verídica ni siquiera más racional que la mitología del arte") y verá cómo, esa alma sujeta a los dictados de la música, para quien el maravilloso arte de combinar los sonidos no es un mero solaz sino la auténtica expresión de la Voluntad, descubrirá que "pensar es componer". Presenta un Nietzsche precursor de Bergson, de Freud, del existencialismo y hasta de la fenomenología de Husserl. De un pensamiento moldeado al calor de sus pasiones y desengaños, analiza su visión de una Europa sumida en el presente y el "progreso", presa del nihilismo y de la omnipotencia de la técnica; también su desdén por las variables económicas como matriz analítica de la cultura; su estilo con el que, como Balzac (quien con Montaigne conforma la tríada que forma Heraldos de la verdad, de la cual este ensayo será sólo una parte) expresa la verdad en imágenes; e incluye la semblanza de un Nietzsche telúrico y hasta la de un filósofo de las apariencias, la interpretación y la ficción que será piedra basal de la hermenéutica. Y en este recorrido por el que nos lleva sin prisa y con pausa, vuelve sobre obsesiones comunes que él mismo intentó exorcizar en sus libros (La cabeza de Goliat, ¿Qué es esto? Catilinaria, Cuadrante del pampero) como son: el Estado asfixiante como Leviatán burocrático y fatal, y la matriz técnico-civilizatoria que devasta a la cultura toda.
A primera vista, el título elegido por Estrada aventuraría una continuidad en la línea irracionalista que fue tan fecunda en las innumerables exégesis de la obra nietzscheana. Sin desdecirla, deteniéndose también en esa figura y desenterrando fulgurantes pepitas de su "etapa dionisíaca", no se circunscribe al "filósofo de la hybris" que fue, sino más bien se interna en otras de sus etapas. De ellas en este ensayo predominará la última, el estadio liminar, aquel previo a dar su último grito y romperse en las tinieblas de la locura: la etapa de la recuperación del mundo, de la afirmación de valores no nihilistas, de la creación de valores nuevos. Por tal razón será de La volutad de poder el árbol del cual el ensayista argentino tomará gran parte de los frutos de su pensar. De este riguroso trabajo que recorre los pensamientos del filósofo en los campos –para él siempre vitales– de la metafísica, la ética, la política, la religión y la estética, descubrimos, con cierta perplejidad luego de años de lecturas negadas a esta faceta, un Nietzsche cristiano.
Alguna vez Heidegger dijo que "Kierkegaard era como un Nietzsche cristiano". En el ensayo de Estrada de estas palabras se escucha un eco, que en este caso se bifurca. Aquí él no sólo relaciona al autor de Más allá del bien y del mal con este pensador danés que tanto por su filosofía sujeta a los dictados de su propia vida como por su obsesión en torno a la fe, la culpa y el pecado en la religión judeocristiana fue su hermano en espíritu; sino que también, tomando seriamente la segunda estancia de aquella afirmación heideggeriana que hoy no resulta lo temeraria que podía parecer entonces, reflexionará a conciencia sobre cómo sería un "Nietzsche cristiano". Y en efecto, en buena parte de su trabajo radiografiará este centauro, mitad apóstata (autor de El anticristo, un devoto de Voltaire a quien le dedica Humano, demasiado humano), mitad cristiano.
Ezequiel Martínez Estrada –como Lou Andreas-Salomé o G. Vattimo, entre otros– ve un hombre que, tras una profunda educación religiosa, con poesías juveniles dedicadas a Dios y una fe que tenía como núcleo central la relación directa con Dios, a pesar de sus lapidarias embestidas contra el dogma cristiano, de su confianza en el paraíso en la tierra y de su impetuosa fe en el hombre, aún conserva un profundo temple religioso. En especial, ve un filósofo cercano a Erasmo, alguien que como él percibe el abismo en el que se interna el cristianismo, credo que en tales condiciones ofrece una imagen lamentable y perniciosa. Aunque, como dijimos, leerá con atención La voluntad de poder donde Nietzsche manifiesta que "ya llega la época en que tendremos que pagar el haber sido cristianos durante milenios" y donde afirma que el cristianismo es necio, corrupto, ingenuo y retrógrado; Estrada, con algunas ideas del Nietzsche existencialista de mediados de los ’30 de Jaspers, a quien leyó y cita, se guiará por las palabras de Heinrich Mann, quien –para estupor de muchos– sostenía que "Nietzsche escribió más en honor del cristianismo que en su deshonor". En este marco, quien anuncia la muerte de Dios –pero no de la divinidad– es alguien preocupado por la muerte de la religión, por ello denuncia lo que Occidente hizo del cristianismo y que sólo algunos pocos señalaron con sus escrituras piadosas o cínicas pero siempre desgarradas: cómo en una sociedad decadente la religión perdió su poder mítico, cómo quedaron atrás los mitos fundantes que sostenían estos grandes relatos, y en particular, cómo la Iglesia termina siendo garante de una religión sin riesgo y sin vida, una religión que, como ya lo marcaba en Radiografía de la pampa, se había degradado en mera secta de falsa religiosidad.
Nietzsche, quien como esos dos filósofos que tanto admiraba, Voltaire y Spinoza, descree y combate toda moral trascendente, se enfrenta a un cristianismo traicionado que estigmatiza el pecado y a un dogma culpable del espíritu rebañego, el cual impugnó desde su juventud y contra el que batallará con tesón hasta en su última obra. Es en este sentido en el que el Nietzsche de Estrada estará a favor de aquel cristianismo herético –como el de Kierkegaard y Dostoievski– que se oponía al elemento apolíneo helenístico, que era más bien la prolongación de la antigua fuerza dionisíaca. Por ello rescata el pensamiento del docto Frazer según el cual "el cristianismo es en Occidente [...] lo único que sobrevive del antiguo mito". Para el ensayista que lee las "indicaciones sibilinas" del filósofo, Zarathustra es "una declaración apostólica de fe en el hombre muy semejante a la cristiana", sus cantos, "a la vez los Profetas y los Actos de los Apóstoles", y su autor, un hombre con "alegría franciscana", "un continuador de la mística", que del mismo modo en que Epicteto, Sócrates y Giordano Bruno fueron santos en alguna de las poesías estradianas de los años ’20, es aquí "un apóstol más que un filósofo", miembro de una selecta cofradía integrada por San Ignacio de Loyola, Erasmo, Dostoievski y Kierkegaard, a quienes, en una mirada retrospectiva, podríamos sumar a los gnósticos y los cátaros, y en otra, su opuesta, hoy agregaríamos los heréticos aportes de Pasolini y Unamuno (con relación a este último, si Nietzsche sostenía que "Dios es una conjetura", don Miguel no cejaba en su "fe que no duda es fe muerta").
Si reparamos en esa sugestiva visión de Nietzsche y la religión, la reedición del libro de Estrada es todo un acierto en tiempos en los que todavía perduran los coletazos del milenarismo, que si en la inminencia del fin del primer milenio había enardecido la fe de la grey, entre otras cosas, con lecturas afiebradas del Apocalipsis, por móviles distintos que antaño hoy acecha más que nada a los artífices del pensamiento contemporáneo y lleva al filósofo del ocaso y del albor del milenio, con E. Trías, J. Derrida, G. Steiner, G. Vattimo, R. Rorty y J. Habermas como ejemplos, a releer viejos y nuevos textos y a retomar el diálogo con la religión, capital desde Parménides, continuado por San Agustín, Santo Tomás, Pascal y Baruch de Spinoza, y que parecía extinto desde la secularización de la Edad Ilustrada.
Nietzsche, filósofo dionisíaco invita a leer a un pensador que, cercano al filósofo de la Existencia de Jaspers o al muy posterior Nietzsche de los "oficios" de T. Abraham por esa mancomunión de vida y obra que teje Estrada, aquí desentona con el irracionalista de las vanguardias y del fascismo ("el precursor del nazismo", como lo llamó G. Lukács en El asalto a la razón), con el filósofo político de M. Foucault y con el iluminista de S. Maresca. En tiempos posmodernos este ensayo valdría ser releído en contrapunto o quizá como antídoto de otro Nietzsche religioso no menos sorprendente, el del pensamiento débil de G. Vattimo en Después del cristianismo: por un cristianismo no religioso (2004), donde se nos dice que por estos años dios ha muerto nuevamente. El filósofo de Las aventuras de la diferencia y La sociedad transparente manifiesta que el Dios eterno de la metafísica, el de la autoridad inmarcesible, ha quedado atrás y hoy el que verdaderamente permite retomar al fe cristiana es un dios no violento, no metafísico de la era postmetafísica, el "dios del libro", como le llama, un mero personaje literario. Con dichas ideas valdría confrontar el Nietzsche de Estrada.
Tras esta inquietante reedición del libro de Estrada en la que podemos leer las aporías que este filósofo siempre ha ofrecido a todos sus exégetas (después de todo, tratándose del autor de El anticristo, ¿este "filósofo cristiano" no es acaso una de esas tantas aporías?), bien podemos volver a la figura de Nietzsche como él quería: "No es necesario, ni deseo que alguien tome partido por mí; al contrario, una dosis de curiosidad, como quien se encuentra ante una planta extraña, junto con una resistencia irónica. Me parecería una posición incomparablemente más inteligente en relación conmigo".
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La atinada edición conjunta por parte de Caja negra de los artículos de la revista Acéphale y de Nietzsche, filósofo dionisíaco (trabajos contemporáneos: los textos de Bataille, Klossowski y Caillois se publican del ‘36 al ’39, mientras que la primera incursión de Estrada en ese insondable, contradictorio y peligroso mundo recala en 1947, siendo del ’57 su reedición con agregados) ofrece la oportunidad de cotejar dos lecturas complementarias y muchas veces antitéticas de esa figura-faro para el pensamiento y el arte del siglo XX. En ambos –más en Acéphale que en el ensayo de Martínez Estrada– es posible reconocer ese filósofo que es dionisíaco en su revalorización del cuerpo, el juego y el baile, en su filosofar a martillazos contra todo pensar anquilosado entre claustros y dogmas; y que si hiciera una historia de la filosofía sería tan desaforada y arbitraria como una historia de la pintura escrita por el Bosco o Van Gogh, una de la literatura hecha por Artaud o Rimbaud, o una de la música relevada por Beethoven o Schönberg.
Hernán Sassi