Ya no sabía qué hacer con esta vida, si es que a esa altura se le podía llamar vida. Con 35 años la calle no me daba mucho, rodando al lado de las más jóvenes, que rebozaban de silicona y aceite inyectable semidesnudas sin importarles nada.
La noche estaba fría y húmeda con esa humedad de Buenos Aires que se te pega hasta en la tanga. Era una noche de mierda, no había hecho un peso y estaba cansada —debe ser el bicho que nos cansa —decía mi amiga Mayra—, el bicho que lucha por salir y nos deja cansadas para que cuando llega el momento no podamos hacer nada.
Quizás tenía razón. Pero de todos modos yo nunca pensaba hacer nada, en el fondo pensaba que, después de todo, morir joven te salvaba de la vejez implacable y del deterioro insoportable. Así que con bicho o sin bicho me las arreglaba. Con lo poco que tenía en la cartera —que simulaba ser una cartera Chanel de cotillón pedorro— me pensaba tomar un taxi y lo paré. Me subí y quedé en silencio, observando de vez en cuando las miradas furtivas del taxista. Tal vez podría habérsela chupado, pero era un viejo con cara de cuervo seco, con mirada perversa y degenerada y eso hizo que me resistiera. No, no pensaba darle el gusto por más que tuviera hambre atrasada, seguro quería que le hagan el culo, esos son así generalmente, lo primero que quieren es tocarte la pija y cuando la tienen en la mano se vuelven más putas que nosotras.
Llegué a casa rápido y muda como si hubiera perdido la lengua en un oral. Subí las escaleras del hotel y vi que mi vecina de abajo estaba intentando echar a un tipo pasado de borracho.
La Angie también era travesti, pero más profesional y un poco más vieja, de esas que no dejan títere con cabeza con tal de parar la olla. Siempre decía que los tipos para ella eran: 1 Kg. de pan… un paquete de cigarrillos… o un par de zapatos, pero sea quien sea le iba a servir para algo.
Se ve que había sacado lo necesario porque lo echaba de una forma despiadada, como si el tipo fuera una bolsa de mierda. Me pidió el favor de que le abriera la puerta arreglándose las tetas que se le rebalsaban del corpiño y salió disparada a su habitación con la tanga metida en ese culo enorme que tenía arruinado por las manchas y los pozos que castigaban su vicio de juventud por el aceite industrial.
El hombre a media lengua me pidió que lo cogiera. Sudaba olor a alcohol y tenía encima demasiada merca. El mentón parecía bailarle sobre una hilera de rulemanes. Lo subí igual. Yo no tenía un peso y me sentí presa del morbo de manejarlo a mi antojo debido a su estado de indefensión. Sin dudas el bicho me había poseído. Los borrachos y los duros de cocaína son las víctimas preferidas porque caen siempre sin dar vueltas.
Entró en la habitación y se puso en cuatro con el culo bien abierto, ya usado por la Angie que lo había dejado muy caliente. La cocaína los volvía locos, el hecho de no acabar los hacía transitar por un camino de vicio sin regreso ni final. Le miré el agujero del culo y se me puso dura al instante, me subí arriba y se la metí hasta el fondo tirándole del pelo en actitud perversa y masculina.
—Lléname el culo de leche —me decía—, llénamelo.
Le agarré los pelos y le tiré la cabeza hacia atrás, le escupí la cara. Excitada y fuera de mí, a los pocos minutos le acabé adentro y se la saqué de golpe chorreando semen. No me puse forro, cosa rara en mí, porque casi nunca hacía eso. Me dio diez pesos. Le tiré la ropa en la cara y a medio vestir lo saqué a la rastra.
Quedé sola e indefensa con el olor a su mierda en mi habitación y en mi cuerpo. No bajé a ducharme en el baño compartido, tenía frío y a decir verdad ese olor me daba morbo, como si me recordara el sabor de mi presa. Me saqué la ropa y me tiré en la cama rendida. Miré al techo dejando la vista clavada en las manchas de humedad.
—Es el bicho que te cansa —decía Mayra.
Y yo pensé antes de dormirme:
—Es el bicho que me cansa… y como estoy tan cansada… se ha mudado a un nuevo cuerpo.