Los primeros recuerdos que llegan a mi mente son de cuando tenía unos once años. Siempre callado, silencioso. A hurtadillas por toda la casa. Me gustaba vivir como si nadie me viera, y no abría la boca por que ya hacía tiempo que percibía que la gente me miraba raro, como pensando:
Este chico es mariquita....
Este chico es raro...
Por eso, por esa reacción del mundo que yo no entendía y me dolía tanto, me callaba y el silencio me salvaba de ciertas crueldades.
Los domingos, el olor a la salsa preparada para coronar los ravioles de espinaca que amasaba mi abuela me despertaba puntualmente.
Era un olor agradable, me ponía contento, sabía que al bajar iba a estar la Nona al borde de la mesada con su pelo blanco y sus anteojos de marco grueso, entregando lo mejor que tenía.
Mi abuela, mis tíos, mi primos, mis hermanos y mis padres: todos juntos cada final de la semana. A veces con risas, a veces con llantos, a veces con gritos y peleas, pero siempre unidos disfrutando de la comida.
Sin embargo, a pesar de lo similar que eran los domingos, uno fue diferente y marcó mi vida. Un domingo que si pudiera, volvería a revivir mil veces más.
Me levanté y fui hasta la cocina corriendo a darle un beso a mi abuela. Al lado de ella había un hombre que no conocía, me explicaron que era el nuevo novio de la tía Silvia, que como se estaban por casar, lo había traído para que toda la familia lo conociera –y, por supuesto, para que lo miraran con ojos intrigados, como si le estuvieran sacando una radiografía tratando de ver qué defectos tenía.
Las opiniones, repartidas:
–Lindo chico... educado amable... ¿de que trabaja?... ¿es separado-soltero-casado? –mi abuela le preguntaba a mi tía Dora mientras amasaba los ravioles.
–Los hombres son todos iguales, son todos miserables, juegan con una como si fuera solamente un agujero sin sentimientos… –aseguraba mi tía Elsa sentada al borde de la mesa con las piernas cruzadas y pintándose las uñas de una marrón mierda. Soltera y amargada, con esas caras grises como los días que anuncian la tormenta.
Los hombres en el patio sentados fumando y pinchando en los platitos la picada con el mismo escarbadientes que después se llevarían a la boca para sacarse los restos de carne dominguera. Machos hablando de fútbol y minas y pidiendo a los gritos que las mujeres les alcanzaran la sal o la mayonesa o lo que fuera, amurados a la silla, mi padre –por supuesto– en la cabecera.
Yo... al lado de mi abuela, casi debajo de sus polleras. Escuchando el cotorrear de mis tías y ella, que parecían obsesionadas con el nuevo novio de mi tía Silvia. La vida les había dado un nuevo tema para sacarlas de la densa rutina.
En mi casa los niños no opinaban, pero yo pensaba, cosa que nadie podía impedir. Pensaba que nunca había visto un hombre más lindo... como un príncipe de los cuentos, alto, rubio, de ojos profundos y negros. Era la primera vez que sentía calor en la cara y un temblor en las piernas cuando un hombre se acercaba. Y si bien yo no tenía claro todavía lo que era el sexo, tenía ganas de besarlo como en las películas que le gustaban a mi hermana Elena.
Siempre faltaba algo en la mesa, por olvido de alguien que nunca se declaraba culpable. Algo que había que ir a comprar corriendo, y yo, por ser el más chico, debía aportar esa colaboración quisiera o no quisiera.
Mi padre desde la mesa gritaba y dirigía el almuerzo como si tuviera en el cuerpo encarnado a Franco o Mussolini en su mejor época:
– ¡Negra! –le aullaba a mi mamá–. ¡Manda al Iván a comprar sal...! ¡Sabés que sin sal no paso la comida!
Mi abuela le estaba haciendo probar la salsa al príncipe de mi tía, y cuando le pedí la llave para ir a buscar la sal, me miró, lo miró a el, y le dijo:
– ¿Por que no vas con el Ivancito aunque sea para darle un vistazo al barrio?
El calor y el temblor en mí eran más fuertes que antes. Mi abuela no sabía lo que estaba haciendo, pero cada día que pasa se lo agradezco.
Cuando salimos a la calle me miró sonriendo y me agarró la mano. Era la mano más suave que había sentido en mi vida. Íbamos hablando de cualquier tema, hasta que me hizo una pregunta traicionera:
–Y... ¿cómo andan esas novias?
Yo lo miré sin saber articular palabra.
– ¿No andás noviando...? Qué raro... Los chicos a tu edad siempre tienen alguna novia dando vueltas.
¿Para que lo habían mandado? ¿Para mortificarme? ¿Que podía decirle?
Con el calor que me quemaba las pestañas subiendo hacia la punta de la cabeza le dije, sin saber que estaba haciendo, indignado y casi a punto de llorar de vergüenza:
–No me gustan las nenas...
Me miró suavemente con sus hermosos ojos negros, sonrió, me levantó la cabeza, y me dio un beso en la mejilla casi al borde del labio. Sentí inmediatamente que mi pantalón de gimnasia era preso de una dureza. Él bajó los ojos y se dio cuenta… Me agarró fuerte de la mano y me dijo:
–No es nada malo... no hay problema. Pero no tenés que decirle nada a nadie.
Las calles eran de tierra. En los baldíos reinaban los yuyales. Me agarró y me llevó a uno, donde nos metimos entre los pastos más grandes. Me acarició la cara, se desprendió el pantalón y sacó una pija larga, dura y muy gruesa. Yo nunca había visto otra que la mía… y eso era tremendamente grande.
Como si fuera algo instintivo la agarré y me volví loco. Él me agarró la cabeza y me dijo:
– ¿Te gusta? Es para que te lo metas en la boca...
Chupé esa pija como si fuera el chupetín de chocolate más rico del universo. Me la sacó de la boca y me dió vuelta... Me bajó el pantalón de gimnasia dejando al aire mi cola blanca y lampiña. Y dijo, acariciándome entre las nalgas:
–Qué joyita, bebé... el tío te va a tratar bien... sos un hermoso putito.
Me separó las nalgas, me pidió que me agachara y me empezó a lamer el agujero del culo. Yo me daba vuelta para observarlo y veía como se masturbaba y gemía enloquecido, con ese miembro cada vez mas lleno de venas grandes.
Sin saber casi de qué se trataba, mi pito se puso muy duro y escupió un liquido blanco y espeso como una crema... Me dio vuelta, me agarró la cabeza, y me volvió a meter su pija en la boca empujando como loco y bufando. Sentí su chorro caliente y lo tragué sin sentir asco.
Me subió el pantalón como si nada hubiera pasado, me agarró de la mano y me dijo:
–No le digas nada a nadie. Viste cómo es la gente grande…
Siguió viniendo a casa con mi tía Silvia después de casarse, y seguíamos escapándonos a algún baldío... O se introducía en mi cama salvajemente a la hora de la siesta. Hacíamos de todo, y cada vez era más placentero. Pero a pesar de penetrarme –lo que me volvía loco–, era cuando bajaba y me chupaba el culo que yo llegaba al orgasmo de una manera inexplicable.
Un día me desperté sobresaltado, el corazón me latía como si se me fuera a escapar por la boca. Cuando caí en el día que era, me acordé contento que había llegado mi cumpleaños. Cumplía quince años y, aunque no tuviera vals y vestido largo como siempre había soñado, sabía que lo iba a disfrutar. Él venía a todos los cumpleaños. Él iba a ser mi mejor regalo.
La mesa estaba coronada por mi torta preferida de chocolate, hecha por mi abuela, con una gran vela en el medio: fálica y blanca... como si supieran.
Apagón de luces. Soplido. Aplausos y besos.
Cuando todos alzaron las copas para el brindis, mi tía Silvia se puso de pie y acomodándose su sedoso pelo negro dijo:
–Brindo por Ivan y por sus quince años... pero además... además... además...
"¿Además… además… qué?", me preguntaba yo, que la odiaba como a nadie aunque no quisiera.
–Quiero que brindemos por una gran noticia que habíamos mantenido en secreto hasta que llegara el momento adecuado de develar la gran sorpresa.
Todos se miraron con obvia ansiedad... Y sin piedad, como si me tirara encima un balde de agua fría, al fin lo dijo:
– ¡Nos vamos en un mes a España…! ¡Mi maridito consiguió un buen trabajo y les juro que todavía… todavía… no puedo creerlo!
Perra. Víbora. Rata. Cerda. Alimaña traicionera.
Se lo llevaba. Lo quería sólo para ella.
Entre aplausos, risas y felicitaciones, los ojos del príncipe se cruzaron con los míos, sin que nadie se diera cuenta.
Me levanté y me fui corriendo a encerrarme al baño, con mi alma lamiendo mis lágrimas en el suelo.
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Pasó el tiempo… y algo raro sentía que me estaba sucediendo. Me desperté con unas puntadas en el culo que me estaban matando. Había crecido, me había independizado. Vivía sola en un hotel pedorro de Belgrano. Ya estaba echa toda una mujer, con mi familia lejos.
120-65-120. Una verdadera yegua. Un infierno descontrolado. Iván había muerto y estaba bien enterrado.
Me levanté y fui al baño. Me toqué la cola y noté un bulto tremendo... me asusté... sentí pánico… hasta que entendí que las hemorroides habían tenido un gran progreso y querían estar afuera orgullosas por su crecimiento. No sabía qué hacer. Desplegando habilidades de contorsionista me tiré al suelo culo para arriba y me miré en un espejo. Era horrible. Monstruoso. Como si una albóndiga pisoteada me colgara del agujero. ¿Quién iba a querer tocarme…? Y era aún peor: ¿cómo hacer que un tipo me chupara el culo para que pudiera llegar al orgasmo, que era de la única manera que lo hacía? No me imaginaba poniéndome en cuatro y exhibiendo eso...
– ¡Urgente, por dios…! ¡Médico!
Con una prepaga pedorra, de médico en médico, de estudio en estudio, estuve ocho meses hasta que programaron la operación.
–No duele... no molesta... no pasa nada... no tengas miedo... –decía el médico.
A lo que yo respondía:
–Por Dios se lo pido... mi culo es mi corazón... mi alma... mi medio de sustento.
La operación fue rápida, la internación más. Las camas en los hospitales se necesitan, así que... a mover el culo, nena... a mover el culo que hay otro enfermo. Afuera.
Mi amiga Celeste, una travestida vieja que vivía de inyectarle aceite a las más nuevas –¡cuánta guita haría si me auspiciara Cocinero!, decía siempre– me cuidó en casa como si fuera mi abuela, porque el dolor durante un tiempo no me dejaba ni siquiera moverme.
Me picaba. Me dolía. Me daban puntadas.
A veces pensaba que estaba muriendo castigada por pecadora, presa del castigo de San Culo.
Culo para arriba y paciencia. Pero en esas noches de reposo soñaba con mi príncipe, a quien nunca más había visto, y quería salir a ponerle el culo en la cara corriendo. Me levantaba con la bombacha mojada y respirando agitada después de disfrutar de una danza nocturna de baldíos yuyos y besos.
Noche tras noche... beso negro tras beso negro.
Beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro…
La pesadilla llegó a su fin. Me terminé de secar el pelo, largo hasta la cintura, teñido de rubio, blanco y liso, para que por la noche me vieran en la esquina como una gata en celo. Cuando me volví a subir después de tanto tiempo sobre los diez centímetros de taco, me agarró un mareo.... tanta pantufla que el glamour estaba desapareciendo.
El culo como nuevo. Como a los once años en el baldío, temblando como una hoja y eyaculando sin saber ni siquiera que estaba haciendo.
Escalera, puerta y calle... Después de tantos meses era capaz de pagarle a un viejo para que me sacara la leche acumulada de tantos meses con unos besos negros. Al basurero... a un cartonero... al diariero...
Una lengua lamiendo la pequeña cicatriz que tantas veces me había impedido el sueño.
Beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro
Repetía obsesionada acariciándome el culo –que, la verdad, me había quedado perfecto.
Llegué a mi parada caminando, revoleando silicona y glamour, y canté "bingo" con mis labios siliconados sonriendo: BMW blanco... último modelo... San Culo se estaba compadeciendo...
– ¿Cuánto completo? –preguntó cuando le apoye las tetas en la ventanilla.
Un pendejo. Rubio... alto ... delgado... de profundos ojos negros...
Por un momento pensé que tanto tiempo fuera de la calle me había echo volver loca y estaba viviendo un sueño... mi príncipe... que había cambiado por el BMW su corcel negro.
–Arreglamos en el telo...
Sonrisa de oreja a oreja. Me acomodé las tetas. Me subí la pollera. Le acaricié el bulto que ya estaba duro como una piedra. Una pija larga, dura y gruesa...
El hotel era digno de divas de Hollywood. Mi acto inaugural iba a desarrollarse como debía ser: sobre el lecho de una princesa, con el roce sobre los cuerpos de las sábanas de seda. Él, desnudo sobre la cama, y yo, mirándolo desde el baño con la puerta abierta, haciéndome la Zulma Faiad en su mejor época.
Agarró la billetera y sobre la mesa de luz puso 300 dólares... ¿300 dólares? ¡Casi 900 pesos…! ¡No podía creerlo!
Salí del baño echa una gata buscando mi regalo... mi tesoro... mi orgasmo tan ansiado... Me acerqué al borde de la cama, me acarició la pierna y me preguntó amablemente:
– ¿Qué te gusta? Te quiero hacer volver loca... Ayudáme... Decíme... Hago lo que quieras en este mismo moment...
Beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro beso negro
Esas palabras retumbaban como si la Doce cantara a coro en mi cabeza.
Me subí desenfrenada arriba de él. Me corrí la tanga. Me abrí las nalgas. Le puse el culo en la cara y nadie tuvo que decirle nada... ¡Era algo perfecto... como si estuviera programado sólo para eso! ¡Volvía a tener quince años! Miraba alrededor y veía los yuyos altos tapando nuestro pecado.
– ¡Sí sí sísí sí sísí seguí sísísísí asiiííí... asíííí... sísísí... seguí papi... seguí!
Él gemía de placer y su pija cada vez mas dura latía enloquecida.
– ¡Sí sí sííí. sííí sí sí sí! –yo como loca gemía y me tiraba de los pelos mirándome al espejo... diosa puta perra enloquecida... Lady Godiva montando su caballo salvaje.
– ¡Sí papi... sí papi no dejés de hacerlo... que llego... la nena llega... que llego... me volvés loca... mi príncipe... mi amor... mi sueño...! –y me movía con mi cuerpo serpenteando como una víbora.
De repente, enloquecida y envuelta por el orgasmo final, me di cuenta que se había muerto su miembro: blando y caído, reposando hacia un costado sobre su pierna...
–Papi... dále papi… –le dije sensualmente.
Me acomodé la tanga y salté al borde de la cama. Cuando le vi la cara sentí un retorcer de tripas en mi estómago y disparé corriendo a vomitar al baño.
Su cara ya no era del color blanco como la luna, sus ojos profundos y negros estaban entrecerrados, de su boca salía una baba espesa y blanca, esparcida sobre su piel amoratada.
Desesperada, le tomé los signos vitales. No cabía duda: estaba muerto muerto.
Como loca agarré mi cartera, me vestí como pude y abrí la billetera, saqué otro billete grande y agarré mis 300.
Llegué a la conserjería y le dije al conserje:
–El señor se queda a dormir un rato... –y le hice señas cómplices, como si se hubiera quedado tomando cocaína.
El conserje asintió mudo, bajando la cabeza detrás del vidrio esfumado, y yo le di 100 pesos.
La noche era clara. El frío, seco. Mi cabeza confundida se enredaba con las estrellas entre las que buscaba a mi príncipe eterno...
El ulular de las sirenas de policía me hizo apurar el paso. Cuando abrí la puerta del hotel me sentí a salvo, dueña plena de mis secretos. Entré a mi habitación en penumbras y puse un disco de boleros....
–Cómo mata el amor… - decía la letra.
Y yo cantaba en susurros, fumando un cigarrillo:
–Cómo mata el amor... CÓMO MATA EL BESO NEGRO...