Dedicado a todos/as los/las que parten de vacaciones...
La mercancía es, en primer término, un objeto externo, una cosa apta para satisfacer necesidades humanas, de cualquier clase que ellas sean. El carácter de estas necesidades, el que broten por ejemplo del estómago o de la fantasía, no interesa en lo más mínimo para estos efectos (...) La utilidad de un objeto lo convierte en valor de uso. (...) Los valores de uso forman el contenido material de la riqueza, cualquiera que sea la forma social de ésta. En el tipo de sociedad que nos proponemos estudiar, los valores de uso son, además, el soporte material del valor de cambio.
(Karl Marx, El Capital)
Detrás de tantos discursos sobre la desaparición de la realidad, no se esconde sino el viejo sueño de la sociedad de la mercancía de poder liberarse del todo del valor de uso y los límites que éste impone al crecimiento ilimitado del valor de cambio. No se trata aquí de decidir si esa desaparición del valor de uso, proclamada por los posmodernos, es positiva o no; el hecho es que es rigurosamente imposible, aunque a muchos les parezca deseable. Que no exista sustancia alguna, que se pueda vivir eternamente en el reino del simulacro: he aquí la esperanza de los dueños del mundo actual.
(Anselm Jappe, Las sutilezas metafísicas de la mercancía)
¿Quién dijo que ya no quedan cosas útiles en este mundo? ¿Que las cosas que se venden no sirven para nada? ¿Que todo pasa por el dinero y nada más?
Hágase un viajecito –si aún pertenece a la raza de los que opinan estas cosas– en un vagón de Ferrobaires y encontrará todo lo necesario para que su viaje a Bahía Blanca, o cualquier otra población del sur de la Provincia de Buenos Aires, transcurra en medio de un derroche de confort, diversión, coquetería y satisfacción estomacal.
Antes de seguir adelante con el objeto de esta nota, una pequeña recomendación. A pesar de la enorme atracción que genera viajar en una "clase" que lleva un nombre que –además de simpático– se ajusta a la perfección a su espíritu paseante, haga lo posible por evitar el tener que sacar en clase "Turista". Haga lo posible, le digo, porque es cierto que si se decide a último momento –estando en temporada alta– a sacar a pasear a la familia, a la amante, o simplemente a sus pesadas nalgas, cansadas de soportar pantalones de vestir deshilachados y grises, le responderán en un tono neutro y apagado, en la ventanilla de la exclusiva oficina de Ferrobaires, o en el flamante 0-800 gratuito del que dispone la empresa: "Sólo queda ‘Turista’". Y entonces agárrese: tendrá que discutir –al subir al vagón indicado e intentar posicionarse en su "comodidad"– largo y tendido con quienes ya habrán ocupado previamente sus asientos y afirmarán –poniendo como testigos a todos los santos que pasaron por ese vagón alguna vez– que ese asiento que usted pretende espuriamente ocupar es de ellos, pues ellos lo han comprado con su mismísimo dinero. Además (y éste es el principal punto de la "recomendación"), se enterará –luego de haber hallado finalmente un triple asiento donde ubicarse y habiendo pasado algunas horas endurecido en él– de una característica propia del servicio "Turista" (que usted contrató), no informada ni en ventanilla, ni en el flamante 0-800, ni en el boleto, ni en ningún lugar. ¿A qué característica del servicio me refiero? A que ha contratado un servicio con categoría "Sin sueño", o –lo que es lo mismo– con una agradable amarillenta luminosidad toda la noche, asientos firmes y rectos que evitan cualquier tipo de posicionamiento corporal tendiente al descanso, sin hablar de los clásicos correteos infantilicios por el pasillo del vagón toda la noche y otras comodidades del caso.
En fin, resuelva, o no resuelva nada, que no puedo perder más tiempo de discurso en recomendaciones y tengo que avanzar con el cuerpo principal.
Le decía que aún quedan cosas útiles en este mundo. En el transcurso de aproximadamente dos horas (las dos horas que inician este exclusivo viaje desde Plaza Constitución), un simpático hombre que porta un corte de pelo no tan a la moda del momento, con un flequillo que no llega a cubrirle la frente y unos mechones largos atrás, hasta casi la altura de los omóplatos, le ofrecerá:
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Clásicos abanicos fabricados con madera tallada de la India (la India Oriental, aclaro por las dudas, para que no crea que los abanicos vienen de aquí nomás).
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50 naipes de auténtico cartón acompañados de birome (invento argentino) y anotador en blanco.
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Palabras cruzadas.
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Video game con sesenta y pico de juegos diferentes para todas las edades.
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Dos pares de medias tres cuartos colores a elección.
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Linterna provista de pilas con múltiples funciones lumínicas que no logré comprender, a pesar de la detallada y paciente explicación del vendedor.
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Moderno cepillo de pelo acompañado de simpático e infaltable monedero.
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Auriculares en compañía de la imprescindible agenda.
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Cuatro turrones del mejor maní nacional.
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Y nuevamente linterna que funciona con dos pilas chicas, acerca de la cual no recuerdo si se trataba de la misma que se nos había ofrecido unos minutos antes.
Tardé, lento de reflejos, más o menos unas tres pasadas en darme cuenta de que se trataba del mismo hombre de flequillo y mechones hasta casi los omóplatos el que ofrecía sucesivamente cada una de las mercancías (artista –hay que llamarlo así– exclusivo de Ferrobaires). Pero bien. No fue este hecho de la mismidad del hombre de flequillo y mechones hasta casi los omóplatos, a cada entrada del vendedor al vagón, lo que me impactó más fuertemente. Ni el que no modificara en una sola nota la tonalidad de su discurso (que es como un conjunto de bloques formulaicos propios de la poesía épica oral que expelían los juglares medievales o los aedos antiguos). Tampoco el maravilloso éxito de ventas con el que culminaba cada recorrido por el vagón. No. Lo que me impactaba verdaderamente era que el hombre se presentaba en cada ocasión, aún luego de haber pasado unas siete u ocho veces, y comenzaba su alegre speech (porque hay que reconocer que el vendedor ambulante es un tipo alegre) como si todo el vagón lo recibiera por primera vez. Como si todos los pasajeros ubicados en nuestras "comodidades" no hubiéramos oído ya un par de veces el alegre speech. Y no sólo eso. Me impactaba fuertemente el hecho de que yo mismo –y arriesgo a que no era el único– oía el encadenamiento de fórmulas salidas de su firme voz como si por vez primera estuvieran éstas acudiendo a mis oídos.
Es una sensación rara. No se trataba de que yo creyera estar oyendo realmente por vez primera aquel discurso; pues mi memoria no falla a punto tal de olvidar el contenido de la vida transcurrido unos minutos antes del instante presente. No. Se trataba de que la repetición misma, constante y continua, del discurso conocido permitía tanto al hablante como al oyente actuar como si fuera la primera vez que el acto ocurriera.
Y no me hagan hablar de los movimientos rápidos de la vida moderna, del automatismo, la alienación de los hombres en la ciudad, el capitalismo superconcentrado, Carlos Marx, Walter Benjamin, Carlos Baudelaire, Edgar Allan Poe, Pedro Pou, Armando Bo, Víctor Bo y la "Coca" Sarlo. Que por algo me voy de vacaciones para olvidarme de toda esa gente y de todos sus podridos discursos.
Sólo quería contarles lo divertido y catártico que es escuchar con atención la voz del vendedor ambulante a quien la empresa Ferrobaires permite amablemente subir al tren para ofrecernos su voz y su mercadería. Uno se siente como si un duende proveniente de un bosque de las regiones célticas viniera a levantarlo al atardecer de una breve siesta y le mostrara, cómica y súbitamente, con total claridad y despliegue, sus necesidades más imperiosas en ese momento. Necesidades tales como:
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auto-apantallarse con el aire tibio –cargado de todo tipo de hedores orgánicos e inorgánicos– del coche 401;
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desafiar a la propia mente a la resolución de los más nobles ejercicios léxicos;
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desafiar a su familia, amigos o –¿por qué no?– a sus ocasionales acompañantes a un truco, chichón, tute cabrero o a las más audaces competencias electrónicas;
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proveerse de un repuesto para abrigar los pies –que nunca viene mal un repuesto con lo cambiante que es el clima en la Argentina y con esto del calentamiento global–;
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emprolijarse los cabellos al despertarse despatarrado y con mal aliento en su asiento reclinable –si es que no sucumbió a la tentación de la clase "Turista" (ver más arriba)–;
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tener la posibilidad de colocar su dinero de mano en un pequeño receptáculo;
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alumbrar el camino que lo llevará al pulcro baño al final del vagón, en caso de despertarse durante la larga madrugada con deseos de orinar (por favor, evite tener deseos de defecar durante el viaje...);
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proveerse de un repuesto para su walkman en las vacaciones o reemplazar de inmediato sus auriculares viejos y gastados que pensaba cambiar a la vuelta;
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anotar en una agenda en blanco algún dato importante que algún ocasional viajante le dará acerca de algún destino que usted pretende visitar;
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o simplemente saborear una clásica masa de maní que quizá sea el único alimento que ingiera a lo largo del trayecto, pues con el arreglo de todos los detalles, durante las horas previas a la partida, ¿cómo no se le va a poder olvidar seguramente armarse unos sanguchitos de paleta y fiambrín?
Necesidades, satisfacción de necesidades, decía. Y todo, toda esta satisfacción, cantada y servida por el mismo, aquel mozo de flequillo y mechones hasta casi los omóplatos, quien nos convida, con las caricias de sus fórmulas épicas, a que troquemos nuestro equivalente general –"dinero" que le dicen– por sus útiles mercancías.
Que el fondo, el sostén sólido y carnoso de las mercancías –a pesar de lo que digan o hagan y de lo que usted diga o haga–, seguirá siendo su valor de uso. Que el mercado no perdona a los negociantes que equivocan las necesidades del pueblo.
Martín Yuchak