Estuve en Nueva York entre el 4 y el 16 de julio. El principal motivo del viaje fue acompañar a mi hermana, quien fue invitada por el Consulado Argentino a exponer las fotos de su libro Surtido, 368 imágenes del alma argentina en la fiesta de celebración del Día de la Independencia argentina. Viajamos ella, mi sobrina de diez meses y yo. Ellas volvieron el 12; yo me quedé en la ciudad tres días más.
6 de julio
Empieza a llover y a los pocos minutos diluvia en New York. Quiero entrar a un café, escribir esto, leer un poco, pero hay tantas opciones (de precios desconocidos) que termino empapada en Starbucks (Columbus Av. y 67th. St) a casi siete cuadras del punto de origen.
Esta ciudad es tan impresionante que pienso qué haría con cada uno de mis amigos: con qué amigas perderíamos horas mirando ropa (chicas, estamos de sale pero igual somos pobres), con quiénes iría a escuchar lecturas de poesía, o conciertos (siempre gratuitos) en el Central Park, quién querría que me acompañe a los museos, o cuál sería el compañero más divertido de supermercado.
Entro empapada a Starbucks y el choque con el aire acondicionado es grave. Me muero de frío. Me quiero ir (me quiero quedar y dejar de tener frío) pero afuera diluvia.
Miro el salón: todas las mesas ocupadas. Mucha gente (más de la mitad) trabaja con sus computadoras portátiles, algunos leen, otros miran por la ventana. Todas las mujeres están divinas, como si en NYC no hubiera llovido para ellas.
Soy la única que mojada y friolenta mira a su alrededor buscando una mirada amistosa.
Pregunto a los chicos que atienden si en los alrededores no hay una cafetería similar donde pueda sentarme, tomar un café, escribir y leer un poco. Hay una igual a tres cuadras, pero recomiendan esperar antes que caminar bajo la lluvia. Yo no estoy muy convencida pero espero.
Decido pedir un café y cuando veo que una pareja libera una mesa les hago señas para que me la guarden. Cuando, aliviada, voy a pagar, un hombre me palmea la espalda para decirme que está esperando una mesa hace más tiempo que yo. It´s ok.
Me dan el café y veo al hombre que me habló, junto a un amigo, invitando a una oriental espectacular a sentarse con ellos. Se llama Cindy.
Cuando me convenzo de que lo mío es la derrota y pienso que quizá lo mejor es volver a casa (si queda en la 70th St. y Columbus Av. a sólo tres cuadras de aquí), percibo que otro hombre, solo con su computadora en la mesa, me mira. Se parece a Al Pacino. Lo juro. Al Pacino intelectual o diseñador y hace unos quince años.
Lentes de marco negro, remera también negra y jean. Miro hacia la ventana y pienso “May I share the table?”. Vi otra chica que lo hizo y me pregunto si es una práctica habitual. Pero ¿si dice que no?
May I share the table?
Yes, of course.
Entonces me siento, él corre su computadora y yo voy a sacar el cuaderno para ponerme a escribir justo cuando la mesa de al lado se desocupa y yo no tengo más que moverme para ocuparla.
Me acomodo y se me vuelca un poco de café.
Lo mío es la derrota:
una mujer mayor me pregunta si puede compartir la mesa.
8 de julio
Después de muchas horas de montar la exposición junto a mi hermana, llegó el día de la fiesta del Día de la Independencia (argentina) en el consulado. Se invitó a mucha gente, pero no se espera que venga demasiada porque llueve (¡hace tres días que llueve!). Dan empanadas y vino. Toca una banda de tango, mi hermana expone imágenes de su libro Surtido, regalamos golosinas y el Empire State se iluminará, desde hoy y hasta el domingo, con los colores de nuestra bandera.
Este nacionalismo argentino
en Nueva York
me provoca algo de incomodidad
que no puedo explicar.
Llegamos dos horas antes del evento para preparar todo. Yo enseguida me pongo a ordenar los libros en la mesa de venta (sí, soy la vendedora). Un poco antes de la hora de comienzo, ya hay gente dando vueltas por los salones del consulado, una casa bastante antigua ubicada en 57th St. entre 5th Av. y 6th Av.
Son las siete de la tarde y, contra todos los pronósticos, comienza a llegar mucha gente. Luego de algunos minutos el salón está lleno. Después de una hora sólo dejan entrar a más personas si hay otras que salen. Todos se abalanzan ante el vino y las empanadas, y sacan de a manojos de diez Sugus de los canastos que tengo en la mesa de venta. Hay latinoamericanos en general. Hacen preguntas y contesto con sonrisa Mac Donalds. Me aburro. Me canso. Me quiero ir. Extraño.
Hay un montón de gente pero ningún amigo,
ningún amor,
ningunos ojos que estén atentos a lo que me pasa.
Mi sobrina de diez meses, inteligente, se duerme para meterse en su mundo. La gente pregunta por mi hermana pero no la veo, no sé dónde está. Una mujer se acerca a saludarme. Es una prima de mi padre que él no conoce, historias de guerra, familias diseminadas por el mundo. La mujer me entrega una bolsa con cartas en idisch que mi abuela le escribió a la hermana (la madre de la mujer, la tía de mi papá) a partir del año ´50. Entre ellas había un profundo afecto pero insalvables distancias políticas: mientras mi abuela fundaba colonias comunistas en Entre Ríos, su hermana adhería al sionismo que luego establecería el Estado de Israel.
En el medio de la gente que me pregunta por los libros, la bolsa de cartas con letras que no entiendo es un hilo hacia el pasado que no sé cómo manejar.
La mujer se aleja y me saca fotos. No una, ni dos. Me saca muchas fotos y no entiendo por qué.
Después me entero: soy muy parecida a su hija.
“Te vi y lo supe. Vos sos mi familia”.
12 de julio
A las dos de la tarde me despido de mi hermana y mi sobrina. Me quedo sola en New York. Camino dos cuadras con la valija hasta la parada de colectivo que me lleva al hostel. No tengo razón pero estoy nerviosa. Llego después de cuarenta y cinco minutos. Mientras hago el check in se me rompe la malla del reloj, se cae y deja de funcionar. Me quedo sin reloj. Puedo subir a la habitación. Me toca cama de arriba. Guardo cosas en el locker y como no tengo otro candado, uso el de la valija y después compro otro. Antes de salir de la habitación cierro el locker. Un segundo después de cerrarlo busco las llaves del candado en la riñonera pero no están. Las dejé adentro. Hay que romper el candado.
Soy una idiota.
Después de solucionar el tema del candado me voy en subte a la Biblioteca. En el Bryant Park (el parque que está atrás), a las seis y media, hay una lectura de poetas. Me bajo unas cuadras antes y camino. Son las cinco de la tarde y todavía no comí nada. Me compro un falafel en la calle y me siento en los jardines de la Biblioteca, un lugar muy tranquilo en 5th Av. y 42nd St., en medio de un montón de rascacielos que fragmentan la luz del sol.
Entro a la Biblioteca para ir al baño. El edificio viejo y cuidado, tiene frescos de quién sabe qué pintor del siglo XIX en los techos. Salgo y voy a recorrer el Bryant Park, un parque que ocupa casi una manzana, con un espacio verde en el centro, como un campo de recitales, y alrededor distintos cafés donde la gente lee y toma sol. Llego al Reading Room, media hora antes de que comience la lectura. De a poco llega la gente.
De los tres poetas, Elaine Sexton, Rigoberto González y David Daniel, la que más me gusta es Sexton, con una poesía urbana, que habla de Manhattan y la angustia de la gran ciudad. Un poema de ella:
Public Transportation
She is perfectly ordinary, a cashmere scarf
snugly wrapped around her neck. She is
a middle age that is crisp, appealing in New York.
She is a brain surgeon or a designer of blowdryers.
I know this because I am in her skin this morning
riding the bus, happy to be not young, happy to be
thrilled that it is cold and I have a warm hat on.
Everyone is someone other than you think
under her skin. The driver does not have
a peanut butter and jelly sandwich in his metal
lunchbox. He has caviar left over from New Year's
and a love note from his mistress, whom he just left
on the corner of Sixth Avenue and 14th Street.
When she steps off his bus to take over the wheel
of the crosstown No. 8,
She climbs under the safety bar
and straps the belt on over her seat. She lets
the old lady who is rich but looks poor take her time
getting on. She lets the mugger who looks like
a parish priest help her. She waits as we sit, quiet
in our private, gorgeous lives.
***
(Transporte Público
Ella es perfectamente corriente, bufanda de cachemir
cómoda alrededor de su cuello. Tiene una edad
fresca, tentadora en Nueva York
Cirujana de cerebros o diseñadora de secadores de pelo.
Lo sé porque estoy en su piel esta mañana
en el colectivo, feliz de ser no tan joven, feliz
por la emoción de que hace frío y tengo un sombrero abrigado.
Todos somos otro que el que creías
bajo su piel. El conductor no tiene ni
manteca de maní ni un sandwich gelatinoso en su metálica
caja de almuerzo. Tiene, sí, caviar que sobró de Año Nuevo
y una nota de amor de su amante, a quien acaba de dejar
en la esquina de Sexta Avenida y Calle 14.
Cuando ella baja de su colectivo para combinar con otro
en el cruce Nº 8,
Esquiva la barra de seguridad
y sujeta el cinturón en su asiento. Deja
a la anciana que es rica pero luce pobre tomarse su tiempo
en subir. Deja al ladrón que parece
párroco ayudarla. Espera a que nos sentemos, tranquilos
en nuestras privadas, grandiosas vidas.)
traducción mía.
***
Son casi las ocho y ya no sé que más hacer. Estoy cansada pero si vuelvo al hostel ¿qué hago después? Igual vuelvo. Me tomo el subte y hago una parada en Barnes & Noble para mirar libros y comprar algunos regalos.
Llego al hostel. Estoy angustiada. No tengo hambre pero voy a comer. Me aburro. No veo a nadie interesante, no tengo muchas ganas de hablar, todos son yanquis de diecisiete años, o familias rubias y gordas, o viejas que andan con andador (en el hostel!!).
Llamo a familia y novio y me emociono ante las voces de afecto. Me siento mal. Subo a la habitación pero antes paso por la terraza. Me asomo y unos chicos que hablan en inglés y portugués me dicen que me acerque. Son tres brasileros y un chileno.
Ya no me parece todo tan terrible.
13 de julio
El Metropolitan
Hoy es un día esperado, lleno de actividades que me tranquilizan (estar sola y sin rumbo me pone ansiosa, me angustia; estar sola y con rumbo puede, por momentos, ser interesante). A la mañana, el Metropolitan. No soy devota de los museos, suelo pasar rápido y sólo detenerme en las pinturas que me interesan. La misma ansiedad que me genera estar sin planes me obliga a romper con los planes que ya tengo para entonces quedarme sin nada y volver a angustiarme.
Llego temprano porque al mediodía debo irme. Siete dólares para estudiantes, más barato que el MOMA. El edificio es impresionante. No sé de arquitectura así que no puedo detallar demasiado más allá de los techos altos, los arcos, el edificio antiguo que ahora está en remodelación. Voy al segundo piso (un guardia en el MOMA me explicó que lo mejor es empezar desde arriba) y empiezo por el arte egipcio, con poca expectativa. Me sorprendo. Es increíble ver las obras incrustadas en la pared.
Pienso está buenísimo.
Pienso se robaron todo.
El lugar es tan enorme que me apuro por si no llego a ver lo que más me interesa. Comprendí el aura en la obra de arte. Puro Benjamin, ok, pero es cierto. Te parás frente a un Van Gogh y no lo podés creer. Te cambia el ritmo de la respiración, la textura de la piel. El estado de emoción con el que se recorre el museo reconfigura toda la visita. De Van Gogh a Picasso, a Miró, a Chagall, a Dalí, hasta las bailarinas de Degas. Adoro las bailarinas de Degas.
Todo un poco rápido, porque siento que el tiempo no alcanza. Miro las pinturas y me da ganas de estudiar, saber más, entender de otra forma un montón de cosas que leí en los últimos años.
De ahí al shop. Esta ciudad es así. Todo lo que ves, te guste o no, tiene un shop. Y si te gusta no hay forma de guardar algo de los dólares justos con los que saliste ese día.
Columbia University
A las 12.30 paso a buscar a Idra, una poeta casada con un chileno amigo de mi hermana, y de ahí el contacto. Idra da clases en la Universidad de Columbia, y me invitó a sus clases de la tarde. La primera es de traducción, la segunda de escritura. Me imagino gente interesante de todas partes del mundo. No había entendido que se trataba de un “Summer Camp”, es decir, pequeños de diecisiete años que durante el verano “prueban” si la Universidad y la carrera elegida les gusta, o si vuelven a sus respectivos estados. De más está pensar las diferencias entre el Summer Camp y nuestro CBC.
En la clase de traducción la mitad de los alumnos enciende sus computadoras para trabajar conectados a los diccionarios online. No son más de quince chicos. Ayudo a los que trabajan con Pablo Neruda y Gabriela Mistral (se nota que Idra se casó con un chileno). Se lee un artículo casi banal sobre la traducción en Estados Unidos y la política editorial sobre ficción y poesía extranjeras.
Paul Auster
Termina la clase y no tengo muchas ganas de quedarme a la segunda. Me voy a pasear. Camino desde la universidad (Broadway y 116th St.), hago una parada en el hostel (en la 103rd St.) y después sigo caminando hasta que a la altura de la 70th St. me tomo el subte hacia bastante más al sur, el Soho, cerca de donde, en un par de horas, escucharé a Paul Auster leer poemas de Mallarmé.
Decidí no quedarme en la clase y me aburro en las horas que debo esperar.
Me aburro en Nueva York
y me siento una idiota.
Me bajo en la 6th Av. y la 23th St., entro a algunos negocios (cada vez que veo un Gap entro, por si algún vestido, pollera o remera que no estaba en alguno que ya vi está en el próximo y compro), camino un poco más, son las cinco de la tarde, a las siete empieza lo de Paul Auster, quiero tomar algo, entro a un bar.
Me gustaría pedirme unas papas fritas con cerveza, pero continúo con mi política de adelgazamiento (camino camino camino, como ensaladita, camino camino, tomo algo, camino camino, ceno algo liviano) y pido solo un Iced Capucchino. Lo probé hace unos días y me encantó. Deberían hacerlo en las cafeterías de Buenos Aires.
Leo, escribo un poco y a las seis y cuarto pido la cuenta. Pago y vuelvo a caminar. Me alejo para bajar unas cuadras y emprendo la vuelta hacia la calle de la librería por la 8th Av. Tomo la 10th Av y ya desde la cuadra anterior veo bastante gente en la puerta. Debe ser ahí. Es ahí. Faltan veinte minutos, pero era con reserva y están todos los lugares ocupados. No puedo creer que no voy a entrar.
Hacen una lista de espera. Me anoto. Soy algo así como la número veinte. Una chica me mira. Tiene cara de argentina, pero qué sé yo, cómo es la cara de argentina. Me mira como si pudiéramos ser amigas, como si yo tuviera cara de ser de su país. Cruzamos unas palabras en inglés. Qué lástima, no vamos a entrar. Con las ganas que tenía... Sí, yo también. ¿De dónde sos? De Argentina, ¿vos? De Colombia. Empezamos a hablar en español.
Llega el momento de la gente de la lista cuando la librería está casi llena. Nombran primero a Cristina (la colombiana) y ella dice somos dos. Entro. Hay sillas. Saco fotos. Qué guapo es Auster. Hay mucha gente. Pasan los minutos y se presenta. Va a leer los poemas que escribió Mallarmé para su hijo muerto, Anatole. No entiendo mucho. No sé en qué pienso.
Esperé estar acá.
Y ahora
¿dónde quiero estar?
Los brasileros
Poco después de una hora, la lectura termina y vuelvo al hostel. Para mi salida nocturna más osada de estos diez días me esperan los tres brasileros y el chileno. Son los únicos latinoamericanos que vi en el hostel, en esta época del año en la que todos (en la Universidad y acá mismo) parecen ser chicos y chicas norteamericanos de diecisiete años.
Vamos a Time Square a tomar cerveza. No nos gusta ningún lugar. Volvemos a tomar un subte que nos lleva hasta el Soho. Es muy divertido. Vamos guiados por una mulher y encima aryentina!!!, dicen. Parece un servicio express para subir la autoestima. Qué bien me viene. Ninguno parece valer la pena, pero hay uno que es mejor que los demás.
Entramos a un bar y primera ronda de cerveza. Es miércoles, no hay tanta gente. Las mujeres son obesas rubias platinadas. La de la mesa de al lado nos habla (les habla) y se ríe. No la miran con buena cara. Sacamos fotos. Hablamos de muchas cosas.
Parecemos amigos.
Después de un par de horas queremos continuar la noche pero ya no sirven cerveza y el bar está por cerrar. Caminamos y está todo cerrado. Hasta que vemos un pub. Estamos en East Village y el lugar parece muy bonito. Hay poquísima gente, el DJ es alucinante. Los brasileros piden más cerveza, yo me pongo a bailar.
Sola.
Pronto, el más lindo de ellos se acerca a mí con una cerveza y dice que quiere darme un beso.
Marina Kogan