Tres deseos

 

Marina Kogan

 

 

 

 


Nos recibió una mujer de unos cincuenta años, el pelo rojo, delineador azul, nariz respingada y enorme boca roja que se abrió al saludarnos y mostrar una sonrisa amarilla, de seguro por tanto fumar. Batón de escote profundo, caderas anchas, tobillos enormes en medias de red y unos tacos varios centímetros más altos de lo que usaban nuestras madres.

Nos asustamos. Ninguno había pensado que Martha podía ser así. Pero allí, frente a nosotros… Qué estúpidos, ¿por qué a nadie se le había ocurrido que la mujer podía ser horrible? Los tres mudos. Yo pensaba en cómo evitar pasar primero porque intuía que me mandarían a mí: siempre me mandaban a probar y ver cómo era todo, y no había razón para que esa vez fuera distinto. En eso pensaba cuando de pronto otra mujer corrió una tela, rubia platinada, Martha, menos mal, esbelta, en minifalda, exhuberante, hola chicos, un beso a cada uno, en mi mejilla, perfume y dejá, Zulma, dejá que yo me encargo.

Zulma, otra vez sonrisa amarilla y voz gruesa, quizá sensual, misteriosa, humo en su voz, dijo que iba a quedarse con los que esperaran mientras alguno estuviera adentro. Vos andá, yo mientras les converso, le dijo a Martha y ocupó un sillón de gamuza roja sin ofrecer las sillas para los que debíamos esperar en el hall. El hall y la habitación eran, en verdad, un mismo ambiente, separado apenas por la tela que colgaba de un riel en el techo y caía hasta el piso, una tela rosada, quizá una sábana gruesa, pero no, era más gruesa que una sábana y más áspera. Nunca volví a ver una tela así, tampoco volví a ver a una mujer como Martha correr y descorrer la cortina para llamar a cada uno de nosotros, Marcos, Luciano y yo paralizados ante la belleza de aquella mujer que ahora corría la cortina para volver a esconderse detrás.

Zulma, manos arrugadas, uñas larguísimas en esmalte plateado, señaló una cajita que estaba sobre la mesa ratona y dijo que debíamos dejar ahí lo que habíamos arreglado. Marcos y Luciano me habían dado lo suyo para que yo pagara todo junto, no íbamos a contar billetes y monedas delante de ellas: los asuntos de dinero mejor resolverlos rápido. Saqué de mi bolsillo lo que correspondía y lo puse en la caja

Sólo entonces Zulma dijo que podíamos sentarnos, los tres nos miramos y me pareció que volvíamos a tener seis años y jugábamos al juego de la silla: el que no lograra sentarse tenía una prenda y esta vez -ya no teníamos seis años- debíamos cumplirla. Me senté primero. Después me arrepentí, tomé aire y me incorporé. Voy yo, dije.

No sé si Martha trataba así a todos los clientes o sólo a nosotros, quizá sólo a mí. Me besaba con ternura, acariciaba mi espalda, el cuello. Me desvistió con calma, yo la dejaba hacer. Deseaba tocarla, acariciarla también, pero no podía. Había imaginado ese momento hasta el mínimo detalle pero ahí, con ella, no pude hacer nada. Cuando pude animarme, cuando por fin le acaricié el pelo, la espalda, el cuello, detrás de la oreja, cuando pensé que podría hacerlo bien y creí que podía controlarme, Martha me saludó y dijo que pasara el siguiente.

Del otro lado de la tela Zulma hacía reir a Luciano y a Marcos. Al verme, ella puso cara de madre que espera a su hijo a la salida de un examen y el gesto de mis amigos preguntaba cómo me había ido. Sonreí y Zulma palmeó la espalda de Luciano que, como habían acordado, sería el segundo. Me senté y pedí en silencio que la mujer no me preguntara nada. Martha se asomó por detrás de la tela para llamar al siguiente: Luciano nos miró y sonrió con un gesto de triunfo. Ya voy, dijo, y entonces supe que a él sí le iría bien.

Zulma me miraba con orgullo y Marcos me miraba asustado. Todo bien, dije ¿de qué hablaban? Zulma, ahora seria, rouge corrido y desprolijo, dijo que no era nada importante, que sólo les contaba a Marcos y a Luciano sus problemas con unas amigas. La escuché sin prestar atención no porque no me interesara sino porque lo que quería en verdad era ir al baño, pero preguntar dónde estaba me daba vergüenza. Encima Marcos miraba a Zulma como embobado, lo único que faltaba era que prefiriera estar con ella a estar con Martha. Pero Marcos era así, de él podía esperarse cualquier cosa, siempre le gustaba lo que nadie quería, no sólo por las mujeres, con los juguetes era lo mismo: el autito que a nadie le gustaba o el juego que a todos aburría.

Escuchamos un ruido seco, preciso, que bien podría haber sido de dolor, y Marcos y yo nos reímos, aunque pronto comprendí que no era para reírse: a Luciano, en efecto, le estaba yendo bien. ¿Dónde queda el baño?, le pregunté a Zulma para cambiar de tema y porque ya no aguantaba más.

Una alfombra gastada, la cortina transparente con círculos fucsias, en la bañera dos, tres, cuatro frascos de shampoo, dos cremas de enguaje, tres maquinitas de afeitar y dos cremas humectantes, una para el rostro, otra para el cuerpo. En el piso de la bañadera, cabellos rojos, negros y restos de espuma. Cerré la cortina, ¿para qué miraba eso? El inodoro estaba limpio. Levanté la tapa. Desde ahí podía verme en el espejo ¿Qué sentía? Nada nuevo. Envidia por Luciano, como de costumbre, porque además lo mío había sido un desastre. En el botiquín, decenas de estuches con maquillajes y más maquillajes sueltos, casi todos gastados como los que mi mamá tiraba o le daba a mi hermana para que jugase. Cerré el botiquín y tiré la cadena. Olor a toallas mojadas.

Cuando regresé, en el sillón que antes había ocupado Zulma, estaba Luciano, piernas estiradas, brazos sueltos y la cabeza apoyada en el respaldo. La boca un poco abierta y los ojos cerrados. Le pateé una pierna ¿Dónde están todos? ¿dónde está Marcos? Me miró molesto, como si le hubiera interrumpido la siesta, y señaló hacia la cortina. Risas de Zulma, ruido de pasos y de sábanas. Luciano se incorporó y me preguntó cómo estaba el baño. No le respondí y antes de ir al baño dijo que como Marcos no quería entrar Zulma se ofreció a acompañarlo, que de todos modos él no quería pero ella insistió. Me tiré en el sillón, las risas dejaron de escucharse, y mientras esperaba que comenzaran los jadeos, empecé a estar aburrido. Hacía demasiado tiempo que estábamos allí.

Antes de que Luciano volviese, Zulma corrió la tela, sonrisa una vez más amarilla, cabello despeinado, y salió de la habitación. Me tocó el hombro para que le dejara su lugar y cuando me levantaba sonrió y me besó en la frente. Me dio asco: el rouge de sus labios debía haber manchado mi piel. Quería ir a lavarme pero me senté junto a ella sin mirarla, y pronto Luciano salió del baño. Ninguno se animaba a preguntar, pero seguro Luciano también quería saber qué había pasado con Marcos. Zulma tomó un cuaderno de la mesita ratona y empezó a hacer unas cuentas. Decía que varias boletas estaban por vencer, que alguna ya estaba vencida y que no podían permitir que les cortaran el teléfono que era su fuente de trabajo.

La sonrisa de Marcos corrió la tela. Con el pantalón desabrochado y la remera triunfal puesta al revés nos saludó al pasar junto a nosotros camino al baño. Ya estábamos todos, al fin volveríamos cada uno a su casa. Detrás de Marcos vimos a Martha, hermoso cabello, más hermosas las piernas, hola chicos, ¿todo bien?, Luciano y yo, embobados, dijimos bien casi al mismo tiempo. Marcos salió del baño poco después, despeinado, con una sonrisa petrificada. Me pareció un tarado, pero al menos él estaba contento. ¿Vamos?, dije.

Martha nos saludó a cada uno con un beso en la mejilla y a Zulma la saludamos desde la puerta para no interrumpirla. Abajo está abierto, dijo Martha. Bajamos las escaleras en silencio y en la puerta ni siquiera respondimos el saludo del portero. Recién en la esquina Luciano propuso ir a comer algo. Yo quería irme a casa pero acepté. Camino al local de hamburguesas comentamos el partido que la selección había perdido el día anterior.

 

©Marina Kogan

 
el interpretador acerca del autor
 
         

Marina Kogan

Nació en Buenos Aires, en 1982. Es estudiante de Letras y vaga por los senderos del Teatro. Ha publicado relatos en Más y mejores cuentos y en Nuevas narrativas, antologías de autores jóvenes compiladas por Diego Paszkowski. Ha escrito una obra de teatro, "Desde hoy has elegido llamarte Lola", que será llevada a escena en la Ciudad de Neuquén y que también ha sido adaptada para cine por Daniel Guariglia.

Publicaciones en el interpretador:

Número 1: abril 2004 - Desde hoy has elegido llamarte Lola (narrativa)

Número 3: mayo 2004 - El pasamontañas (narrativa)

Número 4: julio 2004 - Dos poemas (poesía)

           
 
 
 
 
     
   
 
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