Se dice que cuando están por morir, algunos hombres pueden ver toda su vida como en una película. Se dice, también, que otros se atreven a soñar un último sueño sobre su vida futura. Karol, en el tránsito justo entre la vida que todos conocemos como vida y aquello que los vivos consideramos es la muerte, se atrevió a un sueño.
Hombres con sotana la rodeaban en un patio medieval iluminado por luz de luna. Ella, larga cabellera rubia y vestido largo, se movía tímida al ritmo de una música quizá árabe, quizá latina, y al ritmo de esa música que aumentaba en volumen, su vestido caía y la piel descubierta dejaba de ser blanca, la oscuridad la completaba de a poco y al final su cabello dejaba de ser lacio. Negra y ondulada, ahora bailaba sensual, movía sus caderas, sus tetas retumbaban. Carnaval en Río, ella en tanga en medio de los hombres que con sus cuerpos formaban la carroza en la que Karol brillaba. Desde la estructura ellos extendían sus lenguas y ella transcurría entre manos, líquidos y bocas que la adoraban. Terminaba de desnudarse para que ellos devoraran su vestimenta y luego saborearan su cuerpo. Carnaval en Río, el sueño de Karol se vio por TV.
Minutos después, cuando el mundo entero lloraba la pérdida del gran hombre, él se levantaba, por fin, como un niño expectante, dispuesto a entregarse a la verdad del sueño. Sin embargo, Karol, en lugar de verse rodeada de hombres hambrientos, negra, ondulada y con unas tetas enormes, se encontró solo, en el paraíso, frente a una comitiva de ángeles que le harían el anuncio:
—Dios quiere verlo. La reunión es urgente, quiere entregarle el mundo. Está muy cansado y ud. lo merece. No hay otro lugar para un gran hombre, lo estábamos esperando.
Karol no entendía. Bajo su incertidumbre, la gente colapsaba la plaza para admirar su cuerpo, y él, que había esperado con ansiedad el momento de ser amada por aquellos hombres, no sabía como rechazar la convocatoria, el honor, la obligación, de ocupar el Gran Cargo. Él, único hombre que quedaría eximido de la reencarnación y de nuevos sufrimientos terrenales, no quería, no podía, por favor, Dios, no, y se sentía pequeño, débil, pecador, pecador y malvado, por favor no.
Empujó para abrirse paso entre la comitiva de ángeles y corrió entre la naturaleza del paraíso sin poder huir, el paraíso era infinito, y Karol sabía que no podía aceptar la propuesta pero tampoco sabía cómo evitarlo. Corría como había corrido por los pasillos del convento cuando el sacerdote lo sorprendió tocándose en la habitación justo cuando su mano se empapaba y él respiraba exhausto. Ahora, respiración entrecortada, corría y veía en una gran pantalla desplegada a sus costados y frente a él y detrás de él, cómo la gente lloraba y pedía por su espíritu.
Y fue entonces, entre la velocidad y el cansancio, que Karol percibió en su pecho desnudo algo distinto, un peso que nunca había sentido. Sus tetas retumbaban, y al mirarlas vio que su piel era oscura. Sin dejar de correr, Karol tocó su cabellera y sintió sus rulos crispados, se arrancó un cabello y respiró satisfecha: era morocha. Miró su entrepierna y esos pelos, negros y abundantes, cubrían el sexo que se animaba a tocar por primera vez. La gente, en la pantalla, lloraba, rezaba y sacaba fotos digitales a un virtual cuerpo muerto.
De pronto, la pantalla se desvaneció y Karol dejó de correr. No podía seguir. Frente a ella, alguien de espaldas en un sillón de tréboles. El sillón giró. Desnuda, negra, curva, exhuberante. Hombres desnudos y hermosos surgieron de entre los árboles. La tocaban y la chupaban mientras la Gran Mujer miraba a Karol con una sonrisa apaciguadora. Unos segundos y después sólo un gesto de ella bastó para detenerlos. Siempre sonrisa, tranquila, la Gran Mujer le dijo a Karol, su semejante,
—Bienvenida. El puesto es tuyo.