el interpretador narrativa

Proyecto Para�so

Jorge Omar Viera

La sombra del helic�ptero atraviesa la franja de tierra amarilla que se extiende entre el oc�ano y una cadena de monta�as bajas. El ruido de metralleta de los rotores gemelos aturde por igual a tripulantes e involuntarios pasajeros mientras la succi�n de las h�lices levanta torbellinos de arena en el paisaje inm�vil. No se divisa otra cosa que dunas y mesetas inh�spitas, riscos y playas desoladas. Atr�s ha quedado, espejeando, la promesa refulgente del mar. El helic�ptero hace un viraje rotundo y enfila tierra adentro, dejando atr�s la cadena monta�osa para internarse en el desierto. La tierra se vuelve del color de una yema frit�ndose al sol.

?�Ya estamos cerca del Para�so! ?le grita el piloto al Observador, y lanza una carcajada. A su lado el Observador, un hombre enjuto y calvo vestido con el albornoz negro reglamentario y con las manos aferradas a un baqueteado malet�n de cuero oscuro, parece una cucaracha abrazada a su huevo. No hace un gesto, pero mira al piloto de reojo y hace que s� con el ment�n.

La m�quina se inclina para iniciar el descenso. Ahora planea sobre una quebrada m�s all� de la cual se abre el per�metro vallado de Proyecto Para�so: una cinta de tierra de cientos de kil�metros de extensi�n en la que se distinguen un helipuerto, barracas militares, el foso de La Cantera ?donde hormiguean unas figuras humanas abocadas a trabajos indescriptibles? y un laberinto de valles y mesetas que se pierden en la distancia. En seguida aparece la pista, un redondel de concreto orlado de reflectores azules tan potentes que brillan incluso a la luz de mediod�a. El helic�ptero se posa con la delicadeza de una langosta b�blica, y el Observador sale de la m�quina encorvado, a fin de resguardarse de la ventolera de las h�lices y siempre abrazado a su malet�n. Un grupo de soldados mucho m�s apto que el Observador para caminar bajo las h�lices ya ha abierto la rampa trasera y hace descender el cargamento: un grupo de hombres j�venes descienden por la rampa con las cabezas gachas. Van desnudos, como es norma y encadenados por las mu�ecas y los tobillos, y atados entre s� por cadenas sujetas con grillos a la cintura. Avanzan con torpeza, zarande�ndose uno al otro como una manada de elefantitos tomados de la cola. En sus tobillos resalta el color anaranjado de una cinta de baquelita con un chip brillante como una piedra de �nix ?su DNI ADN? y grabada sobre la cinta va la palabra TRANSGRESOR, y un n�mero de barras que completa su aspecto de animales a la venta por kilo vivo.

El Observador pasa el malet�n a la mano izquierda, para estrechar con la derecha la mano del Comandante que ha venido a recibirlo en el l�mite de la pista.

?Todo un honor. Lo esper�bamos. Sea Ud. Bienvenido.

No es su primera visita a Proyecto Para�so. Le toca dar una presentaci�n cada seis meses, para las tropas que rotan entre distintas bases del Proyecto en distintas partes del Globo. El Comandante lo escolta a la sala de conferencias, donde lo espera una audiencia compuesta por el mismo Comandante, la jefatura, los administrativos, el personal de servicio y finalmente la legi�n de soldados que integran la armoniosa comunidad de Proyecto Para�so.

�El Observador abre su malet�n y saca su peque�o ordenador port�til, un cuaderno de notas que lo acompa�a siempre como un amuleto, y la c�lula de memoria que enchufa al ordenador central. Las primeras im�genes de chabolas, pueblitos arrasados por terremotos e inundaciones, criaturas con los vientres inflados por las hambrunas subsaharianas y otros primores visuales maravillosamente compaginados por el equipo de marketing de la agencia gubernamental para la que trabaja, se despliegan con calculado impacto sobre los rostros azulados de una audiencia hechizada o catat�nica (nunca ha conseguido decidirlo).

La presentaci�n transcurre sin problemas y el Observador escucha su propia voz hilvanando las palabras, cuidadosamente selectas, con la facilidad y la elegancia que da el oficio de a�os. Los que llegan aqu� lo han dejado todo atr�s, menos sus esperanzas, se escucha decir. Bebe un sorbo de agua mineral y prosigue: Durante demasiado tiempo nuestra pol�tica se ajust� a una jurisprudencia hip�crita; a saber, la presunci�n de que existen los Derechos Humanos Universales. Desde la declaraci�n de la Enmienda es posible seguir una pol�tica coherente. Pues bien, nos dijimos, si los derechos humanos han de ser universales, lo que nos hace falta es ponerle l�mites al universo. As� naci� el Proyecto Para�so?

Al final de la presentaci�n le descerrajan los aplausos de rigor y las preguntas de cortes�a, preparadas y filtradas de antemano por los secretarios de la Central, a fin de ahorrarle al Observador sorpresas y aprietos de �ltima hora. A todas el Observador contesta en forma sucinta y contundente, incluso a aquellas preguntas que para apaciguar la ansiedad de los soldados de raso, quienes d�a a d�a enfrentan situaciones dif�ciles por no decir desesperadas en La Cantera y en los desembarcos y durante otras operaciones vitales para Proyecto Para�so, han sido dise�adas con un tono provocativo, casi insolente, cual puros fuegos verbales de artificio: �Por qu� inyectar a los transgresores en cuanto llegan? �Por qu� la necesidad de infligir ese dolor adicional a su ordal�a? �Es necesario? Todos llegan aterrorizados, porque todos han o�do hablar de la Inyecci�n, el puntazo, la llaman. Es el folklore de los capturados. Su leyenda urbana, contada y regurgitada y repetida y rumiada infinidad de veces durante el tiempo yermo que malgastan en su delito capital: la transgresi�n de fronteras.

La frontera se siente en la lengua antes que en cualquier otra parte del cuerpo, se escucha explicar el Observador al guapo joven magreb� de ojos gatunos que ha hecho la pregunta-anzuelo. Por eso lo primero que hacemos con los extranjeros que llegan aqu� es quitarles la lengua, por as� decir. Les aplicamos una inyecci�n en el paladar que les inhibe la capacidad de articular frases (solamente pueden emitir sonidos o gritos) y la funci�n del gusto. El procedimiento, tambi�n llamado AFASIA 4, es algo doloroso, pero tan r�pido como as�ptico. �De qu� les servir�a hablar si no hay nada m�s que decir? �De qu� les servir�a gustar si la comida que les servimos no tiene sabor? La pasta gelatinosa que aparece puntualmente en los comederos es tan inodora e incolora e ins�pida como su diaria raci�n de agua. La m�nima sustancia nutricia, la m�nima reposici�n de l�quidos. La visi�n de la Uni�n Paneuropea, un esfuerzo de convivencia que abarca estados miembros desde el Atl�ntico hasta el Mar del Jap�n, es ?sanidad con austeridad? y ?humanidad con l�mites?. El problema de la migraci�n, el problema de los transgresores que intentan cruzar hacia la Uni�n desde estados no miembros, o desde antiguas naciones en estado de disoluci�n social, se origina en apetencias que no pueden ser satisfechas. No estamos en guerra contra nuestros pr�jimos menos afortunados, de ninguna manera, pero estamos en guerra contra su deseo?

Otro recluta se pone de pie. Un berebere fornido, de piel aceitunada y ojos dorados. �Por qu� van desnudos? Quiere saber. La desnudez es una humillaci�n innecesaria, adem�s de una presencia ofensiva para el personal que trabaja en la base (sin duda es �l mismo quien se siente ofendido). Los griegos del per�odo �tico se ejercitaban desnudos, repone sin vacilar el Observador. Les devolvemos la desnudez como una manera de devolverles su animalidad, que acaso resta�e su calidad de criaturas inocentes del Se�or. Recu�rdese que criatura proviene del lat�n creat?ra, de creat?o-creati?nis, la obra de Dios? (esta cita, por �rida que parezca, cae muy bien entre los soldados musulmanes de la tropa que de inmediato identifican a Dios con Al� y se sienten avalados en su condici�n de brazos de la� Voluntad Divina). Tras la ronda de preguntas vienen los saludos, las felicitaciones, las componendas para reuniones posteriores con el personal jer�rquico. La sala de conferencias se desaloja poco a poco en medio de un clima afable y ordenado, y la tropa se retira contenta hasta la hora de congregarse en el Refectorio. Luego viene la visita a las instalaciones: la Sala de Acogida, donde al grupo de transgresores que acaba de llegar en su helic�ptero se les est�n comprobando los datos optom�tricos, se les escanean las tobilleras DNI ADN, y se los transfiere sin mucha demora a la Sala de Esterilizaciones, donde esperan las duchas comunales de gas desinfectante ?que causan ataques de tos convulsa, asma, algunos paros card�acos y en ocasi�n se nos ha muerto alguno por hiperventilaci�n como consta en el registro, es verdad, pero nos esforzamos por hacer las cosas con la mayor celeridad y limpieza posible?, explica un doctor simp�tico que se llama Rodr�guez y lleva el ala de Admisiones. Escoltado por Rodr�guez el Observador pasa junto a las butacas de Inyecci�n Af�sica 4, butacas que nunca dejan de impresionarlo con sus correspondientes correas met�licas de sujeci�n y sus pantallas anexas para monitorizar la resistencia del transgresor-paciente a la inyecci�n.� ?Bah, la vacunita contra los bocasucias?, hace un adem�n elocuente Rodr�guez, y bromea: ?�Ve c�mo yo mismo me explico sin palabras? Hay gente que me dice que gesticulo mucho, que muevo mucho las manos, je je. Venga por aqu�. Cuidadito con el escal�n?.

Rodr�guez, tras un apret�n de manos, lo encomienda a Van Heulsen, un t�mido y meticuloso diet�logo holand�s que hace subir al Observador a la rampa de Suministros y lo pone al d�a con los detalles del presupuesto anual: ?Ochenta toneladas de plancton reciclado de playas industriales, mezclados con enzimas org�nicas obtenidas a partir de charcuter�a no tradicional, l�ase, cad�veres no reclamados de pa�ses no miembros y v�ctimas de??

Luego, por fin, viene la comida de camarer�a, un evento que de forma invariable deleita al Observador. El Refectorio est� lleno de bote en bote. Y ese d�a, para regocijo de todos, se sale del men� austero asignado a la Administraci�n y a la tropa, ?Tiramos el Para�so por la ventana?, resume el Comandante. Y en esta parte del mundo, por la que el Observador tiene predilecci�n, se prepara una verdadera tayine de cordero y cous cous de verduras que es para relamerse los dedos y levanta la moral de los soldados. Aromas de madre y noches perfumadas de Ramadan al final de la adolescencia flotan sobre las largas mesas comunales que respiran por una vez un clima de igualdad y cierta confianza en el futuro.

El mismo Observador comenz� as�, ?Yo mismo he comenzado as�?, dice estimulado por el sabor de las viandas m�gicas: ?Fui una vez un transgresor fallido. Me capturaron en la Frontera y fui confinado a un Programa de Modificaci�n de Conductas donde serv� como soldado raso. Desde all� llegu� hasta donde estoy?.

Se lo escucha con inter�s, con deferencia, con envidia, con fatal admiraci�n. Con nunca mejor disimulado desprecio.

El Observador cuenta que fue en su d�a un recluta siempre dispuesto a limpiar los ba�os ?por aquel entonces hediondos? en su hora de recreo. Tambi�n supo hacer alg�n favor �ntimo a alg�n oficial carente antes de que se implantara el Plan Pantale�n para la higiene sexual de los soldados que sirven allende la Frontera. De estos favores guarda el Observador alg�n rencor y alg�n dolor inconfesable, pero tambi�n la convicci�n de que sin esta paciencia pragm�tica, urdida de buena voluntad y de su proverbial capacidad para callar, no disfrutar�a hoy de su posici�n de Observador. Es verdad que est� cansado de viajar por parajes sin esperanza del Oriente Medio, de �frica Oriental y Subsahariana, de ver hordas de muchachos desnudos que descienden por las rampas traseras de helic�pteros militares, de pasar d�as vac�os en cuartos acristalados de hoteles en torre cuyos ventanales dominan un paisaje de miserias sin cura; es verdad que sufre de accesos de v�mitos incontenibles durante la noche; es verdad que el insomnio se le ha adherido como una sanguijuela seg�n pasan los a�os en este empleo sin ascenso posible. Pero tambi�n es verdad que tiene un pasaporte de la Uni�n Paneuropea; tambi�n es verdad que su salario, m�s vi�ticos y plus por Trabajo en Zona Insalubre, se deposita todos los 28 de mes por d�bito directo en la cuenta que mantiene nada menos que en el BCP, el Banco Central Paneuropeo. Dada la asiduidad de sus Visitas de Observaci�n, poco gasta de sus emolumentos, y sus ahorros crecen, y con ellos la posibilidad de jubilarse un d�a con un coche de ensue�os y una pensi�n respetable, y de poder al fin cerrar los ojos en un apartamento de su propiedad, frente a un parque geom�trico, en una urbe en el apogeo del consumo que pueden permitirse ?las gentes que son gente? en ?el mundo que es mundo, el verdadero Para�so??, como rezan las propagandas televisivas de coches deportivos. Y tambi�n es cierto que puede llevarse ahora mismo este bocado de tayine a la boca (�qui�n podr�a quit�rselo?) y sentir el gusto de las hierbas frescas sobre un trozo de carne dorada. Al fin y al cabo �l no debe quejarse. Tuvo la suerte de ser reclutado cuando las cosas eran m�s f�ciles, antes que se instaurara el procedimiento de la Inyecci�n Af�sica 4, la pol�tica de Trabajos Forzados en La Cantera, los traslados en pelota y con cadenas y la tobillera de balaquita con el chip de DNI ADN? Por lo dem�s, el Observador brilla entre sus pares. Todo el mundo, en el fondo, quisiera ser un Observador. En su capacidad de Observador �l puede hacer recomendaciones, decidir presupuestos, sancionar la apertura y cierre de departamentos y cortar algunas cabezas indeseables. Y puede sobrevolar los desiertos ?en apariencia infinitos para los transgresores? y descender de helic�pteros bimotores comisionados ex-profeso frente a esa marea de rostros de soldados j�venes, bellos y anhelantes, por no hablar de las caras perdidas de los transgresores, ante las cuales puede pavonearse con la omnipotencia de un Dios? �Qu� m�s ?considerando c�mo est�n las cosas? podr�a pedir? Pero una sombra le pasa por el rostro al pensar en la tarea que lo aguarda.

Al d�a siguiente le toca empezar la parte m�s tediosa y m�s ingrata de su trabajo: la Observaci�n de Campo. El mismo soldado magreb� de ojos gatunos que le hizo la pregunta ayer durante la presentaci�n lo espera muy temprano por la ma�ana en la puerta de su barraca. No le dice nada pero le hace la venia, a�n cuando el Observador no tiene grado militar. Se suben a un Jeep 4X4 y suben y bajan por cuestas de senderos monta�osos que desaf�an el agarre de los frenos. El soldado arremete por las cornisas a tal velocidad que revela su pericia o su temeridad o su fastidio de hacer siempre el mismo trayecto. El camino serpenteante lleva a trav�s de una quebrada vertiginosa y de un valle que parece hechizado, o tal vez s�lo intemporal, hasta la valla exterior de La Cantera. All� el soldado se baja de un salto, hace la venia ante la c�mara del mangrullo electr�nico, y le abre la portezuela del Jeep. Desde ese momento y desde ese punto el Observador anda solo. En La Cantera uno est� solo. Ya no hay ante qui�n pavonearse como un Dios, y el espect�culo de los transgresores haciendo su trabajo forzado es de los que hacen pensar en reclamar un plus m�s alto en concepto de TZI, o sea Trabajo en Zona Insalubre. Llegado a las coordenadas indicadas por la Central, el Observador abre su malet�n y despliega su ordenador port�til, su a�ejo cuaderno de notas y se cala los lentes de contacto refractarios a la luz apabullante del sol, que endurecen su mirada como si sus ojos fueran de vidrio.

Sentado en la caseta sobre la roca propicia que le ha sido asignada, protegida por una tenue alambrada electr�nica que disolver�a a quien se atreviera a atacarlo, contempla por en�sima vez la misma escena. Alza los ojos hacia la alt�sima, acantilada pared de La Cantera. El trabajo se ha detenido y es la hora en que los transgresores se entretienen al tiempo que planean la evasi�n. Eso no consta en los registros pero ocurre y todo el mundo lo sabe. El Observador abre su cuaderno ajetreado al cual consigna las impresiones que no pueden ser rastreadas a trav�s de un ordenador. Son notas que complementan, corrigen y por momentos contradicen sus propias palabras, las que ha pronunciado durante la Presentaci�n de ayer, y durante tantas otras Presentaciones que en la memoria se superponen hasta parecer una sola y la misma: El problema de la esperanza persiste, escribe. Exhaustivos estudios neurol�gicos han concluido que no es posible extirpar este deseo de un cerebro humano sin destruirlo por completo. No se ha podido encontrar, por as� decir, el L�bulo de la Esperanza. Parece ser un mecanismo de supervivencia inscripto en el n�cleo de la conciencia profunda. La Directiva de Inmigraci�n Revisada da flexibilidad a los mandos para mantener la esperanza de los transgresores, como un instrumento de motivaci�n para el trabajo asignado, a condici�n de que la esperanza sea falsa. Pero una ley no escrita, sancionada por un c�digo de honor militar, autoriza a los transgresores a escapar si logran ascender la pared de La Cantera y a condici�n de que no vuelva a saberse nada de ellos.

La justicia de tal posibilidad consiste en que ni la autoridad militar de Proyecto Para�so, ni el Observador mismo, ni sus secretarios o superiores, conoce la dimensi�n o trazado �ltimo de La Cantera, sus l�mites o periferias. Algunos suponen que La Cantera es una trampa de tiempo, un pozo donde la historia se estanca� y que el trabajo es in�til, que nadie necesita los materiales extra�dos por los transgresores, que La Cantera es una pura excusa. Otros sostienen que La Cantera es infinita, o bien que se obtura sobre s� misma, como un diafragma, que es un espejismo perenne, o que es la visualizaci�n resultante de un chip implantado en la lengua de todos los que trabajan para Proyecto Para�so, ya sean transgresores o integrantes de la plantilla con n�minas domiciliadas. Incluy�ndome a m�, el Observador.

El Observador eleva los ojos. Uno de los muchachos transgresores, prendido como un insecto a la roca, procura escalar la muralla de La Cantera. A sus pies, reunidos en enjambres, hay otros muchachos que gritan, como una letan�a, palabras desarticuladas, o tal vez fracturadas, que suben como aullidos de lobo. �Alientan o abuchean? Otros aun, indiferentes a todo, erran por el cieno polvoriento de La Cantera. Parecen alucinados o zombis y, al cruzarse, se rozan en diversas salientes del cuerpo y su contacto semeja el rozarse de antenas entre hormigas.

Casi a punto de alcanzar la cima, el muchacho escalador se desprende de la pared. Se oye un grito parecido a un espasmo (�tal vez as� gritase cuando gozaba?) y luego el ruido seco del cr�neo al estrellarse contra una roca. Algunos de los muchachos que lo alentaban con sus gritos permanecen en el sitio. Otros se dispersan r�pidamente. Hay, por �ltimo, quienes se unen a los que erran por el cieno polvoriento, hasta que sea la hora de volver al trabajo. El Observador ha parpadeado y desv�a los ojos.

Durante un tiempo que le parece ya inconmensurable ha presenciado, una vez tras otra, el ritual de la ascensi�n. Es un ritual ag�nico y, a sus ojos, insensato. Los escaladores no s�lo corren el riesgo de desprenderse y caer a pocos cent�metros de alcanzar la meseta en la cima, como ocurre las m�s de las veces y como acaba de ocurrir ahora mismo. Corren aun el riesgo de que la meseta, imposible de divisar desde aqu�, sea tan �rida como La Cantera misma. Tal vez sea apenas menos polvorienta o tal vez esos muchachos prefieran, a la polvorienta realidad de La Cantera, esa polvorienta promesa de libertad. Pocos la alcanzan, de todos modos, y la �ltima vez que un muchacho lo consigui� (�pero cu�nto, cu�nto tiempo hace de eso?) el Observador lo vio erguirse en lo alto de la muralla, siendo vitoreado por su camada. El asombro del sol perfil� su silueta de hombre y su rostro de ni�o. Su cuerpo se curv� de tal modo que no pudo saberse si se trataba realmente de un movimiento suyo o de una ilusi�n �ptica provocada por la distorsi�n de la alta luz. �Qui�n ser�a el que, tan inesperadamente, logr� ascender hasta la cima? Su cuerpo dio la impresi�n de ser recorrido por un escalofr�o en el momento en que la repetici�n de los gritos rotos ?el mismo sonido machacado y escupido de siempre? alcanzaba el paroxismo. Entonces se volvi� y encar� el peregrinaje por la meseta. Como en casos anteriores (han pasado tantos muchachos similarmente desnudos o desesperados o harapientos o bellos por la mucosa cansada de sus ojos) el Observador supo entonces que ya nunca volver�a a saberse nada de �l. �Qu� les ocurre a los que finalmente alcanzan la meseta en la cima? Es un punto fuera de su observaci�n.

Un muchacho entre los que forman el coro del ca�do recibe ahora ayuda de su grey para encaramarse a su vez a la pared. Con los dedos formando pinzas, procura asirse a cualquier relieve a fin de propulsar su propio peso hacia arriba. Visto desde abajo parece un ar�cnido, un insecto trepador, y su humanidad s�lo se distingue por los dedos ensangrentados prendidos a la piedra y el bulto del sexo surgiendo entre las ancas.

�� El Observador luce aburrido. Su aburrimiento no parece tanto un estado de �nimo como una condici�n f�sica, y puede adivinarse en la curvatura de su espalda. Est� curvado de una manera diferente a quien piensa o tiene fr�o o lee. Est� agobiado, casi jorobado. Durante el tiempo acumulado de inacci�n, su espalda parece haber cobrado la forma de su tedio, una forma de cresta o de caparaz�n. Est� frot�ndose los ojos cuando, tras un intervalo que s�lo puede medirse en acomodamientos, suspiros y calambres, ve al muchacho caer.

�� Observa que la ca�da de este transgresor es mucho m�s lenta. Su cabeza pega contra las puntas de la roca y se rompe con un ruido de nuez cascada. Desgraciadamente para �l, est� a�n vivo cuando se desploma con un ruido seco sobre un manto de polvo. Se oyen sus vagidos (�tal vez as� gritase cuando gozaba?), se ve la polvareda que ha levantado su cuerpo al caer. Se escucha en seguida un sonido tramado de frases incoherentes que suena como el susurro del viento. Pensamientos sonoros, si bien rotos. Hay un nervioso tartamudeo; luego unos gritos, que parecen simiescos. Se alcanza a distinguir, subiendo y bajando, el brazo del muchacho que est� rematando al escalador. Entre sus dedos aferra una gran piedra ensangrentada.

�� El Observador bosteza; en seguida suspira. Desv�a los ojos otra vez, pero los vuelve al lugar donde apuntaban como si todo lo que observa le resultara repetitivo o indiferente. Ve a los j�venes cuyo �dolo escalador ha ca�do. Seguramente barajan ya su inminente destino de escaladores, o de corifeos de escaladores, o de meros zombis errantes que lo enterrar�n en el polvo. Algo, sin embargo, ha cambiado en la escena. El polvo donde ha ca�do el muchacho escalador se ha asentado y pueden divisarse claramente las manchas en las rocas reci�n salpicadas de sangre. El color rojo provoca una agradable discordia contra el color terracota que domina el paisaje.

�� El efecto no dura mucho. A los ojos del Observador parece como si, en La Cantera, ni siquiera una cosa intensa y definida como un color pudiese tener una duraci�n. Ni siquiera el color de la sangre.

�� Pasa m�s tiempo. Lo dif�cil es decidir cu�nto. Es un tiempo que incluye el sue�o leve y entrecortado del Observador. Cuando se espabila, no sabe si han transcurrido minutos o siglos desde su entrada en ese letargo, pero sabe que ning�n detalle ha escapado a su vigilancia mientras dormitaba. Eso es oficio, solera, experiencia. En el cielo un sol como un ojo inyectado esparce su irritaci�n sobre el paisaje. Bajo su luz agobiante el Observador debe hacer visera para compaginar su visi�n. Sopla, inusual, una r�faga de aire fresco.

�� Y entonces una bruma de polvo se levanta de ninguna parte, como es com�n a esta hora y en esta parte del mundo, y tamiza la luz del sol. El Observador se arrebuja, encogido bajo la capucha de su albornoz. Por un momento su campo visual ?un oval de luz incandescente? parece invadido por un enjambre de avispas o langostas. Siente una r�faga de tierra sobre la cara, que le sugiere el sonido de un latigazo, e instintivamente cierra los ojos. Cuando los abre, tiene frente a s� a un muchacho desnudo de piel oscura y rostro dorado como una m�scara de bronce. El muchacho se ha separado del grupo que erraba por el cieno polvoriento y al principio el Observador no distingue en su rostro otra cosa que la oscuridad y la fijeza de su mirada.

Todos los transgresores se parecen, piensa. El efecto del cautiverio y el yugo del sol los uniforma. Pero a medida que el polvo se disipa y se asienta, y el joven surge entre la nube de polvo, distingue el formato de los ojos y los rasgos del rostro donde est�n engarzados se le ocurren familiares. �D�nde los ha visto antes? Acostumbrado a rastrear sus observaciones hasta el fondo de la memoria, le vuelve a la mente una lejana y t�rrida tarde de hace ya muchos a�os, durante la Insurgencia en Addis Abeba, una tarde cuando los disturbios y las multitudes pasaban como una pel�cula por el casillero de la ventana de un cuarto de hotel s�bitamente afiebrado y oscurecido tras un corte de energ�a. Y �l, entrelazado con una mujer de la vida, sinti� por primera vez un vuelco en el coraz�n que si tuviera que resumirlo oler�a a sudor perfumado, se ver�a como un cielo tornasolado, se sentir�a como un roce de seda. Ella ten�a los mismos ojos que este muchacho, el mismo rostro con forma de m�scara de bronce y la misma mirada, casi hostil de tan inquisitiva. Hubiera querido que esa tarde y que la espalda lustrosa de la mujer que abrazaba ?y el abrazo mismo? se extendieran hasta el infinito. Pero se deb�a a su trabajo. Era entonces apenas un Pasante de categor�a C y estaban por recomendarlo para su ascenso como Observador. No pod�a sacrificar su destino por una mujer, y tan luego por una puta. Y ni siquiera por una puta tan bella que le dijera: ?Me he enamorado de ti como una idiota, pero como soy una puta nunca me creer�as. Porque eso es lo que dicen las putas: me he enamorado de ti como una idiota?. El largo Sitio de Addis Abeba, los tel�fonos mudos y los ordenadores apagados los reunieron incontables tardes, que si se lo pensaba bien eran siempre la misma, en un abrazo fulgurante en el poliedro m�gico en que se hab�a transformado aqu�l rutinario cuarto de hotel. Al fin las comunicaciones se restablecieron y sus �rdenes llegaron. Tuvo que irse, y goz� a�n de un �ltimo abrazo y de una atm�sfera irrepetible de cigarrillos tristones y sudor perfumado antes de abordar su puntual helic�ptero. Volvi� a Addis Abeba una sola vez, un a�o m�s tarde, y le fue incluso dado volver a encontrarla. Ella le present� a un beb� que parec�a una r�plica en miniatura de s� misma: ?Es tu hijo, le dijo, pero como soy una puta nunca me creer�as. Porque eso es lo que dicen las putas: me has hecho un hijo, s�lo para quitarte m�s dinero?. El sonri� con una expresi�n que habr� sido de incredulidad o de sarcasmo (�l mismo no pod�a saberlo). Le puso unos billetes en la mano. ?Para la leche de tu hijo?, le dijo. Y se fue.

�� Nunca m�s volvi� a Addis Abeba� y nunca m�s volvi� a verla. Hasta ahora, en los ojos bru�idos de este misterioso transgresor que tiene enfrente. �Se estar� volviendo viejo? �Ser� el estr�s de tantos a�os de servicio que por fin lo alcanza? �Se estar� reblandeciendo? �Y lo que es m�s preocupante aun: lo habr�n notado ya sus superiores? El Observador corta la electricidad de la alambrada que lo separa del transgresor, se pone de pie y se le acerca. Extiende la mano hacia el rostro del muchacho, que se crispa y la esquiva con un movimiento hosco de la cabeza. El Observador se lleva la rechazada mano al ment�n.

�� ?Hijo ?dice.

�� Pero lo ha dicho en un tono impreciso, acaso interrogativo. Cualquiera haya sido su intenci�n, tampoco puede saberse si el muchacho lo ha entendido. Ha bajado los ojos. De repente le vuelve la espalda y comienza a andar hacia la muralla de La Cantera.

El Observador va tras �l, extendiendo una mano como si quisiera detenerlo pero a un paso medroso que parece traicionar esa intenci�n. Sus movimientos parecen antes inerciales que instintivos y, en cualquier caso, no afectan en lo m�s m�nimo el andar cansino pero determinado del muchacho hacia la pared. Otra r�faga de polvo se levanta, esta vez salpicada de latigazos de arenisca, y el Observador se encoge en su albornoz, pero con las manos a�n extendidas. Y sin embargo no atina a decir nada, y a poco se detiene, y baja las manos. En la penumbra jaspeada se oyen gritos, luego la espasm�dica repetici�n de sonidos desfigurados por otra ventolera que lleva y trae las voces despedazadas, las palabras partidas de los otros transgresores que vitorean o se burlan o nada m�s se desfogan y Dios sabe qu� intentan decir a trav�s de su bruma af�sica. Al disiparse el remolino de polvo, el Observador divisa la espalda joven y brillante del muchacho que ya asciende como una ara�a por la muralla. Ha trepado algunos metros y cuando la luz del sol espejea en sus om�platos, y cuando ya centellea el dorso de sus muslos, el Observador siente su propia piel alcanzada por una r�faga ardiente. Es siempre la misma historia, se dice para calmarse, es siempre la misma observaci�n. Siempre caen. Pero la diferencia con todas las observaciones anteriores es este ardor lacerante que siente en el pecho mientras el transgresor sube, escala, se aferra a las rocas puntiagudas, se lastima y gime, resopla, trastabilla y cae un par de metros, y en seguida se repone y recupera la altura perdida y sigue. Tozudo, empecinado, acaso invencible. �Ser� este ardor la sensaci�n de vivir, piensa a�n el Observador, o tal vez yo me haya muerto observando y �sta sea la quemaz�n del infierno mientras mi alma sube con penuria y af�n, como un transgresor cualquiera por la pared de La Cantera? Sea cual sea la raz�n, no hay nada que pueda hacer por �l, se tranquiliza. Absolutamente nada. Aunque el chip DNI-ADN probara que este muchacho es en efecto su hijo, la Enmienda ha retirado todo derecho a ahijar transgresores. �l tiene su empleo, qu� le importa. Le pagan para eso. Se desempe�a bien, y terminar� en apenas algunos minutos, vaya d�a. Esta escena no le importa nada y este joven tampoco, ascienda o caiga. �Y por qu� siente entonces, tan irrefrenable como in�til, este deseo de que el muchacho alcance la cima?

Jorge Omar Viera

el interpretador acerca del autor

Jorge Omar Viera

Publicaciones en el interpretador:

N�mero 29: diciembre 2006 - Horizonte fantasma (Londres)

N�mero 30: marzo 2007 - Mi Marrakech (aguafuertes)

N�mero 31: julio 2007 - Proyecto Para�so (narrativa)

N�mero 31: julio 2007 - Londres y la velocidad (ensayos/art�culos)

Direcci�n y dise�o: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
Control de calidad: Sebasti�n Hernaiz

Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).