el interpretador ensayos/artículos

 

Londres

Horizonte fantasma

por Jorge Omar Viera

 

 

      

 

 

 

 

 

 

 

Tal vez una de las escenas más emocionantes del hoy día omnipresente Harry Potter sea aquella en la que el niño aprendiz de brujo se apresta a embarcarse hacia la Hogwarts school of Wizardry and WitchCraft (el “Colegio Hogwarts de magia”) y se le instruye abordar el tren en el andén 9 ¾ de la estación King’s Cross, al Norte de Londres. Obviamente tal andén no existe y para acceder a él, en la fábula de J. K. Rowling, Harry debe pasar a través del muro que separa los andenes 9 y 10. La idea puede resultar muy fantasiosa pero puestos a pensarlo… ¿Quién no ha tenido la sensación en King's Cross, Victoria, Waterloo, London Bridge o alguna otra de las grandes estaciones de Londres, de que existe el potencial de transportarse desde Londres hacia otro mundo?

 

Todo el que haya venido a vivir a Londres sabe que la ciudad oficia sobre sus habitantes un embrujo del que es difícil abstraerse. A veces este embrujo, que los londinenses aceptan como una droga prescripta por su médico de cabecera, se convierte en una estrategia de supervivencia. Es muy fácil habitar en Londres pensando que el resto del mundo ha dejado de existir, o que el resto de Inglaterra y del planeta existe en una dimensión paralela y no menos fantástica que la del colegio de Harry Potter. Esto no es porque en Londres vivamos en la opulencia y el glamour que las clases medias poco informadas de ciertos países imaginan para el más humilde residente de una ciudad tan rica y poderosa del hemisferio Norte. Muy por el contrario, la vida en Londres suele ser austera, monótona y oscura.

 

El embrujo de Londres no es tanto un sentimiento de exaltación como de dulce resignación; las argucias de Londres, el estado de irrealidad en que nos sume, se propone hacernos olvidar que nuestra vida podría ser distinta, que las cosas podrían tener otro valor que el asignado en nuestra rutina y que exista siquiera otra ciudad digna de ser habitada en algún otro lugar.

 

Londres es un lugar de bruma y fantasía. Es una ciudad narcótica y embriagante. Los trozos de vida que cercena, las vidas posibles y tal vez mejores que pudieran vivirse en otros lugares, no tienen reposición ni consuelo. Pero no nos importa, ya que el efecto de la ciudad es paulatino y anestésico, como la mordida del vampiro.

 

A este efecto de irrealidad progresivo contribuye no poco el hecho de que durante gran parte del inviertoño de Londres, resulte imposible distinguir la línea aviesa de su horizonte. Entre octubre y mayo, a veces incluso hasta bien entrado junio, la ciudad entera es un teatro donde se amortiguan las luces y sólo cabe mirar el escenario o resignarse a los celajes purpúreos de sus cortinados.

 

“And that’s what makes London different”, me dijo una vez un amigo nacido en Londres, inspirado por mis continuos reclamos ante el frío isleño, la constante garúa –casi tanguera– y la privación de luz.

 

Un sol vendado por cintas de nubarrones se pone antes de las cuatro de la tarde. Los coches, los trenes encaramados a los puentes, y los ubicuos autobuses rojos encienden sus luces debido al prematuro descenso de la luz. Las dimensiones de la ciudad, ya de por sí exageradas, se vuelven insondables por la disminución de la visibilidad. Una luz macilenta, pesada, se deposita sobre las medianeras y los toldos de las tiendas, sobre los techos de tejas y las antiguas chimeneas. Los escritores sentados frente a sus ventanas se sienten tentados de empezar sus novelas con fórmulas horteras del tipo Neblinosa estaba Londres… o Afuera llovía… Pero saben abstenerse, porque conocen de antemano el bostezo fatal de sus editores. Londres es la única ciudad del mundo donde en sus novelas ya no puede existir la niebla ni la lluvia.

 

El cielo bajo de Londres y la difusa silueta de sus edificios son una marca de la ciudad. La experiencia de contemplar el horizonte londinense equivale a sentarse a mirar el atardecer en el interior de un cuadro de Constable, Turner o Monet. Villa Carbón respiró durante la mayor parte del siglo XIX el humo condensado de cientos de miles de chimeneas; Villa Pentium respira una lluvia de partículas electrizadas. La privación de luz contribuía al raquitismo infantil en la época de Villa Carbón; hoy día, combinada con los efectos de una arquitectura por momentos inhumana, la falta de luz contribuye a numerosos casos de S.A.D. (desorden afectivo estacional). Para los espíritus saturninos, el cielo de Londres es un túmulo de cristal oscuro y la vida bajo su luz una forma de entierro prematuro. Esto último dicho sin ningún espíritu de queja: los espíritus saturninos se complacen en la dulce opresión del cielo, que los redime de la obligación de ser felices.

 

Y tal vez sea ésa la principal virtud del horizonte fantasmal de Londres: como el esplendor de las antiguas lámparas de gas, los focos de un coche abriéndose paso a través de un cortinado de lluvia o de una bruma espesa en un corto día de diciembre, son un hallazgo precioso que se codicia y se atesora. Los londinenses agradecen una seguidilla de días soleados, pero al tercer o cuarto día ya reclaman la lluvia para sus jardines y la visera de las nubes para sus ojos.

 

Por otro lado se da lo irreal de las dimensiones de la ciudad. Los días claros no abundan y ya sea por capricho metereológico o por falta de alcance perimetral, el contorno de la ciudad nunca se deja ver del todo. Esta ciudad es tan espantosamente grande que el más allá se confunde fácilmente con alguna otra latitud o punto cardinal de la ciudad.

 

Esto es una exageración, pero a menudo pienso en esa zona borrosa por donde andarán los muertos y los fantasmas. Será un laberinto de callejuelas amuralladas de ladrillos rojos y bañadas por una luz de melaza oscura. Los aparecidos andarán arrebujados en su indumentaria gastada y avanzarán sin saber que están muertos, sin saber que tienen memoria ni que son llorados en otras zonas de Londres.

 

Ambularán, entrarán en las tiendas a comprar comida para la que no sienten apetito, periódicos que traen noticias obsoletas, se meterán en los pubs a beber cerveza turbia y tibia entre parroquianos tan ebrios que ya no distinguen una niña de una parca. Volverán a salir y verán pasar con cierto estupor los autobuses rojos que vienen y van hacia otros barrios, se detendrán frente a los semáforos, sintiendo una alegría indescriptible al ver los faros de los coches rompiendo la bruma y trazando apenas el contorno de las calles. ¿Y su alegría por qué? ¿Y su sentido de existir por qué? Es que aún muertos, aún exhaustos, aún siendo fantasmas de sí mismos, saben que se acerca la hora del té. Es la hora de recogerse, de arriar el horizonte. Es la hora de volver a casa. El té es una excusa y el crepúsculo también. Como un amable, manso ataúd, la morada espera. Un ejército de muertos se repliega y a esta luz menguante los confundimos con los vivos que vuelven al hogar a lo largo de las interminables horas punta y vestidos de riguroso luto. Londres es la ciudad de los zombis, de los muertos en vida, de los muertos afables.

 

Se ha dicho de Londres que ninguna otra ciudad convive de manera tan armoniosa con sus muertos y con sus fantasmas. El horizonte desvaído, la claridad mortecina y la periódica devastación de su contorno a causa de calamidades o incendios, crean una continuidad con el Más Allá. Ninguna otra ciudad ha producido tantas historias de fantasmas ni ha sido escenario de tanta fantasmagoría. Dickens, durante sus paseos nocturnos, se preguntaba si acaso los muertos londinenses se levantaban mientras los vivos dormían y temía que, de levantarse todos juntos, no habría espacio para nadie en la ciudad, ni siquiera sobre la cabeza de un alfiler. Dickens pensaba que si bien las historias de fantasmas se contaban y se cuentan por miles, hay dos tipos principales: aquellas en las que el fantasma desconoce su condición, y aquella en la que es consciente de ser un fantasma. Durante la consolidación del género en el siglo XIX, muchas de estas historias fueron escritas por mujeres. Se ha esbozado la doble hipótesis de que las mujeres están o bien mejor equipadas para traspasar los bordes de lo real y abrir  nuevos horizontes de experiencia, o bien que las historias de fantasmas son historias sobre el poder, y por lo tanto constituyen la reivindicación de una voluntad sofocada. Coppola, en su controvertida versión de Drácula, pinta la escena del encuentro entre Nosferatu y Mina Harker en un cinematógrafo victoriano, donde el paisaje de fondo es el de la representación dentro de la representación. Se ha dicho que en Londres los vampiros andan relajados al amparo de la luz de duermevela, entre calles desiertas por la noche como cañones montañosos. Se ha dicho que el perfil adusto de la Torre de Londres ha sido perturbado por los espectros voladores de Ana Bolena y Walter Raleigh, ambos ejecutados en ella. En otra fantasmagoría, que propongo aquí, la ciudad no existe: es un horizonte soñado y nosotros somos sus fantasmas.

 

Supongamos que un conjunto determinado de almas, desperdigadas por los confines del mundo, sueñan una noche que están en la misma ciudad. Sus cuerpos no pueden moverse de sus lechos por temor a romper el sueño, que equivaldría a destruir la ciudad soñada. Todos saben que coexisten en grupo en un cierto lugar, pero no pueden trasladarse hacia allí. Les gustaría amanecer junto a otro soñador, pero no tocarán jamás su cuerpo ni estrecharán la mano del que tal vez podría ser su mejor amigo o el amor de su vida. Es que de su inmovilidad depende la existencia del lugar donde pueden, cuando menos, soñar que el otro existe.

 

            Londres es tan vasta y viven en ella personas de tantos confines del mundo que, siguiendo la deriva de ese sueño, es casi imposible que no pudiéramos encontrar en la ciudad a nuestro mejor amigo o amiga o al amor de nuestra vida. Entre tantas personas de tantos orígenes y de tantas procedencias y edades y actitudes, tiene que existir. Pero vivimos bajo el imperio de una tiranía cardinal que no nos permite movernos, ante un horizonte que se desvanece cuando intentamos alcanzarlo y desalentados por medios de transporte cada vez más lentos y elusivos. Habitamos, pues, una de esas ciudades de pesadilla agridulce en las que uno se esfuerza inútilmente por llegar a alguna parte, por encontrar a alguien, siempre posible y siempre inalcanzable. Un horizonte fantasma nos lo impide: no nos encontraremos jamás. O, siendo optimistas, tal vez jamás.

 

 

 

©Jorge Omar Viera - 2004

 

 
 
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Consejo editorial: Inés de Mendonça, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Marcos Leotta, Juan Pablo Liefeld
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Control de calidad: Sebastián Hernaiz
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Aimee Garcia Marrero, Orden (detalle).