el interpretador ensayos/art�culos

Londres y la velocidad

Jorge Omar Viera

Las ciudades son como los muertos. Las conservamos en la memoria con la imagen de nuestra experiencia, con el mismo amor, indiferencia u odio, y aunque sabemos que siguen progresando en forma inexorable hacia su apogeo, su decadencia o su destrucci�n, el cambio que experimentan a trav�s del tiempo, sin nosotros, nos resulta inimaginable. �C�mo podr�an sobrevivir sin nuestra memoria? Imposible. El mundo sin uno, sin la propia mirada, nos parece imposible.

Y sin embargo la mayor parte del tiempo ?a menos que tengamos el privilegio de presenciar la fundaci�n, destrucci�n o abandono de una ciudad (Brasilia y Pompeya ser�an ejemplos ilustres)? las ciudades nos han precedido y con mucha mas certeza nos sobrevivir�n. Para consolarnos de nuestra redundancia, conviene pensar en las ciudades como naves, que realizan un viaje incierto y a las que a veces abordamos por un tramo del camino.� Luego siguen su marcha.

De all� a asignarles una velocidad hay s�lo un paso.

�Y a qu� velocidad se mueve Londres y c�mo es posible medirla?

La velocidad es un concepto relativo que depende del punto de observaci�n. Si nos situamos una ma�ana en el portal de Victoria Station o bien en el pretil de London Bridge de o cualquiera de los catorce puentes que cosen las orillas del r�o, tendemos a pensar que la ciudad se mueve al paso de sus multitudes. Si abordamos uno cualquiera de sus medios de transporte, adquirimos su velocidad y su perspectiva. Luego est� el problema de que la ciudad misma se desplace, expandiendo sus fronteras e incrementando su poblaci�n.

Para muchos habitantes de los pueblos linderos del antiguo Londinium ?por ejemplo los moradores de campi�as buc�licas como Hampstead o Mile End o Clapham?, la ciudad vino una ma�ana a tocar a sus puertas. Hacia mediados del siglo XIX se produjo una explosi�n demogr�fica y cartogr�fica que llev� a Londres a duplicar su tama�o y su poblaci�n. Si hoy d�a vamos a cualquiera de sus barrios y nos dejamos llevar por indicios pueblerinos como un silencio perfecto roto de cuando en cuando por el ladrido de un perro o el sonido del viento entre el follaje o la campanilla del cami�n del lechero, la ciudad nos parece lenta e incluso rural; si hacemos la caminata hasta la calle principal o la estaci�n m�s cercana de Metro o de tren ?pongamos una de las estaciones de cristal y acero del per�metro de la l�nea Jubilee? tendemos a pensar que hemos sido enga�ados y que en realidad estamos en el interior de una m�quina acelerada o en la turbina de un motor sobre la que un ingeniero gracioso ha pintado escenas campestres.

Vivir en Londres es vivir a varias velocidades y en varios mundos y �pocas. Una diferencia de unas pocas calles o unos pocos minutos puede sumirnos en un per�odo o una cultura diferentes. Traspasar una valla es a veces traspasar un milenio; y meterse por uno de los callejones que separan las hileras de viviendas en forma de monobloque o terraza es a veces pasar del s�rdido complejo industrial en ruinas a la avenida m�s marchosa o al barrio residencial m�s coqueto o al parque reci�n florecido de rosales y canteros de tulipanes o al patio de una iglesia g�tica poblado de l�pidas cuyos nombres han sido borrados por la lluvia de cientos de a�os. Una humilde cerca de jard�n separa generaciones y continentes, y uno se queda con la impresi�n de que la contig�idad en el espacio es contig�idad en el tiempo. No solamente la ciudad se comporta como una m�quina, sino como una m�quina de viajar.

Fue Le Corbusier, el arquitecto que escrib�a como un poeta, quien propuso ya a principios del siglo XX en su libro Hacia una arquitectura, que podemos pensar una casa ?y por extensi�n una ciudad? como una m�quina de habitar. Una casa o una ciudad son un espacio din�mico, capaz de m�ltiples funciones. Las ciudades, estirando hasta el l�mite el aforismo de Le Corbusier, son tambi�n m�quinas dotadas de su propio movimiento y de su propia velocidad. Las ciudades son medios de transporte y si me apuran, dir� que las ciudades son m�quinas del tiempo.

Seg�n nos ense�an los astrof�sicos, la idea del viaje en el tiempo es posible ?y plausible? a condici�n de que alguien decida financiar la investigaci�n y sostenga el esfuerzo y el apoyo de un n�mero n de generaciones de cient�ficos durante un tiempo indeterminado. Mientras no exista esa posibilidad, deberemos conformarnos con viajar hacia el futuro usando el combustible de nuestra propia vida y abordando el complejo medio de transporte que es una ciudad. La paradoja de este movimiento es que nuestra lentitud lo vuelve casi imperceptible.

Toda ciudad es el r�o de Her�clito y se dir�a que no existe sino para destruir nuestra ilusi�n de permanencia. Toda ciudad se mueve en el tiempo y la idea de velocidad le es inherente. Podemos pensar en la ciudad misma como un medio de locomoci�n que nos cobija a medida que crecemos y avanzamos y al igual que nosotros lo hace en una sola direcci�n.

Londres produce m�s que ninguna otra ciudad la sensaci�n de estar dentro de una nave y al igual que un crucero, la sensaci�n de ser un viaje dentro de un viaje y de que el destino no es tan importante como la traves�a misma.

Para quien vive y ama la ciudad, Londres se transforma no solamente en una nave, sino adem�s en un destino. Como medio de transporte, la ciudad es lo m�s parecido a la m�quina del tiempo de Wells. Y como m�quina del tiempo, la ciudad parece cumplir con lo que Stephen Hawking llama "la conjetura de protecci�n cronol�gica": una ciudad no puede sino desplazarse hacia el futuro.

En los m�s salvajes sue�os compensatorios de los londinenses ?compensatorios a causa de su clima, su carest�a, su soledad, su neurosis? imaginan que no es necesario viajar a ninguna parte ya que Londres no es m�s que el futuro del mundo y alg�n d�a todo el mundo ser� Londres.

S�lo se trata de esperar, sin moverse del sof� ni dejar de asir el asa de la misma noble taza de t� frente a la pantalla en la cual ha de aparecer en cualquier momento un periodista de la BBC World diciendo que Londres acaba de aterrizar en un pueblito del medioeste americano o del sudeste asi�tico.

Si visitamos una ciudad de vez en cuando, o quiz�s una sola vez en la vida, nos parece como si al dejarla atr�s se quedara detenida por obra de un conjuro. Tratamos a las ciudades con cierta condescendencia, pens�ndolas como estaciones o puntos en el mapa. Las pensamos inertes y siempre a nuestra espera. Acaso, nos decimos, no volver�n a existir hasta la pr�xima vez que les dirijamos la mirada. �Acaso Londres queda suspendida en un sortilegio de Bella Durmiente cada vez que me ausento de ella?

Para las ciudades vale m�s que para ninguna otra cosa el bello ox�moron de Octavio Paz: "la fijeza es siempre moment�nea". O tal vez: "la fijeza nunca es enteramente fijeza y siempre es un momento del cambio". Hacemos una fotograf�a frente al Taj Majal como quien pesca una trucha del r�o o caza una mariposa en una jungla. Miramos la foto, miramos el pescado, pinchamos la mariposa en un cart�n y la enmarcamos: as� nos creemos que el r�o, la jungla y Nueva Delhi siguen siendo los mismos. Pero las ciudades nos hacen trampa, cambiando mientras las observamos o alterando la impresi�n que tenemos de ellas de la noche a la ma�ana y entre una y otra visita, si acaso tenemos ocasi�n de verlas m�s de una vez. Luego est� el hecho de que la ciudad misma viaja y si bien nos creemos sus protagonistas, sus habitantes, no somos m�s que sus pasajeros.

Si la ciudad es un medio de transporte, lo es tanto f�sico como espiritual. En una ciudad uno se desplaza con el cuerpo y viaja tambi�n con la mente. La ciudad es desde luego un objeto f�sico, pero tambi�n es un objeto metaf�sico: es una m�quina de recorrer y de meditar; una m�quina del tiempo y un ordenador de la memoria. En Londres, como en pocas ciudades, esta noci�n se vuelve espectacular porque la ciudad trazada en c�rculos conc�ntricos tropieza con su propio pasado y porque su poblaci�n de seres vivos es equivalente a su poblaci�n de fantasmas. En toda ciudad uno viaja a trav�s del espacio, pero sobre todo a trav�s del tiempo (aunque con m�s frecuencia nos demos cuenta de lo primero que de lo segundo). En Londres la traves�a se complica a�n m�s porque adem�s de desplazarse por el espacio y por el tiempo, uno se desplaza por los universos paralelos de una Babel de m�s de doscientas lenguas y culturas: Londres es el �mnibus a bordo del cual recorremos nuestra fantas�a y somos a la vez recorridos por la fantas�a de los otros.

La m�quina de viajar

En un mundo de varias velocidades, Londres ha importado los ritmos de sus ant�podas: ha exportado un imperio y ha adquirido un universo; se ha apropiado del campo que la rodeaba y lo ha vuelto ciudad, y a trav�s de la construcci�n de rascacielos comienza a hacer suyo el cielo por el que durante tanto tiempo se dej� subyugar. A cambio ha exportado la pesadilla decimon�nica a los tr�picos; la voluntad victoriana triunfa en los talleres techados de chapas donde personas sin nombre y sin derechos manipulan a cuarenta y pico de grados cent�grados la ropa de abrigo que los londinenses utilizaremos en el invierto�o. Londres no es solamente la ciudad que vemos sino el turbio espectro de su historia diseminado por todo el planeta. En muchas ciudades se encuentran restos de Londres y se detecta la tracci�n a sangre que comenz� con los latidos de su era industrial.

M�quina de viajar, m�quina de m�quinas. Dickens la llamaba Villa Carb�n (Coketown) y el historiador de las ciudades Lewis Mumford, ?la colmena oscura?, sugiriendo un infierno compartimentado de laboriosidad en penumbra. El escritor Ford Maddox Ford dec�a que ?Londres comienza donde empiezan los �rboles negros?, los pl�tanos que soportaban una persistente capa de holl�n. Hay algo l�gubre en la energ�a de Londres, incluso en nuestros d�as. Hay una calma ominosa que encubre las m�s perentorias urgencias. Dentro de un motor, no percibimos la velocidad: son todos peque�os movimientos de �mbolos y pistones, sinergias que no parecen tener finalidad ni fin.

El industrialismo victoriano quebraba el cuerpo ?los hombres y las mujeres y los ni�os se reventaban en el mercado de trabajo como si fueran caballos?. El utilitarismo post-industrial se dirige al alma; en un sistema de nanotecnolog�as, circulaci�n de electrones, fulminaci�n de datos, magnetizaciones y secuencias digitales, la apuesta organicista de la industria es por el control del motor invisible que da verdadero acceso al coraz�n humano. En la City de Londres las almas se quiebran a menudo. Los participantes voluntarios en la aventura saben que tienen un tiempo promedio de cinco a�os para entrar y salir del juego con una suma de dinero y su cordura y sensibilidad intactas. La incidencia de enfermedades mentales que incluyen estr�s, s�ndrome de fatiga permanente, ataques de p�nico, depresiones agudas, suicidios, man�as depresivas, colapsos nerviosos, anorexia, fobias, des�rdenes afectivos estacionales y otras condiciones psicol�gicas, permanecen en el mismo limbo de legislaci�n que el raquitismo, la desnutrici�n, el �ndice de mortalidad infantil o la falta de sanidad e higiene victorianas. A una velocidad X en Kbs inform�ticos, las almas de la City de Londres se rompen, se pulverizan o se endurecen hasta adquirir el filo del diamante.

Los aburridos empleados de la City que en sus horas muertas u ociosas hacen una gira por p�ginas web porno, pueden ser amonestados o despedidos en base a la informaci�n que proporciona el departamento de inform�tica de la empresa, si bien la intenci�n de estos controles no es atrapar rijosos operadores de bolsa sino detectar transacciones de datos de espionaje industrial o traiciones a los protocolos de imagen de la compa��a.

El fen�meno es global y puede afectar tanto a un empleado de British Petroleum en el desierto argelino como a un monje budista en un templo de Chiang Mai o a cualquiera que disponga de un ordenador en cualquier punto del mundo. Pero en Londres es la concentraci�n f�sica de un ej�rcito de cientos de miles de empleados corporativos en la milla cuadrada de la City y el �rea anexa de los Docklands lo que la vuelve espectacular. La comunidad es electr�nica y los v�nculos virtuales, pero la disposici�n en ?planta libre? de las oficinas organizadas en forma de mil hojas en los ingentes rascacielos es la continuaci�n del taller victoriano por otros medios. Villa Carb�n se ha transformado en Villa Pentium. La colmena oscura de las f�bricas te�idas de holl�n se ha transformado en el panal cristalino con anillas de acero y ventanas de cristal inteligente que regulan la luz del sol.

El empleado de la colmena cristalina sigue siendo el hombre o la mujer de la multitud victoriana apretando el paso por las mismas calles y los mismos t�neles a los que se han a�adido incrustaciones tecnol�gicas. Los horarios siguen siendo largu�simos, pero ahora el empleado acude ?en algunos casos mediante el incentivo de un bonus y en la mayor�a de los casos s�lo por conservar el trabajo? por su propia voluntad. El ojo del empleador sigue siendo implacable pero gran parte de su supervisi�n ha sido delegada a los sistemas inform�ticos o a la peer-supervision, o sea el control de los empleados entre s�. El empleado de la colmena cristalina no tiene escapatoria sino hacia el interior de la pantalla-celdilla donde remueve diariamente su cera de datos y deja constantemente las huellas de sus dedos y de sus pensamientos. El viaje a la colmena sigue siendo infausto ?en muchos casos m�s largo y m�s peligroso que en el siglo diecinueve? y la calidad insalubre de la vida se ha desplazado del eje f�sico al eje mental.

He aqu� una cara escondida, inquietante, de la velocidad de Londres: puede parecer un enclave ca�tico bajo la administraci�n de vetustos poderes post-imperiales; una ciudad-estado gobernada por una burocracia decadente, morosa y al borde del colapso; pero tan cierta como su desorganizaci�n es la eficacia de sus sistemas de control y casi todas nuestras acciones son filmadas y casi todos nuestros movimientos registrados y pasibles de escrutinio. Los ataques terroristas del 7J 2005, no han hecho m�s que exacerbar ?y servir de justificaci�n pol�tica? a esta tendencia a la supervisi�n desaforada.

En una ciudad donde hasta un s�ndwich se suele pagar con tarjeta de cr�dito durante las prisas de la hora de almuerzo, casi todo lo que hacemos deja huellas electr�nicas. Casi todos los d�as escribimos un diario espectral que incluye nuestras comunicaciones por email o tel�fono m�vil, nuestras visitas a sitios en la Internet, nuestras transacciones en cajeros autom�ticos o nuestras compras con tarjetas de cr�dito o de d�bito. En materia de microsegundos dejamos huellas perdurables que se almacenan durante meses o a�os en los servidores de compa��as o departamentos estatales. Los datos que se obtienen sobre nosotros pueden ser utilizados por los departamentos de publicidad y marketing de las corporaciones (fastidioso), por los servicios de inteligencia (inquietante), por revendedores de datos personales para fraudes financieros o fragua de identidades (siniestro). En la vida cotidiana nuestros conocidos pueden dejar huellas electr�nicas con la crueldad m�s inocente: muchos ligues que uno hace en bares o discos ni siquiera se toman el trabajo de dejar un mensaje en tu contestador telef�nico. Asumen, con toda naturalidad, que al llegar a casa vas a marcar el 1471 e informarte del �ltimo n�mero que ha llamado a tu l�nea. En su defecto puedes revisar la lista de llamadas perdidas en tu m�vil y entonces tendr�s, si quieres, la opci�n de llamar de vuelta al interesado o la interesada. En muchos casos son las m�quinas las que se llaman entre s� durante d�as o semanas antes de que dos voces humanas se encuentren, si acaso superan alguna vez la timidez electr�nica. Los mensajes textuales son otra manera de esquivar la voz. Pero la persona que no responde el tel�fono no est� necesariamente coqueteando ni haciendo el amor con una tercera persona: lo m�s probable es que est� entretenid�sima destruyendo facturas y papeles firmados con su flamante shredder o ?destructor de papel? a fin de tratar de borrar alguna de sus huellas nunca mejor dicho digitales. No tal vez un magn�fico hobby de fin de semana, pero muy comprensible en una sociedad donde no hay cartoneros sino carro�eros de datos que revuelven la basura en busca de membretes de res�menes bancarios y n�meros de tarjetas de cr�dito.

Sometido a la fuerza centr�peta de la ciudad ?a su irresistible gravedad? el cuerpo se nutre y se mima hasta donde es posible, aunque sea con bocadillos que, no importa qu� sabor se elija, saben m�s o menos a lo mismo y se compran en tiendas similares y resultan tan insatisfactorios como inocuos. Las compa��as que requieren el auto-secuestro de sus empleados han comprendido por fin (y este es un avance sobre los utilitaristas victorianos) que el cuerpo es una m�quina que requiere un reciclaje peri�dico de energ�a y suelen disponer de gimnasios o pagar abonos a ?Health Clubs? cercanos a los que es posible hacerse una escapada, correr media hora en el tread-mill, darse una ducha y volver a trabajar. Las compa��as peque�as y medianas no pueden ni so�ar con ofrecer estos beneficios y tratan de compensarlo con una salida ocasional al pub, en general un viernes, donde los empleados tienen la oportunidad de emborracharse por cuenta del patr�n (y una ilusi�n de democracia, ya que el patr�n se emborracha con ellos). Cafe�na sofisticada a precios exorbitantes de Starbucks por la ma�ana, s�ndwich triangular en as�ptico envase de pl�stico transparente de Pret-a-manger y alcohol o cigarrillos o aspirinas o calmantes o porros o l�neas de coca por la noche ?salpicadas� por la ocasional escapadita a la m�quina expendedora para adquirir un ?chocolate-fix? ? forman la dieta que regula el desempe�o corporal. El cuerpo debe conformarse con esta dieta y con el ejercicio que realiza durante la fren�tica pausa de 15 o 20 minutos para engullir el bocadillo entre las 12:30 y las 13:30 ?hora a la que todo el mundo sale en hordas a la calle y se forman filas en cafeter�as, delis, tiendas de comidas r�pidas y farmacias?. El esp�ritu nada tiene que ver con todo esto. El esp�ritu, como sol�a decir el Dr. David Whittington, mi m�dico de cabecera en Londres y un sarc�stico genial, dej� de existir hace un par de d�cadas por decreto de Margaret Thatcher y por lo tanto ya no debemos preocuparnos por �l (y mucho menos en la City de Londres, donde no se conocen transacciones espirituales y las ideas de n�usea existencial, sentido de la vida, azar o fatalidad de Dios, fugacidad de las cosas, tempus fugit, angst, cosmovisi�n, eternidad o moral son academicismos muy dif�ciles de presentar en proyecciones de Powerpoint). A la mente no le falta de qu� ocuparse y es conveniente utilizarla como un procesador de datos que se enchufa a un tomacorriente de Villa Pentium, y ya. El alma, por �ltimo, puede solazarse con las vistas sobrecogedoras desde las ventanas que dominan la ciudad iluminada al caer la noche ?que no son para nada desde�ables? pero no hay mucho m�s que ofrecerle.

Momentum

Fui un ni�o fantasioso que creci� en la �poca de la carrera espacial americano-sovi�tica y que presenci� con ojos fascinados, en un desvencijado televisor de colegio, el alunizaje de Armstrong, Aldrin y Collins en 1969. De aquella infancia sideral ?o acaso s�lo lun�tica? tal vez me venga la idea de que las ciudades ?y en especial las megal�polis? son como planetas que nos hacen pensar en su masa, en su gravitaci�n y en su velocidad. Son fen�menos gaseosos y a la vez s�lidos de magnetismo y frenes�. La conversaci�n que producen en torno a su existencia es una suerte de "m�sica de las esferas". En esa m�sica podemos a su vez distinguir tempo y ritmo y en el sonido de los nombres de las ciudades, igual que en un fraseo musical, una variaci�n de resonancias que es a la vez infinita y �nica para cada uno. Escribimos "Shanghai, 1832", o "Berl�n, 1939" o "R�o de Janeiro, 1981", o "Londres, 1995" y lo que para otros es apenas el pi� de p�gina, para uno es una historia de vida que pugna por ser escrita.

Londres proyecta su influencia sobre el mundo entero y su vocaci�n de astro se deja sentir a�n estando en su centro. El mejor lugar desde el cu�l experimentar su fulgor y su gravitaci�n es el London Eye o Noria de Londres. El London Eye es la metonimia de Londres ?la parte min�scula que remite al todo gigantesco?. Es el ojo que contempla su propia belleza. Pero el London Eye es adem�s la met�fora m�s espectacular del tempo y del ritmo de Londres, y de su velocidad maqu�nica, y quiz� �sta sea la raz�n de su �xito fenomenal entre el p�blico desde su construcci�n para los festejos del milenio: una imponente rueda de acero que se eleva junto a Westminster, en la ribera Sur del r�o. Cada uno de sus rayos culmina en un pod o c�psula de vidrio en la cual van los pasajeros. Desde cualquiera de sus c�psulas, apenas mecida por el silbido del viento, se dir�a que la ciudad est� detenida a fin de dejarse observar. A la distancia, cualquiera dir�a que es la Noria de Londres la que est� detenida. Sin embargo la noria tarda solamente cuarenta minutos en efectuar una rotaci�n sobre s� misma, y no se detiene nunca.

El London Eye es, con sus 135 metros de altura, la mayor noria panor�mica del mundo y de la historia. La palabra noria, con su connotaci�n a la monoton�a del trabajo forzado, no es la m�s feliz para describir esta estructura a la vez leve y monumental. La palabra noria trae desde el fondo de la memoria cuentos aciagos de caballos obligados a girar de continuo en el interior de molinos o antiguos tiovivos. (Pero noria proviene del �rabe n???rah, y suena tambi�n a rueda de jard�n andaluz, o de patio magreb�, que extrae el agua de los pozos y gira formando una constelaci�n de gotitas brillantes). En las ferias de infancia, siempre hab�a una noria con su contorno iluminado por hileras de lamparillas recortando su circunferencia en la noche. Algunos la llamaban ?rueda?, que es una descripci�n sucinta y t�cnica. Pero en la mayor�a de los casos, en el Cono Sur, la conoc�amos con el nombre de ?vuelta al mundo?, que viene como anillo al dedo para describir al London Eye.

Una revoluci�n completa del London Eye dura unos cuarenta minutos y durante ese tiempo se tiene la sensaci�n de iniciar una vuelta al mundo en globo. De lejos, parece como si la rueda estuviera inm�vil. Al ras del suelo, hay que apresurarse un poco para entrar, ya que anda a un cuarto de la velocidad a la que anda una persona, y no se detiene nunca. A bordo, se tiene la sensaci�n de flotar en una tenue r�faga de viento. El London Eye tiene primos en todo el mundo y un antecedente c�lebre es la rueda de Earl's Court, que se construy� como parte de la Exposici�n de Earl's Court de 1894-95 y estaba ubicada cerca de la estaci�n West Kensington, al Oeste de Londres. Un reclamo victoriano escrito por un tal George Birch, en The Descriptive Album of London, c.1896 la describ�a como la posibilidad de:

??experimentar los fascinantes efectos de una ascensi�n en el aire, sin los peligros a los que se expone un globo aerost�tico (efectuar un ascenso m�s alto del que se esperaba, y evitar la improbabilidad de aterrizar de una pieza).?

La rueda de Earl's Court que funcion� entre 1895 y 1909 era una r�plica de la c�lebre Ferris Wheel que hab�a sido la atracci�n principal de la Exposici�n de Chicago de 1893. Se elevaba a 92 metros de altura y su rotaci�n era controlada por dos motores a vapor de 50hp. La rueda en s� misma pesaba 500 toneladas, sumadas a las 600 toneladas de los rayos que soportaban el eje. Cada rotaci�n duraba 20 minutos. Las cuarenta cabinas ten�an capacidad para 40 pasajeros y no era infrecuente que la rueda se detuviera a causa de desperfectos t�cnicos mientras las cabinas de cristal estaban llenas, dejando varados a los pasajeros por tiempo indefinido. El 21 de mayo de 1896 a las 19:40 la rueda se detuvo y no fue sino hasta el mediod�a del d�a siguiente cuando el �ltimo de los pasajeros consigui� ser evacuado. La Banda de la Guardia, que tocaba en el terreno de la exhibici�n, sigui� interpretando m�sica hasta altas horas para entretener a los pasajeros atrapados, y cada uno de ellos recibi� la suma de 5� de London Exhibitions Limited a manera de compensaci�n.�Al d�a siguiente del percance, se form� una fila de unas 11.000 personas con la esperanza de quedarse atascados en la rueda a fin de cobrar sus cinco libras de compensaci�n, convirtiendo as� el desperfecto de la rueda en un incentivo a su popularidad. No es raro que en la �poca se volviera una humorada frecuente culpar al fallo de la rueda por la tardanza en volver a casa. La rueda sobrevivi� hasta 1906/7 cuando dej� de ser lucrativa y cay� bajo la piqueta de la demolici�n.

Tal vez fueran estos fantasmas de falta de lucratividad, peligro o extravagancia los que echaron cierta sombra sobre los proyectos para la construcci�n de la Rueda del Milenio, el otro nombre del London Eye en v�speras de las celebraciones del a�o 2000. Como siempre que se intenta algo arquitect�nicamente provocativo, no faltaron los agoreros. Algunas cosas nunca cambian: el peri�dico The Builder escrib�a a principios del siglo XX a prop�sito de la rueda de Earl's Court:

''Tenemos tan poca simpat�a por esta clase de tonto juguete sensacional como por la torre Eiffel?� Es una pena que el esfuerzo y el costo empleado en su construcci�n no se haya dedicado a una finalidad m�s �til que propulsar coches atestados de idiotas alrededor de un c�rculo vertical''�

Convengamos con los redactores de The Builder en que una vuelta en la Rueda del Milenio es la manera m�s in�til y hermosa de viajar. No nos transporta a ning�n sitio y sin embargo al bajar parece como si volvi�ramos de otro mundo, tal vez de otro planeta, o tal vez de echar una mirada digna de Dios sobre una ciudad que es en s� misma como un planeta.

La� inmensa circunferencia gira despacio, pero m�s veloz de lo que pudiera suponerse a la distancia. El filo del atardecer dibuja un momento en el tiempo y seg�n somos propulsados hacia el cenit alguien dice ?it�s gaining momentum? ?est� ganando velocidad? y comprendo que no existe mejor manera de expresarlo sino con la palabra latina importada por la lengua inglesa: ?momentum?, una palabra m�gica que resume tiempo y movimiento, impulso y duraci�n.

Arist�teles pensaba que el movimiento circular es perfecto. Pensaba que la Tierra, como una esfera inm�vil, estaba en el centro del universo y que alrededor de ella, incrustados en esferas conc�ntricas transparentes, giraban los astros y planetas, propulsados por un �ltimo motor inm�vil, que act�a directamente sobre la �ltima esfera, m�s all� de la cual ya no hay nada. Es dif�cil no ver su teor�a, tan err�nea como bella, ilustrada en esta contemplativa ?vuelta al mundo?.

Las ciudades son como los planetas, y las ruedas de feria como vueltas al mundo y si no me hubiera tocado girar por el mundo en forma literal, aquellos giros en las ruedas de las ferias de infancia habr�an bastado para propulsar mi fantas�a durante toda una vida, ya que siguen siendo la ilusi�n del viaje nunca igualado: viajar es siempre imaginar y todos los viajes estaban contenidos en la primera Vuelta al Mundo. �Son veh�culos las ciudades y dan la vuelta al mundo sin moverse o nos hacen girar como idiotas en una rueda vertical? No lo s�, pero sin duda nos hacen pensar en la velocidad y se comportan a veces como medios de transporte. �Son m�quinas y, acaso, m�quinas de viajar? Si lo son, procuramos disimularlo. En verdad, las ciudades son organismos o mundos enteros y como si fueran planetas que estuvieron all� antes que nosotros y seguir�n estando all� cuando nos hayamos ido. Y en cada regreso a cada ciudad que hemos visitado, incluso la propia, nos vemos traicionados por cambios de ritmo y de lugar, de tempo y de superficie. El hecho de que la persona que regresa nunca sea la misma no contribuye a aclarar las cosas.

Jorge Omar Viera

el interpretador acerca del autor

Jorge Omar Viera

Publicaciones en el interpretador:

N�mero 29: diciembre 2006 - Horizonte fantasma (Londres)

N�mero 30: marzo 2007 - Mi Marrakech (aguafuertes)

N�mero 31: julio 2007 - Proyecto Para�so (narrativa)

N�mero 31: julio 2007 - Londres y la velocidad (ensayos/art�culos)

Direcci�n y dise�o: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
Control de calidad: Sebasti�n Hernaiz

Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).