a Ouahbi, que me enseñó Marrakech
Mi Marrakech es una ciudad propensa a las terrazas y a la melancolía. Las montañas del Atlas la rodean y la protegen como un halo perpetuo de nieve y añoranza. Su color es el terracota, o el rosado, o el ocre, pero una luz rabiosa reverbera contra sus murallas produciendo emociones tornasoladas. Como todas las ciudades árabes y milenarias, Marrakech tiene un casco viejo, la Medina, con sus callejuelas que se continúan una en otra y parecen entreverarse como cuentos de cajas chinas, y parece como si no terminaran nunca. En realidad toda la ciudad produce el mismo efecto, hechizante y siniestro, de un cuento que no terminara nunca. La parte nueva, Gueliz, no por ser nueva es menos lánguida ni menos taciturna ni menos misteriosa, como si ni siquiera la arquitectura más reciente pudiera con la hosquedad de siglos que sopla desde el desierto.
Mi Marrakech está aquejada de un exceso de cielo y de palmeras, que ondulando a la vera de los bulevares, cual las bellas putas cansadas que la ciudad ofrece por doquier, le infunden un poco de su lastimera arrogancia. Y en esos atardeceres envueltos en polvillo rojizo, cuando los hombres se apiñan a matar el tiempo en las terrazas de los bares, y a mirar pasar las putas, Marrakech hace pensar, como esas palmeras y esas señoras de la vida, en la futilidad y en la fugacidad de todo. Y aún dentro del perímetro mágico de la Plaza de Djemaa el Fna, donde se supone que el espectáculo continuado de magos, músicos y buscavidas ha de hacer que uno se distraiga, se siente igual la cuchillada del tiempo en la espalda y uno tiende a agradecerla, ya que es la punzada misma de la vida.
Tal vez sea la luz de Marrakech, tan dramática y arenosa y encarnada, lo que hace que uno espere cada tonalidad del día con la misma ansiedad con que un actor espera su única línea en una pieza teatral cuya audiencia es Dios. Cada matiz de la luz de Marrakech espeja un estado de ánimo, y para los espíritus inestables como el mío, que llegan a la ciudad con un tornillo flojo y un corazón frágil, no hay otra luz posible. La luz de Marrakech es un drama del cual uno mismo es el desenlace.
Marrakech es también una ciudad de aves migratorias y de viajeros perdidos que buscan, como las cigüeñas y los ubicuos gatos que pueblan sus cornisas, un horizonte que les haga ilusión. La ciudad es en verdad tan propensa a los escalones y a las terrazas y a los horizontes, que a la hora en que los almuecines llaman a orar desde los alminares de las mezquitas y sus voces se superponen como un lamento coral, se diría una Tenochtitlán del alma desde la cual se domina un lago de ilusiones perdidas.
Marrakech es un contrasentido: un oasis seco, un bazar donde las mercancías son las personas que lo visitan; una fortaleza sin fuerza; un romance sin amor. No es éste el lugar dónde explicar por qué este contrasentido es maravilloso. No es éste el lugar donde explicar nada. La ciudad es reacia a las explicaciones y tan propensa al secreto como a los escalones que llevan hacia sus terrazas, donde ocurre casi todo lo que tiene alguna importancia, y que sin embargo permanecerá siempre en secreto.
Como el sentido mismo de la ciudad.
En sueños, Marrakech se me aparece como una alfombra que se tiñe de sangre. Las hediondas curtiembres donde se cuecen los tintes de las anilinas de sus tapices no son más que la manifestación diurna de la trabajosa hemorragia de sus noches. Y al rayar el día uno se desayuna con la visión de la luz desaforada proyectándose sobre unos muros del color de la sangre seca.
Mi Marrakech es una ciudad que nunca podré describir más allá de sus reflejos, y sus reflejos son siempre engañosos, como las figuras que el sol traza en sus murallas. Marrakech es un espejo opaco. El efecto de la ciudad se proyecta en los ojos y en el corazón, pero no su así su fisonomía. Las terrazas son como rampas desde las que es posible saltar hacia el cielo. Pero vemos el salto y no el cielo mismo. O veo una terraza donde fui feliz bajo un cielo de agosto, pero no sabré nunca por qué la felicidad me ha sido posible en una ciudad de mercaderes atroces y de vistas que de tan bellas acongojan.
Marrakech no es más que un puesto de avanzada hacia el más allá de mí mismo. ¿Pero por qué una ciudad tan bulliciosa y proliferante está tan enferma de lejanía? ¿Y por qué a la luz velada del fin de la tarde, cuando me asomo a cierta ventana y veo pasar los coches por la avenida, y veo a las mujeres que se apresuran envueltas en sus albornoces arrastrando a críos gritones, y veo a las parejas de muchachos que caminan abrazados, y veo las siluetas apoltronadas alrededor de las mesas de los cafés, me siento morir de una tristeza que no sé si es de Marrakech o mía propia y me viene al mismo tiempo una alegría de vivir tan inexplicable como indignante? ¿Por qué Marrakech, siendo tan inhóspita, hace pensar en cosas felices como el sabor de una aceituna o del primer beso que se le dio a alguien amado hasta la extenuación? ¿Por qué está enferma, Marrakech, de amor?
Mi Marrakech es una ciudad propensa a las terrazas y a la melancolía. Una avanzada de quimeras, mangrullo de gatos, bastión de putas, hoja de cuchillo al sol, deseo color índigo, desesperanza brillante, o el recuerdo de una hilera de luces que avanzaba hacia a mí y hacia mi amigo marroquí en la noche alta, mientras conducíamos a velocidad y las luces alrededor la fuente que hay en la intersección de la Avenida Mohammed V y la Avenida de France nos provocaron risas incontenibles como vómitos.
Marrakech es luces nocturnas que hacen reír. Marrakech me acuna, me agota, me solivianta, me hiere. Busco en este paisaje, vibrante como un espejismo pero tan real como la piedra en que está construido, un color que no lastime, un grito que no sobresalte, unos ojos que no hechicen como ojos de gato.
Pero éste es un lugar donde la luz grita y el desierto se contagia de persona a persona como un virus, y en última instancia… ¿quién soy yo para encontrar la salida al laberinto o el final del cuento? Marrakech es la impresión que se resiste a ser escrita. Es el final que augura, cada vez, un nuevo principio. Marrakech es un cuento de trama arisca, incesante.