el interpretador columnas

 

Dos extraños amantes

(cine en video)

Febrero 2007

por Hernán Sassi

IMPORTANTE: Independientemente de la periodicidad que tenga la revista, esta columna se actualizará mensualmente.

 

 

      

 

 

 

 

 

 

Annie Hall o Dos extraños amantes como se conoció en Argentina, aquella maravillosa película de Wody Allen –mi preferida junto a Manhattan– relataba con cinismo, y aunque parezca paradójico con suma ternura, la historia de un amor que no pudo ser.

 

De este filme protagonizado por Allen mismo y D. Keaton, además de ese final único al que ahora me referiré, siempre recuerdo –no sin dolor porque es una realidad inexorable– una verdad tan cierta como contundente. Cuando W. Allen escucha de boca de su pareja el clásico ”lo nuestro se acabó”, camina desconcertado por las calles de Manhattan y, preguntándole a cualquier ocasional transeúnte, trata de encontrar alguna respuesta a ese infortunio por el que todos hemos pasado alguna vez. Más allá de los comentarios absurdos y desopilantes que hace más de uno, hay una vieja que “da en el clavo” y ante las preguntas de Allen: “¿es algo que hice mal?, ¿por qué se va?, ¿por qué me deja?”, responde con la sabiduría y el cinismo que dan los años: “el amor se desvanece, es todo”. A Allen le costará, pero al final terminará por entender que el amor es así, aunque nos duela: como viene, se va. Quizá sea porque, después de todo, y recordando algo que repite Alejandro Dolina habitualmente, si esperamos lo suficiente, todo, pero todo termina mal. Así que, ¡a disfrutar mientras dura mis chichipíos! Porque, como decía un poeta, “dura poco la maravilla”. Y no me venga con que “dura, lo que dura dura”. ¡No!, ¡no sea animal!, ¿quiere? Esto no es joda, es algo serio. Dejemos sus groserías de lado y volvamos.

 

Iniciándose con un clásico flechazo cósmico y sucediéndose entre alegrías y desavenencias, la relación entre Keaton y Allen madura hasta la ruptura. Aquí ellos recordarán los amores en la vida de cada uno reprochándose, bien cómo fue que habían estado con tal o cual –hecho que también nos ha pasado a todos, no mienta–, bien cómo demonios dejaron escapar de su vida a fulano/a o sultano/a (es memorable la escena en la que ellos, ya adultos, se pasean viéndose a sí mismos con otros novio/as cuando eran jóvenes e inexpertos), hasta reencontrarse pasados los años en un café de Manhattan, en donde, con la nostalgia del caso y en un final genial que todo cinéfilo guarda en la memoria, repasan las luces y sombras de su propia historia. Allen, quien entre otras cosas escribe una obra de teatro para exorcizar su pena y ya ha aprendido lo suficiente habiendo sufrido los rigores del amor, culmina con una frase inapelable: “Las relaciones son totalmente irracionales, locas y absurdas; pero no podemos hacer otra cosa que vivir en ellas”. Y a propósito, recuerdo unas palabras de Aira, el involuntario patrono de la columna hermana a esta, que vienen al caso para ilustrar este cierre memorable:

 

“Una historia, cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia queda por toda la eternidad. El recuerdo se borra, pero queda otra cosa en su lugar. […] Las vidas pasan y con ellas todo lo demás: civilizaciones, imperios, y hasta la visión y la belleza de los paisajes en su ciclo acuarelado de estaciones. No lo creemos, pero es así. Nunca podemos creerlo, porque nos distrae la irisada contemplación de nuestras propias vidas que se reflejan en otros, en otros innumerables, a veces amados.”

César Aira, Una novela china.

 

Volviendo a Annie Hall y haciendo una analogía brutal y, por ende, totalmente arbitraria, pensemos que también el cine y el video, con sus afinidades –las menos– y enemistades –las más– son también “dos extraños amantes”. Más allá de esta referencia caprichosa que no es más que un acierto (de un amigo, no mío) en el azaroso arte de titular y representa, más que nada, una buena excusa para volver y recomendar una película amada, desde aquí le propongo recuperar el placer de alquilar buen cine en video.

 

En este espacio ofrecemos un servicio complementario del que prestamos en Perlas en el fango todos los meses. Aquí encontrará algunas recomendaciones que no están sujetas al buen o mal día de los programadores de los canales de cable y que bien le servirán para los días en los que no encuentre un joraca para ver por tele.

 

Lamento avisarle que tendrán el mismo calibre que aquellas que encuentra haciendo click aquí arriba nomás, es decir, habrá falsa erudición, mucho robo de saberes ajenos, otro tanto de escritura “a lo Aira” (léase, un manojo de impresiones e ideas que, corregidas como es debido, podían estar bien y hasta pasar por decentes) y por sobre todo –eso es lo que abunda, es mi especialidad– imbecilidades varias. Entre paréntesis, y a propósito del “robo de saberes”, de la propiedad intelectual inveteradamente mancillada por Internet: muchachos de la cinefilia, paren de robarse entre Uds.

 

Como bien saben los que leen mi columna, yo, aunque suene paradójico tratándose de material para una revista virtual, escribo sin conexión a Internet y sólo he recurrido un par de veces y a último momento antes de mandar la columna “al jefe”, al mandamás de esta revista, Juan Diego Incardona, solamente para chequear algún que otro dato que mi memoria no guardaba con firmeza. Y la prueba de ello está a la vista. Repasen Perlas pasadas y verán las Animaladas (sí, con mayúscula) que he cometido. Recuerdo una, de antología. En pleno fervor escriturario, al citar una película de Bresson yo escribí A saltar Baltasar, y la verdad es que le había pifiado fiero, fiero, y para peor yo había visto esa película, no era sanata como en otras tantas que mando fruta descaradamente. La cuestión es que la película, la del burrito que va de aquí para allí al ¡a-zar!, justamente se llamaba Al azar Balthasar, y no ¡A saltar! Pero, ¿cómo, los burros no saltan, acaso? Sí, pero en fiestas donde corre frula de todo tipo y no en obras de Bresson, un santo, un asceta del cine.

 

Volviendo. Estaba en esto de advertirle a mis colegas que escriben de cine en la red que dejen de robarse entre ellos. Hace poco, relevando información para un trabajo especial sobre las películas que ahora comentaré me encontré con plagios descarados que realmente dan vergüenza ajena. La verdad, si no se nos ocurre nada sobre una película, ¿por qué escribir? ¿Quién los obliga? Más vale poner: “no se me ocurre un carajo, ¿por qué no venís y escribís vos?, ¡puto! Total en Internet nadie nos va a decir nada. Es el reino de la impunidad. Háganme caso muchachos, si no se les ocurre nada no escriban o hagan como yo, escriban pelotudeces entreveradas con algo ajeno. Pero que no sea evidente, ¡no sean tan groseros, che!

Ah, antes de leer estos comentarios que vienen o alquilar nada, si no vio Annie Hall, ¿qué espera para alquilarla? Es una historia de amor sólo equiparable a las de Truffaut o Eric Rohmer.

 

Ana y los otros (Celina Murga, 2003; estrenada en el 2006)

 

Ana vuelve a Paraná para vender la casa que heredó de sus padres. Está de nuevo en su ciudad, la cual abandonó hace unos años para venirse a Buenos Aires. Camina de un lado a otro, como una desconocida. Vagabundea sin una meta aparente. Sigue el trayecto sinuoso de una apátrida. Con esa trayectoria, como en Tan de repente de Diego Lerman, Sábado de Juan Villegas –quien aquí ejerce como ayudante de dirección–, como ocurría con algunos filmes de la Nouvelle Vague, nos señala que lo importante está en el camino, no en la llegada. Con este peregrinaje inestable, Celina Murga extremará una poética del azar, del “accidente”, ahondará esa pulsión por la dispersión que caracteriza a buena parte del nuevo cine argentino, como bien analiza Gonzalo Aguilar en Otros mundos. Un ensayo sobre el nuevo cine argentino (Santiago Arcos, 2006), el más importante e integral ensayo sobre nuestro cine contemporáneo.

 

Antes de adentrarnos en el comentario de la mejor película del cine argentino estrenada en el 2006, junto con Monobloc de Luis Ortega y Opus de Mariano Donoso, permítanme una digresión. ¿Por qué reparo con tanto énfasis en Otros mundos? Porque entre otras tantas virtudes Aguilar le escapa al onanismo teórico que suele cundir en buena parte de nuestra crítica cinéfila. Aquel que escribiera con David Oubiña El cine de Leonardo Favio no necesita pasar “a presión” las bondades de La niña santa, La libertad o Bonanza por las iluminaciones críticas o categorías teóricas de Bazin, Daney o Deleuze. Los cita, sí, pero no para “darse corte” como tantos (y rescatemos de entre ellos a Schwarzbock, Ricagno, Amado, Oubiña, Bernini y Wolf, para citar algunos ejemplos de aquellos que honran la crítica nacional), sino para pensar con ellos, a partir de ellos, en este caso, sobre los otros mundos abiertos por los nuevos directores argentinos.

 

Explayémonos un poco más para aclarar esta digresión que hace las veces de reivindicación tardía al tiempo que señala alguna impostura crítica. ¿A qué me refiero con onanismo teórico o, mejor dicho, paja intelectual de entendidos? Un comentario al pasar servirá como ejemplo. En un muy interesante balance que en la última emisión de El ojo –programa emitido por Canal a– hicieran los críticos Bernardez, Lerer, Wolf y Broderson sobre lo que nos dejó el 2006 en materia cinematográfica, en un momento el último sentenció: “bueno, parafraseando a Bazin, habría que preguntarse qué es el cine argentino, ¿no?”. Digámoslo redondamente, las agudas reflexiones de Wolf, el más inteligente de este cuarteto que llevó a cabo este muy buen programa de crítica y divulgación de nuestro cine, de sus virtudes y desaciertos, se vieron empañadas por tal acotación, la cual tan sólo con la fuerza de su inanidad hizo estallar todos los boludómetros del mundo. Para quien no lo sabe, el libro de Bazin, una bisagra en la historia de la crítica, se llama ¿Qué es el cine? Entonces, frente a este caso en particular, ¿hacía falta citar al patrono de la crítica para preguntarnos sobre nuestro cine actual? Así como sucede en algunos artículos –llamarlos ensayos sería una demasía– publicados en revistas especializadas que se enredan en citas y más citas del panteón cinéfilo, esta es la paja intelectual de la que hablo. Aquí la cita sirve sólo para gritar a cuatro vientos “¡yo leí a Bazin!” y no para pensar a partir de su sabiduría, no para ver si su fino análisis del neorrealismo, por ejemplo, nos sirve para revisitar con más lucidez los últimos avatares de nuestro cine. Pero ojo, no quisiera que se me malinterprete, justo a mí, alguien que en estas columnas suele abusar de la cita fraterna y aún no reflexiona sin esa amistosa compañía cerrilmente legitimante. No hay ninguna animosidad contra Broderson, quien me merece el mayor de los respetos. La mención del comentario que lo tiene como protagonista solo sirve como muestra de cierto síntoma, el cual habría que desterrar de nuestra crítica porque; después de todo, no debemos olvidar que en estos últimos años no sólo el nuevo cine argentino ha dado grandes pasos, sino también la crítica, quien en buena parte si no fuera su mentora en solitario –hubo otros factores que influyeron, no solo ella– supo ser su férreo sostén gracias a su inteligencia y no a cierta megalomanía vergonzante.

 

Como no quiero ser injusto, recordemos entonces a los poetas por sus mejores versos, no por los peores. Para despedirnos de esta digresión recomendamos fervorosamente el programa que Diego Broderson conduce por canal 7 todos los jueves a las 22hs: Ficciones de lo real. Un gran programa dedicado al documental, un género que en estos años ha cobrado nueva vigencia y que con ejemplos como Trelew, Bonanza, Yo no sé qué me han hecho tus ojos, Opus y Los rubios, entre otros, ha demostrado que buena parte de lo mejor de nuestro cine pasa por ahí.

Volvamos a la película. Ana, aquella que dejamos caminando antes de perdernos en elogios y críticas desmedidas –quizá por igual–, como la ciudad, es otra y la misma. En esa caminata sin rumbo que la lleva a reencontrarse con antiguos compañeros ellos le remarcarán su cambio: Ana vuelve con el pelo corto, mientras que ella retrucará que está flaca “como siempre”. Sí, como la ciudad, en Ana hay algo que cambió, pero, como se verá a lo largo del filme, también hay algo que permanece, una búsqueda que persiste.

 

Aunque le responda a la primera compañera con la que se encuentra que “novio, novio, no tengo; pero siempre algo hay”, Ana aquí está siempre sola. Camina sola. Baila sola. Nunca se integra a los otros que menta el título, sean éstos sus ex–compañeros, algún que otro amigo, niños que juegan en una plaza o que se divierten en una murga. Guarda su soledad como un tesoro, mejor dicho, y ateniéndonos a lo que sucederá, como quien defiende una plaza sitiada que está a punto de caer.

 

Sin el hermetismo y manierismo de Extraño de Santiago Loza, siguiendo solo el deambular de Ana por esa ciudad a la que mira sin la nostalgia del desarraigado y las circunstanciales conversaciones en las que participa iremos conociendo a este personaje esquivo, a sus pensamientos, sus verdaderos deseos. La directora, sin énfasis alguno, nos mostrará cómo Ana busca el amor, el cual según se lo revelara a su amiga, lo siente como una búsqueda perpetua. Como ese camino interminable que emprende en la ciudad, el camino del amor aquí está lleno de pasos en falso, siempre asediado por la duda, lleno de inseguridades. Por ello Ana prefiere estar sola.

 

Como un personaje transplantado del mundo de Eric Rohmer, en su encuentro con desconocidos y viejos amigos, en charlas sobre la vida de propios y extraños Ana recorrerá los encantadores tormentos del amor: desde el primer flechazo, los pequeños engaños, las infidelidades contumaces, o cuánto nos tortura sabernos absolutamente ignorantes del amor que nos profesa quien amamos ciegamente, hasta llegar a lo que ella llama la “injusticia” del amor, esa fatal diferencia de “intensidad” que existe entre todos los amantes. En relación con este último punto en particular, uno de los pasajes más memorables de la película es aquel en el que la encontramos junto a Diego, un ex–compañero que tiempo atrás se peleó con su mejor amigo –el verdadero amor de Ana– porque la amaba con locura, en el que se los ve examinando a las parejas que los rodean en una fiesta y reparando sólo en los pequeños gestos que éstas se prodigan o en los silencios de unos y otros para demostrar o refutar la tesis de Ana y determinar quién en cada pareja ama más a quién.

 

También como las heroínas de Rohmer o los de Truffaut en cuestiones amorosas la protagonista será menos astuta –mucho menos astuta– que los demás, incluso que los adolescentes y los niños, siendo estos últimos capaces de darle cátedra sobre el amor. Aunque Ana –en la mejor escena de la película– pretenda enseñarle al niño que la acompaña en su último trayecto cómo conquistar a una chica con encantadoras lecciones de “levante”, quien verdaderamente se revelará más astuto será él; entre paréntesis un actor excelente, tan versátil como Camila Toser, la protagonista. Tanto la adolescente con la que se encuentra al comienzo de la historia como este circunstancial compañero, ellos, con su frescura, arrojo y hasta cinismo, pueden infundirle valor para entregarse al amor.

Como hemos dicho, en Ana y los otros se habla de amor. Sin soliloquio alguno, sin tornarse redundante ni monotemática, sino más bien en conversaciones frescas y de lo más banales se entra en el discurso del amor. Al respecto, para culminar reparemos qué decía Roland Barthes sobre lo que ocurre cuando hablamos de amor:

 

“La atopía del amor, la aptitud que lo hace escapar a todas las disertaciones, sería que en última instancia no es posible hablar de amor más que según una estricta determinación alocutoria; sea filosófico, gnómico, lírico o novelesco, hay siempre, en el discurso sobre el amor, alguien a quien nos dirigimos. Este alguien pasó al estado de fantasma o de criatura venidera. Nadie tiene deseos de hablar del amor si no es por alguien” (el subrayado es del autor).

 

Ana habla de amor –sin exagerar, podríamos decir que aunque se refiera a su corte de pelo o converse sobre el destino de tal o cual, ella no habla de otra cosa– y lo hace siempre con su “criatura venidera” en mente, Mariano, ese fantasma de quien no puede desprenderse o a quien no puede reencontrar sin antes pasar por este trivial y aleccionador vía crucis, sin experimentar en carne propia esta búsqueda perpetua de la que habló y en la cual ella persiste e insiste.

 

El gran pez (Tim Burton)

Leyendas, fábulas, mitos, cuentos de hadas. Desde tiempo inmemorial el hombre necesitó contar(se) historias. Necesitó expresarlo en imágenes. Y ahí tenemos las ruinas de Altamira como muestra cabal del más lejano antecedente del cine. Pero también junto al fuego, en una caverna o a la vera de un río, lo hizo con la palabra encarnada, con el relato oral, el germen de todo relato anterior al Gilgamesh inclusive y vigente hasta nuestros días, como bien lo muestra este filme. El gran pez, esta excelente película centrada en la conflictiva relación entre un padre y un hijo, es la más maravillosa reivindicación del poder del relato que hayamos visto jamás.

 

En esta obra de Tim Burton encontramos a un hijo, quien sabedor de que su padre tiene los días contados por una enfermedad terminal y cansado de que se haya escondido detrás de cada una de las historias que ha fraguado por los años, le exige que le cuente la versión real que revele realmente quién es su padre. Y le anticipo, no lo sabremos. Como tampoco sabemos quién es aquel pintor de F for Fake de Orson Wells, película con la cual valdría relacionarse a este filme lleno de aviesos falsarios.

 

Como ya supondrá, encontramos también a un padre, quien, como muchos padres lo fueron en nuestra infancia improvisando por las noches sobre episodios vividos o prestados, es un gran narrador de historias. Pero no uno cualquiera. Él es un hombre que posee el verdadero don del relato, un don hipnótico tal que cualquiera que lo escuchara quedaba pendiente y absorto hasta que contara el último recodo de una aventura, de un sueño o de una anécdota cierta o inventada, que para esta película viene a ser lo mismo. A tal punto llega su encanto a la hora de contar historias que sólo el poder de la palabra le bastó para salvarse en plena Segunda guerra mundial. Pero no es sólo él quien cuenta historias en esta entrañable caja china llena de relatos enmarcados, de cuentos “menores” adocenados en cuentos “mayores”. Serán muchos, como muchas serán las historias que se tejan en este filme de ensueño. Ellas se contarán –y entre otras cosas por ello es grandiosa esta historia– siguiendo la prédica de todo gran narrador, aquella que hiciera famosa Hemingway según la cual de toda historia debe hacerse visible sólo el diez por ciento, dejando en penumbras el noventa, lo esencial.

 

Vale la pena reparar en uno de los relatos de este padre fabulador, precisamente en aquel que narra cómo conoció a la mujer de su vida. En su versión, llena de fantasía, mentiras piadosas y como verá al final, también de verdad, él la conoció en el circo. La vio y, como dicen que sucede con el amor a primera vista, en ese preciso instante literalmente el mundo se detuvo. Pero al volver el mundo atrás, al retornar a sus ciclos naturales, la belleza que lo había obnubilado se perdió rápidamente entre la muchedumbre. Ante su desconcierto, el dueño del circo le confesó que conocía a la muchacha y le propuso un trato: le daría un dato por mes sobre aquella misteriosa mujer para que pudiera algún día conocerla y hasta casarse con ella; pero eso sí, él debería trabajar en el circo a destajo para ganarse esa anhelada información. Como en los cuentos tradicionales o como el Heracles de los doce trabajos, nuestro personaje fue paciente. Trabajó y trabajó. Y cada mes esperaba ansioso alguna buena nueva sobre su amada. Esperó y esperó. Y llegó el día en que supo su nombre y hasta dónde se encontraba. Allí partió presuroso y con todas las ansias de rigor. El relato –el mío– se detiene acá. Ni loco le cuento cómo termina este relato enmarcado. El final es tan delicioso como la historia misma.

 

Volviendo a la película, Burton, este eterno niño, aquí, como lo hiciera en El joven manos de tijera o La leyenda del jinete sin cabeza, vuelve a mostrarnos el amor que profesa por el gótico. En este caso, es de antología la escena en la que el ojo ciego de una vieja bruja revelará la muerte que le espera a varios de los personajes, entre ellos, el padre del protagonista. Y además, con la misma ternura de siempre, vuelve a mostrarnos su compasión por los freaks, los exiliados de toda comarca.

 

En un momento, mientras el padre cuenta un sueño atroz, Tim Burton hace un plano bien cercano a su boca y nos recuerda también otra gran historia que celebra la palabra encarnada, mejor dicho, nos recuerda el final de esa gran historia. Me refiero al final de Smoke, canto al relato oral si los hay. Pero en tanto que reivindicador del poder del relato oral, este filme es sólo equiparable –y muy superior, por cierto– a La camarera del Titanic de Vigas Luna, aquella magnífica película en la cual el relato en el pueblo de un mítico viaje al Titanic realizado por el protagonista cobraba dimensiones colosales y hacía que dicho protagonista se ganara un prestigioso lugar que antaño era equivalente al del mago, el jefe y el sacerdote de la tribu: el de narrador de historias.

El final de El gran pez es maravilloso, y como lo hace el hijo al contarle la última historia a su padre, me hizo llorar como nunca lo hice con película alguna, a moco tendido, como le dicen. ¿Por qué lloré y por qué me emociono al escribir estas líneas? Porque, a diferencia del protagonista, yo no pude llevar al río a mi vieja cuando murió. Pero gracias a Burton y a esta maravilla que no me canso ni me cansaré de ver una y otra vez, ya lo he hecho, cuanto menos en mi imaginación. Gracias Tim.

 

Pero la historia de Burton no termina ahí. El hijo nos cuenta el chiste final del padre. Así reza (y ni con esto ni con lo que le conté hasta ahora le arruino el final de la película, se lo aseguro): “Un hombre cuenta sus historias tantas veces que se convierten en Las Historias. Siguen vivas después de él. Y de ese modo él se vuelve inmortal”. Ya lo sabíamos, pero El gran pez lo ratifica. Nadie lo dude. Tim Burton es inmortal

 

Todo sobre mi madre (Pedro Almodóvar)

Para comenzar, y para retractarme, recordemos aquella célebre sentencia de Heráclito según la cual “no nos bañamos dos veces en el mismo río”. Este fragmento es injustamente –y ya verá por qué– el más conocido de “el oscuro”, como le llamaban a este animal del pensamiento occidental; que entre paréntesis, si lo comparamos con Parménides, de oscuro no tenía un pelo. Heráclito tiene tres fragmentos referidos al río y vaya a saber por qué –por cierta injusticia poética, pienso yo– sólo recordamos éste. So color de una merecida reivindicación poética, cito los otros. Va a ver. Vale la pena.

 

En un pasaje más didáctico, con más ritmo y más hermoso que el que conocemos, dice: “Aguas distintas y distintas fluyen sobre los que se bañan en los mismos ríos”. Y en otro, incluso más poético aún, afirma: “Entramos y no entramos en los mismos ríos. Somos y no somos”. ¡Ma-ra-villa! Ya que estamos les regalo un par más relacionados con el tema. El fragmento 84a reza así: “Cambiando, descansa.” Y el 52, dice: “El tiempo es un niño que juega con los dados; el reino es de un niño”. Bueno, basta porque enpalaga tanta poesía y sabiduría juntas. Lo central es que el tipo este, como bien ya sabe, utiliza el río como imagen de la vida y sobre todo del cambio que ella inexorablemente implica.

 

Todo este prolegómeno sirve sólo para decir que este charlatán de feria que escribe se equivocó cuando trató a Todo sobre mi madre como una “peliculita menor con trabas edulcorados” (sic.). Nada que ver. Hoy, que tuve que volver a verla por cuestiones de trabajo, tengo una impresión diametralmente opuesta al “pensamiento” de ese que alguna vez dijo que “con esto se presagia que Almodóvar ya arribará a Hollywood” (sic.). Como afirmó Heráclito, el tiempo pasa y cambiamos, che. De modo que, vamos a desmenuzarla como se debe.

 

Todo sobre mi madre, un melodramón como los de antaño, es una elegía a la madre. Por ello no será casualidad que aparezca evocada All about Eve, de Mankiewikz y que el hijo de la protagonista, un joven escritor, tome notas para un futuro libro sobre su madre cuyo título será el de la película. Y es un melodrama como los de antes también porque tiene un manejo del climax y del anti-climax único: el momento en el que la Roth intenta socorrer a su hijo o el que Penélope Cruz revela su secreto están puestos en el lugar justo, ni un minuto antes, ni uno después de lo debido; y porque recupera la figura, tantas veces tratada en melodramas mayúsculos, de la estrella en decadencia.

 

No es necesario haber leído mucho a Freud para darse cuenta de que este filme versa sobre el duelo. Para ser más precisos, sobre el duro camino del duelo. Será por ello que el retrato del hijo muerto –con planos detalle en más de una ocasión– y la recurrencia de una obra que compartió con él, aparecerán como muestra fehaciente de ese tortuoso tránsito que todos tuvimos o tenemos que atravesar alguna vez.

 

Como G. Lorca, T. Capote, O. Wilde y T. Williams, autores mencionados o aludidos en esta película y entre los que se destaca Capote por el hecho de ser alguien amado con locura por Almodóvar (precisamente amaba Música para camaleones, el libro que lee el pibe en este filme), este último, en su condición de homosexual, como aquel que ha transitado de un sexo al otro –no sin traumas, como lo ha revelado–, descubre la esencia de la femineidad. Como tantas películas del manchego, Todo sobre mi madre es una sutil exploración sobre la condición femenina. Mujeres al borde de un ataque de nervios podría ser otro ejemplo e incluso también sus primeras películas más revulsivas. Aquí, como en Volver, su último filme, mientras que los hombres están en “su mundo”, ausentes –muertos o en otras tierras y otros amores–, son inútiles o sitúan a la mujer como mero objeto de deseo, son ellas, las mujeres, las que se ayudan con entrega y de manera desinteresada. Además, siguiendo con el mundo femenino, aquí también, como en tantas de sus películas, aparece una tensión clave: la tensión en la relación madre–hija.

Un capítulo aparte merece la fotografía, edificada siguiendo la paleta de colores de M. Chagall, pintor mencionado ya que la madre de Penélope Cruz es nada más ni nada menos que una falsificadora de chagalles. En el marco de un relato sobre mujeres con pasiones fuertes, predominará el rojo, al que se unirán colores plenos y furiosos como los que solía usar aquel pintor judío excepcional. Y otro capítulo bien podríamos dedicarlo a la soberbia construcción de los planos. Como ejemplo, reparen cómo utiliza los espejos expresamente en las escenas de los camarines y díganme si no recuerda al uso que hace Wells de ellos en alguna de sus películas.

 

Lamentablemente no todas son rosas. Debemos decir que a Pedrito “se le escapó la tortuga” en un momento e hizo una grasada, una escena tan políticamente correcta que da asco. La pobre madre que ha perdido a su hijo, Roth, le dice a Penélope: “Es un gran día. Metieron preso a Videla y nacerá tu hijo”. ¡Pedrito! ¿Qué hiciste, maestro? Por un momento pensé que estaba viendo a Luppi en una de Aristarain.

 

Para finalizar, ya que somos muy afectos a las tonterías, hagamos mención de una aparición rutilante. Mientras que la Roth filmaba como loca, el Pito Faez estaba medio embolado en tierras españolas y fue entonces cuando le pidió a Almodóvar aparecer en la película, cuanto menos un minuto. Pedrito, que no podía verlo más en el set de filmación puesto que le tenía las bolas por el piso, le prometió que cumpliría si a su vez éste prometía irse a la mierda en cuanto terminara la escena. Y así fue. Fíjese si no me cree, y así como en el jueguito de “Buscando a Wally”, encuentre a Pito Faez haciendo un bolo impresentable. Eso sí, hizo una actuación de antología, perfecta. Hay que felicitarlo. No dijo ni “mu”.

 

 

 

La mirada de Ulises (1995, Theo Angelopulus)

 

Antes que nada me atajo de las posibles críticas ante esta recomendación. Ya sé, voy a recomendar una película viejísima. Es más, por su mirada humanista y viviendo hoy los tiempos poscoloniales del Imperio, poshistóricos y posthumanistas como los que vivimos, este filme es ya arqueológico. Ya sé. Pero es una joya igual, che. Y yo no me voy a perder la oportunidad no ya de recomendarla, sino también de escribir algunas perogrulladas a partir de ella. Como diría Cerati –¡vade retro!–, ahí vamos.

 

Susan Sontag, exagerada como era la mechonuda inteligentona, recomendaba ver una vez por año Satantango, la descomunal película de Béla Tarr. Creía –con razón– que, aunque filmada hacía tan poco, ya se había convertido en un clásico, y como tal, amerita que volvamos a ella una y otra vez, porque como ya decía Calvino, un clásico “nunca termina de decirnos lo que tiene para decir”. Si apuntamos una lista que nos recuerde algunas perlas para verlas anualmente, segura, pero seguramente incluiríamos La mirada de Ulises del griego Angelopoulos, un viaje mítico hacia nuestros orígenes, un deslumbrante viaje por la historia del cine y por la historia política europea.

 

Entre tantas imágenes emblemáticas de Oriente se recorta la que nos muestra el camino interior, el de la contemplación inmóvil como acceso a la trascendencia, a la iluminación, a lo esencial, caracterizado singularmente por Buda en posición de loto. Como contrapartida en Occidente, antitético en tantos aspectos a la cultura de los confines imaginada, visitada y vuelta a imaginar por Marco Polo en El libro del millón, encontramos la aventura encarnada en la figura de Ulises, aquella cuyo peregrinaje nos lleva por las comarcas del mundo para, luego del viaje, reencontrar lo más próximo. Este último es el viaje que emprenderá Harvey Keitel en La mirada de Ulises. Aquí este multifacético actor encarna a un director de cine obsesionado por encontrar tres rollos no revelados que atesoran las primeras tomas de unos cineastas griegos que podríamos tomar como los Lumiere de las tierras de Homero.

 

Como un personaje shakesperiano, Keitel será todos los hombres y ninguno: principalmente es Ulises, es un tal Vania (y además tiene algo chejoviano, a qué negarlo), es uno de Lumiere griegos y es ese director que, conciente de aquel apotegma de Holderlin según el cual “en el abismo está lo que salva”, atravesará esa Yugoslavia que ante la impávida aquiescencia del mundo se quiebra en pedazos a fines del siglo XX y se encaminará a Sarajevo en busca de la primer mirada, la mirada virgen del mundo que quizá nos redima del caos en que hemos transformado aquello que antaño, quien sabe cuándo, supo ser un vergel.

 

Frente a la pregunta sobre el sentido de insistir con revelar esos rollos ante tamaña masacre que los circunda por parte de Josephson, el mítico actor de Bergman que aquí interpreta a un “coleccionista de miradas esfumadas”, Keitel persiste en su afán creyendo que ante tanto desquicio y locura –no será gratuita una de las escenas finales donde, como fantasmas, un grupo de locos sale de las ruinas de la ciudad–, ante esta Grecia y sus alrededores que supo ser la cuna de la civilización y hoy, en el mejor de los casos, es finisterre, no queda otra opción que volver a esa primer mirada. No otra cosa proponía el escritor y crítico John Berger en uno de sus ensayos, pero intuía que debíamos remitirnos incluso más atrás, mucho más atrás. Según él, si mal no recuerdo en Modos de ver donde justamente proponía otro modo de ver el mundo, para conocernos realmente debíamos recalar en las pinturas rupestres de Altamira, las cuales a pesar de sus más de 15.000 años de antigüedad, nos darían un retrato fiel de lo que somos o, mejor dicho, de lo que hemos dejado de ser. En alguien siempre preocupado por la humanidad avasallada por la barbarie como Angelopoulos era de prever que nos legara una semblanza humanista que, en formato de un homenaje al cine y de un paseo por la Historia, nos instara a recuperar algo de lo humano perdido.

 

Como el Ulises de Joyce, aquí podemos leer esta película en paralelo siguiendo el itinerario del Ulises homérico. No sólo habrá pasajes explícitos recitados por el propio Keitel, los cuales me eximo de glosar –ya verá por qué–, y así como él encarna a Odiseo y con ello al Hombre, también encontraremos a una mujer que en su eterna espera es Penélope, como lo son de alguna forma las tejedoras que vemos en las primeras escenas, pero también en su afán por retener al protagonista, será la maga Circe y es en definitiva, todas las mujeres. Amparado yo en una torsión –traición– lingüística, aquí también encontramos las sirenas, pero si éstas, con su canto tentaban a la perdición a Ulises y los suyos, aquí servirán para refugiar y salvar a los Ulises perdidos en el sinsentido actual, al Hombre. Pero antes que estas rimas más o menos reconocibles, más o menos caprichosas, la que merece un comentario aparte es la que recuerda el célebre ardid de Ulises en la cueva del cíclope. En una elegíaca escena en la que vemos el monumento de Lenin fragmentado en pedazos y trasladado en un barco de carga, en un paso froterizo –enclave en el que este director siempre repara en sus filmes representando al hombre como pasajero en transe o como refugiado en un mundo extraño y atroz– alguien pregunta: ¿llevas alguien ahí?, y, como en la Odisea, como Ulises, desde el barco responden: “Nadie”. Quien lleva ahí despedazado quizá hoy sea nadie o, como bien muestra el filme, tan sólo sea una pieza de museo para coleccionistas, pero como también lo refleja, y luego de ver el melancólico saludo de una muchedumbre enmudecida que mira el moroso paso de aquel barco con monumento hecho trizas incluido, presentimos que esta figura todavía guarda algo de mística, porque en definitiva seguirá siendo el emblema de la utopía, los sueños incumplidos y la revolución. Nostálgica como nada en el mundo, esta secuencia es acompañada por una melodía –la misma que abre el filme– que quedará para siempre en la memoria auditiva del espectador.

 

Como en otras de sus películas, aquí sueños, pesadillas y fantasías se entrelazan con la realidad narrada como en la vida misma, como en el mejor cine, como en el mundo de Wells y de Lynch, sin percibir el pasaje de un plano al otro. Entre ellas se destaca el momento en que el protagonista vuelve a su casa de la infancia, en donde, gracias a pasajes musicales, de comedia y de tragedia, se revisita el comunismo real desde una mirada, y permítaseme el oxímoron, melancólicamente ácida. Una mirada crítica a las izquierdas iluminadas, pero a su vez nostálgica por ese sueño que no pudo hacerse realidad. Como en el cine del rusito Mijalkov, aquí se respiran aires críticos pero –aunque parezca paradójico– a la vez nostálgicos.

 

En el final, ante ese panorama apocalíptico, ante las bombas que siembran el desconcierto y la desazón, como si los dioses griegos recuperaran su poder, como si Theo Angelopoulos nos recodara que todavía existen y con ello abriera una luz de esperanza en esta tierra yerma, aquí un Zeus, un Apolo, una Afrodita despliegan una densa niebla, que es un solaz, un respiro que permite salir al mundo a escuchar música y bailar, a divertirse, a tomar una bocanada de aire fresco ante la noche de los tiempos, protegiendo así a los perdidos de hoy como antaño lo hicieran en plena batalla con su elegido, a quien envolvían en una nube salvífica que al menos posponía –y no es poco– la muerte inexorable. Pero, atentti. El director de El viaje de los comediantes, Megalexandros y La eternidad y un día no es Benigni. Los happy end le caen mal. Hasta dicen que en el set de filmación con sólo imaginarlos empieza a vomitar como la pirucha de El exorcista. Aguarde al final. Sí, tráguese las dos horas y media de duración que bien valen la pena porque, como sabemos todos y como veremos en este cierre, “en lo que salva también está el abismo”.

 

Para enriquecer el disfrute de esta joya, antes de seguir siendo previsible y compartir con Uds. algunos versos ilustrativos de la obra de Homero, prefiero tomar unos pasajes de un texto maravilloso y totalmente olvidado que viene al pelo. Me refiero a Heroidias o las Cartas de las heroínas del gran Ovidio. Este libro se compone de una serie de cartas imaginarias en las que conocemos otra cara de las historias míticas, la de la mujer. Encontramos aquí, entre otras, la carta de la pobre Dido al reverendo turro de Eneas, la de la zarpada Fedra que “no dejaba títere con cabeza” al pobre y lindito Hipólito, la de la desalmada de Medea al chitrulo de Jasón, una perlita como es la de Safo a Faón, y como es de prever, la de Penélope a Ulises. En esta última una despechada Penélope increpa a Ulises por su abandono, intuye –bien– que el “voluble” debe estar en otros brazos –y no precisamente en los de Patroclo, que para los griegos no era nada raro–, lo apura contándole que los negros la acosan a lo loco y que eso del tejido ya no se cree nadie. Pero, a pesar de los reproches, y como toda esta serie de epístolas extraordinarias, esta carta, como toda la obra ovidiana, expresa también una poética y meridiana definición del amor.

 

Quizá el paso errabundo, o más aún, la mirada perdida de H. Keitel y su compañera en esta película expresen también el dolor escondido en estas palabras. Quizá.

 

Ah, y siguiendo a Apollinaire, Vallejo, Cabrera Infante, Cortázar o Libertella, quienes se tomaban la libertad de jugar con la disposición y tipografía en la página, me permito hacer lo propio para transcribir fielmente los énfasis de mi propia lectura.

 

Penélope a Ulises

 

“Soy yo, tu Penélope, quien te envía esta carta, ¡oh, tardo Ulises! Pero no vayas a escribirme a tu vez: sé tú mismo la respuesta.

Troya, la ciudad nefasta para las mujeres griegas, yace por tierra. Ni Príamo ni Troya entera valían lo que ellas han sufrido. ¡Ojalá que el raptor, al dirigirse con sus naves a Lacedemonia, hubiera sido tragado por aguas tempestuosas! No estaría yo ahora temblando de frío en este lecho abandonado, ni llorando, en mi soledad, la lentitud de los días; no colgaría de mis manos de viuda esta tela inacabable con que procuro engañar el hueco de las noches.

¿Cuándo he dejado de agigantar los peligros? El amor está hecho todo de temores e inquietudes. Me imaginaba a los troyanos acometiéndote furiosamente. El sólo nombre de Héctor me hacía palidecer. Cuando uno hablaba de la muerte de Antíloco a manos de Héctor, yo temblaba por Antíloco. Cuando otro contaba la desdicha del hijo de Menecio, muerto bajo ajena armadura, lloraba al ver que no siempre prosperan las astucias. Y si oía cómo la lanza de un licio había bebido la sangre tibia de Tlepólemo, la muerte de Tlepólemo exacerbaba mi angustia. En fin, cada uno de los que caían ensangrentados en el campamento aqueo dejaba el pecho de tu amante esposa más frío que el hielo.

Pero un dios justo ha mirado la pureza de mi amor: Troya ha quedado reducida a cenizas y mi esposo ha salido con vida. […] ¡Oh, cómo te has olvidado de los tuyos cuando así has confiado en tu astucia, penetrando de noche, con un solo compañero, en el campamento de los tracios, y matando de una vez a tantos hombres! ¡Y decías que ibas a ser prudente, que te ibas a acordar de mí! Mi corazón no dejó de temblar hasta que oí cómo, victorioso, te pusiste a salvo gracias a los caballos ismarinos, corriendo a través de un campamento amigo.

Pero, ¿qué gano con que Ilión haya sido destruida por vuestros brazos y que sus muros estén a ras del suelo, si mi vida ha de ser la misma que cuando Troya resistía, si la ausencia de mi marido nunca ha de tener fin? Sólo para los demás ha sido arrasado Pérgamo; para mí aún existe. Donde fue Troya ahora el vencedor ara la tierra con los bueyes del vencido; del suelo fecundado con sangre frigia ya han brotado las espigas y una mies abundante se entrega al filo de la hoz; tropiezan los curvos arados con los huesos semisepultos de los guerreros, y la hierba va cubriendo las ruinas de las casas. Pero tú, el vencedor, sigues ausente.

Ni siquiera puedo saber ¡oh, cruel! La causa de tu ausencia, ni el rincón de la tierra en que te ocultas. Cuando alguien endereza su nave errabunda a estas playas, no se va  sin haber sido acosado por mis preguntas y sin llevar una carta escrita por mi mano para ponerla en la tuya ¡si es que llega a encontrarte! […] ¿En qué tierra estás? ¿Qué país te detiene?

Más ventajoso sería que los muros de Febo se mantuvieran firmes aún (¡ah, con qué ligereza me contraigo en mis deseos!): así sabría siquiera en qué lugar combates; mi único temor sería la guerra, y mi angustia la de muchas otras mujeres. Ahora no sé qué es lo que temo. Estoy loca y tengo miedo de todo. El campo que se abre a mi congoja es inmenso: cada uno de los peligros que hay en la tierra, cada uno de los que hay en el mar puede ser la causa de tu larguísima ausencia.

O tal vez mis temores sean necios. Tú, entre tanto, estarás quizá preso en las redes de una amante extranjera (¡sois tan volubles los hombres!), y quizá le estarás contando que tienes una esposa muy rústica, buena apenas para cardar la lana. Ojalá me engañe. Desvanézcase en humo tan horrible pensamiento. ¿Cómo creer que tú, pudiendo regresar, quieras seguir lejos?

Ya mi padre Icario me insta a renunciar a este lecho de viuda y se irrita por tu ausencia interminable. ¡Irrítese cuando quiera! Tuya soy, tuya he de seguir siendo. Penélope será por siempre la mujer de Ulises. Y, movido por mi fidelidad y mis castas súplicas, mi padre acaba por moderar su enojo.

Pero una horda lasciva venida de Duliquino, de Samos y de la alta Zacintos me acosa de continuo y, sin que nadie lo impida, se ha adueñado de tu palacio. Estos hombres desgarran al mismo tiempo mis entrañas y tus posesiones. […]

Y yo…, si cuando te fuiste era joven, ahora, por muy pronto que regreses, te voy a parecer una anciana.

Ovidio, Heroidias, SEP, México D. F, 1987

 

Antes de despedirme, un último comentario. ¡Cómo da en el clavo el Dr. Amor, alias Ovidio, en eso de “¡qué volubles son los hombres!”! ¿No? Será una visión idealizada, no lo niego, pero soy de aquellos que cree que las mujeres necesitan unos encantos más excelentes para calentarse con alguien, y ni hablar para enamorarse de él. A nosotros se nos pone un cachivache en pelotas y ya nos le vamo ´encima. No importa que sea un bagarto. Ni nos damos cuenta. O, lo que es peor, nos damos cuenta luego del primero. Vemos la tanguita y ahí vamos. Nada nos detiene. Pero las minas, no. Las minas son más exquisitas. No les basta ver un tipo en slip. Bueno, como diría el gran filósofo futbolero Guillermo Nimo, “por lo menos, así lo veo yo”.

 

Cualquier mujer que quiera demostrarme lo contrario, o sea, que sucumba ante cualquier mamarracho, llame al 0-800-SASSI o visite mi página web www.estoyderegalo.com y venga a demostrarlo en forma contante y sonante con este perejil. ¡Llame ya!

 

 

Lee mis labios (2001, Jacques Audiard)

 

A ver. Para hacerse una idea de este director, piense en el gran Bielinsky, el recientemente fallecido director de Nueve reinas y El aura. El franchute también maneja los géneros como pocos, en especial el thriller psicológico, goza de un gran reconocimiento en la cinefilia, trabaja con la psicología de los personajes con mano maestra y viene con los bolsillos llenos de premios: su primer película, Mira a los hombres caer, con el tierno J. L. Trintignant, se llevó el César a la mejor ópera prima, su segunda, El héroe discreto, nada más ni nada menos que el premio al mejor guión en Cannes, y las dos siguientes, de las que hablaremos ahora, cosecharon 835.934 premios en el circuito de festivales.

 

De Audiard se estrenó en julio El latido de mi corazón (2005), una estupenda remake del filme Fingers (1978, James Toback) que pronto saldrá en video. Pero antes de ir a ella bien vale comenzar con Lee mis labios, su trabajo anterior, que es una película para alquilar sí o sí.

 

En Lee mis labios encontramos a una resentidita con una sordera galopante que trabaja en una oficina entre yuppies detestables. La mina está sobrepasada de laburo y necesita alguien que la ayude. Ahí aparece Vincent Cassel, el novio de la pobre chica de Irreversible –¿se acuerda?–, quien aquí interpreta a un presidiario que con sus salidas en libertad condicional intenta reinsertarse en la sociedad. La relación entre ellos no es fácil, está llena de un histeriqueo encantador, el cual es explotado por el director con gran sutileza. Este vínculo, cuando logren entenderse mejor y a necesitarse como a nada en el mundo, les servirá a ambos para cobrarse algunas venganzas pendientes.

 

Como siempre en la filmografía de este director, aquí nadie es lo que parece: ella oculta su sordera, él, su condición de presidiario. Y así como ocurrirá en su siguiente película, en Lee mis labios los protagonistas serán arrastrados por fuerzas que ellos no pueden controlar; léase, y más en este caso en particular, son llevados por otro a cometer actos que, de no mediar estos últimos, ellos no hubieran emprendido: Cassel, aunque trate de dejar atrás quien fue, un hombre rudo y de la noche, vuelve a robar por ella, sólo por ella, y ella, una nerd de oficina, a arriesgarse por él. A propósito, es de antología una de las últimas escenas, aquella donde la sordita debe leer los labios para…, bueno, no puedo contar mucho porque le arruino la fiesta, pero el tema es que se trata de algo groso que ella hace por él. Esa escena además es un soberbio homenaje al Hitchcock de La ventana indiscreta (Ah, fijándome en el libro de Truffaut si había escrito bien el nombre de esta bestia, cosa que me sucede muy pocas veces y siempre de casualidad, encontré estas palabras del gordinflón que son imperdibles y pertinentes también para esta película. Él dice: “No me intereso por el contenido de mis filmes, eso sería como pensar que un pintor se preocupa por saber si las manzanas que pinta son dulces o ácidas. Su estilo, su modo de pintar es lo que interesa, de ahí surge la emoción. Eso es lo que debe hacer un artista: crear una emoción”.). Y es un estupendo homenaje porque a esta sesión-tortura en la cual la protagonista está obligada a ver lo que sucede puertas adentro en otro edificio, Audiard, a una simple lectura de labios le imprime un erotismo que, por supuesto, no estaba en la versión de aquella célebre bola de grasa egocéntrica, quien, vale aclarar, tenía menos erotismo que Borges, y eso ya es decir mucho –a menos que Ud. le crea a Zizek todas las boludeces que dice sobre Hitchcock, que por cierto son muy ilustrativas para “entender” a Lacan, ojito–, y que tampoco estaba en aquel otro homenaje a la misma película que hiciera De Palma en Doble de cuerpo, y eso que aquí había un maniático tratando de clavarse a una mina (sí, sí, de clavarse; y como ocurre con el erotismo, esto ocurría en el sentido que Ud. se imagina y en otro también).

 

Volviendo a la escena-homenaje, para llegar allí la pobre Emmanuelle Devos, de estupendo trabajo, debió cagarse de frío en una terraza de mala muerte, cosa que hace por amor, sólo por amor (entre paréntesis, hacemos cualquier cosa por amor, pero cualquier cosa; haga memoria sólo un segundo y verá cuántas estupideces hizo, y lo que es peor –o mejor–, cuántas hará, e incluso –y es todo un dato tierno de nuestra condición– sin darse cuenta). Los últimos 30 minutos, donde se sitúa la escena mencionada, y no los últimos 5 ó 10 como ocurre en todo thriller, son de una tensión electrizante. Como sucede en los mejores exponentes del género, cuando uno cree que “ya stá”, que viene el final, que ya se va a tomar un cafecito o fumar un faso para distenderse luego de tanto stress, el director da una nueva vuelta de tuerca y la tensión sigue in crescendo hasta el excelente desenlace.

 

Por último, agregamos un dato que no apuntó ningún crítico amigo de lo ajeno en Internet. En estas últimas secuencias reparen también en algo en particular. En una de las tomas, cuando el protagonista está acorralado por un capo mafia en una habitación y la pobrecita mira la escena desde arafue, Audiard compone una seguidilla de planos “a lo Bacon”, sí a lo Francis Bacon. No tomando a pie y juntillas alguna idea de los ensayos del filósofo de principios del siglo XVII, no, nada que ver, seguro que ni lo leyó como la mayoría de nosotros; sino más bien tomando como modelo al Bacon pintor, uno de los más importantes del siglo XX, el reventadito galletón y morfeta sobre el que también se hizo una película no hace mucho. ¿Lo tiene? ¿No? Péguese un tiro. No conoce a uno de los 3 ó 4 (¡y no incluya a Dalí, no sea grasa!) mejores pintores del siglo pasado. ¿Que Ud. es de esos que tiene colgado un cuadrito de Soldi? Péguese otro tiro. No. Pare. Antes vaya a google y conózcalo de una vez. Vaya y venga. Bueno, ¿ya lo conoció? Olvide el tiro por lo de Soldi. De ese demente genial hablamos entonces.

 

Y ojo que ésta no es una analogía mía tirada de los pelos. Los planos aquí guardan el ángulo propio de los clásicos encasillamientos baconianos y hasta incluyen la famosa lamparita que siempre vemos en los trípticos donde, con trazos gruesos y con borrones fantasmagóricos, se deformaba a sí mismo, a los bambinos que se “pasaba a bodega” y a algún que otro pintor, como Lucian Freud, por ejemplo. Vean si no me creen cómo escena a escena se va desfigurando la cara de Cassel, cómo sus ojos, pómulos, mejillas y labios van adquiriendo el carácter esperpéntico que tienen las figuras en las pinturas de Bacon.

 

 

El latido de mi corazón (2005, Jacques Audiard)

 

Por el depurado tratamiento del sonido y la atención que este director presta a lo que vemos y oímos en sus películas, al cine de Audiard podríamos clasificarlo como “cine de los sentidos”. En Lee mis labios, filme centrado en las desventuras de una sordita atribulada que ganó el premio César al mejor sonido, nosotros, cuando ella se quitaba los audífonos para huir de ese contexto opresivo, escuchábamos “como ella” y nos quedábamos aislados ahí, acompañándola. En El latido de mi corazón, su última película, también explota al máximo este recurso y es de ese modo en que vivimos en carne propia los bruscos pasajes de Thomas, un hombre en el que conviven al unísono y sin conflicto alguno –los conflictos vendrán por otro lado, como se verá– el placer por la música electrónica y la música clásica. Cine de polaridades, como se ve, y como hemos visto en su película anterior, la filmografía de Audiard transita sin escalas de la oficina a los bajos fondos, del pub nocturno a la sala de conciertos, de la furia tan propia del “ser occidental” a la templanza oriental, de la tocata en mi menor de Bach a Tiesto o Paul Oakenfold, baluartes de la música electrónica según me apunta un entendido. Y esto se mantiene incluso hasta en los créditos de esta película, en los cuales como música de fondo escuchamos primero, música clásica y luego pop.

Thomas, quien ha abandonado su carrera de concertista, ahora trabaja en el negocio inmobiliario cometiendo cualquier tipo de atropello si tal “altruista ocupación” lo requiere. Un día, transitando con su auto, se encuentra con quien años antes fuera el agente de su madre, una concertista de piano reconocida. Ese encuentro azaroso –como el que ocurre al final, pero en sentido inverso– reabrirá una herida que en él nunca ha cicatrizado: la que ha dejado la muerte de su madre. Desde ese momento, y gracias a la ayuda de una chinita servicial –que a él le sirve de guía y control, y a nosotros como un referente fuerte de la piedad filial, uno de los temas de la película–, tratará de hacer el duelo y retomará así el siempre tortuoso ejercicio de las escalas y la práctica de piezas célebres. Así contado, hasta ahí todo va más o menos bien. El tema se empioja cuando, a poco de comenzada la película, uno percibe que el pobre Thomas no sólo tiene esa cuenta pendiente con su madre, sino que también guarda otra con “el que te dije”, su padre, un pobre tipo dueño de un bar de morondanga que, a diferencia de la madre quien lo instaba a abrazar el mundo del arte, lo empuja a cometer algún que otro delito. Tenemos entonces, y retratado en paralelo para resaltar la tensión, a Romain Duris, un actor soberbio e histriónico pero no por ello menos eficaz, que está tironeado por dos legados antitéticos, el materno y el paterno. Por ello, como condensación de aquello que nos constituye y de lo cual no sabemos cómo demonios desembarazarnos, como en espejo aparecerán dos escenas que a simple vista parecen una nimiedad pero son la cifra de un conflicto nodal: en una, para desalojar a un puñado de inquilinos el protagonista desembolsará ratas, mientras que en otra, hará lo propio pero con los casetes que escondían las conmovedoras grabaciones de su madre.

 

El latido de mi corazón está montada sobre un guión perfecto y en el retrato de este tironeo perpetuo entre los dos mandatos en que se ve involucrado el protagonista mantiene un ritmo extraordinario hasta el final. Pero justamente en el final es donde por un instante, sólo por un instante, al director “se le escapa la tortuga” en una escena de por sí inverosímil (Audiard, ¿desde cuándo una concertista que se prepara de 6 a 8 meses para tocar una pieza, aguantando el fío, el calor, tocando en chancletas y con ruleros, a las 7 de la mañana o a las 12 de la noche, justo ahí, en el momento cúlmine luego de haber pasado por esa tortura tiene tiempo para mirar al auditorio y hacerle una caidita de ojos a su pareja?; se te perdona porque todo lo demás es impecable) y, leyendo entre líneas, termina con una moralina cercana a Hollywood. Pero ello poco importa porque la película es excelente, incluso con estos deslices.

 

Para cerrar recordemos que El latido de mi corazón es una remake de Fingers (1978, James Toback), un filme protagonizado por Harvey Keitel que ahora se ha vuelto medio de culto. Y lo recordamos no porque ésta, la francesa, haya tenido más éxito que aquélla o porque incluso la supere en más de un sentido, sino más bien porque en la obra de Audiard las manos tendrán un rol protagónico (y no me venga con que fingers en castellano equivale a “dedos” y no a “manos” porque la argumentación se me viene al carajo, ¿quiere?, haga de cuenta que no sabe inglés y sígame la corriente que va a ver que llegamos a algo). Ellas son una de las tantas muestras palpables de esa tensión que corroe el alma del protagonista. Por ello serán innumerables los planos detalle en que estén involucradas, bien ejecutando una pieza, bien ensangrentadas luego de cometer un atraco, bien acariciando a su amante luego de hacer el amor, etc.

Pero, las manos en el mundo de Audiard son algo más. Ya obsesivamente había reparado en ellas en Lee mis labios. Este director, a pesar de que se centre en conflictos psicológicos y consiga meternos de lleno en la psicología de sus personajes, entre otros recursos con cámara en mano y con planos muy cerrados, no pierde de vista lo concreto, lo material, aquello perceptible solo por los sentidos. Aquí las manos más que ser artífices del destino del protagonista, son la muda evidencia de nuestro destino que reposa en el propio cuerpo, son huellas indelebles de nuestro desventurado acontecer. Parafraseando un verso de Juarroz, recordemos que “hay huellas que son más mano que la mano”. Y en ésas repara Audiard. ¿Quién iba a decir que este director, tan obsesionado con los meandros de nuestra psiquis, era finalmente un materialista?

 

Las manos. Uno piensa en ellas y no puede menos que pensar en el Bresson de Pickpocket, en Rodin y las manoplas que se robaron justo aquí en Buenos Aires y en las que ha tallado en infinidad de esculturas, en Rimbaud y su célebre: “la mano en la pluma equivale a la mano en el arado. –¡Qué siglo de manos!– Yo jamás tendré una mano”. Pero ¡eh, pucha, cineastas, escultores, poetas, pero todos franceses! ¿Qué pasa con los franchutes y las manos? No tengo la menor idea y ahora no voy a resolverlo. Tema para una monografía. Póngase a trabajar Ud., che.

Ya que plagiaba al gran Juarroz, cuya obra con justicia fue recientemente reeditada, cerremos con unos versos suyos de su primera Poesía vertical referidos a esto mismo sobre lo que venimos hablando, las manoplas:

 

40.

 

Las manos también nos engañan.

 

La verdad es que no tenemos manos

y por eso lo perdemos todo,

una piedra o la vida.

 

No tenemos manos.

 

Y los ambiguos antecedentes de Dios

no alcanzan de ninguna manera

para tapar este muñón flotante en el cual desembocamos

y en el cual tal vez todo desemboque.

Roberto Juarroz

 

 

Eso sí, no se olvide de reparar con suma atención en las manitos de Thomas. Por algo Audiard vuelve a ellas una y otra, y otra, y otra vez. Sígalas. No hace falta ver mucho más. Sólo ellas nos marcan el destino del protagonista.

 

No. Mejor cerremos con otro pasaje literario más ilustrativo de lo que sucede en esta película en donde también las protagonistas son las manoplas, pasaje que sirve también para honrar a uno de nuestros más grandes escritores, a la altura de Bioy, Cortázar, Marechal, Di Benedetto o Saer, que a mi modesto entender es injustamente olvidado.

 

Las manos

 

Después de una serie de fracasados intentos, porque en la oscuridad es difícil calcular las distancias exactas, la mano de él consigue rozar la mano de ella y ayudada por todos los demás músculos del cuerpo se le pone al lado, inmóvil y tibia. La mano de ella está fría, pero despide como un aura de calor. Con un gradual desplazamiento infinitesimal, la mano de él se acerca, siempre de lado, probando reconocer la topografía de la región rozada; y es justamente la diferencia de temperatura la que vuelve posible, en la oscuridad, esta determinación de las posiciones relativas. Ahora el meñique está en contacto con el meñique, y sus temperaturas tienden a nivelarse. La cercanía de estos dos dedos tiene efectos imprevisibles: las paredes de la sala se disuelven en la niebla, las imágenes en la pantalla pierden sentido, ya no se comprenden las palabras de los actores, es como si ahora hablaran en otro idioma.

 

Árboles y nubes, escolleras brillantes chorreantes de humedad aíslan a estas manos que acaban de acercarse; la de él, cerrada, con un sacudimiento casi nervioso, se ha acomodado dentro de la cuenca de la mano de ella, todavía inerte, a pesar de que poco a poco se ha ido calentando. Es una mano carnosa y joven; la de él, lentamente, se abre, de modo que las dos manos se encuentran ahora sobrepuestas. Todo esto sucede en el aire, sin apoyo, y se parece bastante al acoplamiento de dos moluscos en el agua. Levantando delicadamente el meñique y el índice, los dedos de él consiguieron entrecruzarse con los de ella, en orden inverso, todavía sin la intervención del pulgar. Finalmente, venciendo el peso natural de esta mano entrelazada con la suya, él la levanta unos centímetros, e inclinando la cabeza como para buscar el encendedor caído al piso, se la lleva a los labios y la besa largamente, en el dorso y en los nudillos, hasta que se encienden las luces de la sala.

Rodolfo Wilcock, El estereoscopio de los solitarios.

 

Hernán Sassi

 

Francis Bacon - Sleeping figure, 1974

Francis Bacon - Sleeping figure, 1974

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Margen inferior: Francis Bacon, Portrait of George Dyer Talking (detalle)