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el interpretador columnas

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Dos extra�os amantes

(cine en video)

Noviembre 2006

por Hern�n Sassi

IMPORTANTE: Independientemente de la periodicidad que tenga la revista, esta columna se actualizar� mensualmente.

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Annie Hall o Dos extra�os amantes como se conoci� en Argentina, aquella maravillosa pel�cula de Wody Allen ?mi preferida junto a Manhattan? relataba con cinismo, y aunque parezca parad�jico con suma ternura, la historia de un amor que no pudo ser.

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De este filme protagonizado por Allen mismo y D. Keaton, adem�s de ese final �nico al que ahora me referir�, siempre recuerdo ?no sin dolor porque es una realidad inexorable? una verdad tan cierta como contundente. Cuando W. Allen escucha de boca de su pareja el cl�sico ?lo nuestro se acab�?, camina desconcertado por las calles de Manhattan y, pregunt�ndole a cualquier ocasional transe�nte, trata de encontrar alguna respuesta a ese infortunio por el que todos hemos pasado alguna vez. M�s all� de los comentarios absurdos y desopilantes que hace m�s de uno, hay una vieja que ?da en el clavo? y ante las preguntas de Allen: ?�es algo que hice mal?, �por qu� se va?, �por qu� me deja??, responde con la sabidur�a y el cinismo que dan los a�os: ?el amor se desvanece, es todo?. A Allen le costar�, pero al final terminar� por entender que el amor es as�, aunque nos duela: como viene, se va. Quiz� sea porque, despu�s de todo, y recordando algo que repite Alejandro Dolina habitualmente, si esperamos lo suficiente, todo, pero todo termina mal. As� que, �a disfrutar mientras dura mis chichip�os! Porque, como dec�a un poeta, ?dura poco la maravilla?. Y no me venga con que ?dura, lo que dura dura?. �No!, �no sea animal!, �quiere? Esto no es joda, es algo serio. Dejemos sus groser�as de lado y volvamos.

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Inici�ndose con un cl�sico flechazo c�smico y sucedi�ndose entre alegr�as y desavenencias, la relaci�n entre Keaton y Allen madura hasta la ruptura. Aqu� ellos recordar�n los amores en la vida de cada uno reproch�ndose, bien c�mo fue que hab�an estado con tal o cual ?hecho que tambi�n nos ha pasado a todos, no mienta?, bien c�mo demonios dejamos escapar de nuestra vida a fulano/a o sultano/a (es memorable la escena en la que ellos, ya adultos, se pasean vi�ndose a s� mismos con otros novio/as cuando eran j�venes e inexpertos), hasta reencontrarse pasados los a�os en un caf� de Manhattan, en donde, con la nostalgia del caso y en un final genial que todo cin�filo guarda en la memoria, repasan las luces y sombras de su propia historia. Allen, quien entre otras cosas escribe una obra de teatro para exorcizar su pena y ya ha aprendido lo suficiente habiendo sufrido los rigores del amor, culmina con una frase inapelable: ?Las relaciones son totalmente irracionales, locas y absurdas; pero no podemos hacer otra cosa que vivir en ellas?. Y a prop�sito, recuerdo unas palabras de Aira, el involuntario patrono de la columna hermana a esta, que vienen al caso para ilustrar este cierre memorable:

?Una historia, cualquiera, se desvanece, pero la vida que ha sido rozada por esa historia queda por toda la eternidad. El recuerdo se borra, pero queda otra cosa en su lugar. [?] Las vidas pasan y con ellas todo lo dem�s: civilizaciones, imperios, y hasta la visi�n y la belleza de los paisajes en su ciclo acuarelado de estaciones. No lo creemos, pero es as�. Nunca podemos creerlo, porque nos distrae la irisada contemplaci�n de nuestras propias vidas que se reflejan en otros, en otros innumerables, a veces amados.?

C�sar Aira, Una novela china.

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Volviendo a Annie Hall y haciendo una analog�a brutal y, por ende, totalmente arbitraria, pensemos que tambi�n el cine y el video, con sus afinidades ?las menos? y enemistades ?las m�s? son tambi�n ?dos extra�os amantes?. M�s all� de esta referencia caprichosa que no es m�s que un acierto (de un amigo, no m�o) en el azaroso arte de titular y representa, m�s que nada, una buena excusa para volver y recomendar una pel�cula amada, desde aqu� le propongo recuperar el placer de alquilar buen cine en video.

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En este espacio ofrecemos un servicio complementario del que prestamos en Perlas en el fango todos los meses. Aqu� encontrar� algunas recomendaciones que no est�n sujetas al buen o mal d�a de los programadores de los canales de cable y que bien le servir�n para los d�as en los que no encuentre un joraca para ver por tele.

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Lamento avisarle que tendr�n el mismo calibre que aquellas que encuentra haciendo click aqu� arriba nom�s, es decir, habr� falsa erudici�n, mucho robo de saberes ajenos, otro tanto de escritura ?a lo Aira? (l�ase, un manojo de impresiones e ideas que, corregidas como es debido, pod�an estar bien y hasta pasar por decentes) y por sobre todo ?eso es lo que abunda, es mi especialidad? imbecilidades varias. Entre par�ntesis, y a prop�sito del ?robo de saberes?, de la propiedad intelectual inveteradamente mancillada por Internet: muchachos de la cinefilia, paren de robarse entre Uds.

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Como bien saben los que leen mi columna, yo, aunque suene parad�jico trat�ndose de material para una revista virtual, escribo sin conexi�n a Internet y s�lo he recurrido un par de veces y a �ltimo momento antes de mandar la columna ?al jefe?, al mandam�s de esta revista, Juan Diego Incardona, solamente para chequear alg�n que otro dato que mi memoria no guardaba con firmeza. Y la prueba de ello est� a la vista. Repasen Perlas pasadas y ver�n las Animaladas (s�, con may�scula) que he cometido. Recuerdo una, de antolog�a. En pleno fervor escriturario, al citar una pel�cula de Bresson yo escrib� A saltar Baltasar, y la verdad es que le hab�a pifiado fiero, fiero, y para peor yo hab�a visto esa pel�cula, no era sanata como en otras tantas que mando fruta descaradamente. La cuesti�n es que la pel�cula, la del burrito que va de aqu� para all� al �a-zar!, justamente se llamaba Al azar Balthasar, y no �A saltar! Pero, �c�mo, los burros no saltan, acaso? S�, pero en fiestas donde corre frula de todo tipo y no en obras de Bresson, un santo, un asceta del cine.

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Volviendo. Estaba en esto de advertirle a mis colegas que escriben de cine en la red que dejen de robarse entre ellos. Hace poco, relevando informaci�n para un trabajo especial sobre las pel�culas que ahora comentar� me encontr� con plagios descarados que realmente dan verg�enza ajena. La verdad, si no se nos ocurre nada sobre una pel�cula, �por qu� escribir? �Qui�n los obliga? M�s vale poner: ?no se ocurre un carajo, �por qu� no ven�s y escrib�s vos?, �puto! Total en Internet nadie nos va a decir nada. Es el reino de la impunidad. H�ganme caso muchachos, si no se les ocurre nada no escriban o hagan como yo, escriban pelotudeces entreveradas con algo ajeno. Pero que no sea evidente, �no sean tan groseros, che!

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Ah, antes de leer estos comentarios que vienen o alquilar nada, si no vio Annie Hall, �qu� espera para alquilarla? Es una historia de amor s�lo equiparable a las de Truffaut o a las del ciclo de las estaciones de Rohmer, sobre todo a Cuento de invierno.

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La primera pel�cula que inicia la serie la recomend� este mismo mes en ?Perlas en el fango? para que la vean por cable. Pero lo hago tambi�n aqu� porque es una maravilla que nadie debe perderse. Prometo m�s comentarios para los meses siguientes.�

El gran pez (Tim Burton)

Leyendas, f�bulas, mitos, cuentos de hadas. Desde tiempo inmemorial el hombre necesit� contar(se) historias. Necesit� expresarlo en im�genes. Y ah� tenemos las ruinas de Altamira como muestra cabal del m�s lejano antecedente del cine. Pero tambi�n junto al fuego, en una caverna o a la vera de un r�o, lo hizo con la palabra encarnada, con el relato oral, el germen de todo relato anterior al Gilgamesh inclusive y vigente hasta nuestros d�as, como bien lo muestra este filme. El gran pez, esta excelente pel�cula centrada en la conflictiva relaci�n entre un padre y un hijo, es la m�s maravillosa reivindicaci�n del poder del relato que hayamos visto jam�s.

En esta obra de Tim Burton encontramos a un hijo, quien sabedor de que su padre tiene los d�as contados por una enfermedad terminal y cansado de que se haya escondido detr�s de cada una de las historias que ha fraguado por los a�os, le exige que le cuente la versi�n real que revele realmente qui�n es su padre. Y le anticipo, no lo sabremos. Como tampoco sabemos qui�n es aquel pintor de F for Fake de Orson Wells, pel�cula con la cual valdr�a relacionarse a este filme lleno de aviesos falsarios.

Como ya supondr�, encontramos tambi�n a un padre, quien, como muchos padres lo fueron en nuestra infancia improvisando por las noches sobre episodios vividos o prestados, es un gran narrador de historias. Pero no uno cualquiera. �l es un hombre que posee el verdadero don del relato, un don hipn�tico tal que cualquiera que lo escuchara quedaba pendiente y absorto hasta que contara el �ltimo recodo de una aventura, de un sue�o o de una an�cdota cierta o inventada, que para esta pel�cula viene a ser lo mismo. A tal punto llega su encanto a la hora de contar historias que s�lo el poder de la palabra le bast� para salvarse en plena Segunda guerra mundial. Pero no es s�lo �l quien cuenta historias en esta entra�able caja china llena de relatos enmarcados, de cuentos ?menores? adocenados en cuentos ?mayores?. Ser�n muchos, como muchas ser�n las historias que se tejan en este filme de ensue�o. Ellas se contar�n ?y entre otras cosas por ello es grandiosa esta historia? siguiendo la pr�dica de todo gran narrador, aquella que hiciera famosa Hemingway seg�n la cual de toda historia debe hacerse visible s�lo el diez por ciento, dejando en penumbras el noventa, lo esencial.

Vale la pena reparar en uno de los relatos de este padre fabulador, precisamente en aquel que narra c�mo conoci� a la mujer de su vida. En su versi�n, llena de fantas�a, mentiras piadosas y como ver� al final, tambi�n de verdad, �l la conoci� en el circo. La vio y, como dicen que sucede con el amor a primera vista, literalmente el mundo se detuvo. Pero al volver el mundo atr�s, al retornar a sus ciclos naturales, la belleza que lo hab�a obnubilado se perdi� r�pidamente entre la muchedumbre. Ante su desconcierto, el due�o del circo le confes� que conoc�a a la muchacha y le propuso un trato: le dar�a un dato por mes sobre aquella misteriosa mujer para que pudiera alg�n d�a conocerla y hasta casarse con ella; pero eso s�, �l deber�a trabajar en el circo a destajo para ganarse esa anhelada informaci�n. Como en los cuentos tradicionales, como el Heracles de los doce trabajos, nuestro personaje fue paciente. Trabaj� y trabaj�. Y cada mes esperaba ansioso alguna buena nueva sobre su amada. Esper� y esper�. Y lleg� el d�a en que supo su nombre y hasta d�nde se encontraba. All� parti� presuroso y con todas las ansias de rigor. El relato ?el m�o? se detiene ac�. Ni loco le cuento c�mo termina este relato enmarcado. El final es tan delicioso como la historia misma.

Volviendo a la pel�cula, Burton, este eterno ni�o, aqu�, como lo hiciera en El joven manos de tijera o La leyenda del jinete sin cabeza, vuelve a mostrarnos el amor que profesa por el g�tico. En este caso, es de antolog�a la escena en la que el ojo ciego de una vieja bruja revelar� la muerte que le espera a varios de los personajes, entre ellos, el padre del protagonista. Y adem�s, con la misma ternura de siempre, vuelve a mostrarnos su compasi�n por los freaks, los exiliados de toda comarca.

En un momento, mientras el padre cuenta un sue�o atroz, Tim Burton hace un plano bien cercano a su boca y nos recuerda tambi�n otra gran historia que celebra la palabra encarnada, mejor dicho, nos recuerda el final de esa gran historia. Me refiero al final de Smoke, canto al relato oral si los hay. Pero en tanto que reivindicador del poder del relato oral, este filme es s�lo equiparable ?y muy superior? a La camarera del Titanic de Vigas Luna, aquella magn�fica pel�cula en la cual el relato en el pueblo de un m�tico viaje al Titanic realizado por el protagonista cobraba dimensiones colosales y hac�a que dicho protagonista se ganara un prestigioso lugar que anta�o era equivalente al del mago, el jefe y el sacerdote de la tribu: el de narrador de historias.

El final de El gran pez es maravilloso, y como lo hace el hijo al contarle la �ltima historia a su padre, me hizo llorar como nunca lo hice con pel�cula alguna, a moco tendido, como le dicen. �Por qu� llor� y por qu� me emociono al escribir estas l�neas? Porque, a diferencia del protagonista, yo no pude llevar al r�o a mi vieja cuando muri�. Pero gracias a Burton, a esta maravilla que no me canso ni me cansar� de ver una y otra vez, ya lo he hecho, cuanto menos en mi imaginaci�n. Gracias Tim.

Pero la historia de Burton no termina ah�. El hijo nos cuenta el chiste final del padre. As� reza (y ni con esto ni con lo que le cont� hasta ahora le arruino el final de la pel�cula, se lo aseguro): ?Un hombre cuenta sus historias tantas veces que se convierten en Las Historias. Siguen vivas despu�s de �l. Y de ese modo �l se vuelve inmortal?. Ya lo sab�amos, pero El gran pez lo ratifica. Nadie lo dude. Tim Burton es inmortal.

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Todo sobre mi madre (Pedro Almod�var)

Para comenzar, y para retractarnos, recordemos aquella c�lebre sentencia de Her�clito seg�n la cual ?no nos ba�amos dos veces en el mismo r�o?. Este fragmento es injustamente ?y ya ver� por qu�? el m�s conocido de ?el oscuro?, como le llamaban a este animal del pensamiento occidental; que entre par�ntesis, si lo comparamos con Parm�nides, de oscuro no ten�a un pelo. Her�clito tiene tres fragmentos referidos al r�o y vaya a saber por qu� ?por cierta injusticia po�tica, pienso yo? s�lo recordamos �ste. So color de una merecida reivindicaci�n po�tica, cito los otros. Va a ver. Vale la pena.

En un pasaje m�s did�ctico, con m�s ritmo y m�s hermoso que el que conocemos, dice: ?Aguas distintas y distintas fluyen sobre los que se ba�an en los mismos r�os?. Y en otro, incluso m�s po�tico a�n, afirma: ?Entramos y no entramos en los mismos r�os. Somos y no somos?. �Ma-ra-villa! Ya que estamos les regalo un par m�s relacionados con el tema. El fragmento 84a reza as�: ?Cambiando, descansa.? Y el 52, dice: ?El tiempo es un ni�o que juega con los dados; el reino es de un ni�o?. Bueno, basta porque enpalaga tanta poes�a y sabidur�a juntas. Lo central es que el tipo este, como bien ya sabe, utiliza el r�o como imagen de la vida y sobre todo del cambio que ella inexorablemente implica.

Todo este proleg�meno sirve s�lo para decir que este charlat�n de feria que escribe se equivoc� cuando trat� a Todo sobre mi madre como una ?peliculita menor con trabas edulcorados? (sic.). Nada que ver. Hoy, que tuve que volver a verla por cuestiones de trabajo, pienso de manera diametralmente opuesta al ?pensamiento? de ese que alguna vez dijo que ?con esto se presagia que Almod�var ya arribar� a Hollywood? (sic.). Como afirm� Her�clito, el tiempo pasa y cambiamos, che. De modo que, vamos a desmenuzarla como se debe.

Todo sobre mi madre, un melodram�n como los de anta�o, es una eleg�a a la madre. Por ello no ser� casualidad que aparezca evocada All about Eve, de Mankiewikz y que el hijo de la protagonista, un joven escritor, tome notas para un futuro libro sobre su madre cuyo t�tulo ser� el de la pel�cula. Y es un melodrama como los de antes tambi�n porque tiene un manejo del climax y del anti-climax �nico: el momento en el que la Roth intenta socorrer a su hijo o el que Pen�lope Cruz revela su secreto est�n puestos en el lugar justo, ni un minuto antes, ni uno despu�s de lo debido; y porque recupera la figura, tantas veces tratada en melodramas may�sculos, de la estrella en decadencia.

No es necesario haber le�do mucho a Freud para darse cuenta de que este filme versa sobre el duelo. Para ser m�s precisos, sobre el duro camino del duelo. Ser� por ello que el retrato del hijo muerto ?con planos detalle en m�s de una ocasi�n? y la recurrencia de una obra que comparti� con �l, aparecer�n como muestra fehaciente de ese tortuoso tr�nsito que todos tuvimos o tenemos que atravesar alguna vez.

Como G. Lorca, T. Capote, O. Wilde y T. Williams, autores mencionados o aludidos en esta pel�cula y entre los que se destaca Capote por el hecho de ser alguien amado con locura por Almod�var (precisamente amaba M�sica para camaleones, el libro que lee el pibe en este filme), este �ltimo, en su condici�n de homosexual, como aquel que ha transitado de un sexo al otro ?no sin traumas, como lo ha revelado?, descubre la esencia de la femineidad. Como tantas pel�culas del manchego, Todo sobre mi madre es una sutil exploraci�n sobre la condici�n femenina. Mujeres al borde de un ataque de nervios podr�a ser otro ejemplo e incluso tambi�n sus primeras pel�culas m�s revulsivas. Aqu�, como en Volver, su �ltimo filme, mientras que los hombres est�n en ?su mundo?, ausentes ?muertos o en otras tierras y otros amores?, son in�tiles o sit�an a la mujer como mero objeto de deseo, son ellas, las mujeres, las que se ayudan con entrega y de manera desinteresada. Adem�s, siguiendo con el mundo femenino, aqu� tambi�n, como en tantas de sus pel�culas, aparece una tensi�n clave: la tensi�n en la relaci�n madre?hija.

Un cap�tulo aparte merece la fotograf�a, edificada siguiendo la paleta de colores de M. Chagall, pintor mencionado ya que la madre de Pen�lope Cruz es nada m�s ni nada menos que una falsificadora de chagalles. En el marco de un relato sobre mujeres con pasiones fuertes, predominar� el rojo, al que se unir�n colores plenos y furiosos como los que sol�a usar aquel pintor jud�o excepcional. Y otro cap�tulo bien podr�amos dedicarlo a la soberbia construcci�n de los planos. Como ejemplo, reparen c�mo utiliza los espejos expresamente en las escenas de los camarines y d�ganme si no recuerda al uso que hace Wells de ellos en alguna de sus pel�culas.

Lamentablemente no todas son rosas. Debemos decir que a Pedrito ?se le escap� la tortuga? en un momento e hizo una grasada, una escena tan pol�ticamente correcta que da asco. La pobre madre que ha perdido a su hijo, Roth, le dice a Pen�lope: ?Es un gran d�a. Metieron preso a Videla y nacer� tu hijo?. �Pedrito! �Qu� hiciste, maestro? Por un momento pens� que estaba viendo a Luppi en una de Aristarain.

Para finalizar, ya que somos muy afectos a las tonter�as, hagamos menci�n de una aparici�n rutilante. Mientras que la Roth filmaba como loca, el Pito Faez estaba medio embolado en tierras espa�olas y fue entonces cuando le pidi� a Almod�var aparecer en la pel�cula, cuanto menos un minuto. Pedrito, que no pod�a verlo m�s en el set de filmaci�n puesto que le ten�a las bolas por el piso, le prometi� que cumplir�a si a su vez �ste promet�a irse a la mierda en cuanto terminara la escena. Y as� fue. F�jese si no me cree, y as� como en el jueguito de ?Buscando a Wally?, encuentre a Pito Faez haciendo un bolo impresentable. Eso s�, hizo una actuaci�n de antolog�a, perfecta. Hay que felicitarlo. No dijo ni ?mu?.

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La mirada de Ulises (1995, Theo Angelopulus)

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Antes que nada me atajo de las posibles cr�ticas ante esta recomendaci�n. Ya s�, voy a recomendar una pel�cula viej�sima. Es m�s, por su mirada humanista y viviendo hoy los tiempos poscoloniales del Imperio, poshist�ricos y posthumanistas como los que vivimos, este filme es ya arqueol�gico. Ya s�. Pero es una joya igual, che. Y yo no me voy a perder la oportunidad no ya de recomendarla, sino tambi�n de escribir algunas perogrulladas a partir de ella. Como dir�a Cerati ?�vade retro!?, ah� vamos.

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Susan Sontag, exagerada como era la mechonuda inteligentona, recomendaba ver una vez por a�o Satantango, la descomunal pel�cula de B�la Tarr. Cre�a ?con raz�n? que, aunque filmada hac�a tan poco, ya se hab�a convertido en un cl�sico, y como tal, amerita que volvamos a ella una y otra vez, porque como ya dec�a Calvino, un cl�sico ?nunca termina de decirnos lo que tiene para decir?. Si apuntamos una lista que nos recuerde algunas perlas para verlas anualmente, segura, pero seguramente incluir�amos La mirada de Ulises del griego Angelopulus, un viaje m�tico hacia nuestros or�genes, un deslumbrante viaje por la historia del cine y por la historia pol�tica europea.

Entre tantas im�genes emblem�ticas de Oriente se recorta la que nos muestra el camino interior, el de la contemplaci�n inm�vil como acceso al mundo propio, a la iluminaci�n, a lo esencial, caracterizado singularmente por Buda en posici�n de loto. Como contrapartida en Occidente, antit�tico en tantos aspectos a la cultura de los confines imaginada, visitada y vuelta a imaginar por Marco Polo en El libro del mill�n, encontramos la aventura encarnada en la figura de Ulises, aquella cuyo peregrinaje nos lleva por las comarcas del mundo para, luego del viaje, reencontrar lo m�s pr�ximo. Este �ltimo es el viaje que emprender� Harvey Keitel en La mirada de Ulises. Aqu� este multifac�tico actor encarna a un director de cine obsesionado por encontrar tres rollos no revelados que atesoran las primeras tomas de unos cineastas griegos que podr�amos tomar como los Lumiere de las tierras de Homero.

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Como un personaje shakesperiano, Keitel ser� todos los hombres y ninguno: principalmente es Ulises, es un tal Vania, es uno de Lumiere griegos y es ese director que, conciente de aquel apotegma de Holderlin seg�n el cual ?en el abismo est� lo que salva?, atravesar� esa Yugoslavia que ante la imp�vida aquiescencia del mundo se quiebra en pedazos a fines del siglo XX y se encaminar� a Sarajevo en busca de la primer mirada, la mirada virgen del mundo que quiz� nos redima del caos en que hemos transformado aquello que anta�o, quien sabe cu�ndo, supo ser un vergel. Frente a la pregunta sobre el sentido de insistir con revelar esos rollos ante tama�a masacre que los circunda por parte de Josephson, el m�tico actor de Bergman que aqu� interpreta a un ?coleccionista de miradas esfumadas?, Keitel persiste en su af�n creyendo que ante tanto desquicio y locura ?no ser� gratuita una de las escenas finales donde, como fantasmas, un grupo de locos sale de las ruinas de la ciudad?, ante esta Grecia y sus alrededores que supo ser la cuna de la civilizaci�n y hoy, en el mejor de los casos, es finisterre, no queda otra opci�n que volver a esa primer mirada. No otra cosa propon�a el escritor y cr�tico John Berger en uno de sus ensayos, pero intu�a que deb�amos remitirnos incluso m�s atr�s, mucho m�s atr�s. Seg�n �l, si mal no recuerdo en Modos de ver donde justamente propon�a ?otro modo de ver? el mundo, para conocernos realmente deb�amos recalar en las pinturas rupestres de Altamira, las cuales a pesar de sus m�s de 15.000 a�os de antig�edad, nos dar�an un retrato fiel de lo que somos o, mejor dicho, de lo que hemos dejado de ser. En alguien siempre preocupado por la humanidad avasallada por la barbarie como Angelopulus era de prever que nos legara una semblanza humanista que, en formato de un homenaje al cine y de un paseo por la Historia, nos instara a recuperar algo de lo humano perdido.

Como el Ulises de Joyce, aqu� podemos leer esta pel�cula en paralelo siguiendo el itinerario del Ulises hom�rico. No s�lo habr� pasajes expl�citos recitados por el propio Keitel, los cuales me eximo de glosar ?ya ver� por qu�?, y as� como �l encarna a Odiseo y con ello al Hombre, tambi�n encontraremos a una mujer que en su eterna espera es Pen�lope, como lo son de alguna forma las tejedoras que vemos en las primeras escenas, pero tambi�n en su af�n por retener al protagonista, ser� la maga Circe y es en definitiva, todas las mujeres. Amparado yo en una torsi�n ?traici�n? ling��stica, aqu� tambi�n encontramos las sirenas, pero si �stas, con su canto tentaban a la perdici�n a Ulises y los suyos, aqu� servir�n para refugiar y salvar a los Ulises perdidos en el sinsentido actual, al Hombre. Pero antes que estas rimas m�s o menos reconocibles, m�s o menos caprichosas, la que merece un comentario aparte es la que recuerda el c�lebre ardid de Ulises en la cueva del c�clope. En una eleg�aca escena en la que vemos el monumento de Lenin fragmentado en pedazos y trasladado en un barco de carga, en un paso froterizo ?enclave en el que este director siempre repara en sus filmes representando al hombre como pasajero en transe o como refugiado en un mundo extra�o y atroz? alguien pregunta: �llevas alguien ah�?, y, como en la Odisea, como Ulises, desde el barco responden: ?Nadie?. Quien lleva ah� despedazado quiz� hoy sea nadie o, como bien muestra el filme, tan s�lo sea una pieza de museo para coleccionistas, pero como tambi�n lo refleja, y luego de ver el melanc�lico saludo de una muchedumbre enmudecida que mira el moroso paso de aquel barco con monumento hecho trizas incluido, presentimos que esta figura todav�a guarda algo de m�stica, porque en definitiva seguir� siendo el emblema de la utop�a, los sue�os incumplidos y la revoluci�n. Nost�lgica como nada en el mundo, esta secuencia es acompa�ada por una melod�a ?la misma que abre el filme? que quedar� para siempre en la memoria del espectador.

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Como en otras de sus pel�culas, aqu� sue�os, pesadillas y fantas�as se entrelazan con la realidad narrada como en la vida misma, como en el mejor cine, como en el mundo de Wells y de Lynch, sin percibir el pasaje de un plano al otro. Entre ellas se destaca el momento en que el protagonista vuelve a su casa de la infancia, en donde, gracias a pasajes musicales, de comedia y de tragedia, se revisita el comunismo real desde una mirada, y perm�taseme el ox�moron, melanc�licamente �cida. Una mirada cr�tica a las izquierdas iluminadas, pero a su vez nost�lgica por ese sue�o que no pudo hacerse realidad. Como en el cine del rusito Mijalkov, aqu� se respiran aires cr�ticos pero ?aunque parezca parad�jico? a la vez nost�lgicos.

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En el final, ante ese panorama apocal�ptico, ante las bombas que siembran el desconcierto y la desaz�n, como si los dioses griegos recuperaran su poder, como si Theo Angelopulus nos recodara que todav�a existen y con ello abriera una luz de esperanza en esta tierra yerma, aqu� un Zeus, un Apolo, una Afrodita despliegan una densa niebla, que es un solaz, un respiro que permite salir al mundo a escuchar m�sica y bailar, a divertirse, a tomar una bocanada de aire fresco ante la noche de los tiempos, protegiendo as� a los perdidos de hoy como anta�o lo hicieran con su elegido, a quien envolv�an en una nube salv�fica que al menos pospon�a ?y no es poco? la muerte inexorable. Pero, atentti. El director de El viaje de los comediantes, Megalexandros y La eternidad y un d�a no es Benigni. Los happy end le caen mal. Hasta dicen que en el set de filmaci�n con s�lo imaginarlos empieza a vomitar como la pirucha de El exorcista. Aguarde al final. S�, tr�guese las dos horas y media de duraci�n que bien valen la pena porque, como sabemos todos y como veremos en este cierre, ?en lo que salva tambi�n est� el abismo?.

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Para enriquecer el disfrute de esta joya, antes de seguir siendo previsible y compartir con Uds. algunos versos ilustrativos de la obra de Homero, prefiero tomar unos pasajes de un texto maravilloso y totalmente olvidado que viene al pelo. Me refiero a Heroidias o las Cartas de las hero�nas del gran Ovidio. Este libro se compone de una serie de cartas fraguadas en las que conocemos otra cara de las historias m�ticas, la de la mujer. Encontramos aqu�, entre otras, la carta de la pobre Dido al reverendo turro de Eneas, la de la zarpada Fedra que ?no dejaba t�tere con cabeza? al pobre y lindito Hip�lito, la de la desalmada de Medea al chitrulo de Jas�n, una perlita como es la de Safo a Fa�n, y como es de prever, la de Pen�lope a Ulises. En esta �ltima una despechada Pen�lope increpa a Ulises por su abandono, intuye ?bien? que el ?voluble? debe estar en otros brazos ?y no precisamente en los de Patroclo, que para los griegos no era nada raro?, lo apura cont�ndole que los negros la acosan a lo loco y que eso del tejido ya no se cree nadie. Pero, a pesar de los reproches, y como toda esta serie de ep�stolas extraordinarias, esta carta, como toda la obra ovidiana, expresa tambi�n una po�tica y meridiana definici�n del amor.

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Quiz� el paso errabundo, o m�s a�n, la mirada perdida de H. Keitel y su compa�era en esta pel�cula expresen tambi�n el dolor escondido en estas palabras. Quiz�.

Ah, y siguiendo a Apollinaire, Vallejo, Cabrera Infante, Cort�zar o Libertella, quienes se tomaban la libertad de jugar con la disposici�n y tipograf�a en la p�gina, me permito hacer lo propio para transcribir fielmente los �nfasis de mi propia lectura.

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Pen�lope a Ulises

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?Soy yo, tu Pen�lope, quien te env�a esta carta, �oh, tardo Ulises! Pero no vayas a escribirme a tu vez: s� t� mismo la respuesta.

Troya, la ciudad nefasta para las mujeres griegas, yace por tierra. Ni Pr�amo ni Troya entera val�an lo que ellas han sufrido. �Ojal� que el raptor, al dirigirse con sus naves a Lacedemonia, hubiera sido tragado por aguas tempestuosas! No estar�a yo ahora temblando de fr�o en este lecho abandonado, ni llorando, en mi soledad, la lentitud de los d�as; no colgar�a de mis manos de viuda esta tela inacabable con que procuro enga�ar el hueco de las noches.

�Cu�ndo he dejado de agigantar los peligros? El amor est� hecho todo de temores e inquietudes. Me imaginaba a los troyanos acometi�ndote furiosamente. El s�lo nombre de H�ctor me hac�a palidecer. Cuando uno hablaba de la muerte de Ant�loco a manos de H�ctor, yo temblaba por Ant�loco. Cuando otro contaba la desdicha del hijo de Menecio, muerto bajo ajena armadura, lloraba al ver que no siempre prosperan las astucias. Y si o�a c�mo la lanza de un licio hab�a bebido la sangre tibia de Tlep�lemo, la muerte de Tlep�lemo exacerbaba mi angustia. En fin, cada uno de los que ca�an ensangrentados en el campamento aqueo dejaba el pecho de tu amante esposa m�s fr�o que el hielo.

Pero un dios justo ha mirado la pureza de mi amor: Troya ha quedado reducida a cenizas y mi esposo ha salido con vida. [?] �Oh, c�mo te has olvidado de los tuyos cuando as� has confiado en tu astucia, penetrando de noche, con un solo compa�ero, en el campamento de los tracios, y matando de una vez a tantos hombres! �Y dec�as que ibas a ser prudente, que te ibas a acordar de m�! Mi coraz�n no dej� de temblar hasta que o� c�mo, victorioso, te pusiste a salvo gracias a los caballos ismarinos, corriendo a trav�s de un campamento amigo.

Pero, �qu� gano con que Ili�n haya sido destruida por vuestros brazos y que sus muros est�n a ras del suelo, si mi vida ha de ser la misma que cuando Troya resist�a, si la ausencia de mi marido nunca ha de tener fin? S�lo para los dem�s ha sido arrasado P�rgamo; para m� a�n existe. Donde fue Troya ahora el vencedor ara la tierra con los bueyes del vencido; del suelo fecundado con sangre frigia ya han brotado las espigas y una mies abundante se entrega al filo de la hoz; tropiezan los curvos arados con los huesos semisepultos de los guerreros, y la hierba va cubriendo las ruinas de las casas. Pero t�, el vencedor, sigues ausente.

Ni siquiera puedo saber �oh, cruel! La causa de tu ausencia, ni el rinc�n de la tierra en que te ocultas. Cuando alguien endereza su nave errabunda a estas playas, no se va� sin haber sido acosado por mis preguntas y sin llevar una carta escrita por mi mano para ponerla en la tuya �si es que llega a encontrarte! [?] �En qu� tierra est�s? �Qu� pa�s te detiene? ?

M�s ventajoso ser�a que los muros de Febo se mantuvieran firmes a�n (�ah, con qu� ligereza me contraigo en mis deseos!): as� sabr�a siquiera en qu� lugar combates; mi �nico temor ser�a la guerra, y mi angustia la de muchas otras mujeres. Ahora no s� qu� es lo que temo. Estoy loca y tengo miedo de todo. El campo que se abre a mi congoja es inmenso: cada uno de los peligros que hay en la tierra, cada uno de los que hay en el mar puede ser la causa de tu largu�sima ausencia.

O tal vez mis temores sean necios. T�, entre tanto, estar�s quiz� preso en las redes de una amante extranjera (�sois tan volubles los hombres!), y quiz� le estar�s contando que tienes una esposa muy r�stica, buena apenas para cardar la lana. Ojal� me enga�e. Desvan�zcase en humo tan horrible pensamiento. �C�mo creer que t�, pudiendo regresar, quieras seguir lejos?

Ya mi padre Icario me insta a renunciar a este lecho de viuda y se irrita por tu ausencia interminable. �Irr�tese cuando quiera! Tuya soy, tuya he de seguir siendo. Pen�lope ser� por siempre la mujer de Ulises. Y, movido por mi fidelidad y mis castas s�plicas, mi padre acaba por moderar su enojo.

Pero una horda lasciva venida de Duliquino, de Samos y de la alta Zacintos me acosa de continuo y, sin que nadie lo impida, se ha adue�ado de tu palacio. Estos hombres desgarran al mismo tiempo mis entra�as y tus posesiones. [?]

Y yo?, si cuando te fuiste era joven, ahora, por muy pronto que regreses, te voy a parecer una anciana.

Ovidio, Heroidias, SEP, M�xico D. F, 1987

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Antes de despedirme, un �ltimo comentario. �C�mo da en el clavo el Dr. Amor, alias Ovidio, en eso de ?�qu� volubles son los hombres!?! �No? Ser� una visi�n idealizada, no lo niego, pero soy de aquellos que cree que las mujeres necesitan unos encantos m�s excelentes para calentarse con alguien, y ni hablar para enamorarse de �l. A nosotros se nos pone un cachivache en pelotas y ya nos le vamo �encima. No importa que sea un bagarto. Ni nos damos cuenta. O, lo que es peor, nos damos cuenta luego del primero. Vemos la tanguita y ah� vamos. Nada nos detiene. Pero las minas, no. Las minas son m�s exquisitas. No les basta ver un tipo en slip. Bueno, como dir�a el gran fil�sofo futbolero Guillermo Nimo, ?por lo menos, as� lo veo yo?.

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Cualquier mujer que quiera demostrarme lo contrario, o sea, que sucumba ante cualquier mamarracho, llame al 0-800-SASSI o visite mi p�gina web www.estoyderegalo.com y venga a demostrarlo en forma contante y sonante con este perejil. �Llame ya!

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Lee mis labios (2001, Jacques Audiard)

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A ver. Para hacerse una idea de este director, piense en el gran Bielinsky, el recientemente fallecido director de Nueve reinas y El aura. El franchute tambi�n maneja los g�neros como pocos, en especial el thriller psicol�gico, goza de un gran reconocimiento en la cinefilia, trabaja con la psicolog�a de los personajes con mano maestra y viene con los bolsillos llenos de premios: su primer pel�cula, Mira a los hombres caer, con el tierno J. L. Trintignant, se llev� el C�sar a la mejor �pera prima, su segunda, El h�roe discreto, nada m�s ni nada menos que el premio al mejor gui�n en Cannes, y las dos siguientes, de las que hablaremos ahora, cosecharon 835.934 premios en el circuito de festivales.

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De Audiard se estren� en julio El latido de mi coraz�n (2005), una estupenda remake del filme Fingers (1978, James Toback) que pronto saldr� en video. Pero antes de ir a ella bien vale comenzar con Lee mis labios, su trabajo anterior, que es una pel�cula para alquilar s� o s�.

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En Lee mis labios encontramos a una resentidita con una sordera galopante que trabaja en una oficina entre yuppies detestables. La mina est� sobrepasada de laburo y necesita alguien que la ayude. Ah� aparece Vincent Cassel, el novio de la pobre chica de Irreversible ?�se acuerda??, quien aqu� interpreta a un presidiario que con sus salidas en libertad condicional intenta reinsertarse en la sociedad. La relaci�n entre ellos no es f�cil, est� llena de un histeriqueo encantador, el cual es explotado por el director con gran sutileza. Este v�nculo, cuando logren entenderse mejor y a necesitarse como a nada en el mundo, les servir� a ambos para cobrarse algunas venganzas pendientes.

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Como siempre en la filmograf�a de este director, aqu� nadie es lo que parece: ella oculta su sordera, �l, su condici�n de presidiario. Y as� como ocurrir� en su siguiente pel�cula, en Lee mis labios los protagonistas ser�n arrastrados por fuerzas que ellos no pueden controlar; l�ase, y m�s en este caso en particular, son llevados por otro a cometer actos que, de no mediar estos �ltimos, ellos no hubieran emprendido: Cassel, aunque trate de dejar atr�s quien fue, un hombre rudo y de la noche, vuelve a robar por ella, s�lo por ella, y ella, una nerd de oficina, a arriesgarse por �l. A prop�sito, es de antolog�a una de las �ltimas escenas, aquella donde la sordita debe leer los labios para?, bueno, no puedo contar mucho porque le arruino la fiesta, pero el tema es que se trata de algo groso que ella hace por �l. Esa escena adem�s es un soberbio homenaje al Hitchcock de La ventana indiscreta (Ah, fij�ndome en el libro de Truffaut si hab�a escrito bien el nombre de esta bestia, cosa que me sucede muy pocas veces y siempre de casualidad, encontr� estas palabras del gordinfl�n que son imperdibles y pertinentes tambi�n para esta pel�cula. �l dice: ?No me intereso por el contenido de mis filmes, eso ser�a como pensar que un pintor se preocupa por saber si las manzanas que pinta son dulces o �cidas. Su estilo, su modo de pintar es lo que interesa, de ah� surge la emoci�n. Eso es lo que debe hacer un artista: crear una emoci�n?.). Y es un estupendo homenaje porque a esta sesi�n-tortura en la cual la protagonista est� obligada a ver lo que sucede puertas adentro en otro edificio, Audiard, a una simple lectura de labios le imprime un erotismo que, por supuesto, no estaba en la versi�n de aquella c�lebre bola de grasa egoc�ntrica, quien, vale aclarar, ten�a menos erotismo que Borges, y eso ya es decir mucho ?a menos que Ud. le crea a Zizek todas las boludeces que dice sobre Hitchcock, que por cierto son muy ilustrativas para ?entender? a Lacan, ojito?, y que tampoco estaba en aquel otro homenaje a la misma pel�cula que hiciera De Palma en Doble de cuerpo, y eso que aqu� hab�a un mani�tico tratando de clavarse a una mina (s�, s�, de clavarse; y como ocurre con el erotismo, esto ocurr�a en el sentido que Ud. se imagina y en otro tambi�n).

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Volviendo a la escena-homenaje, para llegar all� la pobre Emmanuelle Devos, de estupendo trabajo, debi� cagarse de fr�o en una terraza de mala muerte, cosa que hace por amor, s�lo por amor (entre par�ntesis, hacemos cualquier cosa por amor, pero cualquier cosa; haga memoria s�lo un segundo y ver� cu�ntas estupideces hizo, y lo que es peor ?o mejor?, cu�ntas har�, e incluso ?y es todo un dato tierno de nuestra condici�n? sin darse cuenta). Los �ltimos 30 minutos, donde se sit�a la escena mencionada, y no los �ltimos 5 � 10 como ocurre en todo thriller, son de una tensi�n electrizante. Como sucede en los mejores exponentes del g�nero, cuando uno cree que ?ya st�?, que viene el final, que ya se va a tomar un cafecito o fumar un faso para distenderse luego de tanto stress, el director da una nueva vuelta de tuerca y la tensi�n sigue in crescendo hasta el excelente desenlace.

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Por �ltimo, agregamos un dato que no apunt� ning�n cr�tico amigo de lo ajeno en Internet. En estas �ltimas secuencias reparen tambi�n en algo en particular. En una de las tomas, cuando el protagonista est� acorralado por un capo mafia en una habitaci�n y la pobrecita mira la escena desde arafue, Audiard compone una seguidilla de planos ?a lo Bacon?, s� a lo Francis Bacon. No tomando a pie y juntillas alguna idea de los ensayos del fil�sofo de principios del siglo XVII, no, nada que ver, seguro que ni lo ley� como la mayor�a de nosotros; sino m�s bien tomando como modelo al Bacon pintor, uno de los m�s importantes del siglo XX, el reventadito gallet�n y morfeta sobre el que tambi�n se hizo una pel�cula no hace mucho. �Lo tiene? �No? P�guese un tiro. No conoce a uno de los 3 � 4 (�y no incluya a Dal�, no sea grasa!) mejores pintores del siglo pasado. �Que Ud. es de esos que tiene colgado un cuadrito de Soldi? P�guese otro tiro. No. Pare. Antes vaya a google y con�zcalo de una vez. Vaya y venga. Bueno, �ya lo conoci�? Olvide el tiro por lo de Soldi. De ese demente genial hablamos entonces.

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Y ojo que �sta no es una analog�a m�a tirada de los pelos. Los planos aqu� guardan el �ngulo propio de los cl�sicos encasillamientos baconianos y hasta incluyen la famosa lamparita que siempre vemos en los tr�pticos donde, con trazos gruesos y con borrones fantasmag�ricos, se deformaba a s� mismo, a los bambinos que se ?pasaba a bodega? y a alg�n que otro pintor, como Lucian Freud, por ejemplo. Vean si no me creen c�mo escena a escena se va desfigurando la cara de Cassel, c�mo sus ojos, p�mulos, mejillas y labios van adquiriendo el car�cter esperp�ntico que tienen las figuras en las pinturas de Bacon.

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El latido de mi coraz�n (2005, Jacques Audiard)

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Por el depurado tratamiento del sonido y la atenci�n que este director presta a lo que vemos y o�mos en sus pel�culas, al cine de Audiard podr�amos clasificarlo como ?cine de los sentidos?. En Lee mis labios, filme centrado en las desventuras de una sordita atribulada que gan� el premio C�sar al mejor sonido, nosotros, cuando ella se quitaba los aud�fonos para huir de ese contexto opresivo, escuch�bamos ?como ella? y nos qued�bamos aislados ah�, acompa��ndola. En El latido de mi coraz�n, su �ltima pel�cula, tambi�n explota al m�ximo este recurso y es de ese modo en que vivimos en carne propia los bruscos pasajes de Thomas, un hombre en el que conviven al un�sono y sin conflicto alguno ?los conflictos vendr�n por otro lado, como se ver�? el placer por la m�sica electr�nica y la m�sica cl�sica. Cine de polaridades, como se ve, y como hemos visto en su pel�cula anterior, la filmograf�a de Audiard transita sin escalas de la oficina a los bajos fondos, del pub nocturno a la sala de conciertos, de la furia tan propia del ?ser occidental? a la templanza oriental, de la tocata en mi menor de Bach a Tiesto o Paul Oakenfold, baluartes de la m�sica electr�nica seg�n me apunta un entendido. Y esto se mantiene incluso hasta en los cr�ditos de esta pel�cula, en los cuales como m�sica de fondo escuchamos primero, m�sica cl�sica y luego pop.

Thomas, quien ha abandonado su carrera de concertista, ahora trabaja en el negocio inmobiliario cometiendo cualquier tipo de atropello si tal ?altruista ocupaci�n? lo requiere. Un d�a, transitando con su auto, se encuentra con quien a�os antes fuera el agente de su madre, una concertista de piano reconocida. Ese encuentro azaroso ?como el que ocurre al final, pero en sentido inverso? reabrir� una herida que en �l nunca ha cicatrizado: la que ha dejado la muerte de su madre. Desde ese momento, y gracias a la ayuda de una chinita servicial ?que a �l le sirve de gu�a y control, y a nosotros como un referente fuerte de la piedad filial, uno de los temas de la pel�cula?, tratar� de hacer el duelo y retomar� as� el siempre tortuoso ejercicio de las escalas y la pr�ctica de piezas c�lebres. As� contado, hasta ah� todo va m�s o menos bien. El tema se empioja cuando, a poco de comenzada la pel�cula, uno percibe que el pobre Thomas no s�lo tiene esa cuenta pendiente con su madre, sino que tambi�n guarda otra con ?el que te dije?, su padre, un pobre tipo due�o de un bar de morondanga que, a diferencia de la madre quien lo instaba a abrazar el mundo del arte, lo empuja a cometer alg�n que otro delito. Tenemos entonces, y retratado en paralelo para resaltar la tensi�n, a Romain Duris, un actor soberbio e histri�nico pero no por ello menos eficaz, que est� tironeado por dos legados antit�ticos, el materno y el paterno. Por ello, como condensaci�n de aquello que nos constituye y de lo cual no sabemos c�mo demonios desembarazarnos, como en espejo aparecer�n dos escenas que a simple vista parecen una nimiedad pero son la cifra de un conflicto nodal: en una, para desalojar a un pu�ado de inquilinos el protagonista desembolsar� ratas, mientras que en otra, har� lo propio pero con los casetes que escond�an las conmovedoras grabaciones de su madre.

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El latido de mi coraz�n est� montada sobre un gui�n perfecto y en el retrato de este tironeo perpetuo entre los dos mandatos en que se ve involucrado el protagonista mantiene un ritmo extraordinario hasta el final. Pero justamente en el final es donde por un instante, s�lo por un instante, al director ?se le escapa la tortuga? en una escena de por s� inveros�mil (Audiard, �desde cu�ndo una concertista que se prepara de 6 a 8 meses para tocar una pieza, aguantando el f�o, el calor, tocando en chancletas y con ruleros, a las 7 de la ma�ana o a las 12 de la noche, justo ah�, en el momento c�lmine luego de haber pasado por esa tortura tiene tiempo para mirar al auditorio y hacerle una caidita de ojos a su pareja?; se te perdona porque todo lo dem�s es impecable) y, leyendo entre l�neas, termina con una moralina cercana a Hollywood. Pero ello poco importa porque la pel�cula es excelente, incluso con estos deslices.

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Para cerrar recordemos que El latido de mi coraz�n es una remake de Fingers (1978, James Toback), un filme protagonizado por Harvey Keitel que ahora se ha vuelto medio de culto. Y lo recordamos no porque �sta, la francesa, haya tenido m�s �xito que aqu�lla o porque incluso la supere en m�s de un sentido, sino m�s bien porque en la obra de Audiard las manos tendr�n un rol protag�nico (y no me venga con que fingers en castellano equivale a ?dedos? y no a ?manos? porque la argumentaci�n se me viene al carajo, �quiere?, haga de cuenta que no sabe ingl�s y s�game la corriente que va a ver que llegamos a algo). Ellas son una de las tantas muestras palpables de esa tensi�n que corroe el alma del protagonista. Por ello ser�n innumerables los planos detalle en que est�n involucradas, bien ejecutando una pieza, bien ensangrentadas luego de cometer un atraco, bien acariciando a su amante luego de hacer el amor, etc.

Pero, las manos en el mundo de Audiard son algo m�s. Ya obsesivamente hab�a reparado en ellas en Lee mis labios. Este director, a pesar de que se centre en conflictos psicol�gicos y consiga meternos de lleno en la psicolog�a de sus personajes, entre otros recursos con c�mara en mano y con planos muy cerrados, no pierde de vista lo concreto, lo material, aquello perceptible solo por los sentidos. Aqu� las manos m�s que ser art�fices del destino del protagonista, son la muda evidencia de nuestro destino que reposa en el propio cuerpo, son huellas indelebles de nuestro desventurado acontecer. Parafraseando un verso de Juarroz, recordemos que ?hay huellas que son m�s mano que la mano?. Y en �sas repara Audiard. �Qui�n iba a decir que este director, tan obsesionado con los meandros de nuestra psiquis, era finalmente un materialista?

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Las manos. Uno piensa en ellas y no puede menos que pensar en el Bresson de Pickpocket, en Rodin y las manoplas que se robaron justo aqu� en Buenos Aires y en las que ha tallado en infinidad de esculturas, en Rimbaud y su c�lebre: ?la mano en la pluma equivale a la mano en el arado. ?�Qu� siglo de manos!? Yo jam�s tendr� una mano?. Pero �eh, pucha, cineastas, escultores, poetas, pero todos franceses! �Qu� pasa con los franchutes y las manos? No tengo la menor idea y ahora no voy a resolverlo. Tema para una monograf�a. P�ngase a trabajar Ud., che.

Ya que plagiaba al gran Juarroz, cuya obra con justicia fue recientemente reeditada, cerremos con unos versos suyos de su primera Poes�a vertical referidos a esto mismo sobre lo que venimos hablando, las manoplas:

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40.

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Las manos tambi�n nos enga�an.

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La verdad es que no tenemos manos

y por eso lo perdemos todo,

una piedra o la vida.

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No tenemos manos.

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Y los ambiguos antecedentes de Dios

no alcanzan de ninguna manera

para tapar este mu��n flotante en el cual desembocamos

y en el cual tal vez todo desemboque.

Roberto Juarroz

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Eso s�, no se olvide de reparar con suma atenci�n en las manitos de Thomas. Por algo Audiard vuelve a ellas una y otra, y otra, y otra vez. S�galas. No hace falta ver mucho m�s. S�lo ellas nos marcan el destino del protagonista.

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Hern�n Sassi

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Francis Bacon - Sleeping figure, 1974

Francis Bacon - Sleeping figure, 1974

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el interpretador acerca del autor
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Hern�n Sassi

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secci�n artes visuales: Juliana Fraile, Florencia Pastorella
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Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Francis Bacon, Portrait of George Dyer Talking (detalle)

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