Cuando el crítico paranoico reseñó mi libro, yo trabajaba haciendo correcciones en casa. A veces escribía reseñas para algún diario, o agarraba alguna traducción, y aunque daba entrevistas como una de las “jóvenes promesas de la literatura argentina” o cosas parecidas, la verdad era que me costaba juntar el dinero indispensable para vivir y muchas veces mi mujer terminaba pagando las cuentas.
La reseña fue lapidaria.
El crítico paranoico no era para nada un mal crítico. Se preocupaba por argumentar, por hacer claras sus ideas y la mayoría de las veces, aunque uno no siempre coincidiera con sus conclusiones, leía bien. Había fundado una revista legendaria y exitosa y también vivía un poco de su fama.
Últimamente, sin embargo, se le notaba la vejez. Había tenido un entredicho con varias personas del medio y una polémica con un escritor de los “malditos” había derivado en un escándalo malsano. Para algunos de mis amigos, el crítico paranoico había perdido, aplastado por la solvencia del otro para ponerlo en ridículo. Eso, decían, lo arrastraba a la locura por la ira. Para mí simplemente había pagado muy cara su arrogancia. Pero son puntos de vista, nada más.
Ahora bien, y eso todo el mundo lo decía, el asunto lo había dejado un poco más desconfiado que de costumbre. Sus allegados y colegas esperaban que el efecto pasara pronto. Pero esto no ocurrió. Más bien, la paranoia fue en aumento.
En los bares se decía que el tipo se había auto-exiliado del mundo, encerrándose en su casa y subsistiendo a base de alimento para perros. Alguien me dijo que un amigo o un colega con el que todavía no se había peleado, le mandó una mujer para que le limpiara la excesiva mugre del baño y para que erradicara las cucarachas que caminaban por los platos sucios en la cocina. Según esa versión, el crítico la había echado o había intentado matarla tirándole insecticida en la cara. Otro lo había visto, vestido con una sobretodo andrajoso, comiendo puré de papa con la mano en una restaurante de Avenida de Mayo.
Eran todas exageraciones, por supuesto.
Pero era verdad que cada vez escribía de forma más críptica y enrevesada y ya casi no aparecía en público. Todo el mundo lo sabía: el tipo se estaba volviendo loco.
Cuando salió la crítica sobre mi libro, me acordé que durante mi estadía en Alemania, mi hermano me mandaba su revista todos los meses y yo simplemente la devoraba. Entre demasiado complicadas ediciones del Frankfurter Zeitung y ediciones viejas de El País, su revista se transformó varias veces en mi único vínculo con Buenos Aires. Era una situación, al mismo tiempo, monstruosa y placentera.
Bastante tiempo después, de vuelta en Argentina, puse en su lugar a un imbécil que era amigo o conocido suyo. El tipo hacía animaciones con muñequitos de plastilina. Los muñequitos de plastilina eran una mierda y yo se lo dije. Y eso no le había gustado al crítico paranoico. Hacía ya un tiempo que había vendido su revista a un grupo inversor y se dedicaba a colaborar con algunos medios de baja y media tirada. También escribía y polemizaba mucho desde Internet.
Como dije, su crítica a mi libro había sido lapidaria. Pero también bastante alucinada. Pasaba de opinar sobre el libro a atacar mi persona sin solución de continuidad, se le mezclaban los personajes con la realidad, me insultaba abiertamente. Sus juicios morales parecían sacados de un tratado del siglo XVII. Era ridículo. Para colmo, ni siquiera me conocía. No me había visto ni una sola vez en su vida.
No tengo que aclarar que yo no soy un boy-scout. Me gusta apretar para ver que sale. Es ahí donde están las mejores historias. Sin embargo, lo del crítico paranoico parecía otra cosa. Su mente había remontado vuelo y me bombardeaba desde las alturas.
Uno o dos días después de que salió la reseña, pasé por la casa de Gekco para copiar algunas películas porno. Alquilaba un DVD, lo miraba y si me gustaba, hacía una copia. Hasta el día de hoy, nunca copié una película que no fuera porno. No sé por qué. Alquilaba de todo, pero las únicas que copiaba eran las porno. Siempre es buen tener una porno que nos guste a mano.
Llegué temprano y Gekco me abrió la puerta en pijama. Es programador y trabaja con la computadora en su casa. Otro que no sale ni a la esquina.
—Leí la reseña —me dijo en el ascensor.
—Ahá —dije yo.
Gecko también conocía al crítico paranoico y leía lo que escribía. Le gustaba decirle “elcriticoparanoico”, todo junto, sin cortar las palabras. Entramos en el departamento. Había dos monitores encendidos. Gekco puso a copiar las películas mientras yo servía una de las cervezas que había llevado. Me imaginé una cancha de tenis vacía, un día nublado. El agua de la pileta llena de hojas que arrastra el viento. Era una imagen que me gustaba.
—Las observaciones son tan erróneas, confunden tanto las ideas más básicas, que la crítica termina sorprendiendo— dijo Gecko mientras se sentaba y agarraba su cerveza.
—Puede ser —dije yo.
—¿Estás enojado?
—Creo que sí.
No estaba seguro.
—Dicen que se está volviendo loco.
—Es muy probable.
—Capaz que ya era loco de antes.
—Sí, puede ser.
La porno que había llevado era un policial. Tres tipos secuestraban a dos colegialas y pedían dinero a cambio de no fornicarlas. Los padres pagaban pero las fornicaban igual. Ellas gozaban.
—Supongo que va a terminar siendo positivo.
—¿Por qué?
—No existe la publicidad negativa.
—No sé...
Yo no estaba muy convencido.
—Escucháme, este tipo se está enterrando.
Eso era verdad.
—Es como esas personas que empiezan hablando solas y terminan a los gritos.
Entonces tocaron la puerta y Gecko fue a atender. Era el vecino. Necesitaba un poco de hielo. Al vecino de Gecko le falta la mano izquierda. Se la voló con un petardo festejando navidad cuando tenía diez años.
—Leí la reseña de tu libro —dijo cuando me vio.
—¿Y? —le pregunté.
—¡Muy buena! —respondió.
Después agarró con la mano sana la cubetera que le dio Gecko y se fue.
El tiempo que lleva copiar un DVD depende de la información que contenga. Las películas porno no tienen mucha información, pero a veces hay que comprimirlas para que entren en un solo disco. Gecko se las ingenia bastante bien para hacerlo.
Un tiempo después de mi reseña negativa, el crítico paranoico publicó un largo comentario sobre una película nacional. En su universo sin piso y a cielo abierto, el director de la película nacional era la reedición del trágico Mariscal Petáin. El Mariscal Henri Philippe Petain había sido un héroe durante la Primera Guerra Mundial porque había estado en Verdún. Pero cuando los alemanes se recuperaron, no le fue tan bien. Cuando Francia fuera invadida en 1940, Pétain tenía ochenta y cuatro años. Transó con los nazis y se puso a gobernar la republica colaboracionista de Vichy. Cuando llegaron los aliados, Pétain se escapó a Suiza, pero lo agarraron. Los franceses lo juzgaron por traición y lo condenaron a muerte, pero De Gaulle lo perdonó y estuvo preso hasta que se murió.
El director de cine, según el crítico paranoico, era como Petáin. Había hecho dos películas. La primera era buena, la segunda era mala y había que meterlo preso. Menos era el oprobio.
El día que copié la película hablamos de otras cosas con Gecko. Por ejemplo, él me contó que una sus novias le había preguntado si los chanchos eran mamíferos. Él dijo: “Que yo sepa, huevos no ponen”.
Después, terminamos la cerveza y esperamos a que la película estuviera lista.
—¿Hace mucho que no la ves a Vicky? —me preguntó en el hall del edificio.
Le dije que sí, pero no entendía porque me lo preguntaba. Después me acordé que una vez Vicky me había contado que hizo una fiesta y, entre los desconocidos que fueron, había un arquitecto, amigo de un amigo. El tipo le dijo que el edificio estaba muy viejo y que no lo podía seguir cargando de peso. Era un segundo piso por la escalera.
—¿Qué peso voy a traer? —le preguntó Vicky.
—Cualquier cosa. Un mueble nuevo, un sillón, esas cosas —le respondió el arquitecto.
Ella lo odió. A los quince días se le murió un tío al que casi no conocía y heredó como quinientos libros. Mientras los acomoda en la biblioteca, se mareaba. Pensaba que su casa se iba a derrumbar en cualquier momento. A veces incluso sentía como el piso se hundía cuando caminaba cerca de la biblioteca.
Juan Terranova