Una noche Leila Lorenzo me vino a buscar a la plaza. Leila se había ofendido conmigo hacía unos dos años porque le había roto por accidente la foto de su gran amor, el fallecido Marcos Mora. Leila era una romántica Leila cantaba a todas las criaturas de la noche solamente con su llegada, y yo con felicidad paraba de trabajar para recibir como se debía a una reina, con una cerveza bien helada. Desde hacía un tiempo yo había vuelto a beber, y sorprendido noté que ya no era el borracho de antes, me aburría la idea de beber la interminable cantidad de alcohol las borracheras que se repetían ya no me interesaban para nada, algo adentro mío había cambiado por alguna razón. Pero una cerveza, o dos cervezas con una vieja amiga no se podía negar, la borrachera alegre es siempre bienvenida, y la alegría de volver a ver a Leila era grande. A Leila la traía en la silla de ruedas un sobrino desde su casa, Leila no tenía piernas y pesaba alrededor de 150 kilos esa noche en Palermo. El sobrino había nacido en el Chaco y los padres lo mandaron a lo de Leila para que estudiara en Buenos Aires, a cambio el púber atendía las necesidades higiénicas de mi amiga. Leila estaba a punto de morir, según me contaba, y venía a despedirse de mí, y de otros amigos que quería y le importaban. Leila era propensa a tumores malignos y esta vez decía que no zafaba. Le tuve que creer porque era la primera vez que me contaba algo así. Leila calculaba que no le quedaba más de una semana, cagaba sangre dos veces por día, temblaba todo el tiempo, se ahogaba. Algunas veces vomitaba sangre y rosas, unas rosas rojas que despedían un maravilloso perfume. Leila me regaló un ramo para mi señora. Nunca supe bien cómo tratar a un moribundo, no era la primera vez que un amigo estaba al pie de la muerte frente a mí, y me ponía muy nervioso la sensación de no tener tema de conversación ante una noticia tan terrible como la que me traía Leila. Pero sin embargo Leila que me conocía bien me entretuvo con comentarios sobre mis libros que afortunadamente habían llegado a sus manos y sobre una posible edición post mortem de un libro editado por mí de sus poemas, si no tenía inconvenientes y cómo los iba a tener cada palabra de Leila se incrustaba en el cuerpo de las personas que sabíamos reconocer la poesía que brotaba de la podredumbre de esta ciudad vaciada desde su nacimiento, de estas piedras y este asfalto podrido solamente desgracias trae esta ciudad, somos unos mal nacidos malditos desde el nacimiento hasta que ya no damos más, hasta que nos pasan los años hasta que nos lleva alguna enfermedad, o alguna desgracia, pero la peor desgracia es haber nacido en esta tierra de nadie y eso Leila y yo lo sabíamos bien, y por eso queríamos brindar, y por eso Leila eligió estar conmigo en uno de los últimos momentos de su vida. Leila Lorenzo murió dos días después en su casa mientras cagaba, el sobrino cuando vio el cadáver se volvió al Chaco sin avisarle a nadie. El cuerpo de Leila después de muerta siguió fabricando flores de su sangre que no quería coagular, y el aroma de su cadáver era el perfume de las rosas, que día tras día se intensificaba. Por eso mismo fue que los vecinos no se enteraron de la muerte de Leila así como así, porque el olor que despedía Leila y que se intensificaba día a día era hermoso, y alegraba el lugar. Toda la manzana donde quedaba el edificio de Leila Lorenzo, en el barrio de Paternal recibió esos días con una gran alegría, la gente fifaba y se emborrachaba y se abrazaba con los amigos sin saber en realidad que era lo que les producía esas ganas de festejar. Pero todo lo bueno alguna vez tenía que terminar, las rosas rojas de Leila taparon las cañerías del edificio, y cuando tiraron la puerta del departamento de Leila abajo, cuando entraron al baño se encontraron con su carne secada y su rostro cadavérico deformado por los dos meses de abandono, los gusanos que recorrían el cuerpo de Leila tenían fascinantes colores, y algunos incluso se animaban a volar, de repente largaban unas alas multicolores y zumbaban armoniosamente alrededor de los invasores. Pero los gusanos no dejan de ser gusanos y cuando el cadáver de Leila se enterró todos los gusanos y los habitantes de esa manzana del barrio de Paternal volvieron a su desgracia diaria, a respirar el aire podrido de sus conciencias fétidas, a calcular sus tacañerías diarias, a maltratar a sus hijos y a sus parejas, a sus empleados y a los mendigos, y a los nenes de la calle, y a envidiar a sus vecinos. Nunca supieron qué fue lo que hizo que tuvieran unos días tan felices en sus casas y en las calles del barrio de sus casas, pero eso ya había pasado, porque no había sido por ellos, porque nada bueno podía salir de ellos.