el interpretador narrativa
 

Muchos nenes muertos

(extracción)

 

Diego Arbit

 

Introducción

por Darío Semino

 

Impresiones sobre la lectura de Diego Arbit.

La prosa.

La prosa de Diego Arbit carece de fisuras, es un oleaje perfectamente equilibrado. Uno comienza con una lectura normal, voluntaria. Abre el libro y lee, al principio se tropieza, busca signos de puntuación que lo ayuden a mantenerse en pié. Pero a la segunda página ocurre algo maravilloso, las palabras de Arbit se convierten en un vehículo de nuestra mirada, la velocidad de la lectura aumenta poco a poco; no nos damos cuenta porque no se trata de un movimiento consciente, es la prosa la que nos obliga a acelerar la lectura produciendo un efecto de montaña rusa.

Por momentos Arbit estalla en furia, despliega un abanico de insultos dirigido a los más diversos destinatarios (políticos, médicos, compañeros de trabajo, compradores de sus libros, etc) y justo cuando el lector empieza a sentir el rechazo, cuando uno se dice a sí mismo “esto es demasiado”, es ahí que surge un párrafo que respira poesía, un precioso canto a la ciudad y sus miserias o una bella súplica del abatido protagonista. De esta manera Arbit combina la furia con el lirismo, logrando que cada uno de esos dos elementos resalte las cualidades del otro. No se apreciarían tanto las mejores páginas de sus novelas si no estuviesen antecedidas por tanta rabia, y toda esa rabia resultaría excesiva de no estar compaginada con su preciosismo pesimista.

Las obras.

Sus novelas están lejos de las obras que invitan al lector a participar de ellas. Él aclara perfectamente su postura de sujeto enunciador de una verdad que necesita ser dicha, una verdad que no puede callarse, que se desborda por los márgenes de la hoja. Lo único que puede hacer el lector es dejarse llevar por el ritmo de sus palabras.

A medida que la lectura avanza se experimentan distintas reacciones, el texto nos puede conmover y nos puede repudiar. Está en cada uno elegir cual de las dos sensaciones prevalecerá. Porque la prosa de Arbit no es apta todo público, no es de extrañar que muchos de los que se acerquen a sus libros terminen arrojándolo por la ventana. Muy acertadamente él nos advierte que sus palabras son para los que tengan el valor de aceptarlas, lo dice porque sus palabras queman y dañan de la misma forma que la violencia y la miseria del ser humano, esa verdad que no puede ser callada.

Arbit, personaje.

Diego Arbit/ Silvio Astier(*)

“Muchos nenes muertos”, la primer obra de Arbit posee una estructura extraña. Se trata de un libro difícil, que juega con distintos registros sin dejarse definir del todo. Reina en ella la confusión, pero se trata de una confusión que poco a poco nos va mostrando los destellos de una personalidad. Y es que de allí surge, como puede verse en sus otras novelas, el personaje Diego Arbit.

Como su antecesor en la literatura argentina Silvio Astier, Arbit odia, detesta a la mayoría de sus semejantes, ve en ellos las llagas de una sociedad más que imperfecta. Son los marginales, y no todos, los únicos que rescata, los que están “a la deriva”, los que se la pasan realizando el efímero arte de sus existencias. El resto de las personas son cómplices o hacedores de la hipocresía y la injusticia del mecanismo social que ahoga a los pocos que valen la pena.

Sin embargo el odio de Arbit no estalla en reacciones contestatarias, es incapaz de rebelarse contra la realidad social que lo oprime. Cuando los militantes de izquierda defienden los derechos del protagonista en el supermercado éste no encuentra otra forma de reaccionar más que el odio. Dispara su desprecio contra quienes, bien o mal, intentan ayudarlo de la misma forma que contra quienes lo oprimen. La crítica que les hace a los jóvenes de izquierda parece salida de la más escuálida mentalidad pequeño-burguesa. Esto ocurre porque el protagonista Arbit es un sujeto abrumado por la decadencia que lo rodea, un ser que se siente incapaz de modificar su situación. La única opción que le queda es el escapismo. El amor, la droga, el alcohol, las actitudes excéntricas que no llevan a ningún lado, son todas formas de evadir una realidad que lo asfixia.

Puede establecerse aquí una diferenciación entre el personaje Arbit y Silvio Astier. Este último encuentra en la traición la realización de su existencia, traiciona porque la sociedad lo prepara para eso. En cambio Arbit es incapaz de traicionar, la sociedad en la que vive es completamente diferente a la de su antecesor. En lugar de traicionar Arbit escapa, porque en su mundo no reina la hipocresía, la cual de todas formas está presente, sino más bien la injusticia. Y se trata de una injusticia establecida como estructura básica, como la célula primera de la sociedad. Frente a ese mundo por naturaleza injusto no tiene sentido ningún tipo de oposición, de ahí las quejas pequeño-burguesas.

Entonces el escapismo se convierte en un elemento necesario para la supervivencia del sujeto, la individualidad de Arbit se repliega sobre sí misma para poder sobrevivir. Busca puntos de fuga a través de los cuales puede disparar su desprecio iracundo. Sabe que si no logra huir pasará a formar parte de lo que tanto odia, terminará por anularse y se convertirá en uno más de los tantos jefes o compañeros de trabajo que detesta.

Sin embargo el escapismo no lo es todo. El personaje encuentra una última forma de resistencia, la literatura. La necesidad de escribir y vender sus libros no es un modo de oposición o rebeldía sino una forma de sobrevivir. No parece preocupado por forjarse un prestigio artístico sino que su intención es mucho más humilde, simplemente quiere, exige, ruega que lo escuchen. Sus libros son el grito famélico de una generación y una época desesperadas, de un mundo que no nos deja otra opción más que pedir auxilio.

(*)Silvio Astier: Protagonista de El juguete rabioso, de Roberto Arlt.

 

 

Extracción de Muchos nenes muertos. Libro del año 2000.

Ese fin de semana mi abuela se iba y yo me quedaba solo con mi abuelo. A la mañana no pudieron despertarme y no fui a trabajar. Me desperté al mediodía con una resaca terrible. Mi abuela por teléfono me dio unas indicaciones de unas cosas para hacer en la casa de las que entendí menos de la mitad. Me preguntó por mi abuelo. Le dije que estaba agitado. Le costaba respirar. Había que internarlo pero él no quería ir a un hospital. Era un cagón. Si no había paro cardíaco se quedaba mirando televisión. No se podía hacer nada. Estaba hecho mierda pero nadie lo movía del sillón. Preferí dormir a escuchar toda la tarde cómo se ahogaba. Me despertó el teléfono. Mamá Mirta me preguntó si Diana estaba en casa. Diana y yo nos habíamos emborrachado. Yo no me acordaba de nada. Mirta sabía que entonces Diana estaba en una casa tomada fumando pasta base. En esa época Diana fumaba pasta base todos los fines de semana en una casa tomada que quedaba cerca de una esquina en Córdoba y Pueyrredón. Una vez yo la acompañé para poder sacarla lo más rápido posible. Nos dejaban entrar porque Dolores (una amiga que no sé si está o no muerta) vivía en el lugar. Todos los que vivían ahí hacían las transas con la gente por turnos en la entrada de la casa. Los perucas dueños de la bolsa estaban en una habitación y los demás desparramados en el resto de la casa. Esa noche yo estaba borracho y no sé qué dije. Un rengo todo espástico me quería acuchillar. Le hablé lo mejor que pude y se calmó. Tenía la mirada muy tierna. A Diana la pude sacar. Estaba hecha un desastre. Muy dura. Muy caprichosa también. Mucha locura en su casa. Mucha locura en su cabeza y en la mía también. Nunca les conté a los viejos de Diana lo de las casas tomadas. Ellos lo sabían por Diana. En la casa de Diana todos se calmaron por un tiempo y Diana se calmó también. Después reventó todo y Diana volvió a ir a casas tomadas. Así fue que un día la acompañé y por eso supe decirles a los viejos dónde quedaba. En media hora tenía que encontrarme con ellos en Córdoba y Pueyrredón. Mi abuelo jadeaba.

Yo:- ¿Llamo al hospital?

Aaron (a mis abuelos siempre los llamo por su nombre):- ¡No hinches las pelotas!

Yo:- Lo llamo igual.

Aaron:- ¡A mí no me mueve nadie de acá!

Yo:- ¿Podés caminar?

Aaron:- Me duelen mucho las piernas. Me agito si me levanto.

Ponía voz y cara de pobrecito. Se portaba como un nene malcriado.

Aaron:- ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Cómo me duele hijito mío. No tenés idea de cómo duele esto.

Yo:- No me importa. Si no querés ir a un hospital vas solo al baño y volvés solo al sillón. (Hacía varios días que se levantaba nada más que para ir al baño).

Le costaba mucho caminar. Tenía una pierna infectada. Un día vino un médico y le dijo que había que internarlo. Él no lo autorizó y se quedó sentado ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! Mirando televisión.

Aaron:- ¡Andate a la puta que te parió!

Yo:- ¡Andate a la puta que te parió vos!

Sonó el teléfono. Era Gladys. Yo había amado a Gladys. Después dejé de amarla y la dejé. Ella no podía soportarlo. Decía que se moría. Dijo eso durante un año o más. Yo esperaba que ya se hubiese calmado. Una noche pasé por su casa. Me atendió el padre. Dijo que ella había salido. Yo quería saber cómo estaba. La extrañaba. Siempre la admiré. Es una gran persona. El bicho más creativo que conocí. Me gustaría haberla podido amar toda la vida. Cosas que pasan. Una semana después de ir a su casa sonó el teléfono. Mi abuelo se quejaba. Diana en una casa tomada. Yo tenía que encontrarme con sus viejos en media hora en Pueyrredón y Córdoba. Explico las cosas en el orden que me voy acordando. El orden de las cosas cambia con el paso del tiempo. Gladys hablaba muy nerviosa.

Gladys:- ¿Para qué viniste a casa?

Yo:- Estaba un poco melancólico. Me dieron ganas de verte.

Gladys:- Si yo no te llamo vos no venís a casa ¿Entendiste?

No contesté.

Gladys:- ¿Estás ahí?

Yo:- Sí.

Gladys:- ¿Entendiste?

Yo:- Entendí.

Silencio.

Gladys:- Estoy saliendo con un chico. Es pintor.

Yo:- ¿Estás bien con él?

Gladys:- ¡Creía que sí! ¿Por qué viniste? Y mi viejo me preguntaba todo el tiempo qué hacías vos en casa y yo le decía que qué sé yo. Y mi vieja no me habló por una semana. ¡No vengas! ¡No vengas! ¡Si yo no te llamo no vengas más! ¿Escuchaste?

Silencio.

Gladys:- ¿Me seguís amando?

Yo:- No.

Gladys:- ¿Por qué? ¿Qué hice mal?

Yo:- No sé. Es una mierda dejar de amar.

Gladys:- ¿Para qué viniste entonces? Estuve mal toda la semana. Le conté a mi novio. Se peleó conmigo. Estoy mal. Nunca conocí a nadie como vos.

Yo:- Yo tampoco (era verdad) pero tendrías que irte de Moreno. Moreno es una mierda. Están todos derrotados.

Silencio.

Gladys:- Vos me quitaste todo lo que tenía. Me quitaste las ganas de cantar. ¡Sos una mierda! ¡Lo vas a pagar caro! Te vas a quedar solo. Sos muy egoísta. Vas a terminar muy mal.

Cortó.

Pensé que era cierto. En mi familia todos los hombres murieron muy solos. Es una especie rara mi familia.

Sonó el teléfono de nuevo.

Gladys (más calmada):- Hola.

Yo:- Hola Gladys.

Gladys:- Mi novio me propuso matrimonio.

Yo:- ¿Lo amás?

Gladys:- No. Pero me voy a casar igual.

Cortó.

Estaba muy loca. Me contuve de reírme. Estaba hecha mierda. Su voz sonaba chata como si hablara a través de una chancleta hueca. Un pedazo de goma gastada de rasparse contra un suelo harto del paso del tiempo. Seguramente iba a terminar dejando a su novio y se iba a poner mejor. Hace poco la vi y estaba mejor. Estaba radiante. Daban ganas de cogerla.

Fui a Pueyrredón y Córdoba. Mirta y Alberto no habían llegado todavía. Fui a la puerta de la casa tomada. Pregunté por Dolores. Dijeron que no estaba. Dijeron que cuánto quería comprar. Pregunté por Diana. Dijeron que no estaba (mentían). Dijeron que ellos me vendían. Que cuánto quería comprar. Les dije que ya había entrado una vez. Les dije que era amigo de Dolores y de Diana. Y que las quería ver. Me dijeron que me vaya. Estaban muy duros. No se les podía hablar. Vinieron los viejos de Diana. Estaban muy bien vestidos. ¿Qué mierda querían demostrar? Me había metido en un circo. Estaba muy confundido. Parecían dos padres recién divorciados que venían a la escuela para saber qué cosa su nena había hecho mal. Hablaban sin parar. Les expliqué entre varias interrupciones lo que había hablado con los punteros de la puerta de la casa. Ni Mirta ni Alberto se animaron a hablar con ellos. Mirta le habló a una chica que salía de la casa que le dijo que Diana estaba adentro. Alberto decía todo el tiempo que la pasta base era lo peor de lo peor. Que iba a llamar a la policía. Traté de hacerle entender que estaba en el carajo. Si quería ver a la nena viva nada de policía. Mirta pensaba igual que yo. Mirta lloraba. No sabía qué hacer. Mirta-Alberto y yo éramos tres pelotudos parados en el centro de la esquina de Pueyrredón y Córdoba. Andaban muchos autos por las dos avenidas. De una avenida se frenaban los autos si el semáforo marcaba el rojo. De la otra avenida los autos arrancaban. En la casa tomada la gente entraba–compraba y salía. Entraba–compraba y salía. Mirta-Alberto y yo parados. Sin saber qué hacer. Y la verdad es que no se podía hacer nada. Los tres amamos a la Petiza pero no podemos ni pudimos nunca hacer nada por ella. Diana pasó sola una época muy mala y sola se calmó. Estuvo en lugares de mierda de donde nadie sale y ella salió. Todo eso nosotros no lo sabíamos. Yo ahora lo sé. Ellos que son los padres siguen desesperándose de vez en cuando. Es su trabajo. No el mío. Los padres se desesperan cada tanto y cada tanto se quejan porque hallamos nacido. Es siempre así. Hay que soportarlo. Mirta y Alberto volvieron a su casa a esperar que Diana los llame. Volví a mi casa a ver cómo estaba mi abuelo. Estaba viendo la tele. Al lado del sillón tenía la escupidera. Había vomitado algo negro. Cada tanto desde hacía un tiempo vomitaba la comida. Nunca había vomitado algo negro.

Yo:- ¡Voy a llamar al hospital! ¡Te estás muriendo! ¡Soy tu nieto! ¡No puedo verte así!

Me miró con ojos tiernos. Yo heredé de él sus ojos tiernos. Mi viejo también heredó su mirada.

Aaron:- Ayudame a ir al baño. No puedo caminar. ¡Ay! ¡ay! ¡ay! Me duele mucho. No tenés idea cuánto me duele.

Ponía cara de pobrecito.

Yo:- Andá solo. Si te querés morir no me pidas ayuda. Voy a pedir una ambulancia.

Aaron:- ¡Vos no llamás a nadie! ¡La puta que te parió! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ayudame te digo! ¡No puedo caminar!

Yo:- ¡Andá a cagar!

Marqué emergencias. Dije que necesitaba una ambulancia.

Aaron:- ¡¡¡Colgá Diego!!!

Lo escuché caminar. Arrastrar las chancletas. Quejarse. Pasar cerca de mí. Entrar al baño. Quejarse mientras intentaba cagar. ¡Ahh! ¡Ay! ¡Ay! ¡Ay!... ¡Ay!... ¡Iay!...¡Iay! y salir del baño. Y volver al sillón a ver televisión. En el teléfono todavía no habían contestado. Emergencias médicas me dejó esperando.

Aaron:- ¡¡¡Te dije que cuelgues ese teléfono!!!

Colgué. Llamé a mi abuela. Le conté todo. Ella dijo que iba a volver más temprano al otro día y lo iba a convencer de que lo internen. Lo llamaba terco. Muy terco. Ponía voz llorosa. Una tragedia judía. Un drama lento. Interminable. Dos personas que vivieron casi 50 años en medio de un silencio doloroso que los aturdía. Que los embotaba. Un silencio que los sumergió en una lenta decrepitud. Una pareja que nunca pudo escaparse de su historia. A pesar de no creer en ningún dios. A pesar de haberse jugado la vida más de una vez por creer en una revolución que se les venía encima. A pesar de eso y otras cosas en tantos años pudieron más las mañas judías. Y es un terco decía. Tiene miedo de morirse entubado decía. Y la verdad él tenía razón. A mí tampoco me gustaría morirme entubado en un hospital. Y las paredes blancas. Y pacientes que se quejan como él. Y la chata. Mi abuelo no soportaba la chata. La odiaba. Prefería sentarse y soportar en su sillón. Corté. Estaba cansado. Me habían hecho cargo de muchas cosas en un día. Era de noche. De Diana no había noticias. Fui al pasaje a ver si veía a Dolores o a alguien que me pudiera hacer entrar a la casa tomada. Dolores no estaba. Estaban Ezequiel, Tato y varios más. Ezequiel por esa época trabajaba en una novela impresionante que dejó sin terminar. Tomé unas cervezas. El clima en el pasaje estaba muy bueno. Pensé en emborracharme pero no. Por una vez me tocaba ser responsable. Ezequiel me preguntó si sabía algo de Diana. Le conté y le pregunté si él podía entrar a la casa tomada. Me dijo que cuando alguien está enroscado no lo podés sacar. Le dije que ya la había sacado una vez. Ezequiel me miró callado. En ese momento Ezequiel me pareció un cagón. Ahora pienso que tenía razón. Ahora que conozco la merca lo entiendo. Lo dejé a Ezequiel y me puse a hablar con un chileno. El chileno sabía dibujar. Me mostró unos dibujos. Yo le mostré una especie de guión incompleto de una película que era muy cara para ser filmada pero que podría terminar siendo una buena historieta. Era una especie de historia donde en una parte el director de una película hace matar a sus padres mientras los filma. Al chileno le encantó. Decía que no entendía cómo alguien podía escribir eso. Me cayó ingenuo. También me cayó bien. Todos los chilenos que conocí después tenían algo de ingenuos. Les faltaba conocer algo. Pinochet hizo un buen trabajo en Chile. Los milicos de acá también. Los de mi generación nacimos aniquilados. Quietos. De veinte años atrás hasta ahora todos muertos. Estratégicamente nos derrotaron antes de nacer.

Volví a casa. Saludé a mi abuelo. Él me saludó. Llamé a Mirta. Ninguna noticia de Diana. Dormí. Me desperté temprano. Mi abuelo estaba muerto en el sillón. Lo miré un rato. Llamé por teléfono a mi viejo (hacía mucho que no le hablaba. Estamos peleados). Le expliqué que Aaron estaba muerto en el sillón. Que Elisa (mi abuela) venía de Chivilcoy para acá y no quería esperarla solo. Mi viejo me pidió que llame a no sé dónde para que vengan a buscar el cadáver. Dijo que venía a casa. Corté. Busqué el teléfono de no sé dónde en la guía. Atendieron en no sé dónde pero me dieron el teléfono de no sé qué otro lugar. Llamé a no sé qué otro lugar pero me dijeron que llame a no sé dónde. Llamé a mi viejo. Él atendió. Le expliqué todo. Él dijo que se iba a encargar. Que ya salía para mi casa. Pensé que ya tendría que haber salido. Corté. A los cuarenta minutos llegó mi abuela. Estaba solo. Al rato llegó mi viejo. También vinieron otros parientes. Alguien hizo café. Estaba rico el café. En el comedor diario charlábamos todos con tacita en mano de café. En el sillón del living estaba mi abuelo. Mi viejo decía no me acuerdo qué cosa sobre mí. Parece que él se había hecho cargo de no sé qué cosa hasta no sé cuándo. Gritaba. Levantaba la voz. Se ahogaba. Tosía. Se recuperaba. Volvía a levantar la voz. Nadie le hacía caso. Él miraba a todos como interrogando. Puro complejo de enano. Un complejo de mierda el complejo de enano. Todos los enanos quieren llamar la atención. Todos los enanos tienen encanto. ¡Me cago en los enanos!... ¡En mi viejo enano!... ¡En Gladys enana!... ¡En Diana enana!... ¡En mi abuelo enano!... ¡Y en mi niñez como enano también!... ¡A la horca con los enanos! Mi tío Rolo tenía una expresión de satisfacción que no se podía quitar. Él y mi abuelo nunca se quisieron. Ese día pensé que el día que se muera mi viejo me voy a sentir igual. Ahora sé que no. Sonó el teléfono. Era Mirta. Diana había vuelto. Estaba durmiendo. Una buena pensé. Ahora nada más quedaba esperar que se termine el día. Por suerte el día terminó.

Unos días después lo vi a Ezequiel en el pasaje y le comenté lo de mi abuelo. Ezequiel me preguntó qué sentía. Nada dije. El sillón quedó vacío. A Ezequiel le encantó la frase y la repitió toda la noche. Estaba de lo más contento, con el sillón vacío, dale que te dale diciéndole la frase a todo amigo que llegaba, de su abuelo muerto. A mí la frase no me pareció nada especial. La escribo ahora buscándole algún sentido. Y nada. Ese sillón estuvo vacío siempre. Mi abuelo si tenía algo adentro se lo llevó con él. Ahora escribo esto sentado en su sillón. Lo único que siento es comodidad. Si busco otra cosa no encuentro nada. Seguramente no haya nada más. Seguramente lo único que me dejó mi abuelo es este vacío. Este vacío y esta melancolía familiar que no me puedo quitar.

 

 

 

 
 

Diego Arbit

Nació el 16 de abril de 1975. Hizo radio en una FM en paso del Rey durante tres años a mediados de los años 90, y estudió cine en Lomas de Zamora hasta principios del 2000. Editó hasta ahora tres libros. Muchos nenes muertos, año 2000; En las paredes de la fábrica de hombres, año 2001; Empiezo a caminar en círculos, año 2002.
Vende sus libros en bares de la ciudad de Buenos Aires, y de esa manera consiguió, aunque en escasa cantidad, lectores fieles en Argentina, algunos países de Latinoamérica y Europa.