A Elsa Kalish
Preliminares
Hablar de “escrituras contemporáneas”, implica detenerse en un proceso de trabajo y de creación; supone pensar un conjunto de operaciones materiales de realización en base a prácticas del lenguaje que atañen al imaginario social, la cultura, el orden simbólico. Como lectores del presente, se trata de asumir el riesgo y la dificultad de construir un objeto sin la mediación de una distancia histórica. En este trabajo no propongo cierres ni quiero dar soluciones; estoy lejos de creer que sea un perspectiva total y acabada pero si confío en que sea un punto de partida para pensar, ni más ni menos. Se trata, sobre todo, de esperar una proyección, una continuidad a largo plazo en el trabajo de constituir poéticas (obras o textos).
Con el uso de un lenguaje a menudo disfuncional en cuanto a las preceptivas, normas y convenciones, los textos de hoy se afirman en la neutralidad de los géneros, sosteniendo la condición inacabada de su forma, prescindiendo de toda demanda de especificidad. Como sea, la escritura que de alguna manera se quiere literaria, nunca deja de señalar la condición de su tiempo, en cuanto al presente pero también en relación con la historia; y en este sentido, la contemporaneidad es signo y motivo de una hipotética representación. La escritura asume la necesidad de construir el mundo con los restos de la esfera pública, con lo que queda de una cultura dispersa entre los residuos del discurso social y los fragmentos de una esfera privada. Sin duda, el acto de escribir consigna todavía las marcas de un sujeto de enunciación, los rastros de un artificio que se hace cargo, no obstante, de una tarea impropia: borrar el sello de la firma, jugar con el nombre civil y los personajes protagónicos en primera persona. Por lo tanto se diría que hoy, la escritura pone de manifiesto la caducidad del blindaje en torno a una estable propiedad identitaria. Si el “si mismo” manifiesta sus grietas, la figura y el motivo que aparecen en los textos, ahora están más ligados a la intemperie, a una noción muy actual de vacío o de despojo, a la falta de rescoldo o de morada que reserven al silencio el tono bajo de la confidencia y la intimidad. Probablemente, en la ausencia de refugio resalten mejor los rasgos más temperamentales, la pulsión más genuina en los trazos de la letra, en la fisonomía de los personajes, en el tono de la voz; así, la puesta en escena va de la escritura poemática, la narratividad fragmentaria al montaje con lenguas urbanas y sucesos policiales. Podría decirse que la imagen figura lo efímero o una desaparición próxima: del mundo, del sujeto o del yo. Es posible que no podamos definir con certeza el estatuto de lo nuevo en la literatura de hoy; quizás tampoco sea necesario reclamarlo.
Qué es la literatura hoy? Variaciones sobre el realismo.
Toda vez que surge el realismo, la representación literaria se instala como problema cognitivo, filosófico, teórico y estético, según lo cual el peso de la referencia puede incidir en una abstracción dialéctica y conceptual (en tanto condición de la generalidad objetiva que vimos en la perspectiva más ortodoxa de Georg Luckacs). Pero más allá del sistema de mediaciones cuya perspectiva de totalidad instaló las bases del realismo clásico (basado en la estética de la mímesis), el lenguaje propone sus propios regímenes entre lo verídico y lo verosímil. Más que en la certeza del dato, la eficacia de un texto realista dependerá sobre todo de la estrategia diseñada para “hacer creer” (en términos de De Certeau) en la materia de la escritura, como resultado (y como proceso) de la dinámica de una enunciación. Así, cercanía o distancia, presente o pasado inscriben la posición y el estilo del escritor en función del objeto de su decir. La literatura argentina de hoy, en narrativa, puede tener a la historia nacional como intención explícita (Martín Kohan), a la identidad cultural del yo (los libros, la música, la lengua en Florencia Abbate); en poesía, el corte que Arturo Carrera establece en Los Monstruos hace ingresar a la poesía finisecular (los más jóvenes, los más recientes), en una fase posbabel, en cuanto al umbral de los 90’ y los comienzos de un nuevo milenio. Convengamos que el fin de siglo siempre fue un problema para la cultura occidental, en cuanto a la delimitación de sus objetos, la coexistencia de corrientes distintas, en cuanto a los síntomas de la subjetividad. El caso de Los Monstruos irrumpe con la señal intempestiva de un prodigio o de un acontecimiento, haciéndose, por ello mismo, visible, notable en su mostración (cfr. prólogo de Carrera). De cualquier manera, es necesario volver siempre hacia las líneas más notorias de ese mapa, donde la literatura se concibe como paradoja constitutiva entre autonomía y heteronomía (T.W. Adorno; pero también J. Ludmer y A. Huyssen). La autonomización estética fue necesaria para consumar el proceso histórico de secularización cultural y también es cierto que el arte manifiesta desde sus comienzos su paradójica constitución, autosuficiente y desvinculado, según las leyes de la mercancía. Pero si la separación de esferas fue posible por la emergencia de la sociedad civil, hoy podríamos preguntarnos en que consiste la civilidad y cuales son las formas que regulan los lugares de uso, de préstamo e intercambio en las producciones artísticas; la pregunta sería en qué condiciones (históricas, económicas, institucionales, culturales, políticas), tal o cual poema, tal o cual relato es un producto del margen (por elección deliberada) o un residuo marginal (en tanto decisión externa que impone el mercado, la institución, las editoriales, etc. De ahí en más, el arte dará cuenta de las condiciones técnicas de producción, independientemente de su integración o su rechazo. Hoy por hoy, la literatura es impensable fuera del circuito técnico y masivo. Daniel Link, que fue colaborador de la revista Babel, es sin duda un referente bisagra en cuanto a las operaciones que realiza con el canon de la literatura, y los usos más contemporáneos de la cultura masmediática (La ansiedad, Monserrat). En la poesía actual, la forma de lo real sintetiza al menos una línea que repara en la circulación de las lenguas sociales y en otra que adopta un giro más intimista o confidente. Pero también, se puede pensar en un trabajo simultáneo entre ambas. Para narrativa o para poesía, el marco genérico lo sigue brindando la historiografía, la crónica, el diario íntimo, el diario de viajes, la autobiografía, ahora con las posibilidades técnicas de la comunicación cibernética. En todo caso, la escritura hoy manifiesta la migración de lo literario, con el acento puesto en una neutralidad e indeterminación de las formas, gradualmente sustitutas de aquellas que fueron canónicas. Sin embargo, aún hoy se puede reconocer un residuo secular insistente en el culto de la palabra, en el enigma retórico que descansa sobre la confidencia delicada, o en la gracia genuina de la belleza y del amor. De qué hablamos cuando hablamos de lo real? Silvio Mattoni (El bizantino, Canéforas, Hilos, Poema sentimental, y la reciente aparición de El descuido, entre otros) testimonia el interrogante, con una práctica poética que complementa como crítico y como traductor (Bataille, Agamben; Michaux). Precisamente es en este, su último libro donde hace de la fotografía (el invento de la modernidad, el objeto privilegiado por la vanguardia histórica) el pretexto para grabar una imagen familiar. La intimidad, la experiencia de la propia vida sobre el filo riesgoso del lenguaje, la ficción consciente y deliberada de la sinceridad, no son ajenas al material más auténtico de lo real en tanto materia de escritura y de representación. Del humor melancólico al humor dichoso, Mattoni manifiesta una concepción experimental de la poesía en la relectura, conocedora por desprejuicida, de la cultura clásica (de la antigüedad a la modernidad). En una línea afín, se podría situar a Walter Cassara (Juegos apolíneos) y a Osvaldo Bossi (Fiel a una sombra). Mientras, Martín Gambarotta (Punctum, Seudo) pone a prueba los cortes significantes donde la palabra atomizada apunta a superar la lógica racional. Así es como la experiencia social aparecerá desde el ejercicio más singular que se ve permeado, filtrado por la forma de un lenguaje esclerosado.
En la recuperación de aquel ámbito que la literatura quiso salvar como su propio recinto; o de aquel modo que la concibe más cercana al detritus de las hablas sociales, la escritura hoy (más que “literatura”) sigue poniendo en práctica el desvelo intenso por tocar el objeto imposible de su deseo.
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Frente a cierto escepticismo ante la repetición de fórmulas y procedimientos, a pesar de posiciones sostenidas sobre principios normativos de buen gusto y calidad, la literatura actual sincroniza los efectos de su impacto; contra el riesgo crítico que supone hablar de “falta de originalidad”, algunos de estos libros sintonizan la frecuencia de su propio tiempo, ahí donde el presente muestra su condición inaugural insistiendo en la pertenencia de lo cotidiano. Sin la premura de ver en todos grandes autores, se trata sin embargo de evitar la penalización nihilista a quienes recurren otra vez a la sátira o al pastiche. De este modo, Metal pesado, de Alejandro Rubio (Siesta), Cosa de negros (pero también Las aventuras del Sr. Maiz), de Washington Cucurto, Guan to fak, de Alejandro Lopez (Interzona) son muestras de una producción actual que llega más allá de lo bizarro. Tomando el caso de Rubio, la “Carta abierta” del comienzo no sólo inscribe un “destiempo” entre el sujeto de enunciación y los sujetos de su invectiva sino tambíen entre los espacios recorridos. Es clara la diferencia entre la “guarida” y la masa anónima resguardada en las pancartas de Tradición, Familia y Propiedad. Pero la diferencia para constituirse, necesita de una descripción que enfatice los contornos de las figuras y lleguen a ser hiperbólicamente visibles para el lector (con una visibilidad que encuentra afinidad con Andi Nachon). Así contrasta los felices hogares repletos de T.V., freezer y microondas con el celular policial, allí donde el consumo y violencia son las bisagras para un cambio de ritmo: de la retórica denostativa a la narración. Esa es la excusa para jugar con variaciones de retratos y objetos como materia de un realismo poético a medias; la escritura irregular en versos junto a los motivos ligados con la cotidianeidad de la pobreza provinciana, constituyen la base de un mundo (lazos y cortes desde el margen), de una posición del yo (alternancia entre contaminación y observación distante) y un tono (lejos de una actitud lacrimógena y más cerca de la ironía). En este sentido, “La puta sadomaso” abre un repertorio de usos y costumbres en relación al trabajo y al sistema de creencias; por eso conviven el deseo de vagar por el Once con cenas magras compartidas en pocilgas de servidumbre; aunque aquí no falten estatuillas de santos. Tanto las calles y esquinas sin referencia como las señales concretas de un espacio, dan comienzo a la ciudad como el motivo clave de una escritura poemática emparentada con el argot propio de la neogauchesca; y ahí se pondrá en juego, con las transformaciones del caso, las fórmulas dialogadas, no como intercambio de cuitas sino como apelación en sordina a un interlocutor anónimo. Locución que además de un exceso de consonancia en la rima, lo que da pie a la comicidad de la lengua como pudo haberla entendido Néstor Sanchez, motiva la fragmentación inconclusa de un historia en sintonía continua con el inicio de una nueva; de recordar el andén de Constitución a caminar por el pasillo “entre los ranchos”, se revela la presencia oracular y sentenciosa del compadre Cristóforo Butón, entre consejos metafísicos y profecías sobre tierras baldías. La marca del yo es fuerte en casi todos los poemas de Rubio (“El gran arte”, “El carancho” -con la parodia resonante en la voz de “nevermore”- “Cuatro meditaciones”, “Oeste”), y de los tres este último ensambla las palabras sueltas a las que busca dar forma mirando por la ventanilla del vagón, o acerándose con la fricción de las torcidas vías del Sarmiento. Pero el autor también recurre a la tercera persona en “Domingo al mediodía” y paradojicamente, la distancia es el modo más directo de entrar en la materia; las cosas se ven (se tocan) tan cerca como la imagen desdoblada del que se lava los dientes frente al espejo del baño. Entre los detalles de un tiempo que pasa y no pasa, los objetos entrevistos se despliegan como instantáneas de una naturaleza muerta, rémoras de la cotidianeidad actual: lo que queda de una cena pobre se complementa con restos de yerba y un atado de Marlboro box. Alternando con el hipérbaton y el artificio de la lengua rural (ortografía, léxico), se cruzan campo, suburbio y ciudad. Son motivos pero también índices formales; porque el margen no es otra cosa que el borde para tordos, vacas, arrieros, para chongos y psicópatas; el límite de una estructura repetitiva donde el punteo (metálico, pesado) parece ir siempre hacia la dirección de un punto fijo.
Real, virtual.
Si algo se pone en evidencia es que cambiaron los vientos para la pregunta de Barthes, acerca de qué es lo publicable en el campo de lo literario. El caso de Alejandro Lopez contempla la posibilidad de trabajar con tipos y estereotipos sociales, bordeando los límites de lo que podría acercarse a algún modo de realismo con la puesta en escena de un “diálogo” entre Vanesa (un travesti) y su prima Ruthy, sobre sus historias de amor, de sexo y trabajo; cuando después aparecen los discursos vinculados al periodismo, a los expedientes y actas judiciales a la manera testimonial, la “novela” o el guión cinematográfico (teniéndolo en cuenta como pretexto) se arma con fragmentos al modo de un puzzle. Cada pieza añade algo, permitiendo entrever lo cada una mostró o escondió; tal es el modo en que funcionan los ritos religiosos, las ciencias ocultas y los números mágicos de la quiniela. Esa ficción que trafica con el registro documental, dio lugar a la polémica en torno del lugar que ocupa Lopez en la literatura, su inscripción en el sistema de legados y filiaciones. Sin embargo, lo que quiza coloque a Lopez en el centro del conflicto (cfr. Sarlo; cfr. Giordano), resida en el registro que toma. Desde el momento en que hablamos de la escritura de Lopez, en cuanto a los efectos, es claro que desaloja deliberadamente el sistema de valores (gusto, clasificaciones, admisión o exclusión del territorio de lo literario). Pero si introduce una diferencia con respecto a Puig (lógica por otra parte), no se trata tanto de una “novedad” sino de una marca cultural que garantiza la pertenencia a un momento histórico determinado. Lo “distintivo” reside precisamente en el carácter del medio con el que trabaja: una suerte de ficción en segundo grado. Mientras Puig representaba las voces medias y populares de su Villegas natal (pensemos en Boquitas pintadas, en los secretos de alcoba, inconfesables para la moralina pequeñoburguesa pero incontenibles en su sentimentalismo y su pasión), Lopez muestra el proceso de su construcción con materiales que vienen simultaneamente de la escritura (el chat, el messenger, el e-mail) en tanto simulacro de la oralidad. O hablan como si escribieran, donde la mediación del tiempo es un factor determinante (no se trata del instantáneo diálogo oral) o escriben como si hablaran (donde el tiempo es el medio para fingir una “conversación” en sincro); un trueque de historias corre en paralelo a la transformación inminente: de la estructura de la lengua y de la lengua del cuerpo. La velocidad y la transformación concretan los cambios en el nivel de las reglas linguísticas. Vane se transforma a la vez que modifica su fraseo respecto respecto al sistema general de códigos. Ella se entiende con su interlocutora en el cambio, la modificación literal del discurso. La letra simula, compone una inflexión oral, en los cortes, en los cambios, en los giros; y entonces allí toma la oralidad como lo dado, como lo real en su facticidad. La grafía que re-presenta la escritura electrónica, es un hecho en tanto proceso y resultado de una construcción. Si, comparado con Puig, Giordano veía una desventaja para Lopez, lo “inaudible” puede que radique en la naturaleza del soporte que toma Lopez para su ficción. Está claro que el ciberespacio de Lopez sube la frecuencia del susurro indebido que circulaba en Puig. Al no estar la voz en juego (porque, insisto, no se re-presenta una charla cara a cara), la altura o la caída del tono confidente o intimista dependerá de la base material; así, la escritura electrónica ficcionaliza la simultaneidad de una economía discursiva que intercambia sus enunciados. Keres cojer? se escribe rápido, como si yendo directamente al grano, se jugara con la posibilidad de terminar con la teleología sin fin de una cultura moderna, tal como Simmel la veía. En Kerés cojer?, ni la eficacia del enunciado depende del sonido (de la phoné), ni su real materialidad queda obturada en su inherente virtualidad. En este sentido, el texto se propone desde asignaturas pendientes de un interrogante: quiénes son y dónde están esos nuevos sujetos sociales, destinatarios de estos códigos que desplazan a las normas y reglas linguísticas; cómo se formulan los nuevos pactos de admisión y exclusión en una esfera virtual del ciberespacio? Qué nuevos modos de relación aparecen entre las personas? Qué señas de certeza e identidad manejan? El E-mail y el chat parecen asumir una función paralela al sistema de la lengua, en torno de la aceleración y la velocidad. Llegado este punto, es lícito preguntarse acerca de lo que hoy significa cultura de masas y de que modo la cultura tecnológica, produce, en términos de Sloterdijk, “un nuevo estado de agregación del lenguaje y la escritura”.
Si Cucurto (ni tan “clásico” ni tan simple), jugaba en el límite de la autenticidad y el simulacro a partir del seudónimo como versión del nombre propio (lo cual aparece no solo como firma en la tapa del libro sino como personaje), Lopez experimenta con lo real participando de la reconstrucción de los hechos en el papel de informante; pero también, al hacer un relato con los materiales de la televisión y de la informática, se coloca en su presente para plantear al cuerpo de la lengua sus posibilidades de uso y transformación. En tanto productos efectivos de una programática “anticorrección”, tanto Lopez como Cucurto potencia el artificio desde lo representado como desde el acto de representación, mostrándonos no una nivelación proporcionada y recíproca, sino una contaminación deliberada entre arte y vida.
Deudas, préstamos y tributos.
La escritura es el modo de enlazar literatura y experiencia. Si bien es cierto que hay una puesta en escena, un teatro de la acción, no se trata de la misma composición programática de la vanguardia histórica, ocupada en desautomatizar los mecanismos de la percepción con una sintaxis distinta de la del modernismo. Hoy podría decirse que, de existir lo nuevo, su fórmula se concentra en la captura de sensaciones que promuevan la potencialidad de lo visible, impregnando al texto con marcas de exhibición, desenfadada y provocadora. La vanguardia histórica señalaba la expansión del campo visual a partir a partir del desarrollo de la fotografía (conjuntamente a la reestructuración del espacio urbano). Ahora no se trata tanto de la imagen como postal o diagrama fugaz entrevisto desde un colectivo (con resonancias del viejo tranvía); se trata más bien de la notación simultánea entre la fabricación y el artefacto, algo distinto de la moderna experimentación vanguardista que Girondo, a saber, la descomposición de formas geométricas. Escribir hoy tendría que ver sobre todo con el efecto de contaminación inmediata entre el autor y su materia. En este sentido, arte y vida se afirman en una búsqueda que, sin grandes ambiciones genealógicas, podemos sí anotar en torno de la “vanguardia de los 70”, en Osvaldo Lamborghini y Literal, en Zelarayán, en Néstor Sanchez, y más acá, en Aira o en Fogwill, en Carrera y por otro lado también en Copi. Arte y vida hoy implica volver a pensar en el contexto cultural pertinente, las categorías de tradición y vanguardia; también en motivos, materiales y medios de producción que involucran incluso circuitos y formaciones, grupos, concursos y certámenes, instituciones, mercado, editoriales. Desde un marco histórico que incluye lo que deja el menemismo y la desocupación, más una cosmética social que encubre el vacío del consumo (la presencia de las marcas publicitarias en la escritura por ejemplo) y el peligro de la violencia, la escritura contemporánea vuelve a preguntarse por las categorías de factor social y autonomía (por el alcance, posibilidad y condición de las mismas). Pero sobre todo, los escritores definen un espacio de lectura y allí refractan la imagen de su propia subjetividad: como sea, es claro que se dirigen a un público culto o mejor, a un circuito de lectores habituados a ciertos códigos y prácticas discursivas. Si podemos hablar de lo nuevo, esto sería la materia que en estado de elaboración, señala el instante, no tanto el producto, sino el proceso, el continuo por el cual la imagen va tomando forma. Como si la imagen y la acción fueran susceptibles de una elaboración por secuencias; en escena, dibujo o guión el objeto del decir sube a la superficie del lenguaje, como gesto y acto de mostración, como historias en micro que excluyen los relatos maximalistas. Hay un efecto de síntesis y concentración de lo mínimo o de lo común, como rezagos de la rutina y del mundo diario; de cualquier manera, estos textos dan cuenta de su condición más singular, porque son síntomas culturales del mundo contemporáneo: textos sobre sujeto, cuerpo y sociedad.
Sin duda fue Arturo Carrera quien en “La campana de palo” (un texto publicado en enero del 2004 por el diario Página 12), revela el punto de inflexión donde la poesía contemporánea define su singularidad. Sin embargo y en parte por obra de operaciones conjuntas de lecturas poéticas y críticas, los artistas más jóvenes que Carrera ubica hacia los noventa, ponen de manifiesto una relación única entre el pasado y la contemporaneidad, allí donde la tradición es sustento para cumplir el efecto de una presencia incierta. Porque si la vanguardia hacía con la historia la versión de una parodia crítica, en la poesía argentina de hoy el pasado persiste intermitente o mejor con palabras de Carrera, cumpliendo un “efecto de esfumado” una “ecualización de los géneros”. Ahí podría estar lo “nuevo”, en el misterio residual de la lengua, tanto en el ímpetu del estreno como en el vestigio más arcaico; no se trata sino de la síntesis entre las huellas remanentes de la cultura y la irrupción súbita de la letra (y la lectura) más reciente. En los textos de los nuevos artistas, escribir no solo implica situarse en el sistema de la literatura, sino también la doble operación de leer la tradición en el desplazamiento horizontal del presente. Materiales, fórmulas y técnicas constituyen una interferencia, la simultaneidad entre lo clásico y lo moderno, sustento para una forma (un estilo) donde la neutralidad es síntoma del acontecimiento clave: el despojo, la pérdida. Solo asumiéndolo como condición del presente, los autores más jóvenes pueden obrar a partir de la apropiación y del reconocimiento de la potestad onomástica, el nombre propio antecesor, faro y guía. Entonces, parodia, estilización y montaje serán procedimientos para realizar el lugar de una identidad, procedimientos que toman en préstamo pero que saben adaptarlos a las necesidades y usos genuinos de su tiempo. Así se afirman, en la insistencia que hace de la ficción (el lenguaje y su forma) el modo más paradójicamente “natural” de asimilar la potencia de la repetición. Y si son copias, lo serán en tanto réplicas contestatarias frente a la abstracción inerte del original, poniendo todo el énfasis sobre la materialidad física antes que en la trascendencia de la Idea. En los retazos que quedan del trabajo con los registros y los motivos que dan pie a relatos o poemas, el universo cultural se disemina en fragmentos que deponen la concepción maximalista y taxonómica de los géneros. No es otro el modo de operar de la repetición y el desplazamiento, la diferencia y la repetición. Así, Carrera aludía al modo por el que el pensamiento y los textos de estos jóvenes arrasan y devienen para desestabilizar las convenciones y los límites del lenguaje, a lo cual llamó “omnipresencia”, “omnilectura” que borra las normas a favor de una “micropolítica lírica” (con palabras de Foucault). Pero también, y desde una concepción deleuziana de la forma y la materia, Carrera se detiene en la captura sensitiva del instante efímero pero intenso entre la extinción y la renovación, en el cambio y mutación de un mundo, natural y humano, relativizado en la desvalorización desesperanzada y pobre, mundo lumpen que no obstante resulta cuantificable desde su propio misterio: en la cantidad hechizada que Rimbaud veía dispersa en el “alma universal”. Pobreza e intemperie parecen ser las condiciones para amortizar los costos del trabajo artístico..Más que espacio colmado de presencias, tal vez podamos pensarlo como el despertar reincidente de una antigua inocencia; la irresponsabilidad y la inmadurez de lo inacabado y de lo incompleto (al decir de Gombrowicz); la sensación propagada en la estela de lo sensible, el sentido mínimo de lo visual y de lo “audible”.
Polémicas. Premios y sanciones.
Beatriz Sarlo se detiene en cambio en la falta de lo “in-audito” por ausencia de imaginación. Carencia de lo impensado como el terreno fértil para el asombro o privación de la extrañeza ante eso que la costumbre no deja escuchar. No se trata de lo nimio o lo pequeño, sino de la exposición que deja al descubierto (como inconveniencia o como ineficacia) la trama interna de un secreto. Si siguiéramos a Sarlo podríamos decir: sin culpa y sin escándalo, la pornografía hoy queda al resguardo tranquilizador con que el mercado, las editoriales y los medios fiscalizan la producción, circulación y recepción de los textos. En la prohibición superada, la pornografía encontraría su déficit, y en la obscenidad excesiva, el desgaste previsible, la estandarización de su forma. Y con el juego divertido y “fashion”, se pone de manifiesto el estadio final al cual llega el género que fue materia de experimentación al filo del crimen y la subversión (en lo moral y en lo político) para Sade o para Bataille o para Klossowski. Si no hay nada de inaudito, es porque Alejandro Lopez ingresa protegido y exitoso mediante el juego aceptado con la cultura de masas y la tecnología actual. La excepción de lo que fueron voces extremadamente transgresoras, modernas y experimentales, hoy llega a ser efecto de lo “post”, en un horizonte de experiencias homogeneizado. De este modo, en textos como “Pornografía o fashion” y “La novela después de la historia. Sujetos y tecnologías” (2006), Sarlo plantea un argumento crítico desde la línea inmutable con que Theodor Adorno pensó la industria cultural esa que signó en parte, su destino de exiliado. Porque mientras Adorno (y Horkheimer) pensó la cultura de masas desde su estatuto intemporal, Sarlo impugna en perspectiva de totalidad lo que ella concibe como una práctica metódica, asimilada en su ajuste de cuentas con la estructura del campo artístico (e intelectual). Si nos detenemos en su lectura, probablemente notemos que los parámetros en juego se concentran en torno del gusto y la calidad, o entre lo alto y lo bajo. Porque a pesar de los vacilantes presupuestos estéticos expuestos en Cucurto o en Lopez (y podemos añadir en Rubio), Sarlo detecta bien que de alguna manera se trata de escritores cultos que en algún punto hacen sistema (concursos, editoriales, premios y subsidios aunque todavía el ingreso en programas de estudio universitarios sea bastante excepcional). Incluso si es verdad que la materia con la que trabajan satisface las demandas de lo que la clase media mira por televisión, la recepción de estos escritores dista mucho de la de Crónica TV.
“Se trata, entonces, no del trabajo sobre un género que pertenece a la literatura (menor, popular, industrial, de mercado), sino de la captación de procedimientos con los que nadie hace literatura sino los escritores cultos”. Entre la representación excesiva del cuerpo y el simulacro documental de la oralidad, los libros de ahora para Sarlo buscan, en definitiva, “estabilidad” y “normalización”. Porque si bien Sarlo reconoce la función y el efecto revulsivo de aquellas escrituras del margen como son las de Osvaldo Lamborghini y Copi, sus marcas de acreedores literarios no alcanzan para eximir a los nuevos artistas de la sanción contra lo políticamente correcto. Quizá resulta viable pensar en “nuevas”, “diferentes” articulaciones en el campo simbólico a partir de la configuración de nuevos sujetos sociales. Porque si Adorno en un punto pasó por alto la praxis vital sin detenerse en las luchas por el sentido de las imágenes, aún en una sociedad invadida por los medios masivos, los libros de ahora con toda su ambigüedad estética, provocan y nos dicen algo. No un mensaje sino el acto. Es decir, son un eslabón en un proceso cultural que siempre es conflictivo y signa sus espacios con intereses. De hecho, Rubio, Cucurto y Lopez, por citar unos pocos, son emergentes de grupos sociales y formaciones culturales.
De algún modo queda claro que Sarlo sustrae los materiales técnicos (chat, messenger, mensajes de texto y grabaciones automáticas), fuera de la esfera estética; a su vez, parece pensar en la especificidad de un canon, como si la cultura elevada frente a la “infraliteratura”, fuera una solución por derecho propio. Quizá y en parte la desolación “(la irritación o el fastidio) que hoy manifiestan algunos críticos, tenga que ver con que el arte de ahora no se desprende ni de la visión de una praxis vital racionalmente organizada ni de la fuerza revolucionaria que desafía la organización básica de la sociedad. Rozar o hacer “pornografía” hoy, está lejos de deparar los dolores y fracasos extremos por los que pasó un artista como Egon Schiele (el pintor alemán). Como el lenguaje constituye a los sujetos (y no a la inversa) la relación es siempre social y moldea los términos de aquellos modos de hacer o de los esquemas de acción donde el sujeto autor es el pase; allí, las nociones de “cultura popular” , de marginalidades y consumo nos prestan el espacio de una nueva indagación en torno a las prácticas de lo cotidiano. En este sentido podemos pensar en los intereses y desvelos de los espectadores, transformados y condensados en show televisivo. Aquí es donde cabe preguntarse por eso que productores y consumidores fabrican frente a las representaciones y las imágenes difundidas por la técnica; y lo que aparece es una paradoja porque los efectos son visibles, muchas veces espectaculares y a su vez diseminados en la fragmentación de una totalidad. La singularidad en las imágenes de autor que plantean Rubio, Cucurto y Lopez consiste en inscribir la paridad entre un acto de habla (la manifestación sintomática de la lengua) y otras prácticas de índole cotidiana (leer-mirar, habitar, deambular). A esto me refería cuando mencionaba la impronta popular de la cultura que aparece en el fraseo de un sentido o de trama social, alternando en diversas posiciones pronominales (la voz poética en Rubio, en tercera y en primera persona; la primera persona en Cucurto, el distanciamiento del “observador” en Lopez; los tres autores son además lectores cultos). Las voces aquí entreoídas, corresponden entonces a la cifra de una multitud flexible y continua, al tejido lábil de una masa anónima y heterogénea, cuyas tretas y ardides imponen el tiempo de la ocasión: de esto se trata el síntoma. Gombrowicz en Cosmos y Musil en El hombre sin atributos, anunciaban esta erosión de lo singular o de lo extraordinario signada por la sociedad de masas. Se trata entonces de pensar hoy el funcionamiento del hombre común en tanto personaje diseminado; porque en el campo de lo anónimo y lo cotidiano, sujetos, imágenes y prácticas extraen los detalles metonímicos, partes tomadas por el todo en un sitio donde las familias, los grupos y sectores se borran para dar paso al número amorfo de la ciudad y de la cibernética.
Aunque el término costumbrismo aquí resulte discutible, tiene razón Sarlo cuando habla de etnografía; pero mejor aún, si partimos de las reflexiones de Michel De Certeau, la historia “que comienza al ras del suelo”, con los pasos, supone una serie de operaciones a futuro en términos de representación; pasos que son número, variables pero que no se pueden contar porque pertenecen a lo cualitativo enunciación peatonal. En los textos que tomamos en esta ocasión, los autores promueven el acto de enunciación en tanto acto de caminar en dirección a un sistema urbano. Y en el proceso de reapropiación de la lengua y la retórica, hay un andar que afirma, sospecha, arriesga, miente, transgrede y respeta. En la “voz” del lumpen, del bailantero, la puta o del travesti, pesa menos lo verídico que lo verosímil; pero en todo caso, las modalidades de la ficción se mueven con intensidades que varían en relación a las legalidades de la sintaxis y del sentido “propio”. Esto es lo que Lopez hace con los “malos” giros del discurso. Cuando la gramática vigila la propiedad de los términos, las alteraciones linguísticas (desviaciones metafóricas, condensaciones elípticas, “fallas” ortográficas y fonéticas, etc.). se recompone la forma de las prácticas (como hablan las protagonistas, donde circulan y donde habitan, que margen de maniobra les depara el sistema a sus intereses y deseos). Pero sobre todo aparece el lenguaje de lo real transformado en el viaje óptico: para Rubio serán las marcas comerciales y los objetos de uso doméstico, para Cucurto la exhibición escénica y para Lopez su imagen de autor transformado en participante donde la realidad huidiza juega con su orden. Una singular etnografía, que, en todo caso, presta su atención menos al sistema que a las historias que en el proliferan.
Nancy Fernández
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