La literatura es un sistema de citas; una trama de alianzas y pactos pero también de retos y desafíos. Esto no es nuevo, claro. La literatura se constituye como pretexto de cofradías y filiaciones y en el lugar del homenaje, también se enuncia la exclusión, o aquellos nombres y estilos que hay que impugnar para construir nuevas genealogías. No es otra cosa lo que hace Washington Cucurto (o Santiago Vega si se prefiere) respecto a Ricardo Zelarayán; allí donde se repone la potestad de la letra (Zelarayán es, sin duda, un maestro reconocido por Cucurto), la novedad desplaza las condiciones de producción, incluso cuando cabe hablar de margen y marginalidad. Podría decirse que Zelarayán reúne en su vida y su obra, como Gombrowicz, ambas condiciones; es un autor marginal, si tenemos en cuenta que esto proviene de la crítica, de las instituciones, de los medios y del mercado. Entre una historia de escritura inconclusa y demorada, más un grupo de congéneres y amigos, la firma de Zelarayán se mueve lejos del éxito aunque gradualmente conozca algo del prestigio y del reconocimiento a través de círculos intelectuales. Pero también es un artista del margen, si entendemos por esto una operación de escritura, la forma y el estilo propios de una poética. Zelarayán, y en esto Cucurto lo sigue, es un autor que trabaja con materiales ajenos a la estética clásica, con restos del lenguaje y desperdicios de la lógica racional. No hay explicaciones que cierren el relato ni fórmulas que garanticen la comprensión integral de la anécdota. Cucurto, como Zelarayán, es un narrador y poeta del margen, pero Cucurto no es marginal; no si atendemos al circuito de legitimación que supo construir. Tuvo y tiene la anuencia de algunos medios periodísticos (Página 12 y Clarín), la valoración de revistas culturales (Diario de Poesía, Vox), compite en concursos de escritura y lleva adelante un doble proyecto editorial: Eloísa Cartonera es un emprendimiento de carácter social (allí trabajan cartoneros) e intelectual (César Aira, Arturo Carrera, Ricardo Piglia son algunos de sus colaboradores). Tanto Zelarayán como Cucurto permiten reconocer el lugar histórico y cultural del que hablan y que sobre todo, los constituye como sujetos. El primero evoca la primera y la tercera presidencia peronista; el segundo integra la generación de poetas más jóvenes (de los noventa en adelante). Sin embargo, más allá de una clara línea de filiación (que implica una posición cultural e ideológica), lo nuevo surge como síntoma de la singularidad. Si en Zelarayán todavía hay una textualidad afín con sus contemporáneos (esto es, ciertas marcas referenciales, aunque borradas e incompletas), Cucurto hace del espacio, del tiempo y del sujeto (el protagonista que narra en primera persona; el narrador en tercera que exaspera el vínculo paradójico entre el seúdonimo y su “verdad”) los mejores pretextos del simulacro y de la farsa. El cuerpo, la risa y la violencia son la materia privilegiada de ambos autores: para la anécdota y para el clima que la completa. En este sentido, ambos textos son atravesados por la fiesta obscena; pero en Cucurto, el rito bailantero se extrema y llega al paroxismo del derroche seminal, al exceso de cumbia, pinga y Condorina. De aquí en más, no se trata solamente del procedimiento de la imagen sino de la imagen como efecto visual. Dicho en otros términos, la repetición (de atmósferas y motivos entre uno y otro autor) deviene escenario propio y diferencial; y de una escritura que hace del contexto la puesta en escena de la forma y de la lengua (Zelarayán), el texto nuevo hace lo suyo afirmando la potencia de la historia (de la acción) desde el procedimiento mismo del estilo y la palabra. Si Cosa de negros (Buenos Aires, Interzona, 2003) juega con la ficción autobiográfica, La piel de caballo (Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 1999) también ponía en el centro de la textualidad la imagen de autor. Solo que si en Zelarayán la escritura era medio y forma para insistir con la pregunta por la identidad (S. Contreras, 1997), Cucurto acentúa el carácter de farsa que llega a asumir el mito personal del escritor. (1)
Tratándose de Zelarayán, convendría hacer un recorrido por las referencias culturales que construyen el vertiginoso clima de esa marea nacional, donde campo y ciudad definen su conflicto en los márgenes suburbanos, en las variaciones orilleras de una comarca rioplatense; allí, quien cuenta en primera persona, deambula entre el Dock Sud colmado de una inmigración argentina (chaqueños, entrerrianos, santafesinos, correntinos, etc.) y barrios porteños con remembranzas, para el narrador, infantiles (San Cristóbal). Y en esa suerte de distancia irónica y de resentimiento burlón, el protagonista evoca el tango con los nombres de Piazzola y Troilo. Pero si hay ciertos giros que reproducen los clises de la cultura porteña (la mentada nostalgia del “¿dónde andarán mis amigos de entonces?”) las bables urbanas (que parecen sugerir desde el tono y la forma a Joyce y a Celine) parecen repetir el mecanismo del olvido, añadido al tono sarcástico que repele el peso de los recuerdos (se diría que se trata de una tristeza seca, irresponsable y poco seria). Como si el cinismo se disfrazara de idilio y añoranza: o viceversa. Y es allí donde ciertos episodios se mezclan con el sainete y con el tango; lo primero se lee en el episodio del almuerzo entre vecinos al que el narrador asiste por noviar con la hija del dueño de casa; pero la “polenta con pacaritos” termina en una masa viscosa salpicada con sangre mientras que tanos y gallegos hacen lo propio en la comisaria de la zona. En cuanto a lo segundo, ciertos códigos de complicidad masculina parecen aludir a los rasgos más usuales del criollismo porteño; sin querer, Lita involucra al narrador con su padre celoso, Don Vicente, un gran tipo que “se las sabía todas”. Y aunque no parezca, hay algo en común que, más allá del personaje, une a las dos escenas. Porque si la primera se trata de un entrevero sin coraje (el narrador no defiende al “suegro” agredido y termina preso e inconsciente en manos de policías corruptos), la segunda abre el camino de la traición (el narrador falta a la promesa que le hiciera a Don Vicente y se entrega con frenesí a sus andanzas nocturnas, al abrigo de los parques para enamorados). De esta manera, Zelarayán toma préstamos del tango y del sainete para neutralizarlos con la picaresca: por esta vía ingresa Roberto J. Payró. Línea que abre un realismo costumbrista atenuado con modificaciones de vanguardia (en lo que hace al uso de la tradición con motivos y escenas “nacionales” pero sobre todo por los ademanes con los que rompe la convención sintáctica). Por un lado, transforma el prototipo del pícaro evitando el móvil de ascenso social; La piel de caballo recupera así la íntima necesidad de supervivencia provocando a la vez, la deriva y disolución que el narrador refleja en el entorno recorrido. Una pregunta persistente asoma con intermitencias: ¿qué pasó en realidad? ¿quién soy?”. Porque la lengua, o mejor las hablas, son el reverso de la escritura; es allí donde la masa aluvional se hace presente, por lo que los registros y códigos, lejos de presentar una identidad homogénea, destacan desde lo formal, la fragmentación y la disolución: del sujeto, del tiempo y del espacio.
No obstante, más allá de un delirio barroso, violento y festivo, hay un síntoma subjetivo, una suerte de imagen donde autor y personaje coinciden; “cada Luisito con su frasquito”. Es una frase que pone al descubierto, sin mediaciones ni referencias abstractas, la condición misma del contexto de producción: se trata de la vanguardia de los 70’ encarnada por el grupo Literal (Osvaldo Lamborghini, Germán García, Luis Guzmán, Héctor Libertella); la frase juega con la evidencia supuesta y prescinde de explicaciones porque alude al título de una novela de la época El frasquito cuyo autor es Luis Guzmán. Con esta novela de Zelarayán se podría hablar de una operación de escritura recurrente en Literal y es la doble condición de la metáfora y la metonimia. Con algunas resonancias de otro gran libro de poesía, me refiero a Roña criolla, Zelarayán conjuga tono, ritmo e imagen; así, la “oscura marejada caballar” convoca el registro literal de la ciudad sísmica, el corcovo violento y la seducción cimbreante que atrae para espantar y demoler (pags. 54, 55, 59). El tiempo es repentismo, “mancha” y punto ciego, co-incidente con la forma de un espacio dibujado como potrero, arrabal, suburbio, márgen y pajonal. Aquí, los personajes son restos diurnos de una caminata con resaca y sobras de un baile trasnochado; son también las piezas de una fuga perpetua y a su vez, el intento vano por recomponer los fragmentos de una identidad. Si de alguna manera, el recorrido del personaje marca el tiempo intenso de una respiración jadeante y morosa, la sintaxis, iterativa e inconclusa, alterna con el sonido intenso que presenta la aliteración. Algo de esto es lo que sucede en Roña criolla. Y en cierto modo, la literalidad implica a la palabra como acto, donde ritmo e imagen son simultáneos. Habla cansina, grafía incorrecta, mutuo asedio y rechazo, son modos de presentar el entrevero desigual entre el animal urbano y la mosca que lo sigue como a la misma miel. Trato espurio entre delicuentes y policías; grescas, trabajo (remolcadores, mecánicos, metalúrgicos, obreros portuarios), delito y supervivencia. De aquí la cita de Payró, solamente a condición de reconocer que la costumbre y la necesidad (del personaje, de los habitantes) son motivos y pretextos para deambular alrededor de una memoria incompleta. Si de realismo se trata (por ser lo real materia de narración), es porque la escritura busca explotar los mecanismos conscientes e inconscientes del lenguaje; lo real pasa por el lenguaje y no por referencias extraverbales. De esta manera, recuerdo y olvido (en tanto efecto y procedimiento, resultado y artificio) dejan la pátina vacilante por la que el narrador se desliza hacia el abismo, como testigo y partícipe que no puede probar más que su experiencia incierta. Y en cierta forma, las descripciones son un modo desviado del “realismo”, un modo de privilegiar la mirada intermitente y alucinada de un narrador itinerante. La prosa narcótica de Zelarayán nunca abandona la narración en primera persona, el registro autobiográfico, intimista y de confesión. De ahí en más, compañeros y amigos ocasionales se integran alrededor de la cerveza y del futbol dominguero, viven y escuchan, con interés paciente, las historias de amores clandestinos, fuera de la ley y de la propiedad. Entonces, la chirusita Alcira puede ser objeto de posesión, pero también botín para revuelo y desbande (de las “moscas”), de los que le andan detrás. En definitiva, el bailongo de Sarandí no es otra cosa que un sistema con sus “leyes” donde la complicidad y la amenaza terminan jugando a todos una broma pesada. El narrador “termina” su historia sin cerrar lo que pasó con el Jeta’e Bagre, hundido quizás en el río inmundo, como caldo viscoso para “puchero de muertos”.
Lo real para Cucurto pasa ante todo por la farsa. Un mundo donde el baile es rito social, al menos para aquellos entran a la pista como tatuados por la vibración tropical: “El talón rajado, abierto, como una zanja. Es el sacrificio del baile. Bailé, bailo. No paro. Que pare la cumbia si tiene cojones, que se deshueve, risa loca. Mal, la noche me sonríe como una azucena mojada a un insecto, a un grillo, a la bocaza de un caballo”( 49); “A mi lo que me mata es la cumbia, misky, me da ganas de singar, de beber, de culear por el culo, de robar, de asaltar. Es este berrinche del demonio, esta batata enjilguera la que nos mata, la que nos llevará a la tumba o a la perdición a todos...” (41).
Aunque no se trata de parodia ni de sátira (en ambos, registros la risa destaca al tiempo que deforma los rasgos de una figura, sin que estos dejen de pertenecer a su conjunto). Cucurto exaspera aquellas líneas claves de un personaje poniéndolas en primer plano; pero el exceso de visibilidad y la insistencia precisa, no sólo marca lo reconocible de un mundo sino también su distancia. Como si la auténtica “verdad” (del “actor”) o de la anécdota, consistiera paradójicamente en su máscara o su disfraz. Más allá de lo nuevo que ingresa (respecto a Zelarayán), la elección del asunto y del espacio (la cumbia tropical, el disco Samber, el carrandal de San Blas más el nocturno deslumbrante y porteño de la avenida 9 de julio) se definen en la tensión de los extremos entre lo verosímil y lo verídico, procedimiento presente también en Copi, en Osvaldo Lamborghini y en César Aira. En este mismo sentido, si la novela abre con el subtítulo de “Noches vacías” (cumbia entonada por Gilda), una narración en primera persona y una descripción apasionada del mundo cumbiantero, el segundo título (“Cosa de negros”) invita, ahora en tercera, a recorrer el “magnífico barrio de Constitución” y a presenciar la historia de amor entre Washington Cucurto y Arielina Benúa. Una historia poco convencional. Porque la trama desopilante de ambos personajes, atenúa la violencia excesiva (del exceso aprendido en Osvaldo Lamborghini) de algunas escenas: “Le doy dos soberanas patadas más, justo en el cerebro salido, al aire libre, para que se componga en su lugar. No hay caso, el cerebro no entra más, así que lo arranco con los dedos y lo saco del todo. Lo tengo todo enterito colgando en mi mano, es chiquito como una paloma, sangra a borbotones, sangre a canilla libre” (40). “Me despierto tirado en el sillón de mi casa. El mismo en el cual cogimos con la gorda la noche anterior. Tengo los dedos llenos de sangre y pelos. Saco pedazos de ojos en las uñas. Qué gran asco! (42).” Fiesta y violencia; cuerpo como objeto de goce o destrucción; es todo lo que traza la realidad fabulada, la ficción de una experiencia donde Gilda, Rodrigo, Los Charros y Mandingo conviven con César Vallejo. Si la referencia poética nos trae alguna resonancia de la vida de Cucurto, la autenticidad de la escritura (su singularidad, su innovación) pasa por el desplazamiento de esos mismos índices “verídicos”, por su deconstrucción o por el desalojo de su lugar, pertinente y central. El canon de la poesía latinoamericana está ahí (por identidad y evocación) junto a “tickis y chirusitas” palpadas y relamidas. Entonces, la “ficción autobiográfica” juega en forma sesgada todos sus elementos haciendo de la paradoja, la auténtica lógica de esta novela. En la “verdad” de un nombre falso, la autoría del libro (y de una obra entera), afirma su entidad jurídica. Washington Cucurto es la firma legítima y real, personaje de la historia y también el “alias” de Santiago Vega; es, además, el escritor que sabe medir los efectos de una sintaxis nominal, allí donde el uso frecuente de un fraseo unimembre instala la velocidad mediática de la imagen: “Sus ojos, muralla que me separa del mundo. Una parejita se interpone besándose y derramando cerveza. Pasan rápido como una epifanía en DVD” (18); “Luces, luces, luces, qué enchastre de belleza! Sensacional el Samber” (27); y a modo de homenaje para Ricardo Zelarayán: “Cacho bordeando el nauseabundo arroyo Sarandí”.
Nancy Fernández
NOTAS
Sandra Contreras, “La piel de caballo de Ricardo Zelarayán: a través de las voces e identidades de la tradición nacional y popular” en Revista de Letras, Rosario (UNR), no. 5, 1997.