el interpretador narrativa

 

Otro

Marcos Herrera

 

 

 

Sábado a la mañana

La cara transpirada contra el vidrio. Cerveza, después de esa tuca que encontró en el bolsillo. Y se queda colgado con la espuma que se seca en el vaso mientras la palidez de la baja presión le pone globos en la sangre. Piensa. Una o dos pelotudeces. Que el sol brilla. Como la concha de la lora brilla, pero no sirve para boletear al viejo ese que ordena los cuarentitrés setenta sobre el capó de la camioneta. Después pone la guita en la mesa y le hace una seña al mozo que mira con cara de rati. Sale a la calle. Es como si caminara por un desierto de la estratósfera. Cruza la calle para el lado de la estación. La gente camina apurada, salvo los borrachos y los vendedores que exhiben sus porquerías, y los hampones insignificantes con su estilo marcado. Baja la escalera del túnel que pasa por abajo de las vías. Va para el lado del andén oeste. Al final de la escalera está la vieja que pide. Con el pendejo dormido que usa de carnada para que los estúpidos le tengan lástima. La vieja lo mira y se traga su gemido de dibujo animado. El pibe de menos de un año drogado para que no rompa las bolas. El pibe dormido, muerto, embalsamado, con macilla y capullos de lavanda en el orto.

A veces, cuando está así, piensa que el sol tiene algo personal contra él. Saluda a los fisurados que cuidan y le pasan un trapo a los autos que los esclavos de traje y corbata estacionan todos los días para tomar el tren que los lleva a currar. Es sábado, hay pocos autos. Sigue caminando. Llega al galpón, mete la llave en el candado que se abre con un chac que para él es la música que le dice que sigue viviendo ahí. Música que le hace acordar a otra música, la del cerrarse de la celda, chac del calabozo de la comisaría, chac del reformatorio y el chac final de Caseros. Empuja la puerta de chapa que se comba un poco y entra. Va hasta el rincón en donde armó su dormitorio: apiló unas cajas que hacen de biombo y ahí se instaló. Puso un clavo y en el clavo una percha y en la percha un par de camisas y un pantalón. Duerme en una reposera. Los dueños, cuando él dijo que no tenía adonde ir porque patatín y patatán, le dijeron que se podía quedar todo el tiempo que quisiera. Es raro dormir en el mismo lugar donde se trabaja.

El calor hace vibrar el inmenso espacio. Se saca la remera y se sienta. Cierra los ojos y vuelve a ver al puto que se envaselina y se calza las botas de cowboy con la sonrisa caliente garchándole la jeta y a la fisicoculturista disfrazada de abeja haciéndose la boluda, poniéndose esos anteojos de cartón para ver espectáculos en 3D.
-Voy a pegar unos champús y vuelvo- dijo él. Y antes de que dijeran que no hacía falta, que había vino blanco, ya se había ido.

El calor hace vibrar el inmenso espacio. Repugna contemplar el propio desastre. Así que cuando se está en la mala se vive pensando que ya va a pasar. En momentos así, cuando ese entorpecimiento de los sentidos que no es dormir pero se le parece ocupa su cerebro, piensa sin pensar: estoy en este galpón en esta reposera y tengo un clavo y una percha y dos camisas y un pantalón y estoy en este galpón en esta reposera y tengo un clavo y una percha...Golpean la chapa de la puerta. Se levanta enseguida, como si no hubiera estado en ese limbo personal, aplastado por el calor que vibra en el espacio, por el brillo inmenso. Abre la puerta de chapa que se comba. Es Queruza que trae una botella fría, que chorrea.
-¿Qué hacés Marcelo?
-Todo bien. ¿Vos?

Queruza abre la cerveza contra el borde de un fierro que sobresale de la pared. Se sientan y empiezan a tomar. Marcelo saca una bolsa de maní de una caja y sal. Pela maníes, los pone en un cacharro y les agrega sal, mientras Queruza habla. Dice que hay un tipo que le dijo que tenía un trabajo para él y para un amigo. Un tipo extraño.
-Le dije que venga acá- dice con los dientes sucios de maní -; ya debe estar por venir.

Uno, dos, tres, cuatro segundos y la chapa de la puerta vuelve a sonar. Marcelo se levanta y va a abrir.

Queruza mira el piso. Está cansado y nervioso. Cuenta los pasos de Marcelo. Abre y cierra una de sus enormes manos. Sopla una gota de sudor que estaba suspendida en la punta de su nariz.

Marcelo y dos tipos caminan hasta donde está Queruza. Queruza se levanta. Cuatro hombres que se miran. El enano es el jefe, piensa Marcelo. El otro es un ropero con aritos en las orejas y en la cara (uno en la nariz y dos en la ceja izquierda). Un imbécil que mira mal y que si te mete una mano perdiste, te morfás un viaje del que volvés contando los propios dientes. El enano habla. Explica detalles. Queruza escucha mientras Marcelo mira de reojo. La luz es distinta alrededor de los aros del guardaespaldas.
-¿De acuerdo?- dice el enano relamiendo su cruel sonrisa.
-Sí- dice Queruza.

El enano mira a Marcelo que asiente. Realiza un sí con la cabeza, mintiendo, ya que lo que le interesa son los aritos del gigante. Luego de un instante de equilibrio en la balanza del tiempo, enano y gigante son acompañados por Marcelo hasta la puerta. Queruza se mete un puñado de maníes en la boca.

 

La noche anterior

No se había dado cuenta: el techo era un vidrio. Más precisamente una especie de lupa. No se había dado cuenta porque estaba la cortina corrida. Dibujos búlgaros tapando la vidriera, pensaban los espectadores, socios del club que acostumbraban ver los shows preparados por el cowboy y la fisicoculturista. Muy ordenada era la fisicoculturista. Preparaba su arsenal de prótesis, consoladores, fetiches y disfraces. Se organizaba. Todo tenía que tener un orden, pensaba. Una lógica, pensaba. Una estética. Su compañero cambiaba de colores imaginándose lo que vendría.

Marcelo, el pendejo al que pescaron con la promesa de la merca, se había ido, cuando vio que se armaba una conga que no le interesaba, con la excusa de traer champagne. Decidieron empezar sin él. Alguno de los que miraban y fumaban marihuana del otro lado querría bajar. Y ahí, en el poderoso público, estaba el enano que al otro día iría al galpón donde vivía Marcelo. El enano, metido en el estuche de su traje caro, bañado por la luz inmensa de febrero, al ver a Marcelo sintió algo. Como si en el aire de la pecera en donde el cowboy y la fisicoculturista se frotaban en rituales vacíos hubiera quedado algo de Marcelo, y este algo hubiera servido para que el enano tuviera un especie de estremecimiento en sus, por ejemplo, uñas pulidas. Algo. El enano había ido al galpón donde vivía Marcelo con el mismo traje caro que tenía cuando a través del vidrio vio más allá de la danza ese algo que flotaba como ala invisible pero capaz de ser notada por todo aquel que estuviera luego, en el futuro, en presencia del dueño de ese algo o ala. Algo.

Y, a su vez, Marcelo también sintió algo cuando abrió la puerta del galpón y vio al enano. Al enano acompañado por el grandote con aros en las orejas, nariz y ceja. Los de la ceja fueron los que más le llamaron la atención. Ganas de arrancarlos.

 

Lo que dijo Queruza mientras comían asado

Se había acabado la cerveza y Marcelo había dicho que mejor despegar temprano, dar unas vueltas y después ir para allá. Hay que ver con qué nos encontramos en la dirección que nos dio el malparido éste, dijo. Queruza no dijo nada, abrió y cerró la mano y sopló las gotas de sudor de su nariz.
-¿Y ahora qué hacemos?- dijo, al fin, Queruza.
-Lo que se nos canten las bolas.
-Las bolas no cantan.
-Sí, cantan.
-Podemos comprar algo para comer.
-¿Pizza o asado?
-Asado.

Fueron hasta una parrillita mugrienta de mitad de cuadra y compraron. De vuelta en el galpón se sentaron y comieron y Queruza habló:
-Hay un video juego que me encanta. Siempre voy a ese. Es uno de matar muchas personas. Tiene una perspectiva de la puta madre, sensación de profundidad y además los cuerpos suenan cuando les das o cuando caen y se retuercen como si los tuvieras adentro del marote y como si tuvieran micrófonos en las pilchas. Cada tanto, cuando reventás un cajón, aparece un arma superior a la que te toca de entrada. De entrada te toca un revólver de seis tiros. En un ángulo de la pantalla aparece tu cargador, y cuando disparás gira y se vacía. Con un movimiento del chumbo que tenés en mano, que lleva su buen par de décimas de segundo, se recarga. Y a veces, disparando primero en el lugar en el que puede aparecer, te ganás una pistola automática que carga de a quince balas, o una escopeta que carga seis pero abarca más blanco al impactar, o un magnum que es igual. Lo que pasa es que mientras vos tratás de cambiar de arma no les estás disparando a los que tratan de embocarte. También hay una metra, o fusil automático, que tira como cuarenta balas reseguidas pero no repone el cargador; se acaba y volvés a tu revólver. A veces, encajetado por el cambio de arma no eliminaba al que me estaba apuntando y me ponía. Los otros días fue distinto. En vez de tratar de cambiar el arma, me preocupé por tratar de aguantar vivo el mayor tiempo posible. Todo iba mejor, pero a veces me mataban. Y descubrí que era cuando estaba cargando. Entonces, empiezo a tratar de decidir yo cuando me quedo sin balas. Las contaba. A esto el Che lo llamaba disciplina de fuego, y era lo que diferenciaba un ejército regular de uno irregular.  Conmigo estaban Mingo y Mongo (los mellizos) y El Chaca. ¿Lo conocés al Chaca? Es el típico chabón que quiere sacar a sus amigos de la droga después que él consumió hasta los rieles del ferrocarril. Cambié menos veces de arma y llegué al final con más vidas. Donde sí me encajeté es en el par de ocasiones donde si acertás unos tiros en un par de blancos aparece un simbolito de una vida más para vos. Y después la ganás si le das al simbolito. O sea que hice hincapié en una política de recursos y en conservar la vida. SOBREVIVIR, dije. Y Mingo y Mongo se cagaban de risa. Al contrario del Chaca, que estaba más serio que perro en bote.
-Asustado- dijo Marcelo.
-¿Qué?
-Mas asustado que perro en bote, se dice.
-El Chaca estaba serio. Era como si mi palabra encajara justo en su mambo filosófico. Yo estaba diciendo una cosa sin importancia pero para El Chaca era una especie de descubrimiento.

Marcelo había terminado de comer y el monólogo de Queruza se empezó a cortar hasta que no quedó nada, silencio. Queruza empezó a masticar la carne medio fría, melancólicamente.

 

Sábado, siete de la tarde

La hora naranja. Suben al tren y se sientan en una de las puertas con los pies en los estribos. Esqueletos cansados a merced del movimiento de los enormes metales que tiemblan sobre las vías. Bajan en Ezpeleta. Caminan hasta lo de Hugo. Aspiran un par de gusanos blancos y se llevan un paquetito. Merca. Por si las moscas, dice Marcelo. Vuelven a la estación. Esperan. El tren parece mojado por el líquido naranja de la luz del atardecer que muere. Muere, es como si se ahogara la luz final en el telón de la noche. Bajan del tren. Toman una cerveza en un mostrador. Suben a un colectivo que los acerca a la dirección que buscan. Caminan unas cuadras hasta quedar parados frente a un portón negro, bien pintado. Tocan timbre. Abre un tipo que acepta las palabras que Queruza dice como preguntando. Los hace entrar y cierra el portón. Les señala un auto que está a unos quince metros, un Ford nuevo color habano. Caminan hasta el auto y el tipo le da a Queruza un papel con una dirección.
-Tienen que entregarlo ahí.
-¿Dónde es?- dice Queruza. Marcelo ya se sentó al volante.
-San Isidro.
-El fin del mundo- dice Queruza.
-Les garpan bien ¿no?- dice el tipo levantando los hombros.
-¿Qué llevamos?- dice Queruza.
-El auto. Y lo que hay en el baúl del auto- dice con una especie de picardía que no le hace gracia a nadie.
-¿Y qué mierda hay?- interviene Marcelo borrando la sonrisa del tipo.
-También les pagan para que no sepan.

Queruza sube al auto y el tipo va a abrir el portón. Antes de que salgan el tipo les pregunta si quieren armas. Queruza y Marcelo se miran. Entendieron, pero es como si les hubieran preguntado algo complicadísimo. El tipo se da cuenta y les dice que a él le dijeron que les preguntara si querían ir calzados.
-Dejaron dos Bersas 9 mm.
-Agarrálas- dice Marcelo.

El tipo trae un bolsito de tela de avión que no puede ocultar el peso de las armas. Queruza lo agarra y lo apoya en el piso del auto, entre sus pies.
-Ya están cargadas- dice el tipo.

Arrancan.

 

Sábado, ocho y media de la noche

No hablan. La ciudad es una película, un estampido coordinado con los movimientos que Marcelo y Queruza contemplan. Antes de entrar a la Panamericana, paran para tomar cocaína. Tratan de abrir el baúl: imposible. Vuelven a arrancar. No hablan. Mantienen, así, asfixiados los latidos del miedo. De todos modos, la velocidad de la autopista les cambia el ritmo anímico.
-¿Y?- dice Marcelo.
-¿Qué?
-¿Qué onda?
-Bien.

Salen de la Panamericana. Van para el lado del río. Preguntan en un quiosco por la calle. Se desorientan y vuelven a preguntar.

Domingo, tres de la madrugada
El fernet los va sacando. Marcelo y Queruza están de vuelta en el barrio y se van despegando de toda la historieta. El fernet ayuda.

Ayuda a olvidarse del enano jefe, del gigante con la sangre en el final de la ceja, del fiambre, las armas y la droga en el baúl del auto. Porque el enano, tal vez por estar demasiado duro, le arrancó ese arito que pedía ser arrancado al gigante. Porque el enano antes de darles los billetes nuevos les mostró lo que había en el baúl. Salieron de la casa y subieron a un remís que llamó el gigante mientras se sostenía un algodón contra la ceja lastimada. El auto los dejó en la estación de trenes, así que fueron hasta Retiro. Se metieron en un barcito, justo el que está al lado de la parada del colectivo 22, y se tomaron el primer fernet. Mientras orinaban en el diminuto baño del bar se rieron por primera vez.
-Y ahora nos tomamos el loco- dijo Queruza. Marcelo movía la cabeza, como si no pudiera creer todo lo que había pasado.

En el 22 hablaron y hablaron. El verano se agolpaba en sus cuerpos. Bajaron en la estación y buscaron un bar. Pidieron unas milanesas y papas fritas y fernet, soda y hielo. Se quedaron mirando televisión en el bar. A las tres y media, Marcelo levantó su vaso sin nada y mirando al mozo dijo: otro.

 

 

Marcos Herrera

 

 
el interpretador acerca del autor
 

 

               

Marcos Herrera

(Buenos Aires, 1966).

Es narrador y poeta. Publicó tres libros de poesía -Modo de final, 1986; Pulgas, 1987; Músicos de frontera, 1991- y un libro de relatos -Cacerías, 1997-. Ricardo Piglia seleccionó el relato que da título al volumen para incluirlo en su antología del género policial en la Argentina, Las fieras. Publicó una novela, Ropa de fuego (Premio Fondo Nacional de las Artes 2000), en la editorial Lengua de trapo, en 2001.

Dirige junto a Leandro Araujo la publicación electrónica www.elastillerolibros.com.ar

Publicaciones en el interpretador:

Número 18: septiembre 2005 - Labio (narrativa)

Número 20: noviembre 2005 - Poemas

Número 21: diciembre 2005 - Caracius (narrativa)

Número 22: enero 2006 - Poemas


   
   
   
   
   
 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: Inés de Mendonça, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
sección artes visuales: Florencia Pastorella
Control de calidad: Sebastián Hernaiz
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).