Miguel, Taco y Luna tienen, en el medio del invierno, su verano privado: el portón de chapa del depósito abandonado, a veces, cuando no hay nubes, se calienta con el sol de la siesta y les entibia las espaldas mientras fuman. Es así. Lo descubrieron de casualidad, un día que en vez de ir a la plaza se sentaron ahí a armar. Luna fue el primero en apoyarse en el enorme chapón.
–Está calentito, boludo.
El sol desparramado en el metal atravesó los pulóveres y llegó a los pellejos. Miguel sacó el papel Ombú y la marihuana. Sin decir nada fundaron ese país. La isla tropical de la risa y las asociaciones extravagantes.
– ¿Y qué pasó?
–Nada. Zafaron. Se escondieron en la fábrica.
–No, pero contále lo de los peces.
– ¿Qué peces?
–En una oficina parece que hay unas peceras re grosas, con unos pescados muy locos, gordos, deformados, que apenas pueden nadar, y el forro de Claudio agarra y se pone a hablarles.
– ¿A quién? ¿A los peces?
–Sí. Y ahora anda diciendo un montón de boludeces.
– ¿Qué boludeces?
–No sé, se volvió loco. Dice cosas raras. Que los peces se comunicaron con él... y questo y quelotro. Piró mal.
–La verdá que sí. Debe ser la mierda esa que toma. Mucha sal de anfetas, ¿no? ¿Y cuánta guita habían hecho?
–Poco. Chirolas. Y ese autoestéreo que los mandó al frente.
–Es que con las alarmas que hay ahora hay que ser perejil para meterse sin saber.
–Con esas alarmas parece que vienen los marcianos.
– ¿Y a la fábrica cómo hicieron para entrar, si también tiene alarma y además está el sereno rayado ese?
–No sé. Pero la cosa que entraron.
Así eran, aproximadamente, las conversaciones que tenían al amparo del portón tibio. Pequeños robos, pequeñas transas, pequeños romances. Lo único grande era el miedo a la policía o a cualquier otro satélite de la muerte. Cualquier muerte. La de alguien o la del perro de alguien o la de la abuela de alguien. Hablaban mucho de la muerte. Los obsesionaba. También los accidentes y las enfermedades. De alguna manera los accidentes y las enfermedades son escalones previos. Están antes de la puerta en donde la gran dama muerte recibe a todos, sin excepciones.
* * * *
Ya fumaron. El sol se hace débil como las plumas de un sueño y el portón empieza a insinuar rigurosos sinónimos del desamparo: hielo, oscuridad. Se levantan como muñecos a cuerda y se despiden para empezar a caminar. Cada uno a su tristísima casa con familia que naufraga en el océano televisión, en donde los enormes remolinos del silencio se tragan a cada uno de los integrantes con sus botes salvavidas agujereados y llenos de personalísimas piedras.
Luna encuentra a su hermana en la cocina. Los ojos rojos de Luna y los ojos amarillos de su hermana forman una laguna anaranjada cuando se mezclan. La hermana de Luna deja de mirar una revista que ya miró doce veces y sin dejar de masticar semillas de girasol empieza a hablar.
–Te quería decir –dice, y no sigue. Luna abre la heladera: lo más tentador es una milanesa endurecida. De repente, Luna se acuerda de que es sábado. Todos los días son más o menos iguales para él y sus amigos. No tienen trabajo. Abandonaron el colegio (el recuerdo del colegio es una música militar salida de una radio del tamaño de un caracol abandonada en un rincón de esa playa de estacionamientos subterránea que tienen por corazón y una lista de formalidades amenazantes y absurdas que respetar, las voces del tedio interfiriendo en sus zumbidos mentales: las cadenas montañosas del continente asiático).
–Hoy es sábado, ¿no? –le dice, casi sin abrir la boca, a los ojos amarillos de su hermana.
–Sí. Te quería decir... –es cómo si no supiera cómo empezar. Los ojos amarillos parecen pesarle. Se queda quieta, mirándose las manos.
–Sí, ya me dijiste que me querías decir algo. Pero dále arrancá, boluda, decíme de una vez.
– ¿Lo viste a Claudio?- Hace un año que la hermana de Luna salió de la anorexia. Puede decirse que salió porque la anorexia es como una pileta de natación azul que va volviendo azules a los que nadan en ella. Al final, el azul los mata. La hermana de Luna mantiene una especie de romance tortuoso con Claudio.
–No, no lo vi.
–Pero te enteraste que se escondieron en la fábrica.
–Sí. Pero contáme vos.
–Nada. Se volvió loco. No para de hablar de los peces. Es como si lo hubieran hipnotizado.
– ¿Por qué?
–No sé. Dice que los peces le dijeron cosas, no sé, que el mundo así como está está mal y que hay que hacer algo.
Luna se empieza a reír de a poco. Primero sonríe, y después ríe cada vez más fuerte.
– ¿De qué te reís, tarado?
–De nada. No te enojes. JA JA JA JA. Y decíme, ¿no le preguntó a los peces qué mierda había que hacer para cambiar las cosas?
–Tarado.
* * * *
Antes de ir a su casa, Miguel pasa por la puerta de la fábrica. Un tipo con ropa de trabajo y cara de matón, fuma.
– ¿Es verdad que tienen unas peceras con unos peces raros? –Miguel se arrepiente de haber hecho la pregunta ni bien termina de hacerla.
–Si te gustan los peces yo te presto el mío para que juegues- dice, sin reírse, con lustrada y frontal violencia, el tipo.
–No, gracias –logra articular, mientras se aleja, Miguel. Intenta ignorar las pesadillas que viven en la voz del matón que, como un pez psicópata en su esfera de agua, le clava en la espalda su mirada emputecida.
* * * *
Taco entra a su casa. Su madre semidesnuda habla por teléfono. Ríe. Chispas obscenas, cavados gestos burlones en su rostro. Fuma. Toma sorbos de una taza. Se acomoda los breteles del corpiño y mira de vez en cuando al hombre que está sentado en la cocina fumando y leyendo los avisos clasificados. Taco saluda al aire y se mete en el baño. El hombre le responde con un gesto que Taco no ve. El hombre es un nuevo novio de su madre.
* * * *
Más tarde, Miguel, Taco y Luna caminan por la peatonal. Se cuelgan mirando cómo un idiota trata de pescar un muñeco de peluche para su novia de una de esas máquinas con un montón de muñecos de peluche adentro. El tipo mueve la palanquita que gobierna la garra plateada y la caja de vidrio tiembla un poco. Su novia, casi gorda, la cara pintada sin delicadeza, con gesto impostado, babea lo que ella cree que es ternura y en realidad es mansedumbre feliz copiada de las publicidades. El tipo gasta unas cuantas monedas y no agarra nada. Al final, se van de la mano. Miguel, Taco y Luna, entonces –luego de mirar unos segundos a los muñecos de peluche, quietos, encerrados en la caja de vidrio de la máquina–, vuelven a caminar. Caminan como si sus pies se enterraran en arena a cada paso. Son tres fósforos encendidos en medio de una ventosa noche de sábado de suburbio. Tres fósforos con sus llamas a punto de asfixiarse en su baile contra el viento: calor y brillo, danza epiléptica. Las vidrieras de la peatonal, los ojos de las manadas familiares reflejando esos tres fueguitos que avanzan con sus voces llenas de puertas para escaparse. Puertas que prometen algo que luego no cumplen. Puertas que prometen, por ejemplo, la orilla de una laguna donde unos perros corren y ladran como si necesitaran sacar de sus cuerpos esa ronquera que son sus ladridos, como si esos ruidos fueran un dolor que les vive en la garganta, pero un dolor que cuando se hace sonido desaparece. Una laguna con perros; pero cuando te querés mojar los pies todo desaparece y estás ahí, en la peatonal, siendo un fósforo con tu llama ínfima, miserable, que camina contra el viento, observado por los ojos de la lobotomía del sábado, con otros dos hermanos fósforos con los que no te hace falta casi hablar para comunicarte.
Al final de la peatonal está la plaza. Cruzando la plaza están los bares y después la estación. Miguel, Taco y Luna se sientan en un banco de la plaza.
–Todavía es temprano –dice Luna.
–Hace un frío de cagarse.
–Vamos ahí –Taco señala uno de los barcitos del cinturón de bares diminutos que se agolpan contra la estación.
– ¿Tenés plata?
– No.
– ¿Y entonces por qué decís de ir ahí?
– ¿Cuánto puede salir un vino?
–Más barata está la caja en lo del paraguayo, eso seguro. Con lo que ahí pagás un vaso en lo del paraguayo te comprás una caja.
–Pero ahora estamos a cien mil kilómetros de años luz de lo del paraguayo, boludo.
–Bueno, ta bien, vamos.
La plaza negra. La gente rota que vive por ahí. El aliento de los que hablan en las paradas de colectivos que van a Lanús, a Dock Sud, a Florencio Varela, al río. La crueldad de las luces no alcanza para descubrir los misterios del invierno y del suburbio.
Entran al bar corriendo la puerta de vidrio y consiguen con esto que todos los ojos los miren en una apagada danza furiosa y brevísima, que parece ensayada.
Copetín al paso, dice un cartel afuera.
* * * *
Un tren es un monstruo. Vuelca gente. Traga gente. Arranca. Su ruido ahonda la desolación. Su imagen tarda en irse detrás del estruendo. El aire de la noche cristalina tiembla.
Miguel, Taco y Luna toman vino blanco. Se sienten bien ahí. Se sumaron al concierto del calor de los hombres que beben y comen apoyados en el mostrador. Cómo quedamos de tan quedarnos, parecen decir los cuerpos derrumbados.
Miguel, Taco y Luna ríen. Un borracho los mira y dice una grosería esperable. Miguel le dice que se quede tranqui. El borracho tira el vaso sin nada, al pararse. Es tan petiso que tiene que dar un saltito para bajar del banco. Trata de avanzar pero los hombres amontonados contra el mostrador se lo impiden. Masculla su frase: epitafio ridículo o verso de rencor. Intenta volver a subirse al banco. Fracasa. Un horizonte incendiado. La piedad de una cama de pensión. Todas las mentiras desde que nació acumuladas en el espejo que hay detrás del hombre que sirve las bebidas. Pasa un siglo. Pide otro vaso.
–El último, Juan –dice con su lengua de ala de murciélago. Miguel, Taco y Luna ya ni lo miran. Atrás del hombre que sirve las bebidas hay un cartel escrito con esforzada caligrafía: DOMINGO PUCHERO.
Miguel, Taco y Luna salen. El frío es un vidrio en la cara. Deambulan por las calles, sin rumbo, indiferentes a las caras de los que pasean su aburrido entusiasmo.
Taco mueve el cuello y tiene una visión de sus vértebras que suenan como rama partida; también se le aparece la visión de su madre que flota en la cocina y se ríe y lo insulta y llora y lo abraza para luego salir corriendo a encerrarse en su pieza, para alimentarse de los ácidos olores de la penumbra.
Luna piensa en los peces de Claudio y en los ojos amarillos de su hermana, pero esta vez no se ríe.
Miguel fantasea con encontrar a cierta chica que vio el otro sábado y le dejó una sonrisa. Una sonrisita que, aislada y fugaz en el medio del boliche, se le quedó pegada al cerebro. Una sonrisa, como una bacteria, comiéndoselo.
* * * *
Federico Breggia cierra los ojos. El ruido de la discoteca no puede diluir las palabras de Claudio, que giran, todavía, incomodándolo. Abre los ojos. Mira tristemente la cara de la hermana de Luna cambiando de colores según las luces rítmicas. Ella lo mira, esperanzada. Confía en que él podrá sacarle a Claudio los peces de la cabeza. Breggia mira, ahora, a Claudio y dice en voz casi inaudible: pibe, pibe, estamos en Quilmes... Da una pitada a su cigarrillo, se inclina hacia Claudio y empieza a parlotear más fuerte. A la hermana de Luna le gusta lo que Breggia dice. Sin embargo, la cara de Claudio no cambia de expresión. Breggia dice que a cualquiera le puede pasar lo que le pasa a Claudio. El discurso de Breggia se apoya en las inflexiones seguras de la voz de Breggia y en eficaces remates aforísticos con sus correspondientes ejemplos. La conclusión es recibida con entusiasmo por la hermana de Luna y con indiferencia por Claudio.
–Así que –dice Breggia, seguro, con una pizca de crueldad, con la decisión que tienen los cirujanos para usar el bisturí –lo mejor en tormentas como esta es no hacer caso al canto de las sirenas. En este caso –Breggia toma un trago rápido de su Gancia en vaso alto– las sirenas vendrían a ser estos peces tan... especiales. Lo que vos tuviste es lo que yo llamo una epifanía. Pero este tipo de revelaciones las tenés que trabajar metafóricamente. O sea: no tenés que hacer caso del mensaje tal cual te llega, tenés que interpretar. ¿Estamos?
Claudio sonríe y evita la mirada de Breggia. Luego, al sentirse presionado por los ojos amarillos de la hermana de Luna, emite un pálido “puede ser” y dice que va al baño.
Breggia sabe que su discurso no sirvió. Se pasa la mano por la cabeza con gel y le dice a la hermana de Luna que no deje solo a Claudio porque puede hacer una locura.
– ¿Qué tipo de locura?
–Lo más probable es que quiera volver a entrar a la fábrica para volver a ver los peces. Y después... no sé, cualquier cosa.
Breggia saluda a la hermana de Luna y desaparece. Es una especie de duende extraño, ambiguo, perverso. Un dealer raro. Ya cuarentón. Que prefirió quedarse en el ambiente de las discotecas en lugar de ascender en el escalafón de la droga cuando tuvo la oportunidad.
* * * *
La hermana de Luna se empieza a poner nerviosa porque Claudio no vuelve del baño, así que va a buscarlo. Lo encuentra hablando con su hermano, con Miguel y con Taco. Claudio, cuando la ve, le dice que se va con los chicos pero que ella se quede ahí. Ella protesta. Luna le dice que no se preocupe. Le dice: esperá en casa y no te preocupes. Y esto quiere decir que le tenga confianza, que lo van a cuidar para que a Claudio no le pase nada.
* * * *
Cuando llegan a la puerta de la fábrica, Claudio, que había permanecido callado durante toda la caminata, habla. Es como si se hubiera despertado de golpe.
–Por acá no –dice. Miguel, Taco y Luna lo miran. –Nosotros entramos por allá –dice señalando un punto, arriba, en la oscuridad de los techos del centro de la manzana.
– ¿Por dónde?
–Acá a la vuelta hay un baldío. Por ahí se puede entrar.
Caminan rodeando el edificio hasta quedar parados frente a una pared no demasiado alta. La saltan. Están en el terreno baldío. Miguel se adelanta en la oscuridad. Llegan a la pared que hay en el fondo. Es más alta que la que acaban de saltar pero tiene unos agujeros hechos como improvisados escalones vaya a saberse por qué y por quién. Escalan. Están en un techo de cinc. Caminan tratando de no hacer ruido. Llegan hasta un ventanal sin vidrios. Entran. Están en la fábrica. En un enorme galpón con máquinas que andan solas.
–Por acá –dice Claudio. Lo siguen por un estrecho andamio de metal enrejado que termina en una escalera también de hierro. Bajan la escalera y se encuentran con un puerta batiente de aglomerado cubierto por placas de fórmica gris. La cruzan. Están en un pasillo mal iluminado por bombitas de 25 watts enrejadas. Hay olor a líquido desinfectante para limpiar pisos.
–Qué olor a hospital –dice Taco.
–No, esto no es olor a hospital, es olor a bondi recién lavado –dice Luna.
–Para mí es olor a hospital, boludo. Hace poco tuve que ir a ver a...
–Ssshhh.
Escuchan voces. Se asoman a un pasillo que hay al final del pasillo por el que van: no ven a nadie. Siguen. Las voces cada vez se escuchan más fuerte. Son dos hombres. Una de las voces les parece conocida.
–Es acá –dice Claudio. Entran. Lo único iluminado en el enorme cuarto son las peceras. Impresionan. Talismanes delirantes, altares de otra galaxia, pantallas erizadas por la imagen de esos cuerpos viciados. Miguel, Taco, Luna y Claudio las contemplan. Claudio es el primero en moverse. Busca.
–Acá está –dice, acercándose a las peceras con el balde. Lo llena con un poco de agua y con una red que parece un colador de tul empieza a pescar. Los hermosos peces gordos apenas aletean cuando salen del agua atrapados por la fina tela. Luego caen en el balde. Miguel, Taco y Luna esperan en respetuoso silencio, alertas, vigilando la puerta. Dieciocho peces van a parar al balde.
–Ahora vamos –dice Miguel.
Empiezan a recorrer el mismo camino pero a la inversa. Ya no se escuchan las voces. En el galpón de las máquinas los espera una sorpresa. Cuando abren la puerta batiente de fórmica, se encuentran con el matón que apuró a Miguel esa tarde y con Breggia, que le apunta con su S&W 38 special.
–Hijos de puta –muerde el matón.
–Tranquilo, Charly. Dejá que se vayan y no te preocupes. Yo soy amigo de tus jefes. Puedo decirles que yo me llevé los peces, que los necesitaba para un experimento. Les podemos decir que quiero enseñarles a respirar.
El matón mira fijo a los chicos sin que se le mueva un músculo. Breggia ríe como un diamante enfermo.
* * * *
La hermana de Luna, sentada en la cocina, espera. Va a quedarse dormida, la cabeza apoyada en sus manos, sobre la mesa, escuchando el soplido del fuego de la hornalla. La despertará el teléfono justo cuando las pupilas del amanecer empiecen a fabricar neblina sobre el mundo. Será Luna desde Constitución. A ella le costará entender, ya que como estuvo tanto tiempo esperando verlo entrar por la puerta le parecerá increíble, desfasado, escuchar su voz distorsionada por las tarántulas de la línea. Su hermano le dirá que no sabe quién está más loco, si Claudio o Breggia, que mató al sereno de la fábrica. Le dirá que ellos -Miguel, Taco y Luna- están ahí, en la terminal de trenes de Constitución, pero que Claudio se fue a lo de un primo en Ranelagh que lo estaba esperando. La comunicación se cortará sin que puedan despedirse, sin que ella pueda hacer preguntas. Entonces, colgará despacio, confundida, como si el tubo del teléfono fuera de cristal y se irá a su cuarto a ponerse las zapatillas. Saldrá a la calle e irá a la estación. A pesar del frío y de no estar suficientemente abrigada no temblará mientras espere en el andén; ni mientras esté sentada sobre la cuerina marrón del asiento mirando la velocidad con que pasan las cosas por la ventanilla. Bajará en Ranelagh. El iluminado llanto frío de la mañana bailando en los árboles, en los techos, en el pasto. Caminará como una sonámbula hasta la casa del primo de Claudio. A pesar del frío, sin temblar.
Solo temblará, como si todo el frío acumulado hubiera empezado a acuchillarla desde adentro, cuando esté viendo a Claudio, inmóvil, con los ojos fijos en la pecera que armaron con el primo, esperando que los peces le digan qué tiene que hacer ahora.
Marcos Herrera