La poesía de Rodolfo Edwards siempre me asombró. A menudo está en ese límite que muy pocos, poquísimos diría, logran tocar con éxito, el límite entre la poesía y el lugar común, la resonancia colectiva, el consenso casi obvio. Casi nadie logra hacer gran poesía en ese terreno tan resbaladizo, casi todos se caen del lado de la trivialidad o la previsibilidad. Edwards no, Edwards se queda de este lado. Siempre me pregunté por qué.
En la poesía de Rodolfo Edwards suelo encontrar dos líneas (seguro que hay más, hablo ahora de estas dos): los poemas sencillos y sutiles que reflexionan alrededor de instantes o cotidianeidades y una especie de línea que podríamos llamar del frenesí, donde Edwards se zambulle como los chicos se tiran a los peloteros, pero esta vez no hay pelotitas multicolores sino palabras, y se pone a gozar y a divertirse con los sentimientos más simples y pantagruélicos que puede tener un hombre (estoy hablando de hombres varones, porque si un adjetivo describe a la poesía de Rodolfo Edwards, es masculino), y juega con ritmos y sonoridades tan conocidos y masivos como poco bienvenidos en la poesía consagrada, organizando algo que se puede llamar poesía popular, pero poesía popular que no olvida ni disimula que está escrita en un escritorio, de la Boca, pero escritorio al fin, poesía híbrido, no enmascaramiento demagógico, tampoco programa político donde la poesía se trivializa.
Dije híbrido y mi intervención también va a estar en un límite, un límite muy borroso en el que espero hacer equilibrio. Como crítica literaria intoxicada de teoría, siempre peleo por mantener la frescura y la emoción frente a la literatura. Estoy presentando para ustedes Virreyna de las cuartetas haciendo equilibrio en esa frontera en la que no renuncio a la emoción que me produjo leer la obra y tampoco a la reflexión, a reflexionar con el material de mi emoción, con los sentimientos que se ponen en juego. Yo sé que palabras como emoción y sentimiento no están ya de moda, y mucho menos en la poesía, pero la poesía de Edwards nunca se fijó qué estaba de moda para escribirse, no voy a hacerle la trampa de fijarme. No a quien a finales de los años 90, mientras todos seguían hablando de parodia (y siguen, parece que no se dieron cuenta todavía de que esto se volvió apenas un nuevo lugar común), escribió una suerte de arte poética que llamó "Neorrealismo", donde además prescribía: "ganarse la bufa de los modernos", y terminaba así:
"ponerle al sol
la cara pálida
para que escriba
con aerosol argentino
la fábula de los días"
De modo que no voy a hacerle trampa a quien deposita esta confianza en mí. Conozco de memoria las grises expresiones de soberbio escepticismo cool con que todo "moderno" (o postmoderno) que se precie debe leer a cualquiera que no tenga la consagración de un Borges, un Saer o un Perlongher. Frente a Vamos con esas imágenes bien podría yo traer la palabreja "parodia" para ganarme la benevolencia de muchos, pero sería una lectura que la obra, felizmente tan poco "poéticamente correcta", no se merece en absoluto.
Retomo entonces: la poesía de Edwards explora en un neorrealismo muy propio y particular, eso percibo desde que empecé a leerla, a comienzos de los 90, y lo viene haciendo con una coherencia imperturbable a modas, batallas por pequeños poderes en el campo de la poesía y demás trivialidades; en su escritura, creo, él propone por lo menos esas dos líneas que planteé. La de la reflexión sutil y juguetona alrededor de lo cotidiano aparece en varios poemas de Vamos con esas imágenes, algunos de una delicadeza extraordinaria; en cambio, el largo poema que se llama "Virreina de las cuartetas" está sin duda en la línea del frenesí.
Es una carta de amor. Carta verborrágica y desbordada, se zambulle de panza en el pelotero multicolor, se hunde, salta y tira al aire palabras y sonidos a velocidad extraordinaria, jugando como en los mejores recreos de la escuela, en aparente descontrol. Pero es carta de amor al fin, amor de varón por una serpiente de fuego que, a diferencia de la "Serpiente" (el poema que él publicó en las Selecciones de Amadeo Mandarino en el 2000, y que puede leerse en contrapunto con este texto), más que dejar un desastre a su paso dejó pura poesía, pura fiesta.
En 2005 escribir una carta de amor (amor del bueno, que va completamente en serio aunque sea a carcajadas), escribir algún tú por ahí y cerrar con un "Te quiero mucho Linda (y no es chamuyo)" no está precisamente adentro de lo poéticamente correcto, a menos que tenga algunos otros aditamentos que acá se saltean de ex profeso y a los que me voy a referir ahora. Es que este texto, que parece amontonar imágenes descontroladamente, al mejor estilo surrealista pero con el ritmo enloquecido del videoclip, no tiene ningún descontrol, en realidad (pero esa es una obviedad, quiero decir, por eso es buena poesía) y decide con evidente conciencia callar cierto registro para trabajar con otro. Me refiero a palabras como concha, coger, pija y otras que se volvieron casi obligatorias para acompañar imágenes líricas y pronombres como tú en la poesía de los 90 y la actual. A diferencia de otros momentos de su producción (momentos en los que Durand escribía ciertas partes de Segovia y Edwards, por ejemplo, "Yolanda"), ahora él elige eludir cuidadosamente cualquier referencia directa a la anatomía genital, cualquier grieta por la que se filtre una escritura del frenesí que dio, lo reconozco, interesantes frutos pero se está volviendo una receta, y aprovecho para advertirlo desde mi lugar de lectora.
El frenesí de "Virreina de las cuartetas" sigue siendo sin embargo carnal. El procedimiento parece pasar por hacer retornar el antiguo tabú contra el léxico obsceno pero no el que prohibe aludir a la ferocidad física. El juego se vuelve más perverso en el sentido etimológico de per-versión: buscar más caminos indirectos, más direcciones imprevistas para llegar al mismo estallido de deseo. Entonces aparecen imágenes como estas:
"Desde el momento en que te vi, te quise comer toda como a un Suflair lleno de burbujitas, tableta a tableta, belleza aérea, viaje al infinito."
El camino de la metonimia va de ver a la virreina a querer comerla, de comerla a comerse una tableta Suflair. Y no se trata de una metáfora solamente: la tableta de chocolate no apareció comparada con la mujer porque es dulce, por ejemplo, o alguna obviedad así, la comparación es de la experiencia de comerla a ella con la de comer el chocolate; el centro es comer, la acción, el proceso, no el objeto, está en lo más experiencial y directo y por eso, aunque metáfora, está cargada de resabios de la pantagruélica metonimia que la engendró: "te vi" y "te quise comer toda como a un Suflair lleno de burbujitas", la mercancía y la marca, el fetiche mercancía apetitoso y las burbujitas del suflair traen de la mano el aire, otra vez por metonimia, y la Virreina ahora se nos volvió incorpórea, infinita como la amada romántica. Hemos caído en el hartante lugar común de la mujer amada por puro espíritu, y sin embargo no estamos hartas, o yo no lo estoy, estoy encantada, asombrada, porque hasta ahí me han hecho llegar masticando mi chocolate favorito, por gozosa, terrena metonimia y no por elevada metáfora, por los caminitos del cuerpo y la experiencia el poeta tocó el infinito y yo festejo con él y me río mientras tiro pelotitas de tergopol al aire en el pelotero. A ese límite me refiero cuando digo que la poesía de Edwards no se cae aunque trabaje con la vulgaridad, la homenajea, la dignifica, la lleva a su máxima expresión. Si no fuera porque la palabra sublime le queda tan mal, diría que hace un trabajo sublime con la vulgaridad.
Podría seguir analizando imágenes de esta extensa carta de amor y la verdad es que tengo la tentación porque las he disfrutado, pero quiero ir a otros aspectos del libro.
Vuelvo al comienzo: dije que la poesía de Rodolfo Edwards siempre me asombró por su capacidad de hacer algo que a mí no me gusta de un modo en que sí me gusta. "Sos el único poeta que puede ser nac and pop sin que me enoje", le dije después de leer Culo criollo. Hoy agregaría que su poesía es fundamental para entender algunas líneas claves de lo que siguió. No imagino a Cucurto sin Edwards detrás, aunque Cucurto haya hecho con eso un camino diferente, poetizando más con la sordidez. Me parece que Edwards hace entrar en la poesía el coloquialismo, el barrio, la cultura popular, de un modo diferente del coloquialismo de los poetas de los 60. Entra despojada de pretensiones, entra sin los retruécanos cuidadosamente agramaticales que le hacía un Juan Gelman, pugnando por significar lo poético en cada procedimiento, y preocupado por temas y entonaciones diferentes de las de un César Fernández Moreno, pese a su evidente influencia. Edwards continúa derribando muros respecto de sus antecesores: su modo de jugar y de reír no es igual, aunque hayan sido ellos los que empezaron a jugar y a reír (ellos, después de Oliverio, claro) Pero su poesía ignora la solemnidad en la que los de los sesenta, aún riendo, caían, y mira hacia otros lugares. Hijo de un tiempo de imágenes, realidades virtuales y simulacros, a Edwards lo preocupa la tecnología, como se ve en su hermoso "Los jóvenes fotocopiadores" de Culo Criollo, en 1998, pero también en muchas imágenes de "Virreina de la cuartetas", a donde la virreina es por ejemplo "estrella fugaz que repiten en todos los noticieros, en todos los monitores de los locutorios". Entonces: su escritura se posiciona después de las invenciones poéticas de los sesenta, pero creo que Edwards homenajea a sus antecesores y los retoma desde otro lado, porque también afirma a menudo a la poesía como espacio de pelea política y social, una pelea seria siempre juguetona.
Tal vez acá haya que plantear una tercera veta, la que aparece en este nuevo libro en "La orden es volver a la calle Corrientes", el mejor para mí de los poemas que siguen, y la que produjo "Culo criollo": poesía política de alto nivel. Y así Rodolfo Edwards se pone en un lugar extraño en la serie poética de hoy, un lugar inasible donde para poeta comprometido es un jodón; para poesía ferozmente masculina, de machismo lírico al estilo Cucurto o Durand, es un tierno; y así podríamos seguir, siempre en el límite, haciendo equilibrio mientras chispean sus ojitos achinados detrás de los anteojos, se levantan las puntas de su bigote duplicando la sonrisa y él hace sonar esa voz entre irónica y vibrante con la que no podemos dejar de leer internamente sus poemas, si tuvimos la suerte de conocerlos así, leídos por él mismo.
Ya se deben haber dado todos cuenta y estarán sintiendo lástima por mí: acabo de cometer una herejía, mea culpa. �Identifiqué al yo lírico con el autor empírico! No se asusten, por favor, van a ver que todo queda igual adentro del texto y nadie ha osado escaparse del sacrosanto campo infinito del lenguaje. Me apresuro a demostrarlo justificando mi herejía con la propia escritura edwardiana (que no la de Rodolfo Edwards, ya sabemos que él no existe): lo hice para "ganarme la bufa de los modernos" con una crítica neorrrealista. Después de todo, la orden es volver a la calle Corrientes y yo nunca renegué de haber sido una chica de Corrientes. Edwards me ha contado que cuando volvamos
un niño inquieto
gritará �tierra!
desde la ventanita del Obelisco
Nada más neorrealista que la tierra, nada más metonímico, materno, visceral que la tierra. Una poesía de la tierra es la que hace Edwards, su Virreina ha tomado posesión de ella por amor, y yo lo celebro.
Elsa Drucaroff