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Sobre política, literatura y violencia: Galimberti y la opción borgeana

Gonzalo Basualdo

 

 

 

 

"Que la política sea el arte de lo posible, no quiere decir que para
ella lo esencial consista en saber acomodarse a lo ya existente,
sino, por el contrario, en poder dar existencia a lo que se
demostrará posible, es decir, inventarlo. (…) La política es una
práctica que al dar existencia a una realidad virtual, demuestra
que era posible, y su eticidad reside en este poder de invención
de lo posible"

"Pero si hablás de destrucción, sabés que podés contar conmigo, o no"

 

I

¿Es posible que la literatura se transforme en política? ¿Es posible que la política tome de la expresión literaria diversos tópicos que aparecen en los resquicios del texto literario? Hay mucho sobre esta relación, nunca aclarada, nunca dejada de lado, que piensa al texto literario dentro de los confines propios que le marcan los tiempos sociales; del otro lado, casi nada, salvo reductos que creen vislumbrar en los textos políticos afinidades con el arte del buen narrar. Por otro lado, en ambos mundos (el político y el literario) se confía la posibilidad procedimental al lenguaje: éste es la materia de la cual se nutren estas esferas que continuamente parecen alimentarse, retroalimentarse, y vivir en una constante muestra de canibalismo lingüístico.

Si ya mucho se habló del texto literario inmerso en la esfera política, poco se ha dicho (y esto es quizá desconocimiento de quien escribe: la falta de una gran enciclopedia posibilita los estertores del vagabundeo crítico), decía que poco se ha dicho de la relación que se establece entre lo político, la esfera de lo moral, de la precisión lingüística, del orden y de la buena lectura, y la literatura; o sea, de cómo la política es, en su origen ético, una invención, un objeto literario.

Mueven estas reflexiones el notable florecer de un debate nunca saldado, y que, estoy convencido, nunca se saldará: quizá lo literario en la esfera política signifique, justamente, la imposibilidad de reducción de un determinado fenómeno a partir de cierta conformación moral, dóxica: el texto literario siempre deja un resto, algo indecible, que permite perpetuar las diferentes lecturas y “sentidos” que parecerían emanar de sus cimientos. Con esto quiero afirmar que es este carácter de irreductibilidad del fenómeno lo que permite emparentar a la política con la esfera artística. Querer leer la literatura desde la perspectiva de la política, enmudece aún más al texto artístico. Pero la perspectiva que trato de tomar es, justamente, la contraria: cómo la política, el texto político de la argentina de los últimos cincuenta años, se transforma en un procedimiento literario, o, cómo el discurso político revolucionario elige narrar sus posibilidades desde una elección estética y poética, determinadas. Alguien afirmó que la literatura es política, no en tanto su forma de circulación, sino en que ambas esferas confían a la invención su posibilidad creadora. No va a ser la primera vez, tampoco, en que se afirme que es el lenguaje quien forma nuestra percepción del mundo, y que, como afirmé más arriba, es ésta la materia desde la cual ambos fenómenos parten. Ir hacia el mundo a partir de la fuerza que emana desde las representaciones del lenguaje, produce un efecto típico del expresionimo. El expresionista va al mundo cargado de fuerza léxica, invadiendo lo “objetivo”, transformando el mundo que lo circunda. En esta estabilidad que da forma a la obra expresionista (y a toda obra de arte), la política puede considerarse emparentada con el régimen del procedimiento fundacional de la esfera artística. La política va hacia el mundo con la fuerza que le confiere la verdad moral que parece sustentarla, violentando el mundo exterior, el objeto; inventa en tanto es imposible hablar, ya, de “objetividad”, y en tanto que la fuerza de esta esfera consiste, y no pude ser de otra manera, en convencer que su tinglado retórico es la “verdad de los hechos”: “La única verdad es la realidad”, y a partir de esta lógica aristotélica(1) se funda la precisión de la maquinaria política: dentro de la política todo (ya que la política es la verdad), fuera de la política, nada, porque ésta es conciente del valor discursivo, léxico e inventivo, que la regula.

La política se asemeja a la literatura en su origen: tanto una, como otra, concurren en una afirmación ética con la cual cuestionan el orden establecido. El "político", así como el artista, se proyectan en el mundo, actúan sobre lo social, produciendo su "verdad"; intrascendente en el caso del primero, trascendente en el caso del segundo.

 

II

Retóricamente, la política argentina revolucionaria de los años sesenta y setenta, no atendió, o no quiso poner de manifiesto, su aversión por la metonimia. Optó, por el contrario, por la utilización de la cadena estímulo-reacción, con la cual se podía justificar toda ética revolucionaria. Desde ese marco se dejó de pensar que la política increpa al orden social a partir de una voluntad creadora que la asemeja a la invención literaria. Para esta ética, la política se emparenta con la poética realista: se refleja al mundo dentro del discurso político, y por lo tanto, el político revolucionario no tiene que hacer otra cosa sino observar cuidadosamente la realidad. El político revolucionario acepta esta poética, en tanto y en cuanto le da la posibilidad de una totalización balzaciana: el discurso de la política revolucionaria se sostiene sobre la base de un sólido relato que puede ingerir cualquier discurso social, cualquier realidad que necesite transformación. Parecería ser que la captación del mundo real no podría hacerse a partir de los carriles de la estética Expresionista, como afirmábamos más arriba; el político revolucionario no creaba nada, ya que las condiciones subjetivas (lease, las órdenes de la vanguardia proletaria), estaban subsumidas dentro de las condiciones objetivas. No había más que conciliar ambas condiciones y reflejar el estado de la realidad. Esta ética tenía las anteojeras "realistas" que no dejaban pensar a esta actividad como creadora de sentido, ya que el sentido, en todo caso, estaba encubierto tras los velos de la ideología dominante. Sólo bastaba con correrlo para saber cúal era realmente la realidad. Quizá, de esta manera, se pueda entender la aversión que la ética revolucionaria tenía por las propuestas "vanguardistas" de la esfera artísitica durante esos años (y todavía).

 

III

Algunos de los escritores realistas franceses, e ingleses, fueron, antes, románticos: pienso en Scott y en Hugo. El espíritu romántico afectó a la apreciación de parte de la sociedad decimonónica, dejando esquirlas ante la explosión anti-progreso que acusaba esta poética. No es casual la defensa de Byron, ante la cámara de los lores, de los campesinos detenidos tras el levantamiento luddita; ni el refinamiento conceptual que les permitió adelantarse por más de un siglo al Dadaísmo, y la psicología freudiana: la explicación sobre el hombre, y su resto (llámese sociedad), no puede venir ni del orden del racionalismo, ni por intermedio del empirismo. Algo más se esconde en las posibilidades introyectivas de la imaginación, la fantasía, el sueño.

El carácter romántico se definía por una vuelta al mundo pre-industrializado, pre-moderno, si se nos permite. Comulgar, nuevamente, con la naturaleza como una, junto al hombre. El paisaje trabaja las pasiones del romántico, y por eso proliferan los espacios borrascosos, los temporales intespestivos, y los poderes naturales que quedan fuera del control humano. El carácter que los románticos encaran, y en-carnan, se hace visible en los tipos humanos que escapan a los condicionantes sociales dados por la moral. Es en ese sentido que debe entenderse la defensa de Byron, ante sus pares, y no como una conciencia revolucionaria moderna.

Es este carácter humano, tan alejado del mundo de la civilidad moderna el que impactó sobre Sarmiento. Su panfleto "Facundo…" esgrime una buena dosis de exotismo romántico, y de atracción hacia esa personalidad que encarna "el tigre de los llanos"; cree entender, a través de este carácter indómito del caudillo, la política bárbara de la argentina pre-moderna, pre-civilizada. El carácter de Facundo es admiración en la prosa sarmientina, no por sus logros políticos, sino porque todavía el sanjuanino debe sentirse atraído por la poética romántica: Facundo encarna, metafóricamente, la relación del hombre americano, y su paisaje natural e incolonizable. Con esta certeza Joaquín V. González trabajará algunos años después, cuando afirme que Echeverría fue el primero en colonizar el paisaje regional.

La vuelta a la naturaleza debe dejar de lado, para el romántico, toda posibilidad de procedimientos institucionales nacidos bajo la égida de la modernidad. El mundo por el que Sarmiento siente aversión, y al mismo tiempo, admiración, es el paisaje del mundo americano, un paisaje acoplado a esa relación entre la violencia heroica del caudillo, y un pueblo que encuentra en los postulados de la entrega del heroe, su realización, mesiánica, cruel, porque sólo esa posición extrema que encarna el caudillo muestra las posibilidades de la sociedad. Se conoce, de la crueldad mesiánica y romántica, las posiciones del Che con relación a la ética del guerrillero(2). Éste debe condicionar sus capacidades y decisiones a una entrega sin límites de su propio cuerpo; quien no se declara en la praxis revolucionaria dentro de este orden, será, irremediablemente, un contra-revolucionario. La entrega pasional que regía para el poeta romántico, es la misma que rige para la ética revolucionaria de la guerrilla de los años sesenta y setenta, una ética emparentada menos con la construcción de un poder proletario (leninista), que con la exégesis del romántico, con su soledad reaccionaria que rige sus destinos.

 

IV

“Hubo nación en el pasado (del cual se practica una lectura
inspirada en el nuevo revisionismo posperonista, de la que proviene
sin duda ese retrato de Facundo Quiroga que la policía encontró
en uno de los departamentos ocupados y luego abandonados
por los jefes de la operación Aramburu). No hay nación en el
presente caído, donde la violencia de los opresores ha intentado
cortar los lazos entre el pueblo y su historia. La nación se ha
perdido y, en consecuencia, la revolución futura tendrá
que reinstaurarla”

 

Dentro de los grandes mitos que persigue el ethos revolucionario de aquellos años, está el mito de la nación y el pueblo, mito fundacional del romanticismo, al que los heterodoxos argentinos del siglo XIX adhirieron, no sin antes quitarles las aristas más Bárbaras ante las instituciones de la civilización, lo cual deja a la Argentina ante una paradoja desde sus primeros días: ser romántico, no sin re-escribir algunos tópicos fundacionales de su poética, los cuales no encajaban en los postulados del progreso liberal: ser románticos sin escandalizarse por el progreso. Para los revolucionarios de los sesenta (Montoneros es su sinécdoque más representativa), el pueblo es uno, ni de derecha, ni de izquierda, que al identificarse mayoritariamente con el peronismo, termina siendo una sustitución, un tropo: pueblo peronista: “A lo largo de este proceso histórico se desarrollaron en el país dos grandes corrientes políticas: por un lado la de la oligarquía liberal, claramente antinacional y vendepatria, por el otro, la del pueblo, identificada con la defensa de sus intereses, que son los intereses de la nación”(Cristianismo y revolución, año IV, número 26). El peronismo es la representación de la nación, y por lo tanto, como para los románticos, del pueblo: “Este es el principal significado del peronismo: ser la única expresión de la unidad nacional en 160 años desde la Quiaca hasta tierra del fuego”

 

V

“En ausencia de las instituciones de la justicia,
el código de honor señala que sólo la reparación
de la venganza restablece el orden perdido”

 

La retórica de Borges, a veces tan plegable como las formas del barroco, se transforma en su último libro de cuentos, en una retórica, y una lógica, que piensa al ser nacional, a esa sustancia que parecería ocultar los pliegues de un sin fin de detalles violentos, suculentos para este Borges de principios de los setenta, como un hijo violentado, o pariente cercano de una violencia física inconmensurable. Ese escritor que “despertaba amores y odios” según Beatriz Sarlo, por alguna extraña razón se hacía cada vez más verídico, más argentino: Borges pensaba desde sus cuentos los malestares del país, usando una topografía literaria que hacía pie en la Argentina pre-institucional. Como Sarmiento, pero sin los vicios románticos, piensa el nacimiento de la nación como un parto violento (ya sabemos que la violencia revolucionaria es partera de la historia). Esa retórica desalmada y que no pierde ningún detalle violento, puede ser leída en los cuentos que forman “El informe de Brodie”, no sólo en el cuento que le permitió a Sarlo(3) poner en serie a Borges con el cadáver de Eva Perón y con el secuestro de Aramburu diseñado y ejecutado por Montoneros, si no toda la colección de cuentos de ese libro singular; singular porque Borges juega una vez más con la ficción y piensa desde allí el descarnado presente de la Argentina. Desde “La intrusa”, hasta el cuento que da título al libro, se desenvuelven histortias plagadas de violencia y venganzas: violencia que redime, violencia justiciera. El cuento “Juan Muraña” persiste en esa retórica sangrienta porque su emblema es justamante la justicia, la justicia por mano propia, la justicia que se hace cuando las instituciones legales no logran adentrarse en la sociedad. Juan Muraña es un “tigre”, como lo había sido Facundo, y el cuchillo de Muraña es una representación de la argentina de los sesenta y setenta, una lectura, quizá improbable, sobre el ser nacional.

La vuelta al cuento en Borges le permite acercarse a todo ese mundo que tanta admiración le había producido en sus años de vanguardia estética, pero que, leídos a la luz de los acontecimientos de esos años, nos presenta una cifra del presente, y preguntas y más preguntas: ¿Es posible construir una nación sobre los restos del adversario? ¿Es posible que el tan mentado Ser Nacional esté en los resquicios de la violencia política? ¿Será el destino de la Argentina la violencia instituida, y “El matadero”, aquel cuento descriptivo, y profético, nuestro oráculo délfico?

 

VI

Cuando se piensa en un revolucionario enseguida viene a la mente la efigie del Che: la cara que recorrió el mundo, ese guerrillero mirando al vacío, y el cuerpo del guerrilleo muerto, una imagen parecida a cristo, y que remite a la entrega pasional, al deber de todo revolucionario, a la poética del romántico. Se lo piensa en reposo, más allá de las contingencias del presente, porque su “obra” queda y es recogida por los revolucionarios que continúan con las tareas de la revolución: el único reposo para el guerrero es la muerte, ya que las tareas revolucionarias deben continuar hasta el fin, un fin que nunca queda claro donde termina; un mirar hacia la pampa desértica, esa pampa sin fin, casi intimista, que invita a caminar tras tenues huellas: el revolucionario debe ser un experto rastreador y baqueano.

Pero Galimberti no reposa, quizá porque las tares revolucionarias no llegaron a su fin, quizá porque las tareas en la patria menemista son contingentemente diferentes (“Para ser consecuentes con la lucha de la época, hay que ser exitoso en nuestra sociedad”)(4), pero con una estrategia que sigue vigente: el éxito.

“Como todo tipo que ha hecho la guerra, yo tengo un poco de insomnio”, comienza el monólogo del dirigente Montonero. El no reposo es la figura del guerrillero y del revolucionario: siempre en movimiento, porque la guerrilla se forma bajo el precepto de desplegar sus fuerzas y replegarse, como en un cuadro barroco. La función de la guerrilla es inflingir el mayor daño, sin la formación clásica de la guerra de posiciones. En la guerra de guerrillas no se aceptan los escrúpulos de las escuelas de la guerra clásica; la guerrilla es una montonera, un rejunte de guerreros que accionan en la inestabilidad del montón, de esa pequeña comunidad que se pliega y se repliega.

Hay un alto al fuego que en Galimberti se corona sobre la base del honor: quienes pelean, sean de un bando, o del otro, necesitan de un alto al fuego, y el honor es lo único que les permite sentarse frente a frente a quines disputan la patria: “Vos no entendés una mierda, nosotros nos matamos porque teníamos una idea de la patria”, le dice un mayor del ejército a la cuñada de Jorge Born frente a Galimberti.

Las normas del honor siempre implican una obligación y la posibilidad de reparar algún acto. Borges en “El fin” grafica esta actitud a partir del encuentro entre el moreno y Fierro. En ese mundo entre imaginario y real, en ese cronotopo creado por Borges, se cruzan las historias de honor, venganza y justicia; también, una idea de patria basada en un contrato no institucionalizado por los códigos legales, sino por normas de comportamiento: El militar de la anécdota de Galimberti, y éste, son dos representaciones borgeanas. Esa idea del honor es festejada por Galimberti, quien se lamenta de un hecho en la historia argentina en el cual el comportamiento ético del guerrero se ve suspendido porque frente a él aparece otra ética, otra forma de la guerra: “hay una cosa muy impresionante, en una batalla entre el 'Chacho' (Peñaloza) y no sé quien, no sé qué capitanes de Sarmiento, me parece que es Sander, no me acuerdo, y el 'Chacho' le dice 'acá están mis prisioneros. Devuélvame los míos'. 'No puedo, yo los fusilé', y se puso a llorar. Ésa es la historia argentina”. La historia de la nación parecería ser esta lucha entre el honor, el código moral no escrito, pero comprendido por los caudillos de las montoneras, y las nuevas formas de la institucionalización moderna que no cuadran con el ethos de esa Argentina “bárbara”.

“La guerra, afirma 'el loco galimba' (otro tópico romántico: la pasión exacerbada provoca en el romántico un destello de locura, y su creatividad y actos se explican por esa desmesura pasional), la guerra, afirma Galimberti, es los más fuerte que existe. Lo que construye los lazos más serios entre los seres humanos. (...) es la solidaridad, el afecto, el amor a los que están con vos...la guerra es el acto de amor más grande que existe”. La guerra es la demostración más clara del honor, es donde se pueden ver las peores miserias, pero también lo mejor de los seres humanos. “El respeto por el adversario, que se enfrente con dignidad. Es una cosa difícil de explicar, son valores del siglo pasado, del 1900”. Valores de antaño que afectan a nuestra percepción del pasado porque no somos hijos de esa gloria, el otro mito: en el pasado está la gloria, un mundo de valores y honor, que hoy son nuestra carencia más sentida. Galimba, “el loco”, o, Galimberti, en todo caso, un personaje del relato borgeano, que no es otra cosa que el relato de la Argentina violenta.

 

VII
“De colofones y afluentes”

Quería escribir sobre la violencia argentina, una violencia recurrente durante toda la historia nacional, desde “El matadero”, pasando por “Facundo”, hasta “Cadáveres”, pasando por “Operación masacre”; no importa cuanto hablemos ya que el debate sobre la violencia parece interminable; no importa qué se diga: los muertos siguen allí, siguen siendo la base de esta ciénaga lodosa, siguen siendo parte de nuestro pasado y nuestro futuro. Quizá el que mejor atendió al fatalismo violento de esos años es el autor de uno de los epígrafes que encabezan el texto, lo pensó desde la experiencia, y desde ella no pudo emitir más que una paradoja trágica: no sé, quizá la violencia sea lo mejor, quizá, no.

Del Barco tiene su dolor, su culpa, los “muertos queridos”; nosotros, como ya dijeron Elsa Kalish y Seba, la carencia. Con ella nos enfrentamos al pasado, seguramente, de forma menos esquemática y dogmática. Que la pobreza de experiencia no nos deje sin palabras ante la muerte.

 

 

NOTAS

(1)Mi amiga elsa Kalish me hizo notar una deficiencia en el desarrollo de esta frase: "Creo que Perón es leído por Aristóteles”¿ Hay un Aristóteles peronista?

(2)“La gloria del revolucionario es la de una entrega sin cálculo, porque sabe (o debe saber) que él mismo ' se consume en esa actividad ininterrumpida, que no tiene más fin que la muerte, a menos que la construcción se logre en escala mundial” (Sarlo, pag. 173)

(3)Las consideraciones vertidas sobre Borges y el lugar que la violencia ocupa en estos textos, fueron “transtextualizadas” a partir del ensayo de Beatriz Sarlo, “La pasión y la excepción”

(4)Todas las citas de Galimberti fueron extraídas del epílogo del libro “Galimberti: de Perón a Susana; de Montoneros a la Cia”





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Margen inferior: Benito Quinquela Martín, Fogata de San Juan (detalle).