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El debate en ruinas, o cómo con pedorradas alentamos a la hinchada

Gonzalo Basualdo

 

 

 

 

“Un pobre diablo yo sé que soy/
que va a la vida con arrogancia/
en fin...y gracias a dios (¡por dios!) no sigue nadie/
con mis consejos.”

 

La literatura se erige como un monumento cuando las preguntas de la crítica son insuficientes, o mal formuladas; o, peor aún, cuando tratan de escapar a aquello que nos presenta el texto literario como procedimiento original: su irreductibilidad a cualquier lectura moral. La moral de la crítica hace de ese monumento de la arquitectura lingüística, un documento de la moral. Ese documento, por su carácter dóxico, deja en ruinas el edificio del texto literario, y lo único que queda como acercamiento a su original textual, es, justamente, la escritura del crítico. La moral, por su naturaleza, siempre que entendamos este sustantivo como un tropo de cultura hegemónica, resguarda a la literatura de los malos-entendidos de lectores capaces de reconocer la irreductibilidad literaria, o, lo que es igual, se resguarda al texto literario de cualquier capacidad lecto-comprensiva que encuentre la posibilidad subyacente de leer por fuera de la clave dóxica.

Cuando la crítica se edifica dentro de los límites de la moral, queda suspendida cualquier posibilidad de una tarea de reconstrucción de la ruina escrituraria. De esta manera, toda nueva lectura por parte de la crítica moral debe comprometerse a decir verdades, y en los términos en que manejamos este concepto hacemos referencia a la búsqueda del develamiento del sentido, que todo texto parecería encubrir (para estos moralines), tras las huellas de la lengua. En todo caso, la crítica se transforma en un severo albañil que, leyendo cuidadosamente los planos impartidos por la ingeniería civil, levanta de los escombros pedazos de mampostería que le recuerdan las directrices del plano.

Peor es cuando se pretende embaucar a los lectores, aquellos que podríamos llamar desde los postulados iluministas, opinión pública. Cuando esto sucede es, seguramente, el momento en que los críticos, y los escritores, abusan de su deteriorada sapiencia literaria, y pretenden discutir cuestiones que hacen a la estética del texto, cuando en realidad están hablando otro dialecto: la colocación dentro del campo intelectual de determinadas posturas, que juegan a la impostura, sometiéndose a las leyes del mercado. Siempre que sucede esto, se discute otra cosa que no es literatura: se discute de moral, moralina, diríamos; verso, palabras baratas sin más valor que el que creen darle, sólo por mostrar algún nombre que apuntala sus falsos juicios críticos.

Las opiniones vertidas en la revista “Ñ” por parte de algunos de los popes de la literatura y la academia argentinas, dejan vislumbrar, pero más que con una tenue luz, con una cachetada lumínica, las baratijas que se vende desde el campo cultural, las expresiones no ya indecorosas, pero sí de una falta de pesadez crítica que hace ver a la literatura como un gas imperceptible escapando de las fosas lodosas de las abstracciones laderas: la insoportable levedad de la discusión, pretendidamente estética, y que no es más que flatulencias escapadas de culitos sórdidos y pecaminosos: la crítica especializada se fomenta dentro de un mercado, ya sea académico, o de cualquier otra institución cultural proclive a las incontables estupideces de la inteligencia literaria nacional. Todos preocupados por mantener un lugar en esos dos mercados que ninguno se atreve a atacar porque son parte de ellos: “El hambre es hereje”, decían hace tiempo, sin ver que este triste dicho popular hoy representa mejor que ningún otro a los postulados de los críticos y de los literatos jóvenes, en esta triste argentina, donde ya no se discute, por lo menos, el valor ético de determinadas características de la literatura actual (figura que aparecía en los debates durante los setenta, a la luz de la estampida revolucionaria), sino obviedades como las de Tabarovsky, que parecerían desafiar décadas de literatura y crítica (sí, Damián: los flujos de la conciencia, y la ruptura de la estructura clásica de la narración, ya fueron puestas en práctica desde, por lo menos, la década del veinte del siglo pasado, y desde la teoría, por lo menos, también, desde esos años; o, si preferís la andanadas francesas, desde la década del sesenta). Los descubrimientos de este crítico, que afianzó su fina lectura sobre la literatura en París, dejan a quien quiere unirse a este conglomerado de lugares comunes la ilusión de encontrarse con algún paraíso perdido, aquel en donde un buen nombre puede postular por su sola presencia verdades inconmovibles. Lo que pierde de vista el crítico Tabarovsky, es que la ilusión que corroe desde hace años a estos académicos ha sido demolida “por prepotencia de trabajo”, no, justamente desde los lugares de la academia, sino desde la práctica literaria que roe los huesos de forma lenta, pero escalonada, y a la que tantos de estos críticos jamás logran comprender, porque su oasis vital consiste en disfrutar del extraño y perecedero poder que creen que emana desde las bocanadas estertóreas de sus voces tras-vestidas de originalidad.

Otra de esas voces que claman por sus verdades críticas parten del matemático Martínez, quien logra en otro periplo de originalidad, llegar a la máxima que acompaña a aquellos escritores poco proclives a su trabajo, y más compañeros de resacas argumentativas: esa polifacética, y utópica añoranza por una discusión entre “académicos” y “escritores”, en donde los primeros vendrían a corporizar una suerte de lugares comunes, alejados de la práctica concreta, que los segundos encarnarían. El maniqueísmo de Martínez no es otra cosa que fulgores y exhalaciones de moribundos, tanto como los comentarios precisos e inteligentes de Tabarovsky. Lo demás... Martínez y compañía... ya saben: inteligencia, trabajo, y que los eunucos bufen.

 



Gonzalo Basualdo

 

 
 
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Gonzalo Basualdo

Publicaciones en el interpretador:

Número 15: junio 2005 - De bulbos, política y maquinaria erótica: notas sobre “Trento” de Leónidas Lamborghini (ensayos/artículos)

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Margen inferior: Guy Bourdin, Obra (detalle).