el interpretador narrativa

 

El cazador de tristezas

Alejandro Margulis

Notas: Laura Gottero

 

 

 

 

Durante mucho tiempo, estuve persiguiendo una tristeza. Yo era un cazador de recuerdos prácticamente profesional pero no dominaba el arte de atrapar tristezas. Sabía que había una técnica, un método, como lo había a la hora de tenderle trampas a la memoria, pero la búsqueda resultaba siempre inútil.

Un día descubrí que era posible cazar las tristezas utilizando la imaginación. El método era el siguiente: primero imaginabas una escena en la que te gustaría participar, ser protagonista o testigo. Podía ser algo artístico, de aventura, sexual. Yo prefería las escenas del último tipo. Esta podía ser realista o simbólica, dadaísta o parnasiana (por entonces yo conocía muy poco de escuelas literarias y por lo tanto me resultaba particularmente difícil clasificar mi escena), lo más importante consistía en fijar bien los detalles. Por ejemplo una sexual. Yo podía estar escribiendo, me aburría, sentía la pérdida del tiempo y me sabía en falta por no estar produciendo algo realmente útil para la sociedad. Entonces venía la escena: ¿y si llamo a una mujer para que venga a hacerme compañía? Pensarlo era fácil, ¿pero cómo pedírselo? Y además, ¿cuánta tristeza me podría dar una desconocida?
La cabeza mía funcionaba más o menos del siguiente modo -era una especie de ritual-: la chica que viniera debía ser no muy alta pero muy linda; llamarse de una manera pero tener un apodo de batalla; vestir con sencillez provinciana pero con un toque moderno; sonreír y tener un gusto para las cosas del arte -eso era fundamental- más bien ecléctico. Después, cuando leyera el cuento que yo habría estado escribiendo para ella antes de su llegada, preguntaría por el significado de esa palabra: "ecléctico"; yo le diría:

—Ecléctico quiere decir amplio, variado.

Luego, ya sentados uno frente al otro (yo un poco asombrado por su peinado nuevo) hablaríamos un poco. Para ella, yo sería una especie de artista. Para mí, ella sería la alegre posibilidad de experimentar algo nunca hecho.

En medio de la pequeña conversación se me ocurriría mostrarle otro cuento que había estado escribiendo más o menos un mes antes de que ella llegara. A diferencia del anterior, ese sería un cuento narrado en tercera persona, no necesariamente con los personajes de éste, aunque tal vez parecido, sobre todo en el tono, un poco moroso, lindante con lo periodístico, o lo autobiográfico. En fin, le gustaría. Y mucho. Lo que más, más le gustaría sería la posibilidad de haberme inspirado ella, Dionisia, un cuento tan lindo. Aunque un poco triste.

En ese momento sencillamente yo conseguía mi doble objetivo: me preparaba para cazar mi tristeza (más bien para clasificarla) y además para disfrutar de un alegre juego sexual: aunque discreta, Dionisia estaba súper buena.

Pero la realidad siempre se entrometía en mis deseos. El día que ahora cuento, la chica tardaba en llegar. Yo seguía escribiendo para no pensar en lo que estaba por hacer. ¿Sentía culpa? ¿Miedo? ¿Vergüenza? ¿Era yo un corrompido? ¿Y si la vecina nos oía gemir de placer y me acusaba de degenerado? ¿Y si el portero no dejaba pasar a la chica porque aparecía después de la hora en que se cerraban con llave las puertas del edificio?

Si hay algo de lo que carezco, me temo, es de una imaginación valiente. Si fuera un escritor hecho y derecho ya hace rato que hubiera salido a esperar abajo. Pero no sé a qué clase de escritores pertenezco. Y de repente, cuando ya no la espero, viene ella, que ahora empieza a leer por sobre mi hombro, un poco sonriente, fumando.

1983

PICASSO 1

En la puerta del taller un candado redondo indicaba el número del departamento. El interior estaba decorado como el salón de una adivina. Para entrar, debíamos recorrer un pequeño pasillo con ilustraciones de sotas colgadas en la pared. Mazos de naipes desperdigados sobre los tableros de dibujos, envueltos o no en celofán según el nivel de los alumnos del día; un balde lleno de porotos y planillas personales (tantas como tipos de cartas), que Picasso llenaba con calificaciones del 0 al 50 o del 0 al 108, ya se tratara de castillos hechos con cartas españolas o francesas, respectivamente; completaban la escueta decoración.

Frente a cada tablero nosotros esperábamos el momento de iniciar la tarea. Alguno apuraba trabajos atrasados hasta que llegara Picasso, otros mascaban porotos blancos hurgados en el balde, los más, aguardábamos, tranquilos, con las manos en la falda y las piernas encogidas, por la obligada posición que imponían los travesaños de los bancos de madera.

Apenas murmurando los nombres de las cartas, sin mirarnos para no perder la concentración, repetíamos en voz baja: "uno de espadas; uno de bastos, uno de copas, as de oros... ¿as de oros? No. Las definiciones de los naipes debían ser coherentes, había dicho Picasso en clase, nombra mal los naipes pero siempre igual. Y mentalmente reiniciábamos la cuenta: "...as de oro, as de copas, as de bastos..."

Como no nos habíamos visto la cara sino el primer día (Picasso había recomendado que evitáramos las relaciones personales fuera del taller), ya había olvidado el rostro de mis compañeros. Sólo conservaba ecos lejanos de sus sonrisas y taras al escucharlos nombrar. Pero a esa altura, las relaciones se habían limitado a asociar libremente sus nombres con una figura más de mi baraja.

Picasso nos había sugerido que, para nuestro mejor desenvolvimiento, no apartáramos la vista del tablero y que nos concentráramos en percibir las fallas de equilibrio de nuestros respectivos castillos.

En ese sentido, él era muy exigente. No soportaba la inestabilidad y sus cachetazos llegaban de cualquier lado en cuanto colocábamos mal una carta sobre otra. Sin embargo, también era un gran psicólogo. Sabía quién, de cada uno de nosotros, llegaría al final del curso. Nos conocía perfectamente y, en cierta forma, tenía un trato distinto para con cada uno.

A Picasso lo conocí en el obelisco, donde dormía. Yo había eludido el compromiso de ir al colegio esa mañana y preferí salir a caminar por el centro cuando y se me dio por entrar a curiosear en la piecita de abajo del obelisco. Hasta entonces para mí el obelisco sólo era un monumento nacional sobre el la Davel nos había hecho escribir algo (yo había puesto apenas tres ideas robadas del manual de Historia porque todo el tiempo me venía a la mente el chiste del gatito que quería coger, y por supuesto me llevé un visto de birome verde, cuando otros con mucha menos imaginación que yo, por ejemplo Fuchansky, se habían sacado un muy bien diez felicitado). Picasso vivía adentro del obelisco, que por un motivo extrañamente misterioso para mí esa mañana tenía la puertita de abajo abierta. Estaba en un rincón, sobre el colchoncito que trajeron los ingleses, mirando el techo.

Roncaba.

Su aire desprotegido me sedujo de inmediato y pensé que era raro, sumamente extraño en verdad: "un hombre que duerme solo y no dice ni una palabra dormido".

Picasso abrió un ojo redondo y lleno de venitas y me lo clavó sin que yo pudiera esconderme.

—El taller no es acá —dijo y masculló la dirección del departamento (también me tiró los horarios).

Cuando llegué al taller mis prejuicios se desaparecieron totalmente. La tranquilidad de su sueño se veía ampliamente compensada con los puñetazos y patadas que desparramaba por el taller cuando levantábamos castillos torcidos.

Los cursos duraban un año y empezaban con cartas viejas (todo el mundo sabe que es mucho más fácil construir un castillo con cartas viejas). A los seis meses pasábamos a la técnica de las recién compradas. Pero en realidad, fuimos muy pocos los que llegamos al nivel superior; la mayoría desertó en los tres primeros meses.

Como en esa época yo era bastante inteligente, el colegio me resultaba fácil y me quedaba toda la tarde libre para esta clase de actividades especiales. A mis padres, que trabajaban de noche, les vino muy bien que yo no estuviera en casa cuando ellos querían dormir la siesta.

Pronto mi gran orgullo fue el de convertirme en uno de los discípulos preferidos, lo que me obligaba a exigirme todavía más de lo que era necesario. Había comprendido que la única forma de adelantar mis conocimientos era prolongando las horas de taller en casa. Por eso, sin hacer el menor comentario, empecé a llevarme ejercicios para completar en mi habitación.

Al principio tuve problemas. Salía del taller al finalizar la clase, alzaba el castillo del día con suma delicadeza y lo ponía, suavemente, en la valija que tenía preparada. Después corría a parar el colectivo y procuraba subir sin que se cayeran las cartas. Lamentablemente a esa hora iba repleto y siempre llegaba a casa con el castillo desparramado en el fondo de la valija.

Al tiempo, fija mi atención en los diseños que edificaba en los estantes de la biblioteca, dejé de ver definitivamente a mis padres. El día me alcanzaba a duras penas para hacer tantas cosas a la vez.

Una tarde descubrí que los fideos "munición" de la sopa de los martes eran mucho más efectivos que los porotos blancos. Desde entonces, pedí a la mucama (una linda mujer joven paraguaya, que usaba un delantal negro a lunares blancos que me resultaba encantador) que sirviera esa sopa todos los días. Luego, metódicamente, me encerraba en mi cuarto después de almorzar, para bombardear a gusto las construcciones. Escupiéndolos con fuerza mientras batía la lengua contra el paladar, los fideos eran de una eficacia extraordinaria. Era un placer ver como caían las cartas una a una cuando empezaba a desperdigar fideos munición por arriba, o como se desmoronaban de golpe si acertaba en los naipes la base. Me llenaba la boca con una gran cucharada y lanzaba toda mi carga moviendo la cabeza en semicírculo. Hasta hubo algunas veces en que, después, con algo de culpa por la distracción, me reía bajito mientras una gota de caldo me chorreaba por la pera.

A la mucama le hacía mucha gracia, y con su estímulo silencioso y mucha práctica, no tardé en progresar. Sin embargo, mis adelantos con los naipes fueron acompañados por mi expulsión de casa. Cuánto más me felicitaba Picasso (felicitaciones traducidas en una mayor cantidad de porrazos sobre mi tablero de dibujo), menos me comprendían en casa. Lo que ocurrió fue que hacia el comienzo de la primavera suspendieron la sopa en el almuerzo con la excusa de que ya hacía mucho calor, no lo soporté y los insulté de arriba abajo.

Mi padre y mi padre hicieron eco y cruzados de brazos (es decir, cruzada ella y él con el brazo estirado) ordenaron:

—¡A tus aposentos!

Me retiré de la mesa humillado. Entendí en ese momento el significado real de las penurias del artista. Esa misma noche cargué mi mochila con algunos libros (David Cooperfield, el Decameron y Leyendas de los derviches, de Idri Shah) y un poco de ropa y me escabullí para siempre por la puerta de servicio. Antes de irme me apropié de todos los paquetes de fideos que encontré. Tuve ganas de entrar a darle un beso de despedida a la mucama pero me contuve. Pero le robé su delantal negro a lunares blancos, no sé porqué. Al menos yo, pensé mientras bajaba por las escaleras del departamento, no pasaría hambre: siempre tendría algo para llevarme a la boca.

Para dormir, me metí en una casilla vacía que había en la plaza de la vuelta; se veía que en otros tiempos habría pertenecido a un sereno pero ahora estaba totalmente abandonada y mugrienta. No me importó porque, pensé, sería una vivienda temporal.

Al día siguiente falté al colegio y pasé toda la mañana practicando. Tanta dedicación le puse que creí llegado el momento de rendir mi examen final. Cuando se lo pedí, Picasso no quiso contestarme. Esperé paciente… pasaron días, meses... años… cambiaban las estaciones… y Picasso todavía no me respondía. Finalmente, cansado, tomé coraje y lo encaré:

—Picasso, ¡creo que estoy listo para rendir el examen! —dije.

—Bueno, venme a buscar después de las vacaciones, contestó enseguida. La prontitud de su respuesta me dejó asombrado.

El cuatro de febrero me reencontré en forma oficial con Picasso junto al mástil de la plazoleta del obelisco. Eran las siete de la mañana. Yo apretaba las cartas en el bolsillo de la mochila, nervioso, pronto a rendir el ansiado examen. El mástil no tenía bandera y sólo se le notaban marcas de manos. Picasso se acercó con cara de sueño. Recién se levantaba y todavía olía como su cuartito del obelisco (y como el mío de la plaza, debo decir).

Del obelisco fuimos a instalarnos a un barcito de Cerrito. Semivacío a esa hora, en el bar podíamos trabajar tranquilos. El mozo, atento, nos trajo dos cocas salpicadas con gotitas de agua helada. Picasso se sentó de espaldas a la ventana y esperó a que las destapara y nos quedáramos solos. No tardó demasiado en darme los temas: "castillo tipo C, naipes franceses, ojo no copiarse, treinta minutos, ya." Después se estiró en la mesa y se quedó dormido.

Despacio, respirando por la nariz con un mismo ritmo, por un agujero primero y por otro después, abrí la mochila, busqué el mazo indicado y empecé a pensar: "Tipo C, tipo C". ¿Cuál era?" Me acordé de pronto. Aliviado, la emprendí con el trabajo. El resto del bar estaba en penumbras, era muy temprano y hacía mucho calor. Yo no había tocado la coca y construía mi castillo de cartas en silencio. Carta sobre carta, bases sólidas y equilibradas, correcto el nivel de jerarquías entre un número y otro.

Hasta que Picasso se estiró en un mal movimiento y me tiró el castillo por primera vez. "Tranquilo", me dije recordando mis lecturas, "el examen no podía ser tan sencillo"; me obligué a tener calma y reinicié mi labor. Pronto llegué a completar la base de la nueva edificación. Usaba cartas nuevas y tenía que tener sumo cuidado al colocarlas: una a una, con delicadeza; juntas pero mal colocadas sabía que constituirían un peligroso tobogán.

Al ratito tuve que extenderme a la mesa de al lado. El cajero puso mala cara y, desde atrás del mostrador miró las cartas y al mozo significativamente. Me sentí mal, como observado.

La señora que llegó se sentó justo en la mesa de al lado. Pidió un desayuno completo, permiso y me derrumbó lo que llevaba pacientemente construido. Una carta (me pareció ver que era un cuatro de espadas) entró planeando en la taza de café con leche, flotó un momento y se hundió con el azúcar. Miré a la señora con odio y saqué del bolso un mazo nuevo. Mientras ella untaba el cuatro de espadas con manteca, me sonrió y miró lo que hacía cómplice y divertida.

Picasso seguía durmiendo. De vez en cuando murmuraba algo entre ronquidos y agregaba nuevas complicaciones al examen. Parecía como si hubiera querido que me fuera mal a propósito. Yo, bien preparado, iba resolviendo al pie de la letra cada una de las nuevas dificultades.

El mozo del bar se rascó la pared en la puerta del baño. Por tercera vez el castillo progresaba. Ya había levantado dos pisos y me empeñaba en la edificación del tercero.

El cajero miró sin comprender hacia nuestra mesa. De reojo pude captar la boca abierta, abochornada. No podía creer lo que veía. Ni yo ni él. Llamó al mozo y le dijo algo al oído. Se acercó y nos explicó que no podíamos seguir estando si no consumíamos. Toqué con el dorso de la mano las dos botellas intactas mientras levantaba las tres cartas del segundo piso que se me habían caído y como se hizo el indiferente le pedí dos bebidas más, resignado. No me importó. La cosa iba tomando forma. "Ah, si tan sólo Picasso despertara..."

El golpe que dio el mozo al apoyar las botellas nuevas sobre la mesa me tiró el castillo por tercera vez.

Picasso despertó, dio un gritito y en ese momento supe que el examen había terminado.

Picasso se incorporó, dijo “perdón, es muy cierto, ¡claro!”; el mozo no habló y aceptamos la realidad: los juegos de azar (mis cartas), en lugares públicos, estaban terminantemente prohibidos por la ley.

Me levanté yo también, y nos fuimos.

 

1976

PICASSO 2

Antes, antes del golpe, o del sobresalto, el silencio reinaba en el taller de Picasso. Ni Dolores, ni Fabio, ni mucho menos yo, nos animábamos a respirar. Mis dos dedos índices(1) y mis dos pulgares trataron de colocar las dos últimas cartas en el cuarto piso del castillo de naipes que estaba construyendo. Una gotita de saliva se deslizó peligrosamente por mi pera, amenazando caer sobre la frágil estructura de cartón, vaya a saberse con qué intenciones dañinas. Pero el desastre vino de donde menos lo esperábamos. Picasso, nuestro maestro, apareció corriendo desde el fondo(2), en donde (solía) se instalaba para vernos trabajar sin influirnos con su presencia, y sin emitir un solo ruido, apenas estirando el brazo por encima de mi hombro, barrió con el dorso de su mano las cuarenta(3) cartas españolas que yo ya había acomodado.

Ni Fabio, ni Dolores, ni mucho menos yo, que me quedé sosteniendo la sota(4) de espadas y un caballo(5) de copas con la boca abierta, atinamos a decir nada. Picasso no se preocupó por dar explicaciones de inmediato. Caminó hacia atrás, como admirando los efectos que su pedagogía había desparramado sobre mi tablero, y volvió a encaramarse en la escalera. Una vez sentado y con las piernas encogidas(6), evitando golpear la bombita que colgaba del techo con su cabeza casi pelada(7), dijo: “No te podés cambiar de caballo a mitad del río, Alejandrito. ¿Cómo vas a poner un caballo de copas junto a un diez de espadas? ”.

Picasso era muy exigente. Si cuando llegábamos a su taller no nos sentábamos los tres enseguida al frente de nuestros respectivos tableros, y por ejemplo se nos ocurría llevar a la cocina unos bizcochitos de grasa para el mate, sin consultarlo, ponía el grito en el cielo. ¡Ni se nos ocurriera levantarnos para ir al baño durante una explicación! ¡Picasso nos haría caer una lluvia de porotos sobre la cabeza por haberlo desconcentrado! Era un maestro peculiar, sin duda. Pero lo queríamos(8).

Antes, antes del golpe, o de la cachetada, reinó el silencio. Ni Dolores, ni Fabio, ni mucho menos yo, nos animamos a respirar. Antes, antes del susto, o del sobresalto, mis dos dedos índices y mis dos pulgares trataron de colocar las dos últimas cartas en el cuarto piso del castillo de naipes que en ese momento yo estaba construyendo.

Ni yo, ni Fabio, ni mucho menos Dolores, nos animábamos a respirar, a pesar de que una gotita de saliva se estaba deslizando peligrosamente por mi pera amenazando caer sobre la frágil estructura de mi construcción. Pero el desastre vino de donde menos lo esperábamos. Picasso, nuestro maestro, nuestro líder, apareció corriendo desde el fondo del taller y sin emitir un solo ruido barrió con el dorso de su mano derecha las cuarenta y ocho cartas españolas, barajas de mi casi terminado castillo.

Ni Fabio, ni Dolores, ni yo, que aún sostenía con mi par de índices y mi par de pulgares una sota de espadas y un caballo de copas, atinamos a decir nada. Sentado cada uno de nosotros frente a su respectivo tablero de dibujo(9), nos quedamos boquiabiertos. Los tableros de dibujo en los que trabajábamos cada uno habían sido colocados de tal manera que podíamos vernos las caras, pero no ver lo que sucedía a nuestras espaldas. En el medio del pequeño triángulo que quedaba libre entre los tableros estaba el modelo: un castillo de cartas metálicas, pegadas entre sí con poxipol, que Picasso ponía todas las clases arriba de un taburete para que copiáramos.

De tanto que me concentré de repente me vino un recuerdo de mi época de la escuela, de cuando tuve ese problemita con la señorita María. Me vino a la memoria junto con la figura de mi primo el músico, para quien el tiempo siempre había sido apenas un espacio en blanco entre una nota y otra. Su duración nunca era establecida por el compositor sino determinada por el clima. Así en los días húmedos debían utilizarse tiempos cortos y secos; y en los días secos, tiempos mojados, casi pegajosos.

El compás lo determinaba entonces el director de orquesta, según la necesidad de movimiento que imprimía a su batuta.
Mi primo el músico prefería no entrar en detalles con respecto al temperamento o vitalidad que requerían los silencios: se quedaba cuando surgía el tema sencillamente mudo, y a lo sumo si abría la boca para pronunciarse un convencido de la obligatoriedad de la música en los programas oficiales de enseñanza.

En cuanto a mis padres, que eran algo así como guerreros de la liberación y ahora estaban presos, su vínculo con el arte jamás había excedido de la lectura milimétrica, semana a semana, de los boletines que un señor Perón enviaba del Exilio (nunca supe dónde quedaba ese hospital).

Toda la familia había sido advertida del peligro que supondría seguir el ejemplo de mis padres después de los sucesos escolares. Cuando mi primo se enteró lo que había hecho yo con la señorita María -el bongó terminó arruinado, en un canasto de alambre tejido- no tuvo mejor ocurrencia que demandarla por abuso. No sirvió de mucho que yo la defendiera explicando que todo había sido por mi culpa: mis padres fueron por su parte de armas tomar y así estaban ahora, desaparecidos en algún lugar.

—Yo le dije que me dejara… —decía yo mientras mi primo el músico elevaba a ocho octavos su indignación verbal.

—¡Esa perra!

—No, primo, de verdad… Te juro que le pedí mil veces que me dejara desabrocharle el guardapolvo de a poquito…
Cuando a mi primo el músico se le metía una idea en la cabeza solamente una persona era capaz de hacérsela sacar. Pero para ese entonces Nadia Nuritsky, la célebre escapista, estaba de gira por el medio del oriente y no hubo modo de localizarla. Así que en la primer semana de ese otoño inolvidable y pegajosos del setenta y seis la familia en pleno (o lo que quedaba de ella) cerró podría decirse filas a mi alrededor y apoyaron la gestión de mi primo el músico en la primer carta documento –amarilla, rosa y azul- que había visto en mi vida.

Cierto fue que el empleado del correo advirtió con intuición, trágica intuición, la inadecuada presencia de todos esos nombres y apellidos al pie del breve texto; cierto también que la señorita María mantenía una relación estrecha con el comandante de la zona. A mi familia (a lo que quedaba de ella) no le importó. Aquella tarde en que el noble escrito fue redactado formalmente se reunieron todos alrededor mío alrededor de la mesa oval; es decir, yo estaba sentado en la cabecera y era como si todos estuvieran pendientes de mis reacciones, tanto se daban vuelta o giraban las cabezas para apuntarme con las frentes mientras discutían los pasos a seguir.

Muy quieto, jugando con los dedos (parecían salchichitas) conté cada detalle nuevamente: que la señorita hizo que me quedara castigado después de clase por haber estado tocando el bongó más de la cuenta; el cuidado con que ella entró luego al aula vacía con las mejillas encendidas, el crujido de la puerta que cerró detrás de sí delicadamente. Mi primo alentaba las palabras que brotaban de mi boca mientras regulaba con las cejas los intentos que yo hacía para organizar los hechos.

Porque para mí era muy claro que todo había sido culpa mía. La rebeldía infantil de tocar tanto el bongó donde no estaba permitido, en cualquier parte menos en el escritorio de la señorita, que por algo, dijo mi primo el músico haciendo un falsete con la garganta como el que hacen los detectives cuando descubren una pista clave, ella te lo puso sobre el suyo y mientras se sentaba en el primer banco de dijo:

—Empezá.

En efecto así había ocurrido, y yo empecé a tocarlo, a las cinco de la tarde y con la escuela vacía, porque no tenía nada que decir sino tocar…y así lo hice acercándome al bongó en el escritorio y tamborileándolo tímidamente. Y mientras lo recordaba volví a ver a la señorita María entrecerrando los ojos y poniendo la misma cara que yo le había visto a mi mamá cuando tocaba el piano sin ropa interior abajo. Una fuerza inmanejable, venida de alguna tradición teutónica, instaló mis suaves manos en la superficie de la mesa oval donde toda la familia (lo que quedaba de ella) escuchaba atentamente mi relato (volvía a escuchar) y como si el vidrio ahora fuera la superficie de vejiga color crudo del instrumento que había puesto la señorita María sobre su escritorio, mis suaves manos empezaron a palmetear la superficie.

Había por fin tomado coraje y tocaba con fuerza. Tocaba y tocaba y en ese momento me acordé que mi futuro siempre había estado en la Música. En eso (en mi relato frente a mi familia) la señorita María se tapó (volvió a taparse) la cara con las manos y empezó a cabecear como si estuviera llorando.

Yo me sentí otra vez culpable y tuve miedo de haber molestado ahora a los que me escuchaban.

Dejé de tocar y me acerqué a ella. Pero cuando llegué a su lado sacó las manos de la cara y se las bajó arrastrándolas por el guardapolvo hasta la pollera, las apretó un largo silencio de redonda ahí y antes de ordenarme que volviera a ponerme junto al escritorio para seguir tocando el bongó, antes de que yo la viera tan enojada que tuve ganas se hacerme encima, pegó un grito agudo que me alucinó:

—¡Da caaapo!

En el recuerdo de la escuela, frente a la mesa oval y ante los tableros de cartas de Picasso, el grito resonó rebotando como un aullido espeluznante. No había querido yo molestar a la señorita en lo más mínimo: a mí el timbre de su voz siempre me había llenado de admiración y respeto, lo mismo que la contemplación de su pelo negro recogido hacia arriba, en delicado equilibrio. La señorita María dejó de cabecear y, con la lengua medio afuera y los cachetes de la cara ardidos como cuando su esposo, el de cuarto grado, se los inflamaba a las cachetadas, me puso las manos en el cuello del guardapolvo y tiró de mí hasta apretarme la cara entre sus tetas. Me soltó con una mano y con la otra se empezó a desabrochar los botones del guardapolvo; se agacchó y me acarició la oreja con los labios; dijo (volvió a decir):

—¡Sacame la ropa! Pero despacito…

La familia entera (lo que quedaba de ella) hizo un murmullo de reprobación cuando llegué a ese punto del cuento. Pero en vez de sentirme otra vez avergonzado por haberme hecho encima como me había ocurrido entonces, no sé porqué me acordé de la emoción solemne con que todos, mis compañeritos y yo, oíamos las virtudes patrióticas de los jerarcas de una junta militar que, recién llegados al gobierno para librarnos por fin de la anarquía y el caos, se habían instalado en nuestra aula convocados heroicamente por los labios abrillantados de la señorita María. Había dibujado en el pizarrón el contorno de la patria en rojo, para simbolizar precisamente ese caos del que los militares patrióticos nos salvaban; a la altura de la casita de la independencia había figurado en pocas líneas el vértice de un triángulo perfectamente escaleno y celeste, cubierto a su vez por otro igual en todo pero blanco, como un símbolo de la nueva era que vivíamos, y que a mí me inspiró, recién ahora puedo decirlo, a entrarle todavía más duro y parejo al bongó, a la mesa oval y a mi tablero.

Palabras excitantes como proceso, reorganización y subversión salían de la boca de la señorita María (estaba hermosa, la cara toda sonrosada, el pecho tembloroso) y flotaban en el aire húmedo del aula directamente hacia mis oídos. Yo podía entender el mensaje oculto en esas frases con una emoción contagiosa; poco a poco podía sentir cómo se hinchaba mi pedacito de orgullo con pasión. Entre las palabras de la señorita María y yo se había formado un puente invisible, que desde sus labios pintados creaban ahora una especie de arcoiris luminoso, todo flanqueado de banderas ondulantes y pródigas, con soles amarillos sonrientes en el medio, tras las cuales los soldados de la patria se apostaban en larga y recta fila, con los brazos respetuosamente en alto, haciendo la venia. Yo no podía entender porqué los otros chicos del grado permanecían indiferentes al discurso de la maestra; o tal vez no era indiferencia sino sorpresa, como cuando vemos una película no apta para menores que nos fascina pero sin llegar a entenderla (ridiculez de los que las califican, obviamente, porque a esta edad uno siempre termina entendiendo todo sólo que mejor que no se enteren que uno sabe).

Las uñas de la señorita eran largas y bien pulidas y estaban llenas de tiza celeste y blanca. Yo no conseguía dejar de mirárselas imaginando cómo sería sentirlas en la cabeza (todo esto había ocurrido antes de que me hiciera quedar después de hora para tocar el bongó con ella a solas), y también el guardapolvo, más impecable que nunca con los bolsillos llenos de misterios, se le iba independizando hasta flamear en el aire del aula y transmitir su mensaje directa y exclusivamente para mí, con su lenguaje de ojalillos y botones nacarados.

¿Y qué me decía a mí, que no me llamaba Oscar ni Gunter ni Christa sino Alexito, qué me decía a mí, que a los siete u ocho años ya era un dechado de puro instinto criminal?

La áurea tela me decía:

—Ejecútame, ejecútame con tus manos.

A mí se me inflamaban incestuosamente las encías y moría por cumplir su pedido: despojarla con lentitud del sudario de rectitud y prolijidad con que se cubría; es decir, poner manos a la obra en lo único importante.

—Vos tocaste lo que tenías que tocar —dijo mi primo el músico—. Lógico. Fue ella la que se propasó.

El bongó vibró en el aula justo cuando la señorita María estaba nombrando a la viuda derrocada. ¿Era el poder una roca? ¿Era acaso pariente de nuestro director, que se llamaba justamente así, Roca, y que tenía un cuadro de un pariente suyo de la historia frente a un montón de soldados mal vestido que festejaban haber conquistado a los indios del desierto que para mí no era más que un pajonal? Las manos piensan muchas veces más y más rápido y mejor que el cerebro. Van a otra velocidad, casi creería que tienen otra escala de valores. A lo que me refiero es a que las mías ya habían iniciado entonces su viaje sin regreso, mucho antes quiero decir de que me familia (lo que quedaba de ella) se reuniera para defenderme o de que Picasso me sacudiera sus enseñanzas por la cabeza, la señorita María había insertado en mí el hondo respeto a los trascendentes cambios institucionales que, por fin, traerían aires de progreso y orden a nuestra mortificada nación.

1982

ESTO NO ES CUENTO(10)

Ay, país, te están sacando los ojos. Ay, Argentina, te corren contra la pared del cementerio y te vejan. Ay, me da miedo estar de tu lado.
“Querido, esto ya pasó antes. Vamos a tener que volver a avisarnos en donde estamos si a la noche no volvemos.”(11)

Ay, país, si a la noche no vuelvo es que me fui a gritar por vos y a romper banderas. Me fui a la Plaza de Mayo y me desnuqué contra los cascos de la cana. Ay, país, si me demoro esta noche es porque me tiré delante de un soldado y le pedí que no dispare. Y si no vuelvo es porque el soldado disparó.

Pablo está adentro todavía. No me animo a imaginarlo.

Ay, país, me dejás igual que a María Elena. Ahora entiendo la canción, ahora me duele más.(12)

(13)En el 73 mamá nos había dicho que si nos encontrábamos casualmente en medio de un tiroteo nos arrojáramos al suelo. Yo pensaba que sería lindo (lindo, pensaba) tirarse debajo de un auto o esconderse en el umbral de una casa para refugiarse de las balas. Me parecía romántico, aventurero. ¿Sabés por qué? Porque(14) también el Capitán Veneno se había escondido en el umbral de una casa. Eran otras balas, claro. Eran las armas criollas que seguramente se cargaban por la boca, como los trabucos naranjeros(15). Además el Capitán Veneno estaba herido; una esquirla de fierro le había besado el hombro. Y por supuesto, el Capitán Veneno se encontraba con la chica en el umbral. Por eso yo creía que sería lindo aparecer en medio de un tiroteo a la salida del colegio, o cuando bajara a reclamar por la leche cortada en el supermercado.

Esto no es un cuento(16).

Ay, país, tengo miedo. El martes hubo represión, salió en todos lados. A la tía Carmen la levantaron en vilo cuatro policías en Cerrito y Lavalle. Le pegaron tanto que ahora ella está asustada y grita que quiere irse, que quiere irse, que ya no le importa nada de nada.

Eso fue el martes. Y hoy, a los tres días, todo el mundo iba a la plaza de nuevo, pro esta vez va feliz, con banderas argentinas, porque recuperamos las Malvinas. “¡Dale, Leo!”, gritaban, país. “¡Galtieri corazón!”. Ay, país, va a haber guerra, dicen todos, y me da todavía más miedo.(17)

Esto no es un cuento. Es un melodrama.

—(18)Te digo, vienen comprando armamento desde hace cinco años. El otro día llegaron cajas y cajas. Claro, los pedidos vienen atrasados. Son tan estúpidos que ni siquiera saben para qué sirve cada cosa. Te juro. Mirá, con el asunto de Chile enterraron una cantidad increíble de armas y arsenal de guerra en el sur, en Santa Cruz o en Chubut, creo. ¿Podés creer que ahora no saben dónde lo escondieron? Va a haber guerra, estoy seguro. Si ya no saben qué carajo hacer. Si no, ¿me querés decir cómo los paran ahora? Y la gente va a ir. Ah, sí, van a ir todos, te lo aseguro. Vos y yo vivimos en un mundo muy especial, no te olvidés. Muy lindo: escribimos, estudiamos... pero salí afuera. Andá a Solano, andá a Burzaco, salí de la Capital un cachito y mirá. Esto no dá más. Y van a ir, vas a ver que van. Con el asunto de Chile la gente venía desde Chaco para ofrecerse de(19) voluntarios. Venían para matar chilenos. “¡A matar chilotes!”, decían. ¿Qué podés hacer con un pueblo así? Los milicos están desesperados. O hacen una guerra o, no sé, nos meten a todos en la cancha de River y nos hacen lo que hizo Pinochet en Chile...

(20)Me da miedo. Los Ford Falcon blancos pasaron tocando bocina y tirando volantes por la avenida Santa Fe. En el colectivo, dos señoras se persignaron cuando pasamos frente a San Nicolás de Bari; casi las imito, pero soy judío. En la financiera discutían sobre el asunto: “Es una cuestión de sentimientos, señor, ¡de sentimientos! Usted las siente o no las siente, ¿entiende?”. En la televisión decían: “¡Argentinos! ¿Juráis defender la bandera y la patria con su sangre?”

- ¡Sí, juro! ¡Sí, juro! ¡Sí, juro! ¡Sí, juro!

Ay, país, están locos y desbocados. Y lo que es peor: piden a gritos que alguien les rompa los dientes con un freno.

En el 73 empezamos a tocar los tres timbres en casa para avisar que llegábamos. La idea me gustaba menos, sobre todo porque prefería usar las llaves nuevas. Un día se murió Perón y en el colegio hicimos un minuto de silencio. Algunos murmuraron: “¡Viejo, hijo de puta!”. “Nos dejó pagando y todavía lo lloran!”. “¡Andá a cagar, nazi!”. Aunque no, creo que lo de nazi vino después, con Imperiale, el interventor.

Imperiale era desagradable. Hablaba siempre de nosotros como los alumnos de su escuelita. Paseaba por las aulas y se ofrecía al diálogo(21). Eso decía: “diálogo”. ¡Qué palabra tan importante!, pensaba yo. Porque en esos días recién se ponía de moda. Aunque no, tampoco. Recién unos años después la escucharíamos por todos lados.

“¡Los milicos al cuartel! ¡Los milicos al cuartel!”, decíamos todos cuando confabulábamos nuestra revoluta en el sótano de Filosofía. Habíamos quedado solos. Los muchachos habían sido secuestrados y Shirley hablaba con Cecilia de ir a juntar firmas para Luján.

Esto no es un cuento. Es un panfleto lastimoso que jadea.

Repetíamos muchas veces: “¡Basta de represión!”. “¡Basta de asesinatos cobardes!” Aunque no, el control policial lo soportamos siempre, pese a que yo pensara que era algo nuevo.

A Pablo lo detuvieron porque llevaba barba. Lo hicieron desnudar cerca de las vías viejas la noche que volvía de San Fernando con el(22) bolso de lona y el(23) agua dulzona del río todavía pegada(24) a las axilas. Lo iluminaron con una linterna y le dijeron que apoyara las manos en la pared, de espaldas(25), y que separara bien las piernas.

“¿Qué tenés ahí?”

“Un forúnculo.”

“¡Mentiras! ¡Es un pinchazo!”

“Mirá, flaco(26), lo mejor va a ser que cantés todo. Yo no quiero que estos te lastimen, ¿entendés? Sos muy lindo para que te me arruinen. Decínos todo y te largamos.”

“Pero no sé de qué me hablan…”.

“¿Por qué usás bolsito, eh?”

“Porque me gusta”

“Ah, sos marica. Barbudo y marica. Flaco(27), me dás asco”.

“A ver si te gusta esto”

“Flaco, (28)va a ser mejor que hablés todo.”

“Me caés simpático”.

“Bueno... parece que el marica es medio cabezón, ¿no? Y a mí no me gustan los maricas cabezones...”(29)

“Necesito ir al baño”

“¿Pero qué te creíste que es esto, una broma, vos? ¿Sabés donde estás?”

“Dejalo, che”.

“Bueno, dale nene, queremos ver como te lavás las manos”.(30)

“No”.

“¿Querías mear? ¡Meá! ¡Puto de mierda!”(31)

“¿Qué te pensabas? ¿Qué nos chupábamos el dedo nosotros?”.(32)

“Ja, ja...! Ah, muy bien... ¿A ver cómo te chupás los deditos ahora?”

“Muy bien, muy bien... ¿Viste que si te portás bien nadie te va a hacer nada(33), flaco?”.

“¡Bueno, y ahora(34) basta de joda! Estoy aburrido. O hablás todo o ni tu vieja te va a reconocer!”

“Muchachos, ¿vamos a jugar a la ruleta rusa un rato?(35)

“Yo primero”.

“Me parece que perdieron”(36)

“¡Esperá! ¿No ves que el pobre flaco(37) está temblando? Pobrecito... Bueno, bueno(38), es un segundo nomás, lindo. Después de ésta dejamos que te vayás tranquilo”.

“¡Qué macana! ”(39)

“Ahora yo...”

“Bueno, basta, che. Estoy medio cansado. (40)Éste no sabe nada.”

“¡Andate, flaco! Ya oíste(41). Agarrá tus cosas y rajá de acá!”

“Ay, disculpame, lindo... Fue sin querer...”

“¡Rajá de acá!”

(42)(Afuera las vías brillaban con el reflejo de la mañana. El aire caliente lo envolvió como una sábana. Pablo(43) estuvo a punto de correr pero recordó que su padre le había aconsejado que no corriera nunca(44) en esos casos. Así no les daba la excusa para que lo mataran de un tiro.(45)

 

1998(46)

PICASSO 3

Es más el recuerdo de Picasso que otra cosa, lo que me perturba ahora. Picasso con su estilo tan particular para enseñarnos a construir los castillos de naipes, Picasso con la costumbre de tumbarlos moviendo subrepticiamente la mesa o –si se enojaba de pronto– con algún trompadón arriba de uno. Estaba yo hace un rato leyendo unos libros que él escribió para enseñarnos, y la casualidad hizo que, desde el departamento de enfrente, saliera una música conocida: era un música verdaderamente suave, no tendría porqué haberme sacado de mi concentración; sin embargo desde que empezó a sonar (no digo desde que empezó a secas, porque no puedo asegurar si había estado viniendo desde el otro lado de la calle hasta éste desde mucho tiempo antes) ya no me la pude sacar de los oídos. Tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para echarla. Me dije: esa es una música de Otro. No le hagas caso. Vos tenés tu propio estilo, acordate de quién sos hijo, che.

Fue una pelea despareja porque la lectura de las lecciones de Picasso me había sumido en un estado melancólico; al estar más débil, no podía huir de las influencias. Tenía entonces que hacer que las influencias creyeran resbalar por mis ideas, para engañarlas. O tal vez las influencias no existían realmente, tal vez todo se trataba de una feroz resistencia a tomar lo bueno de los otros, o mejor, de dejarse llevar por lo bueno de los otros que también existía en uno. De todas formas eso yo no lo pude pensar así, al menos no en ese momento. En ese momento a mí la música ajena se me venía a la mente interrumpiendo la lectura de aquellas enseñanzas de mi maestro, y eso me puso muy nervioso.

En el libro leí esta frase: “El equilibrio de un Artista no es el de un Esposo. Un Esposo debe velar por la seguridad del hogar y hacer lo posible para que los Suyos se encuentre bien provistos: lo cual es como decir: legislados”. Confieso que a mí me tenía muy mal una pelea horrible y muy reciente, que no era la pelea contra la música que venía del edificio vecino. En mi pelea -me lo reprochaba todo el tiempo- el que había estado mal, muy mal, re mal, había sido yo; entonces era lógico que expiara mi s culpas viviendo solo. (No era muy feo el lugar que elegí, pero bueno). Haber vuelto a las enseñanzas de Picasso era como un atajo o una excusa para seguir vivo.

Yo tenía tres mazos de cartas en el escritorio. Había francesas, españolas y unas muy divertidas, de mujeres desnudas. Estas últimas me venían al pelo, porque estaban bastante ajadas (todo el mundo sabe que es mucho más fácil levantar un castillo con cartas un poco arrugaditas que con las más nuevas. Empecé a trabajar con entusiasmo. Abrí el mazo de las españolas. No, primero abrí en mazo de las francesas. Saqué todas las cartas de un solo movimiento y me dio gusto comprobar, apenas al tacto, que aún conservaba mi mano de siempre. Las pasé de una palma a la otra, como un tahúr. Hice abanico y acordeón. Después las dejé en un piloncito junto a su caja rosada, que me hacía pensar fuertemente en un ataúd de cartón.

La música se metió de nuevo. Me propuse aceptarla. Un violín, varios violines, pero tan leves que el ruido que hacían los de la rotisería de abajo los tapaba casi por completo. ¿Cómo había llegado yo a esa percepción? ¿Era que me gustaba dispersarme del trabajo? Lo curioso es que los de la rotisería iban mintiendo cada vez más: primero dijeron que pondrían unos tacos de madera para evitar la vibración, después que ya estaban por hacerlo. Así me seguían engañando desde el primer momento en que les hablé. Pero como yo estaba casi siempre triste pensando en mi inutilidad para construir castillos sanos, el bochinche no paraba ni ahí: ni ahí tenía visos de desaparecer.

Lo que a pesar de mi “disociación instrumental” no podía sacarme de la cabeza era la sensación de estar profanando algo. Era un hecho que si Picasso había escrito tres libros con sus tesis, no lo había estado haciendo para que nadie los leyera. Luego era razonable que yo, uno de sus discípulos más comprometidos con la tarea, volviese a estudiarlo mucho tiempo después. Me pregunté si la sensación de morbo era porque le habíamos perdido el rastro en los años en que acá se mataba gente a rolete. Me contesté que no, que eso era una taradez. ¿O acaso no habían triunfado en Nueva York varios de mis condiscípulos? Uno de ellos, medio rubión, llegó a decir en una entrevista para un periódico especializado que Picasso seguía construyendo cada vez mejor.
Pero lo cierto es que, por más que los triunfos de otros ratificaran la fuerza de la doctrina, a mí me tenía paralizado la lectura. Probé con el mazo de cartas españolas. Saqué con parsimonia el celofán(47)

COMO UN ANIMALITO(48)

Mañana va a ser tu primer noche sin ella. No querés pensar en el tiempo que vas a tener que estar solo. No querés pensar en el lugar a donde ella se va a ir. Estás acostado en la cama y ella aún duerme dándote la espalda. Si estirás la mano derecha podés sentir la tibieza de la piel de sus muslos. No sabés bien qué es lo que te preocupa y tratás de razonar. Creés que esa sensación que te da vueltas en la cabeza es curiosidad, como cuando eras chico y te preguntaba qué figuras podían aparecer en la oscuridad de tu cuarto cuando papá y mamá salían. Pero vos y yo sabemos que esa curiosidad en realidad es miedo. El miedo de volver a sentir cosas olvidadas. Ahora te horroriza, por ejemplo, la idea de querer refregarte contra ella. Por eso preferís seguir acostado boca arriba, con los ojos abiertos, queriendo que el tiempo no pase, que no llegue nunca la luz de la mañana. Pero no podés evitar sentir vergüenza ante lo que acabás de imaginar. Presentís que ella puede enojarse si la despertás haciendo una cosa así. Peor aún que si quisieras hacerle el amor: sería como ofenderla. El recuerdo de un libro de Alberto Moravia que alguna vez leíste viene a tu cabeza. Se llamaba “Dos”. En ese libro había un personaje con el que, en su momento, te sentiste muy identificado. Un hombre era dominado por su sexo, al que había puesto el nombre de “Rex”. Ahora te sentís así. También te sentiste así cuando encontraste el diario íntimo de tu mamá, después de haber revuelto papeles y papeles de su escritorio. Estabas solo en casa ese día y tuviste el deseo de bajarte los pantalones y refregarte en la almohada de su cama. Lo hiciste. Y al mismo tiempo leías su diario buscando las partes más eróticas. Ahora no podés recordar ninguna escena, apenas registrás en tu memoria la cara de sorpresa, primero, y de desagrado, después, que puso tu mamá cuando le contaste que habías leído su diario. No le contaste, es cierto, la travesura completa, lo que sucedió con el polyester que revestía la almohada cuando quisiste calentarlo con la bombita del velador. Aunque tenías trece años y siempre habían sido muy compinches en todo con tu mamá te hubiera gustado hacerlo. Es probable que el miedo a la reacción de tu papá haya inhibido tu necesidad de contarlo. Además, a tu mamá no le causó ninguna gracia que hubieras leído su diario, y si no te prohibió volver a entrar al cuarto de ellos en lo sucesivo, fue porque pensó que quizás eso había ocurrido porque te dejaban demasiado tiempo solo. Digamos –es bueno que alguien te lo diga con todas las letras– que se sintió culpable. Te has dado vuelta en la cama y estás boca abajo. Ella sigue durmiendo como si nada estuviera pasando al lado suyo. El recuerdo del diario de tu mamá te perturbó y quisieras despertarla para hacerle el amor. Pero alguna vez intentaste hacerlo a una hora insólita de la noche y ella te miró con tan mala cara cuando la despertaste que preferiste no volver a intentarlo. Sólo que la idea de apoyar tu sexo en sus nalgas te está empezando a obsesionar. Te movés contra la sábana. De pronto el viaje de ella se instala otra vez en tu cabeza. ¿Por qué se va? Dejás de moverte. ¿Por cuánto tiempo? En un rincón de tu conciencia algo te dice que estas dos preguntas tienen una respuesta muy sencilla; sale de viaje por un motivo que ella misma te dijo y vos entendiste enseguida, sin hacerle ningún tipo de planteo, cosa que, al margen de que no es tu costumbre de proceder, en este caso –de eso estás seguro– no se justificaba absolutamente. Pero es como si después de hacer tantos esfuerzos por no pensar en el viaje de ella, por no pensar en que te ibas a quedar solo, la razón de esa partida inesperada se hubiera borrado de tu memoria. Y te da rabia. No el hecho de no recordar el sentido del viaje de ella sino el viaje en sí. No podés entender que te deje cuando vos tanto la necesitás. Te ponés de costado, mirando hacia hacia el lado de ella, y estirás la mano. Le acariciás el culo. Te encanta hacerlo, sentir su piel suave y caliente, y no te preocupa despertarla, ni ofenderla. Con un solo movimiento la abrazas y apoyás tu sexo en su piel. Los dos están desnudos y el contacto te reconforta. Le apretás los pechos y te movés contra ella como un animalito. Y mientras te estás masturbando de esa manera volvés a pensar en el diario de tu mamá. Hacés un esfuerzo para recordar alguna escena erótica, pero es como si la misma piedra que te impide recordar la razón del viaje de ella también te taponara eso. Entonces revivís la situación en que lo leíste, aquella travesura que después habría de quedar en tu memoria como una anécdota divertida. Y, mientras tanto, ahora sin siquiera tocarle los pechos, apenas rozándote ahora contra la piel de su culo, muy suavemente, seguís dándote placer con el cuerpo inmóvil. Habías llegado a leer unas diez páginas –de las cuales apenas recordás el color amarillento del papel y el color azul casi negro de la tinta con que estaban escritas las palabras-, y te dabas cuenta que, si seguías así, ibas a manchar la almohada. Solo en casa, nadie podía interrumpirte. Así que, sin ningún apuro, abriste el cajón de la mesa de luz de tu mamá, en el que guardaba los pañuelos de tu papá y sacaste uno. Era un pañuelo blanco, con una especie de flor de lis en negro, o un par de anclas cruzadas, bordadas muy finamente, en uno de los ángulos. Lo recordás como si le hubieras tomado una fotografía cuyo negativo hubiera sido guardado en tu memoria. Pusiste el pañuelo en el centro de la almohada y después apoyaste arriba la bombita de la lámpara que estaba en la mesa de luz durante unos minutos. Tuviste miedo de quemar la tela, pero no pasó nada. Entonces te tendiste desnudo de la cintura para abajo y durante un rato que no se te hizo largo te quedaste así, sin moverte, hojeando el diario íntimo de tu mamá. Ella se ha despertado. Adormilada, te mira por sobre el hombro. Vos cerrás los ojos y te hacés el dormido. “¿Qué te pasa?”, pregunta. Pero vos no te movés ni decís una sola palabra. Quisieras que ella, sin hacer comentarios, contribuyera a tu placer moviendo las caderas. Pero ella se da vuelta y se acurruca junto a vos. “Abrazame”, murmura. Le tapás los hombros con la sábana, ella se acomoda mejor, y quedás recostado boca arriba, con la cabeza de ella sobre un hombro, inmovilizándote el brazo derecho. Lejos de tranquilizarte, el contacto con su cuerpo despierto te fastidió. Ahora no sabés qué hacer. Te tocás el sexo con la otra mano y lo sentís muerto. Aún faltan varias horas para que sea de mañana. De pronto una frase del diario viene a tu memoria: “Quiero ser una mujer independiente...”, pero no podés seguir pensando. Intentás recordar el final de tu travesura adolescente, pero la piedra se ha corrido y ahora te oculta esa historia. Sin embargo, ha quedado un hueco. Aquel que antes tratabas de entender con respecto al viaje de ella. Desfilan por tu mente palabras suel-(49)

EL BEBÉ DEL AÑO(50)

Meses atrás tuve oportunidad de trabajar en un programa de televisión “ómnibus”. Lo conducían dos animadores a quienes la prensa les atribuía un romance que ellos no habían confirmado ni desmentido. En ese tiempo yo trabajaba como redactor en uno de los diarios más importantes de la ciudad y aunque mi madre y mi padre comentaban mis notas cada vez que aparecían publicadas, ganaba muy poco y eso me impedía cumplir con un deseo inexplicable pero muy fuerte. A la vuelta de casa había una mueblería donde exhibían una cuna de cedro enorme. Yo pasaba todas las mañanas por enfrente y me quedaba unos minutos mirándola en la vidriera. Pero como cobraba poco sueldo no podía comprarla. Eso me tenía obsesionado: sentía vergüenza de pedirla de regalo a mis padres y tampoco creía poder comprarla en cuotas.

La posibilidad de trabajar en la televisión era interesante. Además, pensé mientras iba a la cita con la jefa de producción, un lunes a la mañana, tal vez querrían contratarme para hacer cámara junto a los conductores. Pensé que como era un programa dominguero para toda la familia quizás querrían dar la imagen de una familia unida en las figuras del conductor hombre, la animadora y un muchacho. La jefa de producción me recibió en una habitación grande pero sin ventanas, que me hizo pensar en la sala de espera de una maternidad. No sé por qué, puesto que ella no tenía el tipo maternal: era muy flaca, sin curvas, de voz gruesa y con una cabecita con el pelo corto y la piel oscura. Toda ella parecía un fósforo después de haber sido usado.

Dijo que me sentara frente a su escritorio mientras iba a controlar algo que había surgido de improviso. Me quedé esperando en la habitación, con la espalda cómodamente apoyada en el respaldo de la silla. Noté con agrado que había alguna de mis notas arriba del escritorio. Me había afeitado y puesto saco y corbata, cosa que nunca hacía, para causar mejor impresión. Cuando Fosforito volvió me senté más derecho. Se disculpó explicando que ese día tenían un barullo infernal con el asunto ese del bebé del año. Yo nunca había visto el programa y en vez de preguntarle de qué se trataba, me limité a alzar las cejas y asentir con la cabeza. A continuación Fosforito acomodó mis notas en una carpeta (era un artículo donde yo trataba el tema de los padres ancianos abandonados por sus hijos) y dijo:

—Siempre te leo... Pero pensé que eras más grande...

—Bueno —dije ya para resaltar simpático–. Yo también.

Ella sonrió, sin entender y me apresuré a aclarar:

—Pero en general me siento mucho más chico de lo que soy, ¿eh?
Si su idea era proponerme conducir el programa adoptando el lugar del hijo de la familia, lo mejor era que pensara que yo podía dar menos edad de la que tenía.

—Necesitamos un periodista que haga investigación periodística —dijo ella-—. Que investigue, fundamentalmente, cómo fue la infancia de nuestros invitados especiales. Te habrás fijado que tenemos un bloque destinado a homenajes. Viste el programa del domingo con Aguilucho Gálvez, bueno algo así. Hay que invitar a sus amigos, o a la primera maestra, o a una antigua novia, conseguir objetos que le traigan recuerdos lindos, ¿entendés?

—Como una fiesta sorpresa —dije.

—Un volver a vivir —dijo ella—. ¿Te interesa?

Empecé a decirle que quería pensarlo un poco, pero entonces me dijo que necesitaba una respuesta urgente, y que sino tendría que buscar otra persona. Me acordé de la cuna de cedro y acepté. Antes de irme, Fosforito me presentó al resto del equipo de producción. Pero como todos estaban muy ocupados con ese asunto del bebé del año no llegué a darle la mano a ninguno. Mientras esperaba el ascensor pensando que ya habría otra oportunidad para hacer cámara, una señora que llevaba su hijo metido en un cochecito empezó a regañarlo.

—Siempre lo mismo con vos —le decía—, ¿no podías haber esperado para ponerte a llorar?

Cuando me descubrió creyó que yo ya trabajaba en el equipo de producción porque dejó de regañar al niño y, con una sonrisa impresionante, meliflua, sorprendente dijo:

—Ay, ¿usted cree que podremos ganar?.

—Mire, no sé... —, dije yo, pero ya el nene estaba llorando de nuevo
y además había llegado el ascensor. Abajo me crucé con tres mujeres más que cargaban o llevaban de la mano a sus hijitos muy bien vestidos y peinados.

 

Triste y más que triste como iba estando yo con tanto esfuerzo, poco a poco tomé conciencia de que la clave de mi trabajo, si quería llegar a ser un verdadero profesional de la pena, iba siendo hallar lo contrario de lo que perseguía. Y es que paradójicamente, cuanto más empeñosamente buscaba yo atrapar el momento melancólico más alegre terminaba sintiéndose mi espíritu un tiempo después. Lo mío se iba pareciendo al oficio del faquir al que las almas caritativas quieren ayudar sin darse cuenta de que ayudándolo lo único que consiguen es prolongar indefinidamente su calvario voluntario.

Eso me trajo muchas peleas en mi casa y hasta una advertencia severa de mi madre: si no empezaba a ser dichoso como todo el mundo me iban a mandar a trabajar en serio. De nada sirvió que intentase explicar que mi trabajo yo ya lo había empezado hace mucho tiempo, y que los éxitos del mismo no se podían medir en un sentido convencional; que cuanto más repetidas eran mis vivencias de derrota más me acercaba yo a un plano superior. Después de estar refugiado mucho tiempo en mi habitación, opté por adoptar una máscara de felicidad para cuando salía al mundo. El resultado fue notable. Enseguida en mi casa se sintieron satisfechos y hasta personas que nunca se hubieran fijado en mí me demostraron interés.

Por esos días comencé a dirigir una revista literaria. Con la edición de poemas de Gustavo Adolfo Bequer y del conde de Lautremont (aunque de éste no demasiado) logré disimular durante un buen tiempo mi labor secreta. Gracias a esa actividad conocí a una mujer amable y sensata, amiga de mis tíos, por la que sentí una gran admiración. Ella escribía pero no se consideraba una escritora. Su seguridad al hablar de literatura y lo acertado de su elección al prestarme tesoros como “El cazador oculto” de J.D. Salinger y “Otras voces, otros ámbitos”, de Truman Capote, porque eran libros que alguien como yo “no podía dejar de leer”, ganaron si todavía hacía falto algo mi confianza.

La amiga de mis tíos vivía con su marido y sus hijos en un departamento bien amueblado de un barrio elegante. Pero ella era sencilla en sus maneras; hasta me atrevería a decir que se sentía un poco avergonzada por el bienestar social que la rodeaba. De todos sus atributos el que más me atrajo fue la concepción de la vida como una manifestación que obligatoriamente implicaba la igualdad de derechos entre el hombre y la mujer. La naturalidad con que ella conciliaba su rol de madre de familia con el de mujer independiente me pareció la mejor de todas las actitudes posible. Cuando estaba con ella yo no podía dejar de comparar eso con los pobres intentos que hacía mi madre por criarme sin descuidar el mantenimiento de la casa, cuya responsabilidad se había visto obligada a asumir desde que mi padre nos había abandonado.

Pronto mi admiración comenzó a convertirse en un cariño teñido de cosas nuevas que me alarmaban porque venían junto con un enorme placer. En una de las oportunidades en que la visité para mostrarle la revista literaria la encontré sola, con los ojos irritados por el llanto y deduje que se había estado peleando con su marido; presentí que pronto se separarían. Cuando me llevó junto a un escritorio y sacó una carpeta de poesías del primer cajón ese presentimiento se volvió algo físico. Antes de que empezara a leerlos yo sentí en mi pecho el golpeteo de una vieja herida, en el mismo lugar donde ella estaba lastimada. Era como el hombre aquel del cuento que siente que otro se acerca y le dice a sus hijos: “Mirad alrededor por si veis al abuelo, pues parece que el abuelo se acerca. Por eso tengo una sensación en el lugar de su vieja herida”.

Los niños miran alrededor; los niños ven al hombre que se aproxima, y le dicen a su padre: “A lo lejos viene un hombre”. Y el padre les dice: “Es el abuelo, que se acerca. Sabía que venía a verme. Sentí su llegada en el lugar donde tiene la herida. Quería que vierais con vuestros propios ojos que es cierto que viene, ya que dudáis de mi presentimiento, que dice la verdad”.

Por eso esperé tranquilamente. Yo tenía esa sensación por la tristeza ajena en el pecho y un poco en los ojos, que me empezaron a arder, y me sentí el único ser en el mundo capaz de comprenderla. “Yo nunca —así dijo la mujer abriendo la carpeta— se las había mostrado a nadie”. Pero yo ya había sentido todo lo que había para sentir desde antes que ella empezar a leer, porque había aprendido a reconocer en mí la fuerza del presentimiento. Me fui de su casa varias horas después, con el ritmo de esos versos clásicos resonando en mi cabeza y un hondo sentimiento de pena en el corazón, y sabiendo que mi amiga estaba inminentemente condenada, aún joven, a la soledad.

 

©Alejandro Margulis

 

 

NOTAS

por Laura Gottero

 

(1)Reemplazado por “mayores”.

(2)“el fondo” está tachado en birome azul; en su lugar el autor escribió “la escalera”.

(3)Reemplazado por “treinta mil”.

(4)Reemplazado por “caballo”.

(5)Reemplazado por “rey”.

(6)“y con las piernas encogidas” tachado en el original.

(7)Este calificativo fue tachado y rectificado luego con birome azul.

(8)Reemplazado por “precisábamos para venir a poner un poco de orden en medio del caos”.

(9)Desde el comienzo de la oración, una línea ondulante en birome azul atraviesa las palabras. Un círculo levemente acorazonado encierra gran parte de este párrafo final.

(10)Cuatro páginas tamaño oficio, papel de oficina, prendidas con abrochadora.

(11)Esta oración es tachada con una línea ondulante.

(12)Toda la oración está tachada con birome negra.

(13)Todo el párrafo está resaltado con un corchete, escrito en lápiz naranja. Las tachaduras en el mismo fueron hechas por la misma mina (Chiste de Autor).

(14)Tachado desde el inicio de la oración: queda “También” como primera palabra.

(15)Toda la oración fue tachada.

(16)Tachado con una línea ondulante; una flecha en el margen izquierdo de la hoja señala el comienzo del párrafo siguiente.

(17)Desde “¡Dale, Leo!”, tachado con una línea ondulante en birome azul. Todo el párrafo está atravesado por un arabesco similar a una L mayúscula, escrito con lápiz negro.

(18)Agregado de comillas.

(19)Reemplazado por “como”.

(20)Agregado de “Ay, país” que finalmente es tachado, siendo el inicio del párrafo el término “Me”.

(21)“se ofrecía al diálogo” tachado en el original.

(22)“con el” reemplazado por “y un”.

(23)“y el” reemplazado por “. El...”.

(24)Cambiado por “le molestaba en”.

(25)“de espaldas” tachado en el original.

(26)Reemplazado por “nene”.

(27)Cambiado por “Nene”, luego tachado; el autor vuelve a escribir “Flaco”.

(28)“Flaco” fue tachado; queda “Va a...” como inicio de oración.

(29)Toda la oración fue tachada.

(30)Agregado de “dijo el gordo”.

(31)Con los cambios hechos en birome azul, la oración quedó así: “¿Querías mear, vos? Eh! ¿Querías mear? ¡Meá, (puto de mierda)! ¿A ver cómo (hacés pichín) meás ahora?

(32)Toda la oración fue tachada.

(33)Agregado de puntos suspensivos y cierre de interrogación. Todo el resto de la oración fue tachada.

(34)“y ahora” fue tachado.

(35)Esta pregunta es tachada y cambiada por “¿Jugamos?”

(36)“dijo el gordo”, dice.

(37)“pobre flaco” es reemplazado por “nene”.

(38)Este inicio de oración es tachado; queda “Es un segundo...” como comienzo.

(39)“...,che!” es tachado.

(40)Agregado de “dijo el gordo”.

(41)“¡Andate, flaco!” es tachado. La oración queda así: “Ya oíste al jefe – dijo -...”

(42)Agregado de “Pablo se vistió y salió.”

(43)“Pablo” es tachado; queda “Estuvo” como primera palabra.

(44)“no corriera nunca” es reemplazado por “nunca corriera”.

(45)Esta oración fue tachada en el original.

(46)La fecha de este cuento, en realidad, fue escrita en birome azul al final de su último párrafo, sobre el margen derecho de la hoja, la cual está membretada con el nombre del autor, es de tamaño carta y no es completamente mate, ya que presenta muchísimas casi imperceptibles líneas celestes. Las dos páginas fueron varias veces dobladas, y la primera tiene manchones de pintura blanca y gris.

(47)El autor no escribió el punto final en este cuento, a simple vista inconcluso.

(48)Hoja color mate, tamaño carta. Cinco páginas que no están abrochadas, escritas con interlineado doble. En el ángulo superior izquierdo, la inscripción “V.2”. El título fue escrito con birome negra.

(49)Hay un fragmento agregado en letra manuscrita: “Ahora no sabés que hacer. No recordás el diario de tu mamá ni la causa del viaje. No vale la pena acariciarte con la mano, en cualquier momento vas a cerrar los ojos y probablemente tengas un sueño que tampoco vas a recordar mañana. El cuerpo de ella se interpone entre vos y el pasado, te priva del placer que produce el miedo por las cosas olvidadas. Querrías empujarla, asesinarla. Tal vez mañana a la noche, cuando estés solo, se te ocurra algo mejor.”

(50)Hoja tamaño oficio, blanca originariamente pero amarillenta con el tiempo. El título fue escrito con birome azul, en imprenta mayúscula.

 

 

 

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 

Alejandro Margulis

Nació en 1961 en Boston, Estados Unidos, pero reside permanentemente en Buenos Aires, Argentina. Entre 1978 y 1980 dirigió la revista literaria “Ayesha Literatura” (http://www.gratisweb.com/ay2eshaliteratura/principal.html). Tras veinte años de escribir en los principales medios periodísticos de la Argentina (Clarín, La Nación, Editorial Perfil, entre otros) se dedica al trabajo free lance como escritor, periodista y agente de prensa y literario. Publicó cinco libros en soporte papel: dos de ficción -el libro de relatos "Papeles de la mudanza" (Catálogos, 1988) y la novela "Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma" (Beatriz Viterbo, 1993)- y tres periodísticos -"Los libros de los argentinos" (El Ateneo 1998), "Junior, Vida y Muerte de Carlos Menem (h.)" (Planeta, 1999) y "Reconstrucciones de desaparecidos" (IMFC, 2002). Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA), dicta además talleres de literatura y periodismo en el portal-agencia literaria www.ayeshalibros.com.ar, continuidad y actualización del proyecto literario con que se inició. El 20 de diciembre de 2001 comienza a trabajar como editor mientras continúa produciendo literatura, periodismo y artes plásticas.

Reediciones electrónicas de sus libros (cuentos, novela, periodismo) se encuentran en www.elaleph.com, donde asimismo existe un Foro en el que los lectores pueden tomar contacto con él: http://www.elaleph.com/foros/viewtopic.php?t=13924. Desde el año 2000 cultiva asiduamente el vínculo con las artes plásticas en forma presencial y virtual en Argentina (Las mil y un artes, Biblioteca Café y http://www.leedor.com/galerias/galerias.php?Idnota=260) y España: Esmelgar Arte e Comunicación, Rúa Nova 66 baixo (27003), Lugo, 982 240168.

Ayesha Literatura Ediciones ha publicado su último trabajo en 2004: el libro de poemas y dibujos “El mito de Babel”.

 

Libros digitales:

• Papeles de la mudanza (cuentos)

http://www.elaleph.com/libros.cfm?item=946715&style=biblioteca

• Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma (novela)

http://voyeur.laeditorial.com/default.cfm?libro=3

• Junior, Vida y muerte de Carlos Saúl Menem (h) (No ficción).

www.elaleph.com/junior, libro que recibió un caluroso elogio del escritor peuano Jaime Bayley

(http://www1.terra.com.ar/especiales/jaimebayly/columnas6.shtml)

• El mito de Babel (Poesía y dibujos)
http://www.brindin.com/vcb14cov.htm (edición bilingüe - castellano/inglés)

 

Obra en Internet

Alemania

http://www.mutation-workspace.de/workspace.php?filter=person&value1=44 (poetry)

Argentina

http://www.elinterpretador.com/Alejandro%20Margulis%20-%20Cu%E1l%20era%20la%20de%20Beethoven.htm (cuento y dibujo)

http://www.elinterpretador.com/Alejandro%20Margulis%20-%20Papeles%20de%20la%20mudanza.htm (cuento)

http://www.leedor.com/notas/ver_nota.php?Idnota=432 (crítica)

http://www.elinterpretador.com/5Alejandro%20Margulis%20-%20El%20mito%20de%20Babel.htm (poesía y dibujos)

http://www.elinterpretador.com/Alejandro%20Margulis%20-%20Desdoblado%20en%20ocho%20manos.htm (poesía y dibujos)

http://www.lasea.org/cafe0030_2.htm (cuento)

http://www.leedor.com/literatura/polemicaporelrol.shtml (ensayo)

http://www.literatura.org/cgi-bin/litforo.cgi/foros/lit/?cmd=follow&fu=5408 (cuento)

Brasil

http://www.palavreiros.org/alejandromargulisprosaenespanhol_hayunaspaginasdemargueriteduras.htm (narrativa)

http://www.palavreiros.org/festivalmundial/argentina/alejandromargulis.html (poesía)

http://www.bestiario.com.br/4_arquivos/el%20faso%20rey.html (cuento)

España

www.pliegosdeopinion.com – Número 7 (cuento)

http://www.escribidor.com/pdm/pdm-12e.htm (poesía)

Estados Unidos

http://polyglot.lss.wisc.edu/mpi/conference/Margulis.htm (article)

Francia

http://resonancias.org/ns/article.php?id=220 (artículo)

http://resonancias.org/ns/article.php?id=168 (cuento)

Inglaterra

http://www.othlo.com/hletras/poesia/28babel.htm (poesía y dibujos)

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 4: julio 2004 - Desdoblado en ocho manos (poesía)

Número 5: agosto 2004 - Los niñitos (poesía)

Número 5: agosto 2004 - El mito de Babel (imagen)

Número 6: septiembre 2004 - El mito de Babel (imagen)

Número 6: septiembre 2004 - Papeles de la mudanza (narrativa)

Número 8: noviembre 2004 - Cuál era la de Beethoven (narrativa)

Número 10: noviembre 2004 - Historio (historieta)

 

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Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Gottardo Ciapanna, Adamo ed Eva (detalle).