Autor de la ilustración: Alejandro Margulis
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Cuál era la de Beethoven

Alejandro Margulis

 

 

 

 

“Del encuentro de la grandeza y de la muerte nace una objetividad hasta cierto punto convencional, cuya soberana belleza supera a la del más desenfrenado subjetivismo porque en ella lo exclusivamente personal, el dominio de una tradición llevada a su más alta cumbre, se supera a su vez y, en plena grandeza espiritual, accede a lo mítico y a lo colectivo”
Thomas Mann


La noche que de verdad empieza la historia, musicalmente hablando, Santamarina fue a trabajar convencido de que Sabrina, seis años más joven que él, iba a morir antes de que se cumplieran veinticuatro horas; la idea del accidente era una obsesión que hubiese querido olvidar, pero reaparecía saludable y fétida, cargosa, como esas malas visiones que perturban -supuestamente- el sueño de los peores asesinos.

No era la primera vez que le venían a la mente cosas así. Su amor estaba hecho de fantasmas y raras certezas: al cruzar en auto sobre un puente cualquiera, algo inmanejable los transportaba fatídicamente al vacío; mientras esperaban juntos la llegada del subterráneo, un sicótico se les venía encima y empujaba el cuerpo de Sabrina bajo las ruedas de acero. Dos veces habían subido a un avión y dos veces había él entrevisto la posibilidad fáctica de caer desde más de diez mil metros sin paracaídas, más bien inmóviles, por no decir domidos o atados, drogados, al río.

A la semana de vivir juntos, Santamarina la vio tan inclinada en el balcón del departamento que temió que se suicidara; las acusadoras fotos flotando en el aire, delante suyo, rumbo a la calle, disolvieron aquella presunción pero instalaron otra casi peor, del orden de sus sentimientos no expurgados: los celos. Así, la tendencia de Santamarina a considerar la desaparición de su compañera como una inminencia del destino se había hecho habitual.

En los accidentes posibles el riesgo solamente rozaba el hilo vital de ella: el ómnibus en que viajaban se salía del camino y caía en cámara lenta a la laguna o el río, según las circunstancias; de a poco el agua llenaba todos los huecos asfixiando a los pasajeros y Sabrina, que no sabía nadar, quedaba a merced del heroísmo de Santamarina. Si habían tenido una buena noche real (o una buena mañana) la fantasía de Santamarina encontraba una barra de acero bajo el asiento y golpeaba las ventanillas hasta hacer astillas alguno de los vidrios; mientras el agua seguía entrando y los pasajeros lloraban y se atropellaban, esclavizados por el pánico, él abría un hueco suficientemente grande para poder pasar su cuerpo, y el de Sabrina, y entonces subían airosos, nadando, hacia la superficie.

Santamarina era conciente de que, a los efectos del rescate virtual, poca importancia tenía que Sabrina no supiese nadar; del oscuro territorio de sus elucubraciones bien podría haberla arrastrado hacia la vida tomándola de la cintura, del cabello o del más frágil de sus dedos; en caso de histeria podía hasta llegar a pegarle un cachetazo. Pero, más que en la vida real, era en esa situación fabulada donde él, que no tenía precisamente un tórax ancho o espalda de nadador (en verdad apenas si sabía flotar), encarnaba un Tarzán de la vida en pareja. Expresiones como "agárrate de mi cuello" o "tranquilízate, yo te voy a salvar" subían a su inseguro hipotálamo desde la boca del estómago [el nido del nudo] con un vago acento portorriqueño que no alcanzaba a desacreditar la potencia de su fantasía.

Si el improbable, luctuoso asunto (la lectura de noticias policiales estaba arruinando su vocabulario) se producía después de una discusión, Santamarina era capaz de perder toda objetividad elucubrando desenlaces desagradables mientras untaba sus tostadas con mermelada. El descarrilado vagón de tren, herido de muerte a causa de un cruce de ramales mal sincronizado, volcaba como un animal de muchas patas, y ninguna cámara lenta daba tiempo para buscar una salida. En tanto Santamarina movía su cuerpo como un tramoyista de circo, de modo de quedar en posición vertical, con las ventanillas bajo los pies, Sabrina, asustadísima, no respetaba sus indicaciones y, por supuesto, fenecía en la hecatombe. El aplastamiento de huesos, los llantos y gritos de espanto, la llevaban a expirar. El melodrama hacía carne en ella como en una mala telenovela.

La primer foto apareció publicada en la primera página del diario donde Santamarina trabajaba, el siete de febrero. “Accidente en la Ruta 2, moderno ómnibus volcado sobre su costado izquierdo y en medio de un gran charco de agua y barro”, escribirían al dorso después, antes de guardarla en el archivo. La foto llegó a su escritorio en un sobre de papel madera con una notita: "Cosas que pasan". La firma era un mamarracho indescifrable. Le pareció discernir una letra P mayúscula, y tal vez una t. En cualquier caso, la firma de alguien malvado. Y las fotos, las fotos no poseían la austeridad correcta del reportero gráfico.

Mostraba entonces la primera un cuerpo tumbado sobre el pasto de la banquina, a metros del ómnibus hundido en el charco. Había sido tomada el mismo día, prácticamente a la misma hora. Tres sombras desparejas, siluetas humanas, acariciaban los bordes del cuerpo semicubierto por una frazada. La sombra mayor (más larga por efecto óptico del sol, sólo por eso) ocupaba el sector izquierdo del encuadre; el triángulo inferior izquierdo de la frazada quedaba inserto en ella. La sombra menor era apenas un desliz visual, vago desprendimiento de una figura que casualmente había estado parada ahí. La impresión más fuerte la producía la sombra grande del medio, la del fotógrafo. La cabeza hendía su presencia en el centro mismo de la frazada que cubría el cuerpo; de ella nacía una gran espalda y el resto deforme, intruso, de alguien muy gordo.

La segunda foto mostraba las manos resecas, femeninas, sobresaliendo de abajo de aquella frazada.

Releyó la notita.

Dio vuelta la foto del micro.

Volvió a ponerla hacia arriba.

Quiso leerla de nuevo.

Una raya amarilla horizontal, signo del diagramador.

Santamarina imaginó el curso del lápiz ceroso patinando al borde de una escuadra, la diagonal necesaria para calcular la proporción...

Le vinieron ganas de llorar, que contuvo.

Bajó la vista lentamente, desde atrás.

Y ahí, en los últimos asientos del micro, volvió a colgar su atención; era un alivio abstraer la conmoción que la foto provocaba deslizándose, como el lápiz amarillo, en los detalles secundarios.

Por atrás del micro, casi fuera de foco, vio a dos curiosos parados en la ruta.

Figuras diminutas.

Sweter oscuro la primera, las manos en los bolsillos, el peso del cuerpo acaso recostado en el pie de atrás; cruzada de brazos la segunda...

¿Bermudas o pantalones largos?

La rueda trasera del micro tumbado, que colgaba en el aire por efecto de la inclinación del vehículo, que impedía ver a ese hombre completo.

De pronto, la vista aguzada por la concentración en el detalle, Santamarina hizo un descubrimiento: lo que a primer golpe visual le habían parecido hierros abstractos, que surgían desde el cuerpo del micro hacia la parte superior de la foto (o sea al cielo) no lo eran realmente. O al menos no a lo largo de toda la superficie. Hierros, lo que se diría hierros retorcidos, sólo en la parte trasera. Pero en el medio sencillamente las puntas de los asientos, todavía con sus fundas blancas en el lugar donde los pasajeros habrían recostado sus cabezas, Sabrina entre ellos. El micro había evidentemente dado algún tumbo sobre la ruta, y al rodar, había perdido parte del techo. Así los asientos, milagrosamente enteros, sobresalían de la carcaza estropeada como las muelas de una calavera a la que le hubiesen arrancado los maxilares de un culatazo.

—Pará con eso —dijo Hans—. Tenés que comer también.

Ahora, hay quien dice que Santamarina y Piaget se conocieron antes que éste le mandase esas fotos, durante una merienda, el sol de las cinco o seis o siete de la tarde (fuera cual haya sido la hora, estaba muy lejos de la de almuerzo y la cena) molestaba en los ojos. Santamarina, Coca, Nilda y Hans tomaban el té. Hans se había levantado para correr la cortina y Coca entrelazó entonces la conversación, con esa habilidad que sólo ella tenía, de modo tal de lucirse con una frase supuestamente inteligente. Hablaban de blanco y mantelería. O tal vez de ópera. Según Coca, la vida era como la parte de abajo de un mantel hilado a mano: uno podía ver el dibujo más preciso del lado de afuera, pero si se daba vuelta, digamos levantándolo un poquito, se podía descubrir la complejísima trama de hilos que en rigor lo constituían; el arte del buen tejedor, redundó Coca, era el de saber qué punta tomar para conseguir, sin que nadie se diese cuenta, uno y solo un efecto en la superficie a la vista.

Como siempre, Nilda preguntó qué tenía eso que ver con lo que venían hablando. Ah, dijo Coca, y explicó:

—La vida aparentemente va por carriles manejables. Vos, yo, Santa, Hans, Margulis incluso, podemos creer que la dominamos. Elegís las personas con las que te gusta estar, te casás o te separás. Pero de pronto un azar, un hilito del mantel, se sale de tu esfera. Y ahí está. Sonaste. Estás frita. Fuiste, como se dice ahora, ¿no?

—¿Fuiste a dónde? —dijo Nilda.

—Uno se cree que es todo cuestión de libre albedrío y no, nena, nada de éso.

—Nos hemos puesto cultos, parece —dijo Hans volviendo a sentarse.

—Coca dice que Dios maneja nuestros hilos como el tipo que hizo este mantel los dibujos de la tela —dijo Santamarina.

—Mirá vos —dijo Hans.

—No era exactamente eso —dijo Coca pero no pudo completar su explicación porque en ese momento un hombre inmenso, con un plato de comida en la mano, pidió permiso para sentarse con ellos.
Era el fotógrafo nuevo.

—¿Siempre almorzás a esta hora? —preguntó Hans corriendo las tazas de té con leche y el plato de facturas hacia el centro de la mesa.

—Ya almorcé. Esta es la cena. ¿Puedo? —dijo Piaget apropiándose de una medialuna que sobraba.

 

—El secreto de los buenos asados argentinos —dijo Piaget— no está en la calidad de las vacas sino en sus cortes.

—Lo cual sienta las bases de una necrofilia interesante —dijo Hans y la conversación derivó hacia el fraterno espacio de las historias conocidas: exiliados que llevaban un papel con el dibujo de las partes de la res a las carnicerías extranjeras, dependientes que no entendían que era eso que les pedían: "a la argentina".

—Comer asado, ah. ¡El rito mortuorio por excelencia! —dijo Piaget y dejó chorrear un largo trago de vino tinto por la garganta.

—Qué asqueroso —dijo Nilda Mucci.

—Pero ¿por qué, mi amor? —dijo Hans—. El amigo tiene razón ¿O hay algo más religioso que la repetición de un rito? Como en la misa, en el asado se toma vino y se cultiva la salud.

La conversación se entramó con la paulatina conciencia de los seres humanos que se alimentaban con la muerte, las aves europeas que se comían entre ellas, secretos para extraer el tuétano de los huesos y además, las excelentes albóndigas de persona que debieron haberse preparado aquellos jugadores de rugby que sobrevieron en los Andes. La proyectada invitación a Piaget para que fotografiase lo que ahí se estaba comiendo -los trozos de tira, el vacío, los chinchulines y las mollejas- terminó de asquear a Santamarina. Sin poder dominarse, empezó a ver muertos donde había alimentos; tanto se le revolvió el estómago que sintió ganas de levantarse de la mesa para ir a vomitar.

Enfermos de calor, soportaron el peso de una conversación que se iba volviendo más y más morbosa. La camaradería laboral, pensó Santamarina, poco sabe de la inteligencia. Entonces le vino un cansancio. La cena aún no había sido servida y él ya estaba cansado. Todavía veía sobre las mesas los platos de loza con las facturas del té. Santamarina calculó el tiempo que restaba por delante antes de tener que bajar de nuevo a la redacción: por lo menos, cuarenta minutos. Y ahí el conflicto que lo tenía mortificado bajó su pegajosa estirpe sobre él. ¿Y si lo sacásemos intempestivamente del halo que cerca la escena? ¿Si le impidiésemos seguir golpeando los cubiertos contra el plato? ¿Si lo levantásemos por el cuello y lo golpeásemos contra los foquitos de las dicroicas como uno más de los insectos que mueren achicharrados creyendo ir en busca de una luz suprema? No podemos. Lo necesitamos. El egoísmo primitivo y obsceno de narrar, como base de las cofradías. Demos vuelta el planteo: ¿para qué requiere el señor fotógrafo Piaget al señor Hans y al joven Santamarina, jefe y subordinado, respectivamente?

¿Para qué?

—¿Les gusta Beethoven?—dijo Nilda Mucci.

—¿La Eroica? —preguntó Santamarina.

—Las sonatas.

—Mucho no conozco, yo… -—dijo Santamarina.

—Pero andá, farolera, ¿qué vas a saber vos algo de las sonatas de Beethoven? ¿Qué sabés vos, a ver, qué sabés?

—La sonata en do menor opus III. Culminación del arte de la sonata, mi vida.

—Las únicas sonatas en do menor de Bethoven que conozco son la sonata para piano número 5 y la Patética…

—Y también está la 8 para piano, opus 13, mi vida. Pero no. No hablo de esas.

—¿Che, no será la 7? Do menor para piano y violín… —intervino Hans, que había sacado el abono del Colón.

Piaget se puso a tararear un sonido electrizante:

—Bum bum, wum wum, schrum schrum…—dijo y todos se quedaron callados.

Siguió cantando en falsete, sin dejar de masticar.

Y entonces la fatalidad pareció extenderse sobre todos como una mancha de sangre en un matadero.

Piaget dijo:

—Así empieza, ¿no? Lástima que Lázaro Costa no use más a Beethoven en sus entierros.

—Si es por mí, que me entierren a capella — dijo Coca.

—No te enojés, gordita — dijo Hans.

—¿Bajamos?— medió Nilda Mucci, un poco culposa por haber abierto un frente nuevo de discusión.

Piaget se golpeó la barriga:

—¡Me muero de hambre!

—Oí los trinos, mi viejo —dijo Piaget encendiendo el minicomponentes unas semanas más tarde en la mugrienta casa de Floresta donde vivía—. Los arabescos y las cadencias. Mirá cómo se impone lo convencional. Nada de acabar con la retórica, eh. Simplemente dejarla libre de subjetividad, mi viejo. ¡Basta de apariencias! ¡El arte odia las apariencias del arte! ¡Dim dada! Oí la melodía aplastada por el peso del acorde. Oí. Mirá. Se hace estática, mi viejo. Monótona. Dos veces re, tres veces re. Una detrás de la otra. ¡Ah, los acordes! ¡Los acordes son todo! ¡Dim dada! Oí lo que va a pasar ahora...

Pero en vez de oír, Santamarina había fijado su atención en una reproducción en blanco y negro que, enmarcada en un recuadro plateado del tamaño de una ventana, representaba unas manchas blancuzcas y grises que asomaban de un anaquel.

—No tenés mal ojo, eh —dijo Piaget sin dejar de acompañar la música con sus trinos gangosos.

Le indicó que se sentara en un sillón y mientras subía el volumen le confesó su admiración por sus colegas de los Estados Unidos: seguidores modernos del arte de difuntos, dijo, que habían conseguido encauzar sus instintos macabros en una labor útil para la sociedad. Más que eso: la fotografía para ellos había sido relegada a un plano primitivo, al compás de las video cámaras, dijo Piaget al compás de Beethoven y se lamentó de haber nacido en un país subdesarrollado.

Sus colegas de la otra parte del globo trabajaban para la ley. La justicia contrataba sus servicios como alguna vez el ejército había contratado los suyos. Un día Piaget vio por la televisión cómo esa gente increíble filmaba asesinatos de toda calaña y encima daba clases prácticas a videastas novatos. "Al principio pensé que lo que el jurado quería era ver sangre", decía, en la televisión, un policía. La imagen de la pantalla enseguida mostraba cuerpos ensangrentados por el piso de una típica casa yanqui, y hasta había un curioso recorrido visual que iba a terminar en el refrigerador de la cocina: ahí, doblado sobre sí mismo como un feto gigante, marrón, la videocámara mostraba el cuerpo de un mestizo muerto. ¿En qué año había sido tomada esa imagen? Piaget no lo sabía ni los presentadores abundaban en detalles. Pero era probable -las imágenes provenían de un archivo personal- que esos policías incorruptibles, hermanos de sangre -ja, ja... Le gustó, le gustó la comparación...De sangre, ja, ja... De sangre...- hubieran trabajado aquellos cuerpos en la misma época que él, Piaget, hacía sus planos para el ejército.

—Pero ellos encontraron comprensión —lamentó—. En cambio yo... Yo estaba solo… Vení, sentate, mirá —dijo y apretó el brazo de Santamarina para que se sentase en un sillón con acolchado de anclas y barcos frente al televisor. Sin bajar el volumen de la música Piaget apretó el botón de rebobinado de la videocasetera y Santamarina estuvo obligado a mirar, atónito, las torpes, malogradas escenas con que aquellos principiantes de lo macabro se jactaban de servir a la justicia norteamericana.

Por supuesto los jurados habían quedado muy impresionados por los efectos logrados por las máquinas de mirar por ellos. Y la condena a los asesinos, caída sobre ellos con molicie, había sido empero entusiasta. La pereza no era contradictoria con el entusiasmo, y Piaget lo sabía bien porque sus fotos producían sueño a quien las mirara por mucho tiempo. Sueño después de la impresión primera, claro. Porque la impresión primera de la muerta o el muerto así expuesto era casi siempre repugnancia, él lo sabía bien. Con tal de sacarse de encima la repugnancia la gente operaba en acto; en el caso de los jurados yanquis, castigando, venciendo el dolor interno de ver esas escenas con un golpe ejemplar; en el caso de sus empleadores del ejército...

De pronto, sin que mediara ningún otro indicio de la maldad, Piaget recordó cariñosamente el nombre y el estilo de Feced. ¿Augusto o Aníbal? Feced, a secas. El jefe de gendarmes de Rosario, el responsable de la represión en el sur de la provincia de Santa Fe. Feced. Muerto de cáncer (¿o de un paro respiratorio?) durante la democracia ganada a la guerrilla.

A Santamarina le resultaba extraordinariamente difícil prestar atención a los gritos de Piaget (había ido levantado la voz, los carrillos de la cara rojos e inflados), y al mismo tiempo a la música y las imágenes en el televisor. A diferencia del Capitán, Feced había sido sistemático y correcto con Piaget. Y no sólo porque sus apellidos, igual de cortitos, igual de sonoros, como latigazos verbales los dos, casi mellizos en un contexto musical, remitieran a las mismas bajas pulsiones humanas. Feced llevaba registradas todas sus acciones en gruesas carpetas fotográficas que Piaget, virtuoso como era, solía proveer con copias de tamaño interesante. Feced utilizaba esas carpetas como registro de lo actuado (también él confiaba en la posteridad) y de vez en cuando las sacaba a relucir para hacer más breve la angustia de los familiares de los terroristas que iban a consultarlo en busca de hijos, maridos o hermanos. Feced había sido malinterpretado, recordó Piaget, durante la parafernalia aquella de la Conadep: una mujer contó que él le había mostrado unos álbumes con fotos de gente malograda y todos opinaron que la intención del militar había sido cínica, por no decir monstruosa, que muchos lo dijeron. Piaget bien sabía cuánto apreciaba aquel hombre su trabajo. Conocía del orgullo de haber sido un guerrero de la patria. De su pasión por las cosas prolijas. Alguna vez habían conversado sobre el punto: Feced creía, como él, Piaget, que la imagen de los cuerpos torturados tenía que ser guardada para toda la eternidad como escarmiento futuro, probable, que sirviera de parate pedagógico, digamos ejemplar (digamos, como las tomas de esos policías yanquis), para que a nadie se le ocurriese volver a poner en peligro las instituciones de la democracia. La dureza, la falta de sensibilidad que algunos pudieran cuestionarle era parte esencial de toda la figurada representación. Otros llegarían en el futuro, muchos otros (y las imágenes que hoy veía en la televisión se lo corroboraban), que emplearían el recurso de la imagen de difunto para causas públicas. Ya llegaría el momento. Esto era, dijo Piaget, lo que conversaban con Feced, y a veces con el Capitán, y con algunos otros hombres del arma, como Acdel Vilas, en Tucumán, tiempos dichosos en que la sociedad reinvindicaría sus acciones. Pero para que eso ocurriera las fotos tenían que ser muy buenas.

El video terminó de pasar milagrosamente al mismo tiempo que la música. No sin volver a sentir conmiseración por el artista que no había llegado a ser, Piaget guardó un largo silencio, dejó el televisor chirriando con la pantalla lluviosa y le hizo una seña a Santamarina para que lo siguiera. Subieron entonces una empinada escalera metálica que iba hacia la azotea. El cielo estaba claro y la luna, que había estado llena, aún se recortaba nítidamente entre dos edificios. De todas, esa era la hora del día que más le gustaba.

Había una piecita cerrada con un candado.

Piaget buscó la llave del candado y abrió.

El cuarto era muy angosto, de modo que su corpachón casi no encontraba espacio para girar sobre sí mismo.

Pero así como era de angosto se extendía a lo largo de tres o cuatro metros hacia adentro, y por lo menos otros tres o cuatro hacia arriba.

En ambas paredes, insertas entre los ladrillos aún sin revocar, las arañas habían hecho sus nidos.

Un colchón (en rigor, los restos de un colchón minúsculo) estaba doblado por el medio contra la pared del fondo a la manera de un sillón turco.

Arriba, en desorden, papeles y diarios viejos.

El archivo ocupaba una suerte de entrepiso que a primera vista pasaba inadvertido.

Algún maniático ocupante de esa casa lo había hecho alguna vez como depósito de materiales; Piaget lo encontró ideal como escondrijo.

Un poco cansado, temblando de frío, Santamarina lo vio estirar el brazo hacia arriba para palpar la primera de las cajas.

Las había blancas, de telgopor, y marrones, de cartón.

Más atrás, los cuadernos y carpetas, pero esto ya salía de su campo visual.

Pese a la luz de la luna, ahí arriba todo estaba oscuro.

Húmedo no: por fuera del cuartito, por fuera y por arriba, Piaget se había ocupado personalmente de pasar manos y manos de tapagoteras; era una sustancia gomosa de color rojo, que parecía alquitrán.

 

Vio primero una mujer rubia, de pelo tirante hacia atrás, que debió haber sido hermosa, aunque narigona, mirando hacia arriba, si acaso sus ojos cerrados pudiesen mirar algo, como un infinito reflejado. Verla sin aros ni maquillaje ni nada ni joyas excepto la palidez fantasmal de todo cadáver hizo que Santamarina, al primer golpe de vista (y sería el primero de una larga serie sin otro ton ni son que el capricho didáctico que Piaget había planeado propinarle) no la reconociera.

Además la imagen tenía una interferencia incómoda, como un vidrio de ascensor hospitalario, entre el objetivo y el foco de la cámara (dedujo) a la manera de esos velos o tules que antes, por respeto, se colocaban cubriendo las caras de los muertos.

—No fue fácil ésta —dijo Piaget a su espalda. Y su presencia sudorosa le resultó incómoda y obscena. —Tuve que coimear a Dios y María Santísima.

La cosa que interfería la visión era efectivamente un vidrio de ascensor. Y es que la foto había sido tomada desde afuera, en algún nosocomio de la ciudad, desde el pasillo, cuando la cuadrada caja colgante se detuvo entre piso y piso para cargar el solemne paquete mortuorio que el General en persona (no ya el Capitán) había mandado a embalsamar.

—¿No la habían velado en un local de la CGT... —dijo Santamarina sin saber por qué utilizaba un eufemismo en vez de referirse lisa y llanamente a los métodos egipcios, acaso orientales, que él conocía muy bien por su nombre de pila, aunque sin entusiasmo de voyer.

—Inventos de los periodistas —dijo Piaget—. O vos te pensás que iban a hacer semejante porquería en cualquier lado.

A Santamarina se le disparó la imaginación: el destino de las vísceras, por ejemplo.

Santamarina volvió a mirar la foto.

Repentinamente sereno (la noche sería larga) observó algunos detalles de aquel rostro que había generado polémicas inolvidables. La forma de la oreja, el lunar en el cuello (la toma había registrado su perfil derecho)... ¿era un lunar o una mancha de la copia fotográfica?... la ceja delgada pero oscura, las bolsas bajo los ojos. Los pómulos.

La foto es indecente, pensó Santamarina, no por lo que muestra sino por estar ahí. No es Piaget el morboso, es lo que sus fotos representan, se dijo. Se detuvo. Su mente había empezado a funcionar como un reloj. Sintió frío. Como si una mano violeta hubiera emasculado su conciencia. Lamentó, eufórica y avergonzadamente lamentó que Piaget hubiese tenido poco tiempo para hacer más que una, ésa, robada.

Piaget recitó:

—"Con sangre o sin sangre la raza de los oligarcas explotadores del hombre morirá en este siglo".

—Fallido pronóstico —dijo Santamarina.

Se sobresaltó.

Las palabras habían salido de su boca sin previo aviso. El no tenía nada en contra de aquella desconocida y sin embargo estaba gozando con la contemplación de su figura embalsamada.

—Lo dijo histérica, antes de morirse —dijo Piaget.

Y la réplica de Piaget lo colocaba impensadamente del otro lado de la historia, en una zona equívoca que lo obligaba a tomar partido.

—¿Tenés... más? —se escuchó decir.

—Nos vamos entendiendo —dijo Piaget.

Los pies helados le empezaron a doler.

—Me voy a enfermar... —dijo Santamarina.

Piaget rió sarcásticamente.

 

 

 

©Alejandro Margulis

 
el interpretador acerca del autor
 

Alejandro Margulis

Nació en 1961 en Boston, Estados Unidos, pero reside permanentemente en Buenos Aires, Argentina. Entre 1978 y 1980 dirigió la revista literaria “Ayesha Literatura” (http://www.gratisweb.com/ay2eshaliteratura/principal.html). Tras veinte años de escribir en los principales medios periodísticos de la Argentina (Clarín, La Nación, Editorial Perfil, entre otros) se dedica al trabajo free lance como escritor, periodista y agente de prensa y literario. Publicó cinco libros en soporte papel: dos de ficción -el libro de relatos "Papeles de la mudanza" (Catálogos, 1988) y la novela "Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma" (Beatriz Viterbo, 1993)- y tres periodísticos -"Los libros de los argentinos" (El Ateneo 1998), "Junior, Vida y Muerte de Carlos Menem (h.)" (Planeta, 1999) y "Reconstrucciones de desaparecidos" (IMFC, 2002). Docente de la Universidad de Buenos Aires (UBA), dicta además talleres de literatura y periodismo en el portal-agencia literaria www.ayeshalibros.com.ar, continuidad y actualización del proyecto literario con que se inició. El 20 de diciembre de 2001 comienza a trabajar como editor mientras continúa produciendo literatura, periodismo y artes plásticas.

Reediciones electrónicas de sus libros (cuentos, novela, periodismo) se encuentran en www.elaleph.com, donde asimismo existe un Foro en el que los lectores pueden tomar contacto con él: http://www.elaleph.com/foros/viewtopic.php?t=13924. Desde el año 2000 cultiva asiduamente el vínculo con las artes plásticas en forma presencial y virtual en Argentina (Las mil y un artes, Biblioteca Café y http://www.leedor.com/galerias/galerias.php?Idnota=260) y España: Esmelgar Arte e Comunicación, Rúa Nova 66 baixo (27003), Lugo, 982 240168.

Ayesha Literatura Ediciones ha publicado su último trabajo en 2004: el libro de poemas y dibujos “El mito de Babel”.

 

Libros digitales:

• Papeles de la mudanza (cuentos)

http://www.elaleph.com/libros.cfm?item=946715&style=biblioteca

• Quién, que no era yo, te había marcado el cuello de esa forma (novela)

http://voyeur.laeditorial.com/default.cfm?libro=3

• Junior, Vida y muerte de Carlos Saúl Menem (h) (No ficción).

www.elaleph.com/junior, libro que recibió un caluroso elogio del escritor peuano Jaime Bayley

(http://www1.terra.com.ar/especiales/jaimebayly/columnas6.shtml)

• El mito de Babel (Poesía y dibujos)
http://www.brindin.com/vcb14cov.htm
(edición bilingüe - castellano/inglés)

 

Obra en Internet

Alemania

http://www.mutation-workspace.de/workspace.php?filter=person&value1=44 (poetry)

Argentina

http://www.elinterpretador.com/Alejandro%20Margulis%20-%20Cu%E1l%20era%20la%20de%20Beethoven.htm (cuento y dibujo)

http://www.elinterpretador.com/Alejandro%20Margulis%20-%20Papeles%20de%20la%20mudanza.htm (cuento)

http://www.leedor.com/notas/ver_nota.php?Idnota=432 (crítica)

http://www.elinterpretador.com/5Alejandro%20Margulis%20-%20El%20mito%20de%20Babel.htm (poesía y dibujos)

http://www.elinterpretador.com/Alejandro%20Margulis%20-%20Desdoblado%20en%20ocho%20manos.htm (poesía y dibujos)

http://www.lasea.org/cafe0030_2.htm (cuento)

http://www.leedor.com/literatura/polemicaporelrol.shtml (ensayo)

http://www.literatura.org/cgi-bin/litforo.cgi/foros/lit/?cmd=follow&fu=5408 (cuento)

Brasil

http://www.palavreiros.org/alejandromargulisprosaenespanhol_hayunaspaginasdemargueriteduras.htm (narrativa)

http://www.palavreiros.org/festivalmundial/argentina/alejandromargulis.html (poesía)

http://www.bestiario.com.br/4_arquivos/el%20faso%20rey.html (cuento)

España

www.pliegosdeopinion.com – Número 7 (cuento)

http://www.escribidor.com/pdm/pdm-12e.htm (poesía)

Estados Unidos

http://polyglot.lss.wisc.edu/mpi/conference/Margulis.htm (article)

Francia

http://resonancias.org/ns/article.php?id=220 (artículo)

http://resonancias.org/ns/article.php?id=168 (cuento)

Inglaterra

http://www.othlo.com/hletras/poesia/28babel.htm (poesía y dibujos)

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 4: julio 2004 - Desdoblado en ocho manos (poesía)

Número 5: agosto 2004 - Los niñitos (poesía)

Número 5: agosto 2004 - El mito de Babel (imagen)

Número 6: septiembre 2004 - El mito de Babel (imagen)

Número 6: septiembre 2004 - Papeles de la mudanza (narrativa)

 

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