A dream itself is but a shadow.
William Shakespeare
Habla- / Pero no separes el no del sí.
Dale sentido a tu decir: / dale sombra.
Paul Celan
Desde la antigüedad, para el pensamiento oriental el grado más alto de sabiduría es inexpresable puesto que la concepción de la existencia como un anillo “atravesado por un dedo infinito” resulta incongruente con los límites que implica cualquier clase de definición o caracterización. A manera de ejemplo remitimos al Tao Te Ching, libro fundamental del taoísmo –atribuido a Lao Tsé (siglo VI A. C.)-, cuyas sentencias tienden a desarticular los encadenamientos silogísticos utilizando la paradoja como herramienta principal para evitar el razonamiento consecutivo y poder acceder al verdadero sentido de la vida humana. En la misma sintonía, mediante los koan-zen los maestros budistas enseñan las limitaciones de la lógica causal provocando una ruptura, un desfase entre la interrogación del discípulo y la naturaleza absurda de la respuesta.(1)
Más reciente, sin embargo, resulta el intento fundamental de la literatura moderna de romper las secuencias y la temporalidad lineal y sucesiva con el propio lenguaje, con las palabras y con el silencio. Como dice Susan Sontag, a diferencia de la antigüedad en que lo inefable remitía al misticismo religioso, en el arte moderno la articulación con lo inefable es más específica y se relaciona con transgresiones sistemáticas de tipo formal. La misión de la poesía para Mallarmé era la de desbloquear nuestra realidad sofocada de palabras, mediante la creación de silencios en torno de las cosas, propiciando el uso o la “aplicación del silencio” con la finalidad de “dejar los temas abiertos”, de evidenciar las limitaciones del lenguaje y las miserias del pensamiento frente a la presencia de lo que nos excede.(2)
Hamlet comienza con la aparición de una sombra espectral que solamente romperá su silencio varias escenas más tarde, ante la interpelación adecuada. Desafiando las aprensiones de Horacio, quien teme pueda ser privado de “la soberanía de la razón”, el príncipe Hamlet sigue al espectro para interrogarlo.(3) En las revelaciones de la sombra encontraremos no sólo el motor que desencadena la acción justiciera del drama –el relato del fratricidio cometido por Claudio-, sino también el origen de la actitud dubitativa que horada la voluntad y posterga las decisiones del protagonista. El relato posee una lógica incuestionable, pero es la naturaleza sombría del emisor –el fantasma del padre- la que le resta credibilidad. Ligada al abismo de incertidumbre que abre la muerte, la duda carcome como un ácido los postulados racionales, el sentido común, el escenario mundano de apariencias y costumbres, proporcionando al protagonista el espesor y la complejidad de un héroe moderno.(4)
La opacidad de la sombra ocupa el lugar de la verdad en esta tragedia, pero no se trata de una verdad en términos de correspondencia y constatación, para nada como planteos nítidos o certezas irrefutables, sino que justamente es verdad por ser oscura, por trascender una frontera y cuestionar el horizonte mismo: es verdad en tanto se aventura más allá de lo obvio. Observamos que el sentido trágico del personaje central se apoya en la forma del equívoco (su “tía-madre” es “la esposa del hermano de su marido”, las manifestaciones del doble, la mise en abyme del teatro dentro de la obra, personajes intercambiables como Rosencrantz y Guildenstern o la proliferación de endíadis, figura que mediante una conjunción divide lo que es uno), puesto que justamente estos elementos formales vinculados a la anfibología, la repetición y la duplicación son los que sustentan con su dislate lógico el desquicio ético del crimen, el traumatismo de la pérdida y la desmesura del dolor.(5) Hamlet, unido a su padre desde el nombre, finalmente cumplirá con su rol de hijo ejecutando mandato del más allá, porque es el portador ineluctable de la sombra. Esta filiación del sentido con lo obscuro y el consecuente rechazo de la consagrada luminosidad –de la corte de Dinamarca, de las formas establecidas de valoración- por considerarla engañosa o estéril, nos recuerda la actitud del poeta sumido en pulsiones escatológicas, contradiciendo los preceptos canónicos mediante el extrañamiento destinado a erradicar la inercia del lenguaje y exprimir un jugo nuevo de las palabras.(6)
La duda de Hamlet se origina –decíamos- en la procedencia incierta de la narración, ante cuyas afirmaciones no puede cesar de preguntarse por el sentido y la veracidad de sus sentencias, puesto que esas formulaciones son de un orden distinto, provienen de la sombra y de la ausencia. Ausencia (del padre) que nos remite a la propia esencia de la lengua en tanto proclama paradójica que configura sus objetos a partir del vacío. Porque el ser de la palabra también es una ausencia, un espectro: ella es la nada que convoca y sustenta toda la creación. Veamos esto; la palabra implica una mirada, proviene de una mirada y como tal de una distancia sin la cual no habría diferencia sino con-fusión con la cosa, el lenguaje mismo sería impensable sin esta distancia que proporciona la imprescindible perspectiva. Aunque resulte paradojal, para que la palabra aparezca la cosa que ella evoca debe retirarse, más categóricamente Blanchot asevera que la palabra mata a la cosa. Claro que “la palabra es la vida de esa muerte”, la que engendra el universo humano: la dimensión simbólica fundamento de las ideas y la nominación como principio de dominio sobre los objetos.(7)
Una pluralidad de entrecruzamientos y nudos conceptuales traman la red inteligible del mundo, y esta red extendida sobre todo lo que nos rodea frecuentemente no nos permite percibir el hueco creador que la produce, comparable al vacío intermolecular y subatómico en que reside el soporte de la materia. Pero cuando la lengua se vuelve sobre sí misma, esto es, cuando se torna poética y toma conciencia del propio espesor, descubre el abismo insondable desde donde habla la muerte. Entonces la inercia se rompe, la claridad del día se puebla de tinieblas, la bella figura se deteriora, la inteligencia más aguda se aliena. El crepúsculo es un amanecer de realidades escondidas. Nada resiste el embate del límite, tampoco el lenguaje: lo demás es silencio.(8)
En el lenguaje vulgar la mediación disimulada simula colocarnos delante del referente, su carácter instrumental resulta evidente en esta pretensión de transparencia por la que suele confundirse al nombre con la cosa. En cambio, la lengua poética tomándose ella misma como objeto nos descubre la ausencia constitutiva; no representa sino que presenta; no puede remitir servilmente a las aristas rígidas de ningún objeto porque su propia articulación modela sus objetos, no refiere sino confiere. No es la etiqueta de las cosas sino la expresión de un riesgo: se expone develándonos el verdadero ser de la palabra en la abolición de toda certeza cognitiva, porque a la poesía –como al arte en general- no le interesa lo que está hecho, consolidado, sino desestabilizar las estructuras y moverse siempre hacia lo que todavía no es para hacerlo ser.
Esta autonomía y especificidad no se traducen en ostracismo ni independencia de la sociedad, por el contrario, la palabra poética posee un substrato social inmanente que le viene de la propia naturaleza del lenguaje. La lírica constituye un género cuyo repliegue sobre su propia intimidad parecieran oponerla a lo colectivo, a la sociedad, ya que el poema es el enunciado subjetivo por excelencia. Ahora bien, en tanto confronta al mundo administrado –entiéndase determinado, configurado por una compleja red de poderes económicos, políticos, culturales-, en la propuesta formal de la poesía se encuentra cifrada la construcción de un mundo otro. O sea que el poema opera doblemente con lo social: desde los sedimentos que las sucesivas generaciones han ido imprimiendo en los diversos usos del lenguaje, pero también desde su manera particular de oponerse a lo establecido. Y puesto que el hombre es el ser que construye su Historia diferenciándose y enfrentando a la naturaleza: ¿podemos imaginar una manera más profunda de ser social que la de esta oposición a la sociedad?(9)
En el poema “Nocturnamente fruncidos”, Paul Celan alude a una palabra imposible, ausente (“Una palabra –ya sabes: / un cadáver.”) para reforzar lo inaccesible de la muerte de los seres evocados, apelando a la jerga tipográfica en que se denominaba “cadáver” a la palabra omitida, por error en el armado de la página.(10) Y esto nos coloca nuevamente en la dimensión de lo inefable del lenguaje, no tanto en su acepción mística sino como aquello que falta, lo que no puede llegar a ser dicho. Pareciera que es en la referencia oblicua, en el rastro lateral por donde se accede a la verdad, una verdad que no sea mera tautología, es decir, aquella que nos provoque un conocimiento nuevo capaz de modificar aunque sea en algo nuestra circunstancia. En la sombra hay una reserva estimulante de caracteres recesivos, no evidentes, de ambiguas manifestaciones, como si la trascendencia residiera en lo más ínfimo, como si los agujeros de la palabra respiraran un decir embrionario. Se me impone otro poema de Celan (el del epígrafe: “Habla también tú”) donde el sentido depende de la sombra, y en que la cuarta estrofa culmina con la sentencia: “dice verdad quien dice sombra”. Este pacto con la obscuridad hace de la literatura una codificación fronteriza; siempre gestándose en una zona de transición entre la cifra y el silencio.
Dando por sentado que a nadie le cabe ninguna duda sobre lo significativo del elemento formal, creo pertinente la pregunta sobre cómo expresar la situación límite, de qué manera dar cuenta de nuestros miedos ancestrales y los sufrimientos inabarcables: ¿cómo se dice el dolor? Distintas respuestas provienen de las ciencias humanísticas, la literatura, el arte en general, pero apelo a cierto consenso acerca de que el desgarramiento, aquello atravesado por carencias no puede ser elaborado a partir de registros homogéneos ni diáfanas imágenes de totalidad; como si los obscuros infiernos no admitieran la luz de la razón.
Con agudeza, Salvador Elizondo destaca el componente satírico y la demencia como características fundamentales en El infierno musical, y es cierto que el predominio de estos elementos bastaría para constituir su condición de infernal.(11) Pero además, la formidable pintura del Bosco es el infierno porque no termina, por las imágenes incompletas que sus marcos laterales y superior seccionan dejándonos la espantosa certidumbre de que esos tormentos y alienaciones no concluyen, es también infierno por los suplicios ignorados que permanecen fuera del cuadro provocando una inquietante sensación de inacabamiento, el desasosiego ante lo que no pudo alcanzar a manifestarse.
Pierre Macherey, en la década del sesenta, se dedicó a trabajar con los huecos narrativos, con las manifestaciones de lo no dicho en los textos y como estas ausencias producen sentidos. La obra –enseñaba Macherey- instituye la diferencia que la hace ser estableciendo relaciones con lo que ella no es, y esas relaciones nos llevan a concebir sus propios límites no como una cubierta hermética o una coraza impermeable, sino con la porosidad de una membrana, como una zona de conflictos, un borde de intercambio y desarrollo en los márgenes, puesto que allí se manifiesta la alteridad. A través del lenguaje la obra se vincula con otros usos del lenguaje, con la ideología, con la historia, con intertextos diversos: “un libro nunca viene solo”.(12) Una prueba de la productividad de estos conceptos es que más de treinta años después el filósofo Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz centra su estudio en lo no dicho, en lo ignorado, en la imposibilidad de conocer toda la verdad de lo que sucedió en los campos de concentración nazis, sobre todo respecto de la circunstancia extrema de esos despojos humanos totalmente quebrados que en la jerga del campo se denominaban “musulmanes”. Estos seres hundidos “a los que nadie quiere ver”, producto del experimento más ultrajante de la historia y ante el cual caduca toda moral, paradójicamente constituyen los verdaderos “testigos integrales” que, por su condición irreversible, no pueden brindar ningún testimonio.(13)
Volviendo a la literatura, en Los perros negros de Ian McEwan, mediante una anécdota que transcurre en la campiña francesa de 1946, en la que una mujer es atacada por unos perros salvajes –que luego sabremos, habían sido entrenados por los nazis para torturar prisioneros durante la ocupación alemana-, el novelista inglés introduce la dimensión insondable del horror. Las “bestias míticas” son percibidas como siniestras encarnaciones del mal en que se conjugan todos los miedos atávicos y las dudas más profundas del personaje, manifestaciones de una ferocidad cuya confrontación excede las posibilidades humanas: se trata del ser colocado frente al límite. Sin embargo, como es frecuente en la narrativa de McEwan, la decisión femenina acaba por revelar un potencial insospechado, logrando repeler la desproporcionada agresión, poniendo a los perros en fuga. Este episodio de los mastines asesinos que devela un enigma familiar, se torna núcleo emblemático: un símbolo en que convergen diversos cuestionamientos sobre los parámetros racionales con que estructuramos nuestras vidas y sobre las cosas que nos rodean, “a las que damos nombres para luego dejar de verlas” –como resume otro de los personajes. Por supuesto que demás son “los perros de la Gestapo”, es decir, la figura narrativa mediante la cual la novela asume la memoria histórica, el compromiso de que los crímenes del fascismo no se olviden para que no se repitan.(14)
Esta situación límite se articula semánticamente con otra en que el narrador se desplaza en la oscuridad de la noche buscando el interruptor de la electricidad con la sensación de ser observado desde las sombras. El personaje se siente “entrampado” entre su razón –que lo impulsa a encender la llave general para recuperar la “familiaridad” iluminada- y una premonición instintiva e irracional que al no permitírselo lo salva del peligro. Resulta muy interesante el vínculo que puede establecerse entre la razón y (la llave de) la luz, y cómo el resguardo, la salvación (del personaje, del relato) proviene de zonas ajenas a la normalidad cotidiana, como esa obscura e irrefrenable superstición.
Quisiera terminar estas líneas con una referencia a un cuento de Bradbury, “El juego de octubre”, en que se alternan la primera y tercera persona narrativa y donde el desenlace se anuncia desde el comienzo. En este anuncio también se descarta un final abrupto –implicado en el gesto de desistir de la pistola, guardándola en el cajón del escritorio- y se opta por el desarrollo de una morosidad sucesiva, es decir, por la obscura trama de la ficción. El juego macabro que propicia el personaje-narrador transcurre literalmente en la obscuridad absoluta de un sótano de características infernales. Además del guiño intertextual con que se alude a la inscripción de la entrada del infierno dantesco, ese juego que “por arte de la imaginación” ha de durar mientras haya oscuridad, puede leerse como un repliegue de la especificidad literaria sobre sí misma, de ahí que la última frase del cuento sea: “Entonces, algún idiota encendió las luces”. Como si a la exigencia de claridad la literatura sólo pudiera responder con la página en blanco.(15)
©Gustavo Lespada
NOTAS
(1)Respecto de estos “ejercicios de indagación” conocidos como koan Zen, diremos muy básicamente que si “definir” implica poner límites, estas breves formulaciones tienden a poner de manifiesto las limitaciones de toda explicación racional dicotómica mediante una brusca inmersión en lo que llaman el “vacío flexible”. Por ejemplo, ante la pregunta del discípulo que inquiere por el sentido de que el profeta haya llegado por el oeste, el maestro le responde con un golpe o le dice que se lo rebelará cuando el río fluya hacia la montaña.
(2)Susan Sontag, “La estética del silencio”, en Estilos radicales [1969], México, Taurus, 1997, pp.33-52.
(3)Hor: What if it tempt you toward the flood, my lord, or to the dreadful summit of the cliff that beetles o’er his base into the sea, and assume some other horrible form, which might deprive your sovereignty of reason and draw you into madness?..., Escena 4, Acto primero.
(4)En el monólogo que cierra el Acto II, con un argumento similar a la hipótesis cartesiana del genio maligno, Hamlet deja escapar sus dudas acerca de la identidad de la aparición: “... The spirit that I have seen may be the devil; and the devil hath power to assume a pleasing shape; yea and perhaps out of my weakness and my melancholy, as is very potent with such spirits, abuses me to damn me.” Y otra vez, en la escena 2 del Acto III, cuando le pide a Horacio que observe cuidadosamente al rey Claudio durante la representación: “Observe my uncle: if his occulted guilt do not itself unkennel in one speech, It is a damned ghost that we have seen. And my imaginations are as foul as Vulcan’s stithy.”
(5)Para una profundización en el tratamiento de las funciones de la repetición y los dobles en Hamlet, véase Frank Kermode, Formas de atención, Barcelona, Gedisa, 1988, pp. 61-101.
(6)Entendemos el concepto de extrañamiento, pensado para la poesía por Víctor Shklovsky, como extensible a toda escritura literaria. Véase: "El arte como artificio", en Teoría de la literatura de los formalistas rusos [T. Todorov compilador], México, Siglo XXI, 1997, pp.55-70.
(7)Ver Maurice Blanchot: “La literatura y el derecho a la muerte”, en De kafka a Kafka, Buenos Aires, Fondo de Cultura, 1993, pp. 43-50.
(8)“The rest is silence” es la última frase de Hamlet antes de morir; el oxímoron (la palabra “silencio”) que nombra la nada en la que se hunde el personaje supone una figuración de la muerte, pero también puede ser tomada como una alusión a todo aquello inalcanzable para la racionalidad, a lo inexpresable de todo lenguaje, a ese núcleo oscuro e irreductible y por ello tan irresistiblemente atractivo.
(9)En esto consiste la paradoja específica de la formación lírica —como la formulara Adorno-, según la cual la subjetividad se trasmuta en objetividad, y su estado de individuación en contenido social. Una corriente colectiva subterránea pone fondo a todo enunciado poético individual. Cuanto más involuntariamente se manifieste la sociedad en el poema, más efectiva será su presencia, según el teórico de la Escuela de Frankfurt, quien percibió como pocos los riesgos de la devaluación de un arte de masas cuando éste implica concesiones, puesto que toda concesión es regresiva. Véase Theodor W. Adorno: “Discurso sobre lírica y sociedad” en Notas de literatura, Barcelona, Ariel, 1962 (53-72).
(10)Paul Celan: De umbral en umbral [1955], Madrid, Hiperión, 1997, p.85.
(11)Véase: Salvador Elizondo, Teoría del infierno, México D.F., Fondo de Cultura, 2000, pp. 27 y 28.
(12)Pierre Macherey, Pour une théorie de la production littéraire, París, F. Maspero, 1966, pp.68-105.
(13)Giorgio Agamben, Lo que queda de Auschwitz [1999], Valencia, Pre-Textos, 2000, pp.41-89.
(14)Véase Ian McEwan, Los perros negros, Barcelona, Anagrama, pp. 173-184.
(15)Ray Bradbury, Mucho después de la medianoche, Barcelona, Minotauro, 1998, pp.276-285.