Cadáveres

Ariel Bermani

 

 

 

 

Esa noche.

Lo primero que se ve, a la distancia, es la mancha de sangre en la camisa celeste. El resto del cuerpo apenas puede adivinarse. La sangre forma una amplia figura espesa que gotea.

El cuerpo de la mujer está doblado en dos, de cara al cielo, con los ojos abiertos y los puños apretados.

Algunas personas están mirando desde muy cerca. Un viejo que tiene un cigarrillo en los labios apoya la espalda en la pared.

Cuando llegan los patrulleros el lugar se puebla de luces y de voces. Alguien cubre el cadáver con una sábana marrón, alguien habla por un teléfono celular. Los policías empujan a los curiosos hacia el medio de la calle.

Media hora después el sitio queda otra vez vacío.

Donde había estado el cuerpo de la mujer sólo permanecen un perro escuálido, hambriento y un poco de sangre seca.

 

 

 

Más tarde.

Alejo enciende un nuevo cigarrillo y lo fuma mientras camina. En la plaza de Once se mete en uno de los bares de la estación, cerca de la ventana. Cuando termina con la primera ginebra pide la segunda y enseguida la tercera.

Después paga y se va.

Cuando llega a su casa deja el revólver sobre la mesa y se desnuda. Se mira las ojeras en el espejo del baño. Se mira la barba de días, el cuerpo huesudo y sin grasa, los brazos delgados, los dedos con olor a nicotina y con restos de sangre.

Al rato empiezan los ruidos en el edificio: despertadores, radios, discusiones en voz baja. Es martes, es una calurosa mañana de otoño.

 

 

 

Un día después.

Se sirve medio vaso de ginebra y le agrega dos cubitos. El tipo que está con él también tiene un vaso con ginebra.

La única luz de la habitación la proporciona una lamparita de 60 watts que cuelga desde la mitad del techo. Hay un sillón de tapizado roto, un televisor blanco y negro, una mesa, dos sillas, un radiograbador, un teléfono. Enrique está sentado en el sillón y Alejo en una de las sillas. Arrojan la ceniza en una lata de arvejas vacía.

Cuando suena el teléfono, Alejo, sin apuro, se estira y levanta el tubo. Escucha, responde con monosílabos. La charla dura apenas unos segundos. Cuando corta sale de la habitación y regresa con tres cassettes. Pone uno en el radiograbador: Stravinsky, Concierto para piano y oboe.

 

 

 

Más tarde.

Está sentado en la cama, tomando mucho café, sin ganas de salir o de mirar televisión o de dormirse. Sólo se levanta para ir a la cocina a calentar más café.

Se recuesta contra la pared y cierra los ojos para dejar de pensar.

Hace calor.

Pasa la noche sentado, dejándose seducir de a ratos por los ruidos de la calle -coches, voces- y por los ruidos del edificio -canillas que se abren, fragmentos inaudibles de conversaciones-.

A las tres y diez oye el zumbido de un avión perforando el cielo. A las cuatro y catorce, su vecina, una vieja que vive con un perro y que tiene el cuerpo pequeño y encorvado, sube alguna de las persianas del departamento y él imagina el chillido de esa boca llena de dientes de acrílico. Se asombra por el esfuerzo realizado por esa vieja que se despierta a la madrugada para empezar, desde muy temprano, a buscar ocupaciones que la distraigan, a espiar la vida de los otros imaginando adulterios, asesinatos, fiestas. Piensa, entonces, a las cuatro y veinte, en visitar a su vecina y tomar unos mates tibios y lavados con ella. Y contarle historias falsas de su vida y de la vida de las personas de los cinco departamentos del piso, mirar cómo sus ojos brillan de ansiedad. Y en medio de alguna historia inverosímil clavarle una aguja de tejer en el ojo derecho (o en el izquierdo, eso es indiferente) para verla sangrar, para verla morirse en medio de sus propios gritos. Pero prefiere seguir con la espalda apoyada en la pared sin más ocupación que ir a la cocina a calentar el café que le quema las tripas.

A las cinco y cinco tiene un presentimiento. A las cinco y dieciocho siente un leve dolor en un hombro y en la espalda. A las cinco y veinticuatro tiene miedo. Se siente solo.

Enseguida su vecina baja la persiana y abre la ducha. El sonido de ese cuerpo moviéndose le resulta cómico. Piensa que podría entrar en aquel baño y declararle su amor a una vieja sumergida en una bañadera. Pero empieza el concierto de los despertadores y se distrae. Los ruidos crecen. Las voces retumban en las paredes y en el techo. Entonces se acuesta, cansado.

Antes de dormirse descubre que las sábanas están sucias y huelen a transpiración.

 

 

 

Mientras tanto.

La mujer se despierta antes que suene el reloj despertador. A esta hora, como siempre, ella se siente de buen humor. Se baña en pocos minutos y se viste. Hace café, hace tostadas, enciende la radio, canta.

Unta las tostadas con manteca y con dulce de ciruela. Hojea el Clarín y lee algunos copetes, un artículo sobre la ola de calor en Buenos Aires, el horóscopo y los chistes de la contratapa.

Lleva el cabello corto, usa lentes para sobrellevar su miopía, no es joven pero tampoco es vieja, tiene la edad indescifrable de los sin sexo.

Sale de su casa sin apuro. Viaja, como siempre, en subte. A las siete llega a la escuela. Habla con las maestras, amenaza a la portera -le dice que podría hacerle un sumario por haber llegado tarde en los últimos tres días y luego se encierra en su despacho y pide que nadie la moleste.

Pasa toda la mañana estudiando la posible aplicación de un nuevo plan de calificaciones. También revisa uno de los nuevos proyectos enviados por el Ministerio, el proyecto que se titula Aula-taller. Subraya párrafos, escribe en los márgenes, se ríe sola, entre dientes y también se enoja.

A mediodía, cansada, hambrienta, llama a la portera y le encarga una ensalada de frutas y una botella de agua mineral.

Después intenta comunicarse con su hija. Es la quinta vez en dos días que lo intenta. Nadie responde. Comienza a pensar que tendría que ir a verla y mantener una conversación seria con ella. Es cierto que hace dos semanas discutieron, pero las cosas no pueden seguir así, jamás habían pasado tanto tiempo sin hablarse.

A las dos de la tarde se retira de la escuela. Llega a su casa, se desnuda, se pone el pijama, se acuesta. Cuando despierta son las seis y media y está oscureciendo. Piensa, otra vez, en su hija. Se viste con ropa limpia. Se sirve un poco de gelatina y hojea el diario.

Después se abriga, busca las llaves, pero cuando se dispone a salir suena el teléfono. Una voz desconocida pregunta si ella es la señora Mónica Frías. El hombre de esa voz se presenta: oficial de policía. Mónica escucha, tiembla, grita. El policía trata de calmarla pero Mónica está desesperada. Su hija ha muerto.

 

 

 

Esa noche.

Cuatro mujeres rodean el cajón cerrado y murmuran. Las cuatro están vestidas con pollera larga. Una de ellas tiene un suéter marrón, otra una blusa, la tercera una camisa blanca y la cuarta, como la primera, un suéter. Tienen la cara blanca, sin maquillaje y los pechos caídos.

Una de ellas, la más joven, parece verdaderamente angustiada. La obligan a tomar café y a sentarse. Pero ella rechaza ambas cosas. Las cuatro mujeres hablan en un idioma de gestos y de señas.

La más joven pasa las manos por el cajón y sus rodillas se aflojan. Las otras hacen lo posible por calmarla.

Cuando consiguen alejarla, ella está temblando. La llevan a una habitación pequeña, con cocina, y hacen que se siente, se afloje, se olvide. Desde la ventana de esa habitación puede verse un jardín. Ella se queda mirándolo.

Una de las mujeres habla. Dice:

-Hace calor acá.

Otra dice:

-Se acaba el azúcar, Luisa, va a haber que ir a comprar.

Las cuatro se distienden, se dejan estar, esperan.

 

 

 

En otro lugar.

El boliche está lleno de gente. La música de fondo es de Charly García. Las botellas se vacían con rapidez. Las personas entran y salen; algunos bailan. Las mujeres conversan entre sí. Hay unas pocas parejas besándose. Hay dos o tres tipos muy borrachos.

Enrique acaricia a su novia sin ganas, mecánicamente. Alejo se aburre.

En el local hay mesas y sillas y una pista de baile. La música suena permanentemente. La mayoría de los presentes se dedica a dejar que el tiempo pase, disfrutan cuando la voz desafinada de García los aplasta. Y la noche se consume, como un cigarrillo entre los dedos.

 

 

 

Algunas horas después.

Mira el amanecer. Se distrae observando con atención el movimiento, torpe, brusco, de los primeros habitantes del día. El aire fresco de la madrugada lo desveló y le hizo pasar la borrachera. Ahora está lúcido, totalmente despierto. Tiene la ropa manchada con cerveza, el pelo sucio y barba de tres días.

Está en la estación Caballito y no sabe cómo hizo para llegar hasta ahí. Necesita un buen desayuno, por eso deambula apurado en busca de un bar.

Cuando mastica la primera medialuna ya su ánimo es distinto. Siente en el cuerpo el cambio. Más tarde se encierra en el baño, se moja la cara, el pelo. Se queda un rato apoyado en la pileta con la cabeza inclinada bajo el agua.

Después paga, sale, camina durante varias cuadras. Está cansado. Le duelen los pies.

 

 

 

Esa noche.

Deambula por la ciudad. Es viernes, hace calor.

En plaza Once hay un grupo de personas escuchando a un predicador evangelista que habla del fin del mundo. Alejo se une al grupo y escucha hasta aburrirse. Después se mete en un bar. Toma cerveza, come pizza y mira por la ventana. Hay, en la calle, mendigos, putas, vendedores, policías, tipos que salen de los cines porno, chicos que piden limosna o que roban.

Cuando se le acaba la primera cerveza pide la segunda y después la tercera.

Una mujer lo mira, cerca. Está vestida con una pollera negra, corta, ajustada, y una blusa que le marca los pechos. El pelo es rojo, largo, los ojos son grises. No parece vieja, parece gastada.

Cuando Alejo sale del bar se lleva por delante a un tipo y esquiva a otro. La mujer lo sigue de cerca. Entonces él se detiene, se da vuelta. Queda frente a ella, a pocos centímetros de su cuerpo, la toca con su respiración y con su aliento.

 

 

 

Mientras tanto.

Mónica Frías, después del entierro, tuvo un ataque de nervios pero las otras mujeres fueron su contención, su apoyo.

En casa de Mónica una de las mujeres preparó, durante todo el día, comidas, postre, café. Comieron y miraron televisión.

Algunas maestras llamaron por teléfono para preguntar por el estado de Mónica y para dar pésames, condolencias.

Ella durmió, comió un poco y lloró otro poco. Las sábanas de su cama de dos plazas estaban llenas de migas, de manchas de café y de lágrimas.

A la noche, mientras las otras mujeres duermen, Mónica se cambia, se abriga, se pone lentes oscuros y sale. Camina dos cuadras, para un taxi.

Cuando el taxista le pregunta hacía dónde quiere ir, ella duda. Le tiemblan las manos. Siga derecho -dice, después de un largo silencio-, yo le indico.

 

 

 

Mientras tanto.

Entran a un hotel. Están en el primer piso, la ventana de la habitación da a la calle Mitre y tiene rejas verdes.

La chica pelirroja se desnuda. El se mete en el baño. Abre la canilla y deja correr el agua un largo rato. Cierra los ojos, apoya las manos en la pileta. Está borracho. Se moja la cara para tratar de despejarse.

La chica golpea la puerta y como no le contestan intenta entrar. El hace fuerza para impedírselo y dice no jodás, ya salgo.

Ella se acuesta boca abajo. El sale del baño y se acerca. Ella se da vuelta, abre los brazos. El le acaricia los pechos y los besa. Muerde un pezón. Ella dice no seas bruto. Lo abraza y trata de sacarle la ropa pero él la empuja.

-Estoy borracho -dice-. No puedo.

Ella se ríe. Vuelve a intentar quitarle la ropa.

El, señalándose la bragueta, dice vamos, chupá. Baja el cierre. La chica se acerca y lo besa en los labios. Después le pasa la lengua por el cuello, el pecho, el estómago. Cuando llega al vientre, Alejo la empuja hacia abajo y ordena vamos. Ella abre la boca, baja el slip, aprieta el sexo en los labios y empieza. La saliva cae sobre el parquet. Alejo sigue de pie, vestido, tiene a la chica agarrada de los pelos. Ella está en cuatro patas, como un perro.

Cuando él termina trata de empujarla. La mujer resiste con fuerza, se cuelga de sus hombros y lo besa. El la hace caer de espaldas. Se limpia la boca con la manga.

-Vestite -dice-, sucia.

-¿Estás loco?

-Vestite.

-¿Pero me vas a dejar así?

El se acerca y le pega con el puño cerrado. Le llena de sangre la nariz. Abre la ventana y tira la pollera a la calle.

 

 

 

Más tarde.

El taxi la deja en algún húmedo rincón de la ciudad. A Mónica no le importa desconocer la zona. Guió al taxista, lo hizo dar vueltas y cuando lo creyó conveniente lo hizo detenerse.

Entra en una confitería. Toma coñac. Dos copas, tres. Enseguida se siente mareada. Toma más.

Cuando sale de la confitería le pregunta la hora a un desconocido. Son las ocho de la mañana. Sábado.

Mira muchas caras. Mira ropas, carteras, coches, narices, brazos. Tiene un presentimiento. Alguna persona extraña, nunca vista, puede ayudarla. ¿Pero en qué? No sabe bien en qué. Se queda quieta, muda, en un puesto de diarios, mirando.

Un tipo pasa a su lado. Lo observa con interés, estudiando sus movimientos. El tipo, flaco, con ojeras, con barba de días, ni siquiera se da cuenta. Lo llama, le pide un cigarrillo y le pide fuego. Lo mira a los ojos. Hace un comentario sobre la ola de calor. El tipo tiene la ropa arrugada, sucia y tiene pequeñas manchas de sangre en el pantalón. Ella le dice que necesita hablar con alguien, que está muy deprimida, que le mataron a la hija, a su única hija.

El sonríe, apenas, y se va. Ella piensa estoy loca. Tira el cigarrillo.

Pero el tipo vuelve y dice vayamos a tomar algo. Ella llora debajo de sus anteojos negros.

Entran a una confitería. El tipo le convida otro cigarrillo.

-Mi hija apareció muerta, hace dos días -dice la mujer.

-¿Quién la mató? -pregunta él.

-No sé.

-¿Alguien tenía alguna razón para matarla?

-¿Qué quiere decir?, ¿está loco?

-¿A qué se dedicaba su hija?

-¿Usted es policía?

-No.

-Mi hija era una persona extraordinaria.

-Todas las madres dicen lo mismo.

-Por favor, no hable así.

La mira. Se ríe. Juega con una servilleta de papel. La mujer busca con los ojos al mozo.

-Yo me llamo Alejo Carbonel -dice y estira la mano para saludarla-, ¿y vos cómo te llamás?

-Mónica.

-Oíme, Mónica, podés confiar en mí, en serio te lo digo. Desahogate.

-Estoy desesperada. No sé qué voy a hacer. Usted no entiende.

-Yo te entiendo, claro que te entiendo.

-Por favor, no hable de esa manera.

El mozo los mira pero no interrumpe. Espera con los brazos cruzados y la vista que sigue, como una cámara atenta, a los dos interlocutores.

Alejo pide ginebra y Mónica pide café. Ella llora sin lágrimas. Él piensa en esa mujer que ahora fuma en silencio y que tiene los pechos caídos y la carne vieja, viejísima.




©Ariel Bermani

 
el interpretador acerca del autor
 
                           

Ariel Bermani

Provincia de Buenos Aires, 1967.

Publicó un cuento en la revista V de Vian, en diciembre de 1995, otro en la antología Buenos Aires no duerme, editada por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, en 1997. Un artículo en el número 7 de Dialéktica, en septiembre de 1995 y otro en el único número de Bajomundo, en julio de 1997. Un cuento en La selección argentina, una antología de narradores argentinos que publicó la editorial Tusquest en el 2000. Y dos textos en la web: un poema en la revista Los Noveles, en julio de 2003, y una novela corta, Mercado, en Letralia, en septiembre de 2003. Recibió la Segunda mención en el Premio Clarín de Novela 2003 por su novela Leer y escribir, que será editada por Interzona Editora. Publicó también cuentos, artículos y poemas en Anélidos y Algoritmos, Mankato y La Bizca, revistas que codirigió. Editó durante 2002 y 2003 un correo literario semanal que se distribuyó por email, Kordon. Tiene una novela y un libro de cuentos inéditos: Veneno, se titula la novela; Pelear, el libro de cuentos.

 

Publicaciones en el interpretador:

Número 5: agosto 2004 - Adrogué (narrativa)

Número 6: septiembre 2004 - Cervezas tibias (narrativa)

Número 7: octubre 2004 - Tres poemas

   
   
   
   
 
 
 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona
 

 

 

 

 

 

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