Adrogué

 

Ariel Bermani

 

 

 

 

Salimos del colegio rápido, sin mirar atrás. Cruzamos de vereda y avanzamos por Esteban Adrogué. No hablamos. El, cada tanto –unos pocos metros-, tose. Camina con los brazos sueltos al costado del cuerpo, la cabeza erguida. Estira las piernas –largas- y me cuesta seguirlo. Es flaco, es alto, fuma dos paquetes de cigarrillos por día pero todavía es muy joven para quedarse sin aire. Yo estoy sin aire, ahora. No fumo, soy de su misma edad, soy más robusto, más bajo, me tuerzo al caminar. No tengo la costumbre de avanzar con velocidad por las veredas, mas bien todo lo contrario, en general me muevo con cautela, sin prisa, pero esta vez tengo que apurar el paso.

No me mira, está nervioso, creo que ni se acuerda que estoy con él, que lo acompaño. Cruzamos las vías con la barrera baja: se ve, se oye, cerca, el tren.

En la puerta del bar hay dos pibes apoyados contra la pared, fumando. El bar es El resorte, un sitio apropiado para nuestra vida de aquella época: Quilmes de litro a dos australes, mesas de pool, un mozo canchero dispuesto a dejarte tranquilo, a las ocho de la mañana o a las seis de la tarde, sabiendo que no vas a gastar y sabiendo, también, que casi seguro habrá piñas.

Los pibes nos saludan sin palabras, con un gruñido amistoso. Entramos. Es el mediodía, hay sol, principios de septiembre creo, pero en el bar, siempre oscuro, los tubos iluminan poco y apenas nos vemos las caras en esta mesa del fondo, frente a los baños. El mozo llega con la botella y los vasos y le dice a él, a mi amigo –mi compañero de banco en quinto sexta, Colegio Nacional-, calmate, pibe, acá no quiero quilombos, tenés una cara...

Y se va enseguida, sin esperar respuesta, el trapo rejilla, sucio, colgado en su hombro derecho, los pantalones caídos.

Es puto éste, dice uno de nuestros acompañantes, señalando al mozo.

No conozco al que habla, sé que anda protegiendo a mi amigo desde hace unos días pero no sé de dónde salió, no sé quién es, hasta dónde se la banca. Al otro sí, lo tengo bien fichado, cómo no voy a conocerlo si está saliendo con la más tetona de todo el colegio. Rubia, gordita, Raquel se llama, me parece, dueña de unas tetas que ocupan la mayor parte de su cuerpo.

Fuman, los tres. Cigarrillos negros. Ahora nadie habla, no sólo en nuestra mesa sino en la superficie total del bar. Ni siquiera el mozo, que casi nunca está callado.

Nervioso, tose, mi amigo, se come las uñas; lo miro y me asusta pensar que pueden lastimarlo. Se para. Nos paramos. Termina su vaso. Alguien, el que sale con la tetona o el otro, deja un billete sobre la mesa.

Afuera el sol molesta.

Mi amigo afloja el nudo de su corbata, saca los rayband de un bolsillo del saco, se tira el pelo hacia atrás. Cruzamos Amenedo.

La plaza es grande, con muchos árboles; tiene bancos de cemento, hamacas, policías gordos sentados dejando pasar el tiempo, toboganes, dos parejas besándose. A una de las chicas la conozco, fue mi novia durante unas semanas y no llegamos a nada. Tenía la maldita costumbre de masticar chicle con la boca abierta. Odio eso.

Él, adelante, los otros dos pisándole los talones, yo atrás, así vamos entrando a la estación, recorriendo el andén.

Me da los anteojos, el saco, deshace más el nudo de la corbata. Abrimos la puerta del baño de hombres. Hay un ruido de zapatos arrastrándose. Voces, gritos. Veo la escena de lejos, somos muchos, estamos amontonados, queda muy poco espacio. Casi todos los presentes son alumnos del colegio. Y un preceptor. Hacen lugar para que puedan encontrarse los que vinieron a eso.

Mi amigo siente un leve temblor en las manos. Su rival, nuestro preceptor de los últimos tres años, lo mira conteniendo la risa. Mueve los brazos, cierra los puños, prepara la guardia. Es más ancho, más alto, debe pasar los veintiocho o los treinta años. Chocan los cuerpos, las cabezas, mi amigo lo surte en plena jeta y el otro sangra, retrocede; pero enseguida avanza, ataca. Sus labios escupen saliva roja. Golpea en el cuello, en el estómago, hace que mi amigo se doble y pierda equilibrio, lo agarra de los pelos. El círculo de los espectadores se abre. El preceptor, firme, bien parado, cierra su brazo izquierdo sobre la cabeza del otro -doblado, exhausto-, y deja caer con fuerza el puño derecho en la nariz, los labios. Se mezclan las sangres. Todos hablan, alientan, empujan, putean.

Caen, ruedan, sucios. El más grande arriba, pegando con una mano y sosteniendo el cuerpo del caído con la otra. El más chico abajo, sin cubrirse, tirando piñas con los ojos cerrados.

Los que venían con nosotros, finalmente, deciden que la pelea terminó. Los separan. El preceptor se ríe y escupe sangre. Se arregla la ropa. Los otros ayudan a mi amigo: lo levantan, lo sostienen.

Enseguida el baño queda despoblado y ahora resulta cómodo moverse, abrir las canillas. De pronto estamos solos, el herido y yo. Trato de lavarle la cara pero me empuja. Tiene la camisa rota, sangre en todo el cuerpo, los ojos hinchados. Me pide el saco, los rayband. Abrigado, sale. Lo sigo. Camina con cuidado pero no acepta mi ayuda. Cruzamos a la plaza. Los policías siguen dorándose al sol, sin mirarnos, las parejas continúan ahí, como si nada grave hubiera pasado.

Nos sentamos en el pasto, él estira las piernas, las cruza.

¿Te duele?, pregunto, en voz baja.

No contesta, se acomoda los anteojos. La nariz le sangra un poco todavía. Sostiene el peso del cuerpo en los brazos estirados. Oigo el ruido del tren que llega. Estaciona, abre las puertas. Las cierra, sale. Me molesta el sol.

Él se levanta, de golpe. Se limpia la nariz con la manga. Escupe. No llora, no se queja. Se sacude los pantalones. Tose. Busca los cigarrillos. No los encuentra. Me mira cómo queriendo preguntar.

Ya no tenés, digo.

Puta madre, contesta. Tose.

Una de las chicas, la que había salido conmigo, se levanta. Tiene lindas piernas. Lástima el chicle que afea su boca. Me saluda de lejos. Muevo la cabeza hacia adelante a modo de reconocimiento. Mastica con las muelas, hace ruido.

 

©Ariel Bermani

 
el interpretador acerca del autor
 
                           

Ariel Bermani

Provincia de Buenos Aires, 1967.

Publicó un cuento en la revista V de Vian, en diciembre de 1995, otro en la antología Buenos Aires no duerme, editada por el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, en 1997. Un artículo en el número 7 de Dialéktica, en septiembre de 1995 y otro en el único número de Bajomundo, en julio de 1997. Un cuento en La selección argentina, una antología de narradores argentinos que publicó la editorial Tusquest en el 2000. Y dos textos en la web: un poema en la revista Los Noveles, en julio de 2003, y una novela corta, Mercado, en Letralia, en septiembre de 2003. Recibió la Segunda mención en el Premio Clarín de Novela 2003 por su novela Leer y escribir, que será editada por Interzona Editora. Publicó también cuentos, artículos y poemas en Anélidos y Algoritmos, Mankato y La Bizca, revistas que codirigió. Editó durante 2002 y 2003 un correo literario semanal que se distribuyó por email, Kordon. Tiene una novela y un libro de cuentos inéditos: Veneno, se titula la novela; Pelear, el libro de cuentos.

   
   
   
   
 
 
 
 
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