Ciudad

Alejandro Farías

 

 

 

 

La ciudad fue construida hace unos años, cuando aun llovía y podía uno fumarse un cigarrillo y ver, caminando entre los autos, a esas mujeres que luego costaba olvidar.

La ciudad fue construida sobre un inmenso desierto, habitado por la sed y el viento.

La ciudad fue dispuesta sobre cuatro cuadrados que a su vez estaban subdivididos en cuatro cuadrados inferiores. Las calles tenían números, las casas letras y nosotros ventanas, un perro, algunos un niño o dos si se tenía la suerte de una buena siembra y de una mujer cariñosa.

Un tiempo después, la ciudad tuvo una avenida que atravesaba diagonalmente los cuatro cuadrados principales. El Tirano que la mandó construir le puso su nombre. No había forma de salir de la ciudad sin pasar por allí; las demás calles morían en fango o en algún que otro rancherío que ya iba creciendo en las afueras y que era mejor ni mirar, no sea cosa que la peste y el gusto a goma mancharan el cielo y las siluetas de esas mujeres que esquivaban autos y nuestras miradas, como carteles publicitarios, como un reloj que se doblaba entre nuestras manos cuando creíamos que el tiempo nos pertenecía y éramos tan sólo polvo desgajándose en penas, éramos sonido y furia inventando locos y tontos, haciendo significar la nada. El tiempo, no el de los relojes sino el de los cuerpos que se apilan, nos enseñó después que esa no había sido una época de vida, apenas una extensa noche llena de silencios, de pisadas que se perdían en las esquinas, de contactos fugaces, de diálogos en clave, de susurros. No, esa no era época de nacimientos, con los cuerpos tan, pero tan escondidos.

Y mi ciudad tuvo otra avenida, que también atravesaba de forma diagonal los cuatro cuadrados superiores, pero su dirección era inversa a la primera. El nuevo tirano decía que venía a abrir nuevas puertas y salidas.

Después tuvo una avenida muy amplia, mi ciudad, que cortaba los cuatro cuadrados principales horizontalmente. Había que abrir más caminos porque era el aniversario del Tirano y querían vernos a todos riendo, vernos entrar y salir, subir y bajar.

Después pusieron una plaza redonda en el centro mismo de la ciudad; la llamaron plaza central en un ataque de originalidad y osadía. Pusieron hamacas, un lago, tres patos que fueron plaga y un niño que parecía anciano y que vendía pochoclos. Algunos decían que la plaza tenía un secreto y que su posesión se pagaba con la muerte. Nunca hemos visto los cuerpos pero se dice que son muchos los que se perdieron en las partes oscuras de sus árboles, jugando a la mancha. Se habla de puertas a otros espacios y tiempos, se habla de la cinta de moebius y de una mujer casi transparente que seducía adolescentes y les bebía la infancia. Se habla de borracheras y de un señor con una bolsa llena de sombreros. Se habla de la sangre, del amor y del precio excesivo de la carne que no deja de subir.

Y vino la democracia. Y la ciudad, que era nuestra, que ahora era nuestra, se llenó de luces, de vidrieras, de colectivos cargados de insomnio, de malas palabras. Y claro, los rancheríos ya mordían todos los costados de la ciudad, como una araña que se arrastraba por las espaldas de los ciudadanos. Y los niños dormían mal, acaso heredaban algún extraño temor que les hacía esconderse bajo la frazada para no ver los espectros que proyectaban los abrigos, los picaportes, las puertas mal cerradas, esas figuras extrañas que se formaban sobre los techos pintando de espanto el eco de los sueños. Y los rancheríos y la ciudad se tocaban y entre sus bordes nacía una música de hombría, un rebusque canalla que miraba a las pebetas desangrarse por unos morlacos, al pibe que andaba chafando carteras para regalarse un día franco en los vestíbulos del desamor.

Y construyeron una avenida recta que separaba los dos cuadrados principales derechos de los dos izquierdos. Y eran tantos, pero tantos los que bajaban y subían que tuvieron que hacerla muy ancha. Y era la maldición, mi amigo, era verle la cara a la tuberculosis y al amor embrujado, y el hombre estaba allí atrapado en subir, en subir siempre.

Y vino el hombre de la gran frente, y prometió que los rancheríos serían casas y los hombres hermanos. Y hubo miedo en algunos, en esos que se encerraron en sus amplios pisos de mármol a tejerle bufandas a sus perros, a danzar en sus piezas de madera, a no querer ver la esperanza que nacía en los otros, en los hombres de manos con aceite y años de cansancio en los ojos. Y se encerraron en sus casas para que no se les contagie esa mirada, ese madrugar con el físico partido al medio, de tantos años, sí, de tantos años de andar con la espalda doblada en el taller del Beto, mateando y comiendo pan como si en eso se les fuera toda su jodida suerte.

Y hubo ese momento que se perdió por algún bolsillo agujereado y chau, mi viejo, y chau a tanto esfuerzo, que ahí se quedo todo, que ahí las palabras se volvieron serpientes que se mordían la cola, que hablaban de cosas buenas y metían veneno.

Ah, mi amigo, y mi ciudad se volvió oscura, las plazas se multiplicaron y los adolescentes se dejaron atrapar por la sombra de un sauce que no lloraba, que no lloraba el muy recio.

Y los rancheríos no fueron casas, no, los rancheríos crecieron más y más, y la música ya no hablaba de pebetas, de cafishos, de madres como María e infancias tiernas como la piel del recién nacido. La música tenía héroes que explotaban la vida en toda su profundidad, que hacían de la vida un calendario de experiencia que reventaban, que reventaban como bombitas de luz en las noches de frío. Pero el frío era ajeno, el frío crecía en las chapas y el cartón, en aquellos que no querían explotar todos los sentidos sino simplemente dejar de sentir que la vida los explotaba.

Y ya no se podía fumar, ni mirar mujeres, ya todo se lo fumaba la explosión y las ganas de vivir y las ganas de morir significaban más o menos lo mismo. Porque te querías morir si dabas a luz en mi ciudad, te querías morir si algo te hacía sonreír demasiado, te querías morir para sentir que la vida estaba ahí envolviéndote desde los pies hasta las orejas, a pesar de no saber que mierda tenías que cambiar para que no sea tan asquerosa. ¿Y qué te pedía? ¿Qué?

¿Qué más? No sé qué más, ni siquiera sé cómo se llamaba mi ciudad, pero tenía un puerto desde el cual se podía ver el horizonte y el cuello de la jirafa más alta del mundo. Tenía un olor como a nuevo y a vencido. Mi ciudad tenía unos miedos grandes a ser ciudad y se quedaba en pantalones cortos. Creía la muy guacha que podía ser inocente. Ella que había mezclado tanto y lo había mezclado mal, con recelo y antipatía, con angustia, con unos aires de princesa, ella que era cobre y asfalto, que era sangre y polvo, que era la indígena más sumisa y más puta de la tribu.

Y hubo calles y avenidas por todas partes, y los rancheríos se mezclaron con la ciudad y la ciudad se hizo enana.

Y mi ciudad se hizo enana o desapareció o se hizo rancho por un lado y fortaleza pequeña por el otro, como al principio, como en el mismísimo inicio, y ahora le andan rezando a algún Tirano para que vuelva a ensanchar las calles, a abrir avenidas y a poner cada cosa en su lugar. Pero la historia no se repite porque en cada vuelta absorbe más tristeza, como esos cigarrillos que fumo a veces, y cada uno que repito me acerca más a mi muerte, como esas mujeres que pasan dejando perfumes que se pierden por la ventana de atrás del colectivo y se vuelven aire y ausencia.

Ves, yo he tenido una ciudad que ahora ni siquiera sirve para hacer una simple historia y que poco o poco se va perdiendo en la memoria, se va haciendo toda olvido. Esa, mi ciudad toda construida de errores.


 


©Alejandro Farías

 
el interpretador acerca del autor
 
                           

Alejandro Farías

Nació el 31-5-78 en Bahía Blanca, Argentina. Es estudiante de letras. Trabaja hace ocho años en un teatro de Martínez, localidad del conurbano bonaerense, que se llama Teatro de la Capilla. Autopublicó en 2002 un libro titulado "La edad del sueño".

Ha publicado un cuento titulado La ciudad no es una fiera en la revista la máquina excavadora.

Escribe el guión de Dies Mercuri, historieta que puede ver en la sección historieta de el interpretador.

Publicaciones en el interpretador:

Sección Historieta - Dies Mercuri

Número 1: abril 2004 - Qué se yo (poesía)

Número 2: mayo 2004 - Mujer, muerte y ciudad en Nicolás Olivari Acerca de Nicolás Olivari (ensayo)

Número 4: julio 2004 - Colgabas hambre (poesía)

Número 6: septiembre 2004 - La edad del sueño (narrativa)

   
   
   
   
 
 
 
 
Dirección y diseño: Juan Diego Incardona