"Branding"
Toda ciudad tiene su luz y su color. Y aunque no siempre sea fácil descubrirlos, vale la pena buscarlos –en las que uno visita, y en las que uno vive– y acaso toda ciudad debería ser juzgada por su color.
¿Y cuál es el color predominante en Londres, si hubiera que juzgarla por su color?
Denme un turista con los ojos vendados y si largásemos al incauto un atardecer en Picadilly Circus, o para no ser tan típicos en el cruce principal de Crouch End, Muswell Hill, Brixton, Hackney, Holborn, West Hampstead, Stoke Newington o cualquier otra High Street o calle mayor de cualquier barriada londinense, al quitarle la venda, el primer color que le saltará a la vista será algún tono en la gama del rojo.
La primera pista la proporcionan los autobuses rojos. Es verdad, nos han entrenado para verlos durante toda la vida, nos han machacado con miniaturas de los anticuados y adorables double deckers de color rojo escarlata, mediante postales, fotos, relatos, películas. Cuando uno llega a Londres, uno espera verlos, y por lo tanto los ve. Son un resultado del incesante branding de la ciudad. La palabra branding es una importación afortunada porque significa al mismo tiempo publicidad y marca de fuego, ambos aspectos del mercadeo de Londres.
Pero los autobuses son solamente una de las cosas rojas que pasan en Londres. Y digo pasan porque en una ciudad adusta como Londres el rojo, más que una nota de color, es un acontecimiento.
En Londres, además de autobuses, ocurren cabinas telefónicas, buzones, pilares, recientes taxis (que a principios del siglo XX eran carruajes rojos) las furgonetas del Royal Mail y los trenes del metropolitano, que antes eran en su mayoría rojos, cuentan aún con la Central Line, que como una aorta cruza la ciudad de Este a Oeste. Y no hay que olvidar a las diosas rojas, nombre más que significativo para las autobombas que combaten frecuentísimos incendios.
Y luego ya sea desde el coche, o desde la planta superior del autobús, o al andar sin prisa por cualquier calle de cualquier sector de la ciudad, uno atisba a veces repentinos interiores de casas y apartamentos donde hay una pared, generalmente una pared de la sala, pintada de color rojo.
Pero el rojo es como un espíritu juguetón que se manifiesta hasta en los detalles y los accesorios de la indumentaria. Muchos operadores de la City, presentadores de telediarios como Jeremy Paxman o Jon Snow y no pocos parlamentarios y políticos, sin olvidar al alcalde Ken Livingstone (mejor conocido como Red Ken, o “Ken el rojillo”) y hasta el líder sindical de los bomberos Mr. Andy Gilchrist, usan cada tanto corbatas rojas como una manera de revelarse contra el color anodino, digno de cuervos, de los trajes negros que se ven obligados a llevar en el mundo administrativo. En las escuelas primarias, el jersey del uniforme de los niños es rojo escarlata y la visión del patio de juegos desde cualquier autobús es como un revoloteo de saetas rojas que corren en todas direcciones.
Y sin embargo no son estos exabruptos de color, estas pinceladas “fauvistas”, estridentes, lo que bastaría para justificar la impresión de que la ciudad vive dominada por el rojo. Enclaves privilegiados y al mismo tiempo frecuentes de Londres (no hay que buscarlos, porque llegan solos al ojo como la aparición de un arco iris) forman confabulaciones de ladrillos en esa gama de color: una medialuna de mansiones en Holland Park; una fachada de iglesia bajo la luz de los faroles recién encendidos a la caída de la tarde en Clapton; una seguidilla de techos y arquitrabes de casas en Highgate o una hilera de chimeneas victorianas en Bow. Sobre los ladrillos rojizos, un rayo esquivo de sol o aun de mera resolana puede crear la impresión de que en el interior del inmueble algo arde y de que el muro mismo está al rojo. Este reverberar de la luz sobre el ladrillo, que confiere calor a una pared (aun bajo la frialdad del cielo plomizo o incluso bajo el azote de la lluvia o el hechizo de la nieve o durante los cortos días de diciembre cuando cae la noche antes de las cuatro de la tarde) este brillo que hace parecer a una pared el cobijo de un horno, de un hogar, es el verdadero color de Londres.
Una diva de rojo
Las ciudades suelen tener colores de tierra, que se explican por los sedimentos sobre los que se basan o de donde se nutren sus construcciones. Londres está, de una forma literal, construida en rojo. La explicación arqueológica no es por sucinta menos bella. Los mosaicos de Londinium, el enclave que los romanos fundaron hacia el año 43 de nuestra era, ya eran rojos debido a la abundancia de óxido férrico en la arcilla sobre la cual se sustenta la ciudad. Esta es la arcilla que se hornea y se comprime hasta formar el London Stock, o "piedra de Londres", el peculiar ladrillo de color amarillo-marrón, o bien rojizo, que es la materia prima de la construcción de las viviendas y edificios londinenses. Londres está amasada en rojo, y el color de la sangre es su argamasa.
A veces me gusta pensar en Londres como una dama que se maquilla y se viste de rojo para salir cada tanto, por sorpresa, al asalto de ojos incautos. Londres es una maravillosa diva, a veces escarlata, a veces bermeja, a veces terracota, que se presenta sin previo anuncio en aquellos momentos cuando el tedio de las preocupaciones diarias le ha hecho olvidar a uno en qué parte del mundo se encuentra. Y no bien uno intenta intimar con ella, dirigirle la palabra, hacerse amigo, ya se ha esfumado.
¿Pero que significa, y sobre todo qué significa para una ciudad, ataviarse de rojo?
Experiencia del color
Cerremos por un momento los ojos y pensemos nada más en el color favorito de esta ciudad: rojo. Cierta teoría sostiene que no podemos figurarnos un color sin materia, disociado de un elemento. O que un color no puede ser nunca abstracto. Siguiendo la línea filosófica griega, ¿puede una cualidad pensarse sin sustancia? ¿Y es un color una cualidad o una sustancia? ¿Es un color una cosa o una propiedad? Son preguntas más interesantes de plantear que de responder.
Y sin embargo mucho del placer que se deriva de apreciar una ciudad consiste en mirarla todo el tiempo como si fuese la primera o la última vez, o al menos con la misma intensidad con la que miramos un color. Los colores, y en especial el rojo, tienen la capacidad feliz de retrotraernos con mucha más frecuencia a este deslumbramiento primario.
Cantidad de imágenes vienen a la mente cuando pensamos en el color rojo, aluviones. En mi caso, la primera imagen, es un jersey de lana color rojo furioso, que mi madre me ponía cuando era muy pequeño. Lo recuerdo porque me picaba sobre la piel y al mismo tiempo me encantaba su color y aparecía, como la dama de rojo que imagino más arriba, solamente en ocasiones especiales y en cuanto uno intentaba intimar con la sensación, se desvanecía..
–Mamá, hoy me quiero poner el pulóver colorado.
–Bueno, ¿pero estás seguro?
Lo llamaba "el pulóver colorado", ya que en español, como ocurre en muchas otras lenguas, la palabra colorado –colorido– se considera a veces sinónimo de color rojo. Recuerdo el color del jersey en las mañanas de invierno cuando aún flotaba en el ambiente el vapor del agua caliente que subía desde la tina y yo veía la luz del sol, que brillaba en el patio, a través de los vidrios esmerilados de la puerta del baño. Al levantar los brazos para dejar que mi madre me pusiera el jersey, haciendo pasar el cuello alto y estrecho sobre mi cabeza, la luz del sol pasaba durante algunos segundos a través de la lana roja y el mundo entero se teñía de ese color. Aún hoy creo que el color rojo tiene ese elemento radiante, que es su pigmento, y un elemento fastidioso, un poco enervante, que era la textura de la lana. En cierto modo el color rojo es como la sangre, que tiene una tonalidad deslumbrante traicionada por su gusto acre, casi metálico. Durante varios minutos después de calzarme aquél jersey, no me atrevía a moverme por miedo al picor de la lana, sobre todo en el cuello y en las axilas, pero mi madre me abrazaba y me frotaba la espalda, los hombros y los brazos hasta que el tejido, al calentarse, dejaba de irritarme la piel. Entonces podía mirar el universo de lana que me envolvía, el brillo de la luz sobre las hebras, disfrutar de la ceremonia traslúcida, enteramente roja. En mi memoria, el color del jersey al pasar por encima de mis ojos y al encenderse en mi torso bajo los rayos del sol tiene la misma intensidad que la aparición de la mujer vestida de rojo o el abrazo de mi madre en lejanas mañanas de invierno o la irrupción de algunos de los horizontes o acontecimientos rojos que cada tanto vuelven a sorprenderme en el paisaje londinense. Rojo suele ser el color favorito de los niños y es el color primordial de la vida y un señalador de emociones indelebles. El rojo es un color de colores.
Ha pasado mucho tiempo desde que vine a Londres por primera vez. Cuando yo fui como el turista de los ojos vendados que proponía al principio de este escrito, un atardecer del viernes 1 de febrero de 1985, ¿Qué fue lo que vi al surgir de las entrañas del Underground vía el ascensor de Covent Garden? ¿Qué vi al quitarme la venda sudamericana de los ojos?
El cielo ardido, el cielo rojo. Un "arco en llamas" en el cielo, que muchos pintores ya habían eternizado en cuadros colgados en museos que aún no había visitado y que muchos escritores ya habían descrito en crónicas, diarios y libros de ficción que aún no había leído.
Planeando sobre los edificios y casas bajas, el cielo encendido de la ciudad es una conflagración y uno de los pocos placeres gratuitos de Londres.
Era, aquel, mi primer encuentro con la Dama de Rojo en una de sus raras apariciones, y no era cuestión de espetarle una pregunta a boca de jarro apenas conocerla. Diré en mi descargo que ella no se dejó ver más que unos segundos, los que duró la luz rojiza del crepúsculo en esfumarse sobre las fachadas del antiguo mercado de Covent Garden y sobre los muros de las casas y tiendas de Neil's Yard, cuando aún no sabía que ese sitio se llamaba Neil's Yard. De modo que no le pregunté a la diva por qué se vestía de rojo y mucho menos lo que aquello podía significar. "Qué impertinencia", me hubiera espetado ella, volviéndome la espalda, y preferí mi ignorancia a su rechazo.
Andando el tiempo y después de haber presenciado muchas veces el drapeado rojo de Londres durante los atardeceres, me atrevo a decir que para una ciudad, y en especial para una ciudad tan fúnebre como Londres, vestirse de rojo significa abrazar la vida y la circulación del mundo. Más adelante veremos cómo vestirse de un color escandaloso puede ser también una forma de moderación.
La inocencia del ojo
Antes de Newton, los colores se creían una propiedad de las cosas, y no de la luz. Después de Newton, Goethe intentó rebatir su teoría de los colores. Goethe basó su Farbenlehre (1810) en la polaridad de blanco y negro, opuesta a la polaridad de azul y rojo propuesta por el espectro lumínico de Newton. Mirando a través de un prisma, Goethe vio dos colores básicos: azul y amarillo. El azul podía intensificarse hasta llegar al púrpura, el amarillo hasta el rojo-anaranjado. El rojo y el púrpura juntos producían magenta –el lado fuerte del espectro– y del amarillo y azul se obtenía el verde –el lado débil–. Goethe construyó así un círculo de colores diferente al de Newton, que había basado su espectro en la equivalencia de siete colores a las siete notas del pentagrama musical. La teoría de Goethe no tuvo mucha utilidad para la física, ya que no tenía en cuenta la totalidad del espectro electromagnético del cual la luz es sólo una pequeña franja. Pero tuvo un efecto considerable en la evolución de las artes plásticas. Goethe influyó sobre algunos pintores coetáneos a fin de que utilizaran combinaciones cromáticas, combinaciones armónicas y un sistema de colores complementarios.
Joseph Mallord William Turner conoció hacia 1840 la teoría de los colores de Goethe a partir de una traducción realizada por C. L. Eastlake, el presidente de la Royal Academy of Arts. Era la época en que el gran pintor inglés alcanzaba su estilo más maduro, su propia "voz pictórica", cuando sus obras podían considerarse una representación hasta entonces imposible de la naturaleza, puras explosiones de luz y color. El crítico Michael Bockemühl ha escrito que los cuadros de Turner apuntaban a "la inocencia del ojo" o a despertar en nosotros la capacidad casi infantil de ver las cosas por primera vez. Pero en verdad toda producción cultural que se precie busca este efecto. Lo que vuelve asombrosos los cuadros de Turner es su intrigante capacidad de asombrar con elementos visuales de una simpleza que nos desarma.
Allí donde yo vi el cielo de Londres por primera vez, en Covent Garden, Turner había nacido de la unión de la nieta de un carnicero y un barbero fabricante de pelucas en 1775. A diferencia de lo que suele ocurrir con muchos artistas, sus padres lo apoyaron y estimularon desde un principio, con el resultado de que Turner gozó de un período productivo de más de 60 años y dejó tras de sí un apabullante patrimonio pictórico de óleos, acuarelas, grabados y más de 19.000 bosquejos y dibujos. A Turner se lo describe como un individuo algo estrafalario, tozudo a la hora de negociar el precio de sus obras, huraño y por momentos blanco de burlas. Parece que fue un conversador pesado y sin matices y un profesor de arte tan aburrido que a las clases que por algún motivo se empecinaba en dar –no necesitaba de ellas para ganarse la vida– solamente asistían su padre y un grupo menguante de admiradores de su técnica, ya que no de su oratoria. Toda la sutileza y el duende se le iba, según parece, en un esfuerzo sostenido por domar la luz de los pigmentos, o por mostrar la luz tal cual era y tal cual vive aún en las imágenes que llegaron hasta nuestros días.
Téméraire, un barco de guerra envuelto en la luz del crepúsculo mientras era remolcado hacia su último atracadero, es una de las imágenes de Turner que mejor ilustra el círculo de colores observado por Goethe. Casi toda la imagen está ejecutada en la gama del amarillo y del azul. Es como mirar la arista de un prisma, cuando al ser atravesado por un rayo de sol se vuelve primero una brumosa área amarilla, luego una zona anaranjada, y en seguida roja hasta refundirse en negro. Por encima del negro el cielo es un fondo azul que se disipa en el blanco pálido de unas nubes muy altas. El buque de guerra Téméraire, un cuadro hoy colgado en la National Gallery al que Turner llamaba my darling, es una celebración de la teoría de los colores complementarios y al mismo tiempo una demostración del tono psicológico que Turner conseguía imprimir a los colores del sol poniente.
Turner empezó su carrera pintando paisajes por encargo y uno de sus logros principales es el de ser un pintor atmosférico cuyos fondos son tan importantes como sus motivos históricos o míticos. En sus cuadros los fondos –sobre todo los horizontes y los cielos– se sublevan y amenazan con volverse más importantes que los personajes, edificios o demás elementos figurativos. En una de las cartelas de la galería Tate Britain, donde se aloja la principal colección de sus obras, se lee:
Turner no pintó el drama natural de los elementos y de los ciclos y del tiempo y de las estaciones como un mero fondo. Por el contrario los mostró capaces de ser tan poderosos e inspiradores como las hazañas de los dioses y héroes que representaba en sus imágenes.
La pintura de Turner espeja uno de los privilegios de la vida en Londres, que es la observación del cielo. Tengo a menudo la sensación de que el cielo es la única cosa que subyuga esta ciudad. Londres es inhóspita, cara, extenuante y tirana. Entre sus pocas virtudes se cuenta la de ser en su mayor parte una ciudad baja, abierta al cielo. La Dama de Rojo puede negarse a sus súbditos, a sus luminarias, a sus tycoons y a sus príncipes –a todos los cuales mira de soslayo– pero se entrega al cielo en una medida proporcional a la de su edificación de pocas plantas, sus muchísimos y extensos parques y la obstinación de sus celosos propietarios, que serían capaces de matar antes que perder su trozo de jardín empalizado. La ciudad es por otra parte tan vasta y su perímetro tan desmesurado que ni siquiera la reciente línea de rascacielos que se eleva a paso de Goliat en la City y en los Docklands amenaza con privar a sus habitantes de su ración de firmamento. Tendrán que pasar décadas antes de que Londres abdique de su romance etéreo de larga data, si acaso la crisis habitacional del personal de servicios y el capricho de las modas arquitectónicas lo permite alguna vez.
Entre los placeres celestes que se pueden cosechar en Londres, recuerdo mi primera visita feliz a la antigua galería Tate, mucho antes de que se creara la gemela Tate Modern en el edificio de una fábrica reformada al otro lado del río. Era un día tormentoso de febrero y la impresión que tuve al salir a la escalinata principal que da sobre el Támesis, después de ver por primera vez en mi vida los originales de Turner, fue que el cielo del pintor se continuaba en el cielo real, que el agua encabritada de sus naufragios se continuaba en el agua encrespada del Támesis soplado por un vendaval.
Había, en el cielo, la misma ominosa concentración de huracanadas nubes grises y en el río, las mismas olas furiosas y celajes violáceos que uno podía observar en su óleo Snow Storm (Tormenta de nieve - Barco de vapor saliendo de una boca de puerto y haciendo señales sobre aguas bajas…). Había el mismo valor ético en los colores, cargados de premonición y al mismo tiempo, como un efecto carambólico de la composición, el regocijo de sentirse vivo en una atmósfera como aquella.
Hoy día, según uno entra a la Tate Britain, lo primero que se ve a la derecha de la primera sala de la colección Turner, son los dos cuadros con una historia criminal que habría hecho las delicias del gangster y marchante aficionado Tom Ripley de las novelas de Patricia Highsmith. Estos cuadros fueron robados en junio de 1994 mientras estaban en préstamo en la Schirn Kunsthalle de Francfort para una exposición sobre Goethe y las artes visuales. Una tercera obra, Nebelschwaden, del artista alemán Caspar David Friedrich's, aún sigue desaparecida y es la razón por la cual la policía no quiere explayarse sobre la manera como se logró la recuperación de los óleos.
En julio de 2000 se recuperó Shade and Darkness, The Evening Of The Deluge (Sombra y oscuridad - La noche del diluvio) pero el descubrimiento se mantuvo en secreto mientras continuaban las investigaciones. En diciembre de 2002 se recuperó por fin el otro Turner, que es su gemelo: Light And Colour (Goethe's Theory): The Morning after the Deluge (Luz y color; la teoría de Goethe: la mañana después del diluvio). Esta deliciosa pareja volvió a colgar de su pared privilegiada en la Tate Britain desde el 8 de enero de 2003.
Es un adagio abusivo y no poco snob afirmar que la contemplación del original de una pintura es superior a cualquier reproducción en papel y, a juzgar por la calidad que hoy día se puede conseguir con la fotografía y la impresión, uno estaría tentado de decir que la afirmación tiene algo de falso. Cualquier reproducción decente puede darnos una idea acerca de los colores, la luz y la composición de los trabajos de Turner; pero parado frente a estos dos cuadros –Sombra y oscuridad y Luz & color (Moisés escribiendo el Libro del Génesis)– uno se da cuenta de que lo que falta en las reproducciones es precisamente aquello que la lente de la cámara no puede capturar, o bien aplasta como un insecto en un cristal de microscopio. Y aún peor, de que los propios ojos, también son insuficientes para esta contemplación.
Lo que impresiona y conmueve de los cuadros de Turner es que, siendo tan fríos en motivación y tan abstractos en atmósfera, necesitan ser experimentados con todo el cuerpo y producen el mismo vértigo que la contemplación del cielo. En Turner lo que cuenta, y sobre todo en el Turner del último período, es la intensidad primaria de los colores pero también lo que, por así decir, se sale del cuadro: su relieve, su movimiento, algo aéreo que lo emparienta con la inestabilidad del tiempo y del cielo.
Los cuadros del último Turner anticipan la experiencia espacial y el volumen de otros grandes achatados por la reproducción desmedida: los impresionistas.
Los pintores del horno
Turner tenía una actitud ambivalente hacia su Londres natal, que se refleja en sus representaciones de la ciudad. Podía ser un melindre de Turner, pero la ambivalencia es la única manera razonable de relacionarse con Londres. La Dama de Rojo no tiene instinto maternal. Lo que hace es obligar a sus súbditos a consumirse con la sola finalidad de que permanezcan en su territorio: los explota, o los hace brillar, hasta que se extinga su llama. Londres se relaciona con sus habitantes a la manera tristemente igualitaria que tiene una droga de tratar a sus adictos: a la hora de acusar sus efectos, ella no es culpable ni establece diferencias entre sus consumidores. A cada cual su experimentación y sus "viajes" ¿Y vale la pena enfadarnos con el vino que nos produjo la resaca? En Londres uno se quema y la ciudad es, en más de un sentido, un horno.
En la Tate Britain hay un cuadro de Turner que se llama El héroe de cien luchas, y consiste, sin más, en la imagen de un horno. Concebida originalmente como una imagen fabril, representa la fragua de una estatua de bronce para el Duque de Wellington, quien parece haberse diluido en medio de las extraordinarias llamas de la fundición. Toda la mitad izquierda y superior del cuadro está ocupada por los colores de la fragua al rojo, llamaradas de metales encendidos, mientras que en la mitad derecha se perfilan, ominosas, las inmensas ruedas de poleas y engranajes de color óxido contra un fondo sumido en sombras. Es una imagen poderosa, amenazante, y retrata con precisión la metáfora más acabada de la naturaleza del Londres del apogeo de la revolución industrial.
Kiln, furnace, oven, chimney, pertenecen en inglés a una familia de palabras que daban cuenta del aspecto que debía presentar una ciudad saturada de fundiciones, fábricas, pirotecnias, fogatas, montañas de ceniza y propensa a los incendios y a las prematuras, brillantes partículas de la contaminación que flotaban sobre ella como una aureola incandescente. El drama de sus atardeceres y de sus nubarrones encendidos no hacía más que contribuir a su ambigua reputación. Las metáforas bíblicas tampoco se hacían esperar. Hacia fines del siglo XIX y principios del XX la noción de ciudad-horno, ciudad-volcán y, por extensión, ciudad-infierno, estaban tan bien fraguadas como el metal de sus buques de ultramar.
Monet, ya hacia 1870, cayó víctima de una fascinación por la atmósfera iridiscente de Londres y los cambiantes tonos grises de sus cielos brumosos. Durante años, pero en particular cuando visitó Londres al filo del siglo XX, Monet pintó desde el balcón de su habitación en el Savoy y desde una ventana del Saint Thomas Hospital, sus impresiones de la ciudad-horno. Produjo una serie de imágenes del Támesis en la que trabajaría aún después de su regreso a Francia, en parte en base a sus bosquejos y en parte en base a lo que reproducía de memoria. El 23 de marzo de 1903 le escribía al marchante Paul Durand-Ruel: "No te puedo dejar ninguna de las pinturas de Londres, ya que es esencial que las tenga todas adelante mío y, para ser honesto, ninguna está terminada. Estoy trabajando en todas a la vez". Monet estaba fascinado con la posibilidad de jugar con la densidad de la niebla industrial de Londres y de presentarla bajo una luz más o menos traslúcida según la atravesara –o no– un haz de sol. En algún momento entre 1899 y 1901, cuando ya se había convertido en el imponente barbudo que nos muestra el retrato fotográfico de Gaspar Félix Nadar, Monet quiso pintar el sol "como una enorme bola de fuego tras el Parlamento". Los edificios de las casas del Parlamento recortados en la bruma y bajo la doble incandescencia del sol declinante y de su reflejo sobre el río, resultan en verdad tan intangibles como la luz misma. No son más que sombras donde se proyectan reverberos de sol, o columnas de humo.
Bajo el signo del fuego
Londres es una ciudad enamorada del fuego. Es el único elemento al que ama y teme por partidas iguales. Vestir el color rojo es acaso un intento de conjurar la llama que cada tanto la achicharra. Enjoyarse con fuegos de artificio es su otra veleidad.
Todos los años y para ser exactos el 5 de noviembre por la noche, la ciudad entera estalla en una celebración ígnea. No bien cae la luz se encienden fuegos artificiales en todos los parques y espacios verdes comunales. Roman candles, Catherine wheels y rockets son nombres de una pirotecnia que ha cambiado poco a través de los siglos. Es fácil relacionarse con la emoción de una noche de fogatas tan parecida a las noches de San Pedro y San Pablo que recuerdo de mi infancia en Sudamérica. Para los niños londinenses, es la primera celebración de invierno y uno de los días más divertidos del año. Para los adultos el evento se transforma en una excusa para la última barbacoa al aire libre antes de la mordedura del frío. En improvisadas mesas abundan fuentes de patatas asadas, Parkin de Yorkshire, galletas de jengibre, treacle toffee y por supuesto las infaltables salchichas y pintas de cerveza.
A esa noche se la llama "la noche de Guy Fawkes" y conmemora el desbaratamiento de un atentado para destruir las casas del Parlamento el 5 de noviembre de 1605 que pasó a la historia con el nombre de "el complot de la pólvora". La celebración tiene la intención didáctica –y por cierto catártica– de revivir una crisis de autoridad a la que sucede la restauración del orden. Pero como en toda fiesta pagana, los tantos están mezclados y a juzgar por el saludable salvajismo con que los párvulos se entregan a una especie de “fallas” improvisadas no solamente durante la noche del 5 de noviembre, sino ya desde varias noches anteriores, arrojándose entre sí buscapiés y a veces lanzando cohetes y otros proyectiles encendidos por encima de la cerca de sus vecinos, uno tiende a dudar si la pujante nueva generación se toma tan a pecho el festejo por la persistencia de la monarquía anglicana o si celebra más bien la rebeldía pura, la existencia de la posibilidad de conspirar y oponerse a las autoridades del mundo adulto a través de la simple, indómita, presencia del fuego.
La historia vuelta leyenda cuenta que en 1605 un grupo de jóvenes católicos se habían complotado para matar al rey protestante James I haciendo volar las Casas del Parlamento. Se trataba de una venganza. El descontento de los católicos se remontaba al desbarajuste que acaeció a la sucesión de Enrique VIII y había permanecido latente todo a lo largo del reino de Elizabeth I, quien en medio de luchas dinásticas dignas de culebrón o de la antigua serie Dallas, había conseguido encaramarse al poder y salvar el pellejo by the skin of her teeth, o sea por los pelos. A su muerte, los focos católicos del Norte de Inglaterra habían arrancado a James, hijo de la católica María Estuardo, reina de Escocia, la promesa de abolir las leyes intolerantes y represivas impuestas por Elizabeth a cambio de su apoyo para facilitar su acceso al trono. Pero al ser coronado James I y mientras los católicos se lanzaban a las calles a celebrar su unción, Inglaterra y España ya habían firmado en secreto un tratado de cooperación que pasó a la historia con el mote de la traición española. No bien hubo terminado la conferencia en el palacio de Hampton Court, James I se olvidó de sus promesas a los católicos que lo habían amparado en su ascenso al poder y reintrodujo las más duras penas, incluyendo la capital, contra las minorías católicas.
Los despechados conspiradores, encabezados por Robert Catesby, decidieron volar al Rey y a todos los miembros del Parlamento en la próxima sesión. Alquilaron habitaciones cercanas a las Casas de Parlamento y empezaron a cavar un túnel con la esperanza de que los condujera a su objetivo. Hay versiones que ponen en duda la existencia del túnel. Otras, afirman que el túnel pronto se arruinó por las filtraciones de agua del Támesis. Otros dicen que el túnel no hubiera servido de mucho frente al espesor de las paredes del Parlamento. El caso es que, como Plan B, el conspirador Thomas Percy decidió adquirir un sótano dentro del Parlamento mismo. En este sótano colocaron 36 barriles de pólvora y los disimularon cuidadosamente con carcazas de madera y piezas de hierro. Las dejaron al cuidado de Guy Fawkes, un soldado que se había pasado los últimos diez años luchando en los Países Bajos bajo bandera española en el regimiento de exilados ingleses liderado por Sir William Stanley, él mismo un católico en el exilio.
El 26 de Octubre de 1605, diez días antes de la fecha en que debía reunirse el Parlamento, un mensajero desconocido entregó una carta a William Parker, Lord Monteagle, en su casa de Hoxton, en las afueras de Londres (aunque hoy día Hoxton está en la Zona 1, pegado a la City y es una de las zonas de mayor marcha nocturna de la tribu bancaria y los funcionarios públicos). Monteagle había sido un católico vehemente cuyo ardor se había enfriado después de recibir ciertos favores del nuevo régimen. La Carta Monteagle era un intento de advertirle que si asistía a la sesión del Parlamento su vida correría peligro, ya que una calamidad iba a destruir el edificio.
Monteagle, que no era ningún tonto y olió las intenciones del grupo infectado de traición interna, entregó la carta de inmediato a Robert Cecil, el secretario de estado de James I. O sea que quedó bien, y se lavó las manos. En cuestión de horas, los conspiradores se enteraron de la existencia de la carta. Sospecharon en seguida que la había escrito Tresham, el primo del cabecilla Catesby. Lo encararon, lo sonsacaron, pero Tresham –quien sabe con qué argumentos– los convenció de que no era el autor.
En los días subsiguientes, los conspiradores jugaron el juego angustiante de la espera. Tras deliberaciones y análisis de informaciones filtradas, llegaron a la conclusión de que la Carta Monteagle no había alertado al gobierno acerca de sus planes, y siguieron adelante. Ese fue su gran error. La noche del 4 de Noviembre de 1605, o sea el día anterior a la anunciada reunión del Parlamento, Guy Fawkes fue capturado en el sótano bajo las Casas del Parlamento, con el cargamento de pólvora. Le encontraron encima las herramientas necesarias para detonar el arsenal. Lo condujeron en seguida ante el rey James I, quien contradiciendo el protocolo de tales procedimientos le confirió el conspicuo honor de interrogarlo personalmente. Fawkes se resistió a revelarle gran cosa y el rey lo encomendó entonces a los verdugos para que comenzaran sesiones de tortura suave (para empezar) et sic per gradus ad mia tenditur (para seguir). Al día siguiente Guy Fawkes se quebró y relató los pormenores de la conspiración, sin dar nombres; y luego el 9 de noviembre nombró a sus cómplices, a sabiendas de que algunos de ellos ya habían sido arrestados en la localidad de Holbeche. La firma de Guido en cada etapa de su confesión se va transformando cada vez más en un garabato apenas inteligible y más que sus delaciones testimonia la atrocidad de su sufrimiento. No se ha establecido con certeza qué torturas se le impusieron, aunque se descuenta que incluyeron el colgamiento con esposas y el potro.
En las primeras horas del 5 de Noviembre de 1605, la noticia de la captura de Fawkes corrió más parecida que nunca a un reguero de pólvora. Los otros conspiradores ensillaron sus caballos y huyeron de Londres hacia las midlands en grupos de dos y tres. Excepto Tresham que, oh casualidad, decidió quedarse en Londres. Los conspiradores llegaron a Dunchurch en Warwickshire y se reunieron con un grupo de simpatizantes. Este grupo, de unos 60 hombres, llegó a Holbeche House, en la frontera de Staffordshire, al atardecer del 7 de noviembre. Holbeche era propiedad de los Littleton, la familia disidente que había participado en numerosos alzamientos católicos, incluyendo la rebelión de Essex en 1601. Este iba a ser el último bastión de los conspiradores del Complot de la Pólvora.
Esa misma noche de mala estrella, hubo una explosión accidental mientras secaban pólvora no muy lejos de una fogata y varios hombres del grupo resultaron heridos. Este accidente vino a bajarles aún más la moral. En lo que va de la noche al alba, varios miembros del grupo huyeron, mientras otros valientemente procuraban recabar apoyo entre los pobladores locales. Al rayar el mediodía del 8 de noviembre, llegó el Sheriff de Worcester con un malón de hombres y rodeó la casa. Algunos murieron en la refriega y otros fueron capturados. Los metieron presos en la cárcel de Worcester, y luego los transportaron a Londres a la espera de juicio. Cuatro días después del sitio de Holbeche, Francis Tresham fue arrestado y enviado a la Torre de Londres. Unos dos meses después de la fuga, capturaron a Wintour y a Littleton en Hagley House.
Thomas Wintour, el más prominente de los conspiradores aún con vida, hizo su célebre confesión a fines de noviembre. Francis Tresham, que se supone fue el traidor del grupo, sucumbió a una infección del tracto urinario y murió en la Torre de Londres. Las circunstancias misteriosas de esta muerte sugieren que tal vez fuese envenenado, e incluso que tal vez se le permitió escapar.
El 27 de enero de 1606 comenzó el juicio a los ocho conspiradores sobrevivientes. Ninguno negó el cargo de traición, y todos fueron condenados al cadalso. El jueves 30 de enero Digby, Robert Wintour, John Grant y Thomas Bates fueron ejecutados en el patio de la catedral de Saint Paul. Al día siguiente, Thomas Wintour, Ambrose Rookwood, Robert Keyes y Guy Fawkes fueron ejecutados en Old Palace Yard en Westminster. Según era costumbre con los traidores, se los colgó, bajaron sus cuerpos antes de que expiraran y, todavía vivos, los destriparon y descuartizaron. A los que habían muerto en Holbeche los exhumaron y les cortaron las cabezas para enarbolarlas y exhibirlas en la punta de lanzas.
Han pasado casi 400 años y sin embargo el recuerdo de Guy Fawkes sigue encendiendo a Inglaterra cada Bonfire Night o noche de fogatas. Un mes antes de Bonfire Night, los niños más pequeños van de casa en casa recolectando 'a penny for the guy', es decir unas monedas para la pira de madera en cuyo tope se colocará un muñeco hecho de palos y paja y vestido con ropa vieja, que representa a Guy Fawkes.
Pero las torres del Parlamento no ardieron cuando Guy Fawkes hubiera querido, sino después de más de dos siglos, durante una noche de Octubre de 1834. El fuego envolvió el Palacio de Westminster, que habían venido utilizando los monarcas desde el reino de Edward the Confessor (1033 a 1066) y había sido la sede del Parlamento durante 600 años. Al teatro de operaciones acudieron 64 hombres y 12 bombas del recientemente formado cuerpo de bomberos, y también un pintor de la luz llamado J. M. W. Turner. Las Casas del Parlamento se reconstruyeron en el mismo sitio a partir de 1840.
El piso superior de la colección Turner, en la Tate Britain, está dedicado a las acuarelas del artista. The Burning of the Houses of Parliament (el incendio de las casas del Parlamento) es una acuarela de 30,2 X 44,4cm que se puede contemplar en el interior de un escaparate de cristal. La acuarela muestra, con la coloración sobrenatural que es típica en Turner, el horno de la conflagración de aquella noche y los intentos desesperados de los bomberos por contenerla entre un gentío de curiosos iluminados de tal forma por el incendio que ellos mismos parecen en llamas. La imagen está dominada por rojos y amarillos furibundos y provoca al unísono espanto y admiración, como si en la mirada del artista hubiera cierta complacencia en la destrucción de los edificios de la legislatura, o cierta invitación a que la sienta quien contempla su cuadro. El fuego en esa imagen tiene una cualidad irreal, pesadillesca, y los críticos de la época se preguntaron si Turner pudo, en medio de la confusión del incendio, componer aquella escena. Un libro de bosquejos, conservado en el mismo escaparate, ofrece la explicación más plausible de que Turner utilizó los bosquejos que hizo en aquel libro, incluyendo las casas del Parlamento, para recomponer la imagen a posteriori y de memoria. Turner acaso pintó un fuego que imprimía con la mirada, y que tal vez fuera su visión del destino de Londres.
A sangre y fuego
Rojo es el color del fuego y de la sangre. En hebreo, las palabras sangre y rojo tienen la misma raíz: "dm" significa rojo y "dom" significa sangre. El destino de Londres se ha entreverado desde siempre con la letra de la Biblia. En especial, con el tema infinitamente rojo de la forja y la destrucción de las ciudades que cometen el pecado de soberbia. El espectáculo de Londres en llamas ha sido comparado con la destrucción de Roma, Cartago, Sodoma y Troya. La visita periódica de la plaga se ha interpretado como el trabajo de un Dios airado por los pecados y la disipación de sus habitantes, siempre demasiado propensos a la codicia.
Casi todo el que haya oído hablar de Londres habrá oído hablar también del gran fuego de 1666, que destruyó cuatro quintos de la ciudad. La fecha, que incluye el código de barras del diablo –666– ya se consideraba destinada a uno de los grandes trabajos de la Bestia.
Tanto sangre como fuego tienen connotaciones ambivalentes que Londres hizo parte de su naturaleza y por lo tanto de su historia. Por momentos pensamos que la ciudad es el dragón –el animal mágico y auspicioso–; por momentos pensamos que es el Fénix, el pájaro de fuego a la vez condenado y renaciente. Por momentos pensamos que Londres, la Dama de Rojo, nos abrasa. Por momentos pensamos que es ella misma y tan sólo ella, la que se está quemando.
El fuego fragua y devasta; la sangre insufla vida o la derrama. Esta dialéctica roja, que implica morir para volver a nacer, es la regla básica que necesita aprender todo viajero o inmigrante a Londres. La ciudad tolera muy mal los espíritus puros y los grandes egos; los incinera y los hace polvo por igual, y se complace en su baño de ceniza.
El gran incendio de 1666 se ha comparado con la destrucción de la Biblioteca de Alejandría, ya que redujo a polvo el libro viviente de una ciudad medieval, construida en madera a lo largo de seis siglos sobre la base del Londinium romano y de la que no nos han quedado sino algunos pocos edificios, libros y pergaminos.
La dimensión de esa catástrofe oculta la realidad de que la ciudad ya había ardido muchas veces antes, y ardería muchas veces después. Los fuegos de 60 y 125 de nuestra era, ya habían destruido la mayor parte del casco antiguo. Peter Ackroyd señala que se produjeron incendios en 764, 798, 852, 893, 961, 982, 1077, 1087, 1093, 1132, 1136, 1203, 1212, 1220 y 1227. El escritor Neil Hanson relata que inmediatamente antes del gran incendio de 1666 hubo los fuegos de Southwark en 1630 y de London Bridge en 1633. En enero de 1649, veintisiete barriles de pólvora estallaron en una tienda de velas para embarcaciones de Tower Street, destruyendo cuarenta y una casas, dañando más de otro centenar y matando a sesenta y siete personas. En los años 1650 hubo grandes incendios en Threadneedle Street y en Fleet Street. Después de 1666 se destacan, entre muchos fuegos intermedios, el incendio de las Casas del Parlamento de 1834, los bombardeos nazis o Blitz de 1941, el incendio en la estación metropolitana de King's Cross en noviembre de 1987.
El otro estigma rojo de Londres, la sangre, se imprimió en la memoria de la ciudad con la visita periódica de la plaga. La peste bubónica ya había eliminado en 1348 a un 40% de los habitantes de Londres durante la culminación de su "gira" europea. Pero volvió en una media docena de ocasiones entre los siglos quince y dieciséis. Durante el siglo diecisiete "visitó" Londres en 1603, 1625 y 1636. A finales de 1664, la plaga se declaró en la parroquia de St. Giles. Esta vez la infección la trajo la rata negra o rattus rattus, una rata marinera. Estas ratas son habitantes de Londres tan legítimas como sus más ilustres ciudadanos y conviven con ellos desde los tiempos en que se subieron a algún barco romano en el Sudeste asiático. El invierno severo de 1665 demoró un poco la epidemia, pero en los primeros meses de la primavera comenzaron a incrementarse las muertes. Un nuevo color sangriento se añadía a la tradición ígnea de Londres: el rojo de las hogueras que se encendían para ahuyentar el virus, y el rojo de las cruces que las autoridades pintaban sobre las puertas de las casas visitadas.
El color de las cruces era o bien rojo crudo o bien, por efecto del sol, viraba hacia el tono de la sangre seca o se hundía en el carmesí de la pintura fresca. Las cruces rojas iban acompañadas de la leyenda "Lord have mercy upon us" (Señor, ten piedad de nosotros) y una vez pintadas, las casas se atrancaban con listones de madera atornillados y se declaraban en cuarentena, atrapando a los enfermos junto con los sanos, y un guardia con alabarda se apostaba a la puerta para impedir que nadie saliera.
Los moradores de la casa debían ir pasando su dinero y pertenencias a los guardianes, que a su vez los iban trocando por comida para la subsistencia de los sitiados… hasta que se les agotaba todo recurso y empezaban a morir de hambre. Si uno de los integrantes sanos de la familia enfermaba a su vez –hecho más que probable en la Londres insalubre del siglo XVII– se declaraba un nuevo período de cuarentena, y así hasta que en la casa morían todos ya fuera a causa de la peste o de la inanición, o de ambas cosas. A veces alguien supervivía por milagro inmunitario (o sea que emergía sano de sucesivas cuarentenas pese a la infección de todo su grupo). Unos pocos conseguían escapar por algún agujero entre las tablas de las paredes, o sobornando a vecinos o guardias con algún improbable objeto de valor. Otros, antes de ser puestos en cuarentena, se cobijaban en casa de amigos o familiares generosos, que a su vez resultaban infectados y pagaban cara su hospitalidad. En la mayoría de los casos, los que escapaban a las condiciones inmundas e injustas de la cuarentena, ya incubaban la plaga u ocultaban la aparición reciente de los temibles "bubones" en ingles o axilas. Por la noche pasaban los carros tirados por desventurados que recogían los cadáveres de cada casa marcada con una cruz roja. Iban por las callecitas estrechas, donde las casas se apretaban unas contra otras y se contagiaban los miasmas, pidiendo a voces que la gente sacara a sus muertos. Estos enterradores –un lumpenaje avant la lettre– se veían obligados a subsistir por medio de ese trabajo infausto, en muchos casos fatal, a cambio de un magro salario de la alcaldía. No pocos agonizantes llegaban a las fosas comunes en coma profundo y se los enterraba vivos junto a los difuntos, en poco decorosas pilas. De inmediato entraban en escena los saqueadores que se echaban a las fosas para registrar los cadáveres en busca de alguna indumentaria o cosa de valor. Y los necrófilos, que se ayuntaban con los cadáveres de su predilección. Las fosas comunes se cubrían con una fina capa de tierra y no tardaban en ser excavadas por los picos de cuervos y otras aves de carroña, cuyo festín se prolongaba durante varios días. Londres ha sido siempre una ciudad sucia y sepulcral y durante esta época en particular llegó al summum de la repugnancia.
Sabemos estas cosas por documentos, actas de defunción parroquiales y crónicas. Dos de ellas se destacan sobre todos los escritos del período. El célebre Diario de Samuel Pepys, que siendo un diario se lee como una novela en primera persona, y el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, que es la primera novela propiamente dicha en escrita lengua inglesa pero se lee como una crónica de un observador de primera mano. Ambos coinciden en la ironía de alcanzar la excelencia e interesar al lector contemporáneo logrando un efecto contrario al deseado.
El gran mérito de Samuel Pepys fue no hacer lo que hacen la mayoría de los escritores mediocres, que es embellecerse a través de su escritura. Claire Tomalin, en su deliciosa biografía de Samuel Pepys (Samuel Pepys, The Unequalled Self, 2002) destaca una entrada del Diario donde Pepys narra una pelea mayúscula que tuvo con su mujer el 9 de enero de 1663. Lo que fascina a Claire Tomalin es que Pepys se describe a sí mismo en todo el ridículo esplendor de una rabieta doméstica. "La desvergüenza de su auto observación merece calificarse de científica", escribe.
Nadie supo qué impulsó a Pepys, en algún momento de diciembre de 1659, a meterse en la papelería de un tal John Cade, donde entraba a menudo a hojear pinturas y mapas que le encantaban, y comprarse un cuaderno con miras a empezar un Diario el día de año nuevo de 1660. Pepys provenía de una familia plebeya y era por entonces un oscuro empleado de la administración naval. El puestito se lo debía a las intercesiones y contactos de su primo mayor Edward Montagu, posteriormente 1st Earl of Sandwich. Había contraído un matrimonio problemático con Elizabeth de St. Michel, una francesa de familia noble venida a menos y sin dote alguna (un matrimonio desastroso en esos tiempos). Para colmo no se llevaba muy bien con ella –a pesar de que ambos parecían quererse– y no contaba con otro capital para abrirse camino en la vida que sus estudios en Cambridge. Su Diario abarcaría del 1 de enero de 1660 al 31 de Mayo de 1669, cuando se detuvo en apariencia preocupado por problemas en los ojos que muy probablemente se debieron a exceso de trabajo. Mal sabía Pepys que la escritura de su Diario cubriría uno de los períodos más turbulentos de la historia de Inglaterra y su propia, meteórica, ascensión social.
El Diario comienza en la época de la restauración de los Estuardo en la figura de Charles II. La restauración supone un endeble equilibrio tras la sangrienta guerra civil, el regicidio de Charles I y la única experiencia de gobierno republicano inglés bajo Cromwell seguida, a su muerte, de la abortiva sucesión de su hijo Richard. Es la época en que todos los que amaban su pellejo, incluyendo su primo Lord Montagu, cambiaron con menor o mayor suerte de republicanos a monárquicos.
Pepys era un tipo afortunado y tuvo la suerte de que sus protectores, jugando sus cartas con el mayor decoro posible, cambiaron de bandera a tiempo y por lo tanto Pepys emergió del lado correcto de las alianzas. Tuvo mayor suerte aún en que había sobrevivido en 1658 a una operación de cálculo en la vejiga practicada sin anestesia con un instrumental quirúrgico que recuerda a nuestras herramientas de jardín. Tuvo también la suerte de que su sangre no resultaba atractiva a las pulgas ni a los virus y tal vez le haya ofrecido inmunidad natural contra la peste bubónica. Por último, el Gran Fuego de Londres no alcanzó su casa de Seething Lane.
Testigo privilegiado, meticuloso, Pepys procedió en su escritura conforme a los principios que la Royal Society, de la que un día sería presidente, recomendó para el uso de la lengua inglesa: “una manera de hablar ceñida, despojada, natural; expresión positiva; sentido claro, facilidad natural, llevando todas las cosas, hasta donde sea posible, hacia la sencillez matemática”.
La peste, con todo y ser una epidemia imparable como lo es el SIDA desde el siglo XX, pasó a la historia como una enfermedad de pobres, cuyo contagio era exacerbado por la falta de higiene y el hacinamiento en una población diezmada por las privaciones de ingresos bajos e impuestos altísimos. La mayor parte de los nobles y mercaderes ricos evitaron el contagio retirándose de la ciudad. La corte de Charles II se retiró en julio de 1665 a Hampton Court, luego a Salisbury y de allí, para mayor seguridad, a Oxford. No es casual que la dialéctica del color rojo –suspendido entre la vitalidad y derramamiento de la sangre– encontrara su símil en el lenguaje popular. En el Cockney o dialecto londinense de la época, red (rojo) era equivalente de gold (oro). Quien tuviera rojo, tenía oro, y por lo tanto salud. Pero casi todo el mundo se desangraba.
Entre 70.000 y 100.000 personas murieron durante la Gran Plaga de 1665. A los sobrevivientes, los esperaba el Gran Fuego del año siguiente. Y a los sobrevivientes de ambos desastres, los esfuerzos de la reconstrucción de la ciudad y la depredación fiscal de una monarquía de las más extravagantes que ha tenido Inglaterra. ¿Pudo tocarle a alguien vivir en época peor? La respuesta es sí, sin duda.
Mientras escribo esto, regiones enteras del planeta están sometidas en este mismo momento a condiciones tan paupérrimas e insalubres como las de Londres en 1665: carencia de agua potable, ventilación o calefacción; hacinamiento; epidemias; hambrunas; viviendas precarias o inexistentes; violencia y saqueos; indiferencia de las autoridades y de los ricos y poderosos y, en general, del resto del mundo. En números brutales y debido al crecimiento exponencial de la población –y aunque el sufrimiento sea siempre una cuestión de calidad antes que de cantidad– más personas mueren por estas causas ahora mismo de las que murieron por todos los desastres combinados del siglo XVII. Y mientras tanto, como todos sabemos, rumiar estas tristes constataciones no mejora la vida de uno sólo de los afectados por ellas. Sería, a lo sumo, una manera mezquina de privarnos de ser felices cuando, en verdad, intentar la felicidad es la mayor obligación y responsabilidad de todo lo que está vivo.
“Nunca viví tan feliz –ni gané tanto dinero– como en este tiempo de la plaga”, escribía Samuel Pepys, a fines del malhadado año 1665.
Pepys era un sobreviviente nato y había crecido rodeado de muerte. Y tal vez a causa de esa experiencia anterior vivió el período de sangre y de fuego en Londres 1665-1666 en un high similar al de alguien atosigado de cocaína, o como la primavera adrenalínica de un enfermo desahuciado o el rampante carpe diem de un condenado a muerte. Tomalin sugiere que puede establecerse un paralelo entre su comportamiento y el de la gente en tiempos de guerra o bajo amenaza de bombardeos. Y se me ocurre que no se puede descartar la invencible alegría de Pepys por quebrar con su propio ascenso un rígido orden de estratos sociales –el insoportable sistema de clases inglés–, que era otra forma de muerte en vida.
Durante 1665 Pepys había trabajado duro, había aprovechado toda oportunidad de hacer dinero y llegó a cuadruplicar su fortuna. Procuró y obtuvo dos nombramientos que aumentarían su prestigio y ganancias: Tesorero del Comité de Tánger y Supervisor General de Vituallas de la Armada. Fue el año en que lo eligieron miembro de la Royal Society; un nombramiento que lo llevaría a codearse con notables de la talla de Isaac Newton y otros científicos de su generación como el químico Robert Boyle, el arquitecto Christopher Wren, Robert Hooke, William Croone, William Petty, etc. Se daría incluso el gusto de adquirir su propio telescopio de 12 pies y, por supuesto, de proseguir sus aventuras extramaritales tantas veces como tuvo oportunidad. Mientras Londres era arrasada por la pestilencia y las cifras de muertos alcanzaban el punto máximo, Pepys componía cancioncillas durante sus reuniones con amigos en habitaciones de Greenwich y escribió “Todo lo demás conspiró para mi felicidad y placer, más en estos tres meses que en toda mi vida y en tan poco tiempo.”
El otro gran cronista de esta época no es veraz, pero es sincero. Daniel Defoe nació mientras Pepys comenzaba su diario y tenía sólo cinco años en la época de la peste. No pudo haber vivido los acontecimientos que narra, pero su narrador se equipara a Pepys en la capacidad de moverse por la ciudad durante el año de la peste como si fuera invulnerable.
La escritura es un contrato con el lector donde conviene siempre diferenciar la letra del espíritu. En Defoe la letra es falsa, pero el espíritu es verdadero. Aquí los hechos son literales, pero el narrador es la elipsis. A lo sumo, es una conciencia colectiva de Londres, un ciudadano que pudo haber existido o la voz enfermiza de la Dama de Rojo; la voz de un everyman. Los hechos se superponen al narrador y a pesar de lo morboso del tema, se siguen con fruición. En mi opinión eso ocurre porque Defoe consigue atrapar el espíritu de una ciudad que, tanto con o sin la peste, parece siempre hechizada. La peste es solamente la demostración por el absurdo, al igual que el fuego, de que la ciudad es un sitio mágico de generación y destrucción.
Signos en el cielo
El hechizo de la luz de Londres no escapa a ningún visitante o morador, y nuestros cronistas Pepys y Defoe no son excepción. Los habitantes de Londres espejan el comportamiento de la luz y copian de ella sus ciclos de hiperactividad y recogimiento. Tal vez esto sea cierto en cualquier parte, pero en los lugares donde los días están mejor proporcionados –es decir que cuentan con una cantidad lógica de horas de sol y sombra– se vive una ilusión de libre albedrío. En Londres el clima es una dictadura de tan larga data que ha terminado por volverse una autocensura; los días nublados han alumbrado almas nubladas y la ofuscación permanente del cielo se ha vuelto una preferencia de conducta. Podemos siempre culpar al cielo por nuestra falta de iniciativa, echarle en cara lo que estaríamos haciendo en una hipotética tarde soleada. Con deleitable despecho de víctimas climáticas, podemos argumentar que nos vemos obligados a quedarnos en casa, repantigados en el sofá, o usar el frío o la lluvia o la noche cerrada como excusa para quedarnos a dormir en casa de amigos, o demorarnos en cines o bares o pubs o clubes y perder el tiempo sin culpa en compañía de gatos, ordenadores, libros, vino, drogas recreativas o amantes. La tiranía de la luz nos sirve para ocultar el deseo íntimo, irrefrenable, de vivir ceremonias de interior.
Es un deporte fácil que practicamos a diario –y que nos sirve como rompehielos de cualquier conversación– despotricar de víctima a víctima contra esta especie de franquismo meteorológico que padecemos. Pero si alguien se siente a gusto en Londres es porque ya traía las nubes y los cielos encapotados en sí mismo y no sabría que hacer con indefinidos días de sol, así como hay personas que no saben qué hacer con la libertad.
La luz de Londres es mezquina y tiene un efecto hipnótico, adictivo. La mayor parte del tiempo es luz de invierno o de una media estación que podría llamarse inviertoño. La luz del sol irradia a través de un cielo de mármol traslúcido apenas durante las horas en que los londinenses, sometidos al frenesí del comercio, no tienen tiempo de contemplarla. Luego, a media tarde, se recoge en una penumbra de velador. Si estamos en inviertoño, el día se sume de inmediato en una noche cerrada. Si estamos en la otra estación, que podría denominarse primaverano y discurre entre fines de mayo y principios de octubre, se vuelve una especie de sol de medianoche. La latitud de Londres transforma la luz del sol en una lluvia de radiación oblicua que contribuye no poco a esta fantasmagoría.
Bajo la luz de Londres prosperan los hongos y los espíritus saturninos. La arquitectura adusta añade gravitas a la melancolía del entorno. La dureza de los edificios monumentales elevándose sobre el agua metalizada del Támesis y bajo la luz exigua del cielo no solicita la simpatía sino la aprensión. Las callejuelas estrechas y sinuosas sugieren la angustia del laberinto y las hileras de casas idénticas el miedo al doble y el horror a la clonación. La ciudad tiene un trazado impiadoso y si el lector no ha tenido la experiencia de perderse en Londres le basta con alquilar un coche en la ciudad e intentar retomar cualquier camino que se proponga o tratar de ubicar una casa sin saber el número en un barrio residencial. Se perderá. No es casual que los callejones de Londres fueran escenario de crímenes como los asesinatos de Jack el Destripador, o de acosos de sátiros, sitios y abusos de todo nombre que ocurren al amparo del silencio y en la penumbra repetitiva de los callejones. No por nada la ciudad fue la niña de los ojos de Hitchcock, la mimada de los asesinatos urdidos por Conan Doyle, la destinataria de ambiguos piropos por parte de Joseph Conrad, la consentida de neogóticos, anarquistas, ludditas y punks hoy día reciclados en pops subalternos. Por momentos la ciudad es como el rostro de un extraño que se acerca en la noche, caminando muy despacio hacia uno. Le tenemos aprensión y temblamos al cruzarnos con él. Nada ocurre y sin embargo, a poco de dejarlo atrás, nos percatamos de que en su rostro, que alcanzamos a mirar de reojo, no había rasgo alguno. Al darnos vuelta, no hay nadie, y sin embargo seguimos con la impresión de no estar solos y de ser vigilados o perseguidos por ojos invisibles…
La luz del cielo de Londres sugiere malestar y convalecencia. La última visitación de la peste y la violencia de la conflagración fueron anunciadas por signos en el cielo. La predicción podía resultar un truco barato de cámara de horrores de museo de cera, como el Cuarto Separado del famoso museo de Mme. Tussaud. Pero la verdad es que incluso los espíritus más científicos de la época tenían un costado de druidas y adivinos. El más eximio entre ellos era Isaac Newton, que durante 300 años ha sido enseñado en los institutos como un riguroso racionalista. En verdad la versión cartesiana de Newton pertenece a la traducción cultural francesa, que en su día se fascinó e importó de inmediato sus invenciones y adoptó sus progresos en física y matemática. En secreto, Newton fue durante décadas un sabio herético que arriesgaba el pellejo con la práctica clandestina de la alquimia, de la que era un ferviente cultor, y buscaba la piedra filosofal como el que más. También se dedicaba a la adivinación, y mediante complicados cálculos basados en las Sagradas Escrituras llegó a predecir el Armageddon o fin del mundo para el año 2060.
En la época de las cruces rojas sobre las casas y cuando una ordenanza municipal obligaba a los guardianes, cirujanos y enterradores a circular por las callejuelas esgrimiendo varas rojas, no era inusual que un gran presagio celeste de devastación tomara la forma del elemento más caro a la ciudad: un fenómeno ígneo.
En primer lugar apareció una estrella fugaz o cometa durante varios meses antes de la plaga, y al año siguiente otro, poco antes del fuego […]
Estos dos cometas pasaron directamente encima de la ciudad y […] tan cerca de las casas que resultaba claro que importaban algo peculiar para la ciudad únicamente […]el cometa anterior a la pestilencia era de un color lánguido, apagado y desvaído, y su movimiento pesado, lento y solemne, pero […] el cometa que precedió al fuego era brillante y chispeante o, como dijeron otros, llameante, y su movimiento veloz y furioso y […] en forma correspondiente, uno predecía un juicio pesado, lento pero severo, terrible y temible, como fue la plaga; pero el otro predecía un golpe repentino, rápido y feroz como la conflagración.
El Gran Fuego empezó hacia las dos de la madrugada del 2 de septiembre de 1666 en el horno del panadero del rey, Mr Farryner, en Pudding Lane. Mr. Farryner no consiguió extinguirlo y el fuego se extendió a las casas contiguas, todas construidas en madera. A Samuel Pepys lo despertó una criada hacia las 3 de la madrugada. Pepys se levantó, se echó encima una bata y se asomó a una ventana: decidió que el fuego estaba demasiado lejos como para preocuparse y no llegó a figurarse su magnitud. Por otra parte estaba acostumbrado, ya que los incendios eran frecuentes en Londres. Se volvió a la cama, ya que después de todo era domingo. A las siete se despertó otra vez y vio que aunque el fuego parecía más pequeño que en un principio, era porque el viento soplaba hacia el oeste y el incendio se extendía en la dirección contraria. Pepys decidió salir y se fue a la Torre de Londres, para aprovechar sus ventanas altas como mirador. Allí comenzó a preocuparse. Fue a advertirle al Rey que lo que había que hacer era derribar casas para impedir que el fuego se extendiera, un consejo de sentido común que fue acatado y salvó no pocas calles de Londres.
Pepys tomó a su mujer y al igual que todos los que podían permitírselo, se largó en bote al río con todas las pertenencias que pudo salvar y el Támesis se sembró de barquitos llenos de humanos con ojos y linternas chispeantes. Cuando no pudieron más con el humo que flotaba sobre el agua, y Pepys observó que las aves empecinadas por volver a sus techos favoritos se desplomaban con las alas chamuscadas, buscó refugio en una taberna de la ribera opuesta, donde escribió su frase apocalíptica sobre el color de Londres en llamas: "Vi el fuego crecer […] entre iglesias y casas, tan lejos como alcanzaba la vista sobre la colina de la City, formando la más horrenda, maliciosa y sangrienta llama, una llama diferente a la llama de un fuego ordinario".
Esa noche el fuego se extendió desde Cheapside hasta el Támesis, a lo largo de Cornhill, Tower Street, Fenchurch Street, Gracechurch Street y hasta Baynard's Castle, hoy día una zona poblada de bancos y compañías financieras y de seguros. Peter Ackroyd narra que los ciudadanos desprevenidos se quedaron atónitos. No intentaron apagar las llamas y se dieron a la fuga. Aquellos que se quedaron, ciudadanos de "baja extracción", saquearon lo que pudieron de las moradas en llamas. Otros buscaron el refugio del río, a esta altura ya sofocado por el humo y por un diluvio de chispas. Otros escaparon a las campiñas vecinas de Islington, Finsbury y Highgate (hoy día zonas urbanas de Londres) "y desde allí miraron y lloraron".
El detallismo de la crónica de Pepys es a la vez divertido y conmovedor. En sus frenéticas caminatas por la ciudad vio un pobre gato al que sacaban del agujero de una chimenea junto al muro del Exchange, todo pelado después de habérsele quemado el pelaje. Se alió con un vecino para hacer pozos en el jardín, donde escondió valores, sus libros de contabilidad, su Diario, sus vinos y su queso parmesano. Recorrió los lugares de su infancia que ya habían sido arrasados: la antigua iglesia de Saint Paul y todas las tiendas de libreros adyacentes incluyendo la de Kilton, su librero favorito. También había desaparecido la escuela a la que asistió de niño; la iglesia de St. Bride's donde lo habían bautizado; la casa paterna de Salisbury Court y la casa de una prima, donde se había operado del cálculo en la vejiga. A su alrededor, 400 hectáreas y 400 manzanas habían quedado reducidas a ruinas humeantes. El cielo, mientras tanto, flameaba sobre la ciudad primero apestada, luego incinerada, la Dama de Rojo por fin de rodillas. Pepys escribió: “Nos quedamos hasta que, al anochecer, vimos el incendio como un arco de fuego extendiéndose de un lado al otro del puente, y formando un arco sobre la colina de una milla de largo. Verlo me hizo sollozar”.
Esta figura del arco, que es a la vez el arco arquitectónico (arch) y el arco-arma (bow) es uno de los íconos del color de Londres. Es la iridiscencia bíblica que pervive en los cuadros de Turner y de los impresionistas y en la fotografía del Blitz de 1941. El efecto del fuego ha dejado cicatrices psicológicas y al igual que el cometa de la leyenda, pervive en el imaginario de los londinenses. A veces se lo teme, y la amenaza siniestra se refleja en el temor a atentados terroristas o ataques nucleares o meros incendios domésticos. A veces se lo celebra, como ocurre con las fogatas de Guy Fawkes o los fuegos artificiales que se lanzaron desde una hilera de barcazas durante la celebración del Milenio y que volvieron a encender el firmamento en una medialuna de fuego a lo largo del río.
Diosas rojas y guardianes del fuego
De vuelta en el siglo XXI, se deja sentir la secuela del fuego y el estigma de la ciudad sumida en una llama sangrienta. Esto se ve en detalles cotidianos como las pesadas puertas de incendio que entorpecen corredores de edificios públicos, residenciales y corporativos y hacen que nadie sea capaz de avanzar por un pasillo con un legajo en una mano y una taza de café en la otra. Se ve en la obsesión que las compañías aseguradoras tienen con las alarmas de incendio y en la prontitud, ya histórica, con que se consigue evacuar un edificio en Londres al sólo grito de Fire! o no bien comienza a sonar la alarma de incendios. En las oficinas esto ocurre un par de veces por semana y la mayoría de las veces se trata de un mero simulacro de seguridad.
Y el caso más interesante lo constituye la actitud de los ciudadanos hacia el cuerpo de bomberos.
Durante una huelga de la FBU o Fire Brigades Union, el sindicato de bomberos a fines de 2002 –un litigio envenenado que culminó en una huelga en etapas de 8 días en cada oportunidad– el ejército movilizó a miles de soldados para salir a apagar incendios en Londres. Los soldados se vieron obligados a operar unas rudimentarias autobombas llamadas diosas verdes. Las diosas verdes sonunos aparatosos camiones construidos en los años cincuenta, mucho menos eficaces que las diosas rojas, es decir las autobombas de última generaciónequipadas con dispositivos de salvamento avanzado tales como sierras para rescatar a automovilistas de entre los hierros retorcidos de coches accidentados.
Para operar las diosas rojas se requiere entrenamiento especial que los soldados no han recibido. La huelga se transformó así en una guerra entre "diosas de color", donde las diosas rojas llevaban la delantera. Para resultar más aceptables y recauchutadas, a las diosas verdes se les pintó una línea roja a lo largo del chasis, que trataba de legitimizarlas –es decir enrojecerlas– a los ojos de la población. El litigio sindical se tiñó de una nota de color similar al uniforme de los bomberos, la pintura de sus dotaciones y su capacidad de alerta constante o red watch, algo así como "vigilancia roja".
Los bomberos en huelga se paraban frente a los destacamentos, frotándose las manos al inicio del inviertoño y se congregaban junto a los braseros encendidos que conjugaban el fuego, símbolo de su profesión, con el símbolo del paro por excelencia. Por detrás se veían las pancartas con la leyenda cerrado por una paga justa colgando del portal escarlata de los destacamentos.
La administración Blair salió al cruce de la prensa para ratificar que el país no volvería bajo ningún gobierno, pero en particular bajo éste, a la era de las huelgas y conflictos sindicales impulsados por los "rojos" que paralizaron al Reino Unido durante las décadas de los setenta y los ochenta. El partido laborista está desesperado por sacudirse la antigua imagen de rojillos en concubinato con el sindicalismo. Nada les da más vergüenza que su pasado y Blair ha sido la quintaesencia del cambio de rumbo. Si les doy el aumento a los bomberos, proclamaba Tony, ¿qué les diré entonces a los enfermeros, a los policías, a los profesores y al ejército, que tan bien se ha portado en esta emergencia? El país no está en condiciones de afrontar aumentos inflacionarios que se pueden convertir en un contagio a través de los gremios del sector público bla, bla, bla.
Tony se indignaba y su voz se elevaba una octava: ¿Por qué los bomberos se creen un gremio diferente? Esta era una buena pregunta y admitía una sola respuesta: en Londres, sin lugar a dudas, los bomberos son un gremio diferente.
Nadie sacraliza en esta ciudad la imagen de los profesores ni la de los enfermeros ni, mucho menos, la de la policía. A los enfermeros, como a los médicos y trabajadores sociales, a menudo se los acusa de malas, cuando no delictivas, prácticas profesionales y en casos extremos de abuso, a veces sexual, de sus pacientes. A los profesores, y en especial los de instituto, se los acusa de académicos a la violeta o de ser incompetentes o de estar fuera de la realidad o bien de quejarse de gusto. En cuanto a los conductores de autobuses (casi tan desdeñados como los chóferes de taxis) ¿a quién podrían importarle, si nunca consiguen lo mínimo que se espera de ellos, que es una frecuencia de menos de 20 minutos en sus rutas y que no vengan de a tres autobuses al mismo tiempo? A la policía, que no goza de las simpatías de casi nadie, solamente se la recuerda cuando está ausente de la escena de un crimen (siempre), cuando no consigue resolver un caso (muy a menudo) o cuando es corrupta, racista o brutal (con demasiada frecuencia).
Solamente los bomberos son sagrados; una especie de sueño junguiano en el que se espeja la sociedad. Y tal vez por esa razón Blair los quiera convertir en otra cosa. Porque un bombero ejerce en Londres un poder simbólico superior al de los políticos, celebridades y ejecutivos más carismáticos.
La "vigilancia roja" de los bomberos data de siglos, y no ha sido olvidada por una población quemada a través de la historia. Lo que los hace un gremio especial es haber combatido durante siglos contra la amenaza roja, el fantasma de la llama, el espectro de la destrucción de la ciudad.
En Londinium, por orden del emperador Augusto, se designó hacia el año 63 un grupo de vigiles o "muchachos con cubos" que montaban guardia nocturna para prevenir posibles incendios. Tenían la reputación de ser vivarachos y diablillos, quién sabe por qué. Pero al retirarse los romanos en 440, no existió un cuerpo de combate del fuego durante más de 1200 años. En 1212 ocurrió el gran incendio de London Bridge, en el que murieron cerca de 12.000 personas y se conoció como "el Gran Fuego de Londres", hasta que se produjo el de 1666, que lo superó en destrucción geográfica e inmobiliaria, si no en víctimas (en el incendio de 1666 sólo se registra el deceso de unas 20 personas, aunque pudieron haber más víctimas de las que no quedó registro alguno). Desde el siglo XV, cada gobernador o concejal tenía la obligación de nombrar a doce muchachos equipados con baldes de cuero para la prevención de posibles incendios. A esta iniciativa le siguió la invención del pomo, que a su vez se continuó con la invención de una primera bomba de agua. Entonces se acuñó la palabra firemen (hombres del fuego) que corrían jalando la bomba de agua al tiempo que gritaban "Hi, hi, hi!" (Algo así como ¡jay, jay, jay!). Y de esa manera nació la primera autobomba.
Con el tiempo, los gritos de los firemen se volvieron campanadas, luego sirenas. En 1833 se forma el London Fire Engine Establishment, amalgamando 10 brigadas de incendio bajo el liderazgo de James Braidwood. Contaba con 19 destacamentos y 80 bomberos. Tuvieron ocasión de estrenarse en el incendio del palacio de Westminster y de las Casas del Parlamento de 1834, al que concurrieron 64 hombres y 12 autobombas, además del pintor J. M. W. Turner, que inmortalizaría la faena en su acuarela. Recién en 1860 Londres adquiriría su primer autobomba a vapor, que se estrenó oportunamente durante el fuego de Tooley Street, hoy día una de las calles más marchosas del área de London Bridge. James Braidwood murió en esa ocasión, como tantos otros bomberos, combatiendo el fuego. Recién en 1921 se completó la motorización del cuerpo de bomberos. El 7 de septiembre de 1940 empezaron los bombardeos nazis de Londres, que se prolongaron durante 57 noches consecutivas y el 29 de diciembre se produjo el "segundo Gran Fuego de Londres". A menudo se lo ha comparado con el Gran Fuego de 1666, pero la diferencia es que en esta ocasión la amenaza era indefinida y el número de víctimas y de heridas psicológicas mucho mayor. Lo único similar era el arco en llamas sobre el río que ya había contemplado Samuel Pepys en 1666 y que había quedado impreso en la memoria de generación tras generación. En 1941, después de los bombardeos del 10 y 11 de mayo, se nacionalizan los bomberos británicos y se estandarizan rangos, equipo, ejercicios y entrenamiento. En 1948 el control de la brigada de incendios pasa a manos de la LCC, hasta la creación del Greater London Council en 1965. El GLC era un ayuntamiento de Londres propiamente dicho, imprescindible para gestionar una ciudad gigantesca y todo londinense que se precie lo echa de menos. La brigada de incendios de Londres se expande entonces para acomodarse a las fronteras del GLC en Middlesex, Croydon, West Ham, East Ham y gran parte de Surrey, Kent, Essex y Hertfordshire. Con la destrucción del GLC por Maggie Thatcher, los bomberos vuelven a sufrir la suerte variada de los gremios bajo gobiernos conservadores o "New Labour".
La disputa con el gremio de los bomberos se zanjó al fin con un acuerdo salarial y de “modernización” más o menos humillante según a quién se escuche. Pero lo que interesa recalcar es que ha sido la primera vez que los bomberos han ido a la huelga en 25 años y se trató de una literal prueba de fuego para la administración Blair, la primera de peores quemazones que vendrían más tarde. La confrontación con el gobierno atizó durante meses las almas de los londinenses.
En algún sustrato del inconsciente colectivo londinense (si tal cosa existe) los bomberos son los ángeles guardianes de la ciudad, y no se espera que los ángeles se despachen un día cualquiera con reivindicaciones gremiales.
Donde hubo fuego
La costumbre de pintarse de rojo acaso sea el fetichismo exorcista de Londres, una manera de conjurar el fuego que cada tanto la abrasa. Pero su relación con el fuego es tan antigua como promiscua, y complicada. A fin de cuentas, ¿a qué otra autoridad inclemente podría acudir una déspota sin remedio como Londres, para purgarse de sus pecados, sino al fuego que cada tanto la destruye y la rescata de sus cenizas? El fuego –el rojo– la subyuga; el gris –la ceniza– la aplaca. Casi todo lo que ocurre en Londres oscila entre el rojo y el gris.
Esta polaridad, esta ambivalencia, es un aspecto de la idiosincrasia de Londres y hasta cierto punto explica cómo funciona la urbe. El carácter pasivo de sus habitantes, intensamente aplacados, apasionadamente mansos, severos hasta la irritación, incurables fantasiosos, podría tal vez explicarse por la coloración de su ciudad.
Londres es una ciudad de administradores, de banqueros, corredores de bolsa, despachantes de aduana, abogados y agentes de seguros. Tácito sitúa hacia una década posterior a la fundación de Londinium, que puede estimarse entre 43 y 50, la abundancia y prosperidad de mercatores, es decir hombres de negocios. Su actividad anodina, sigilosamente apasionada, espejea el cielo perpetuamente nublado bajo el cual se producen sus intercambios y transacciones. El Londres interétnico, pionero del diseño, la experimentación social, la industria del espectáculo, la moda y desde luego el teatro y la música, descansan sobre la estructura anterior. En otras palabras, la ciudad “laboratorio del mundo”, que hace a menudo tener la sensación de que cuando uno viaja hacia otros lugares (incluyendo el resto de Inglaterra) no lo hace desde un punto en el espacio sino desde un tiempo futuro, reposa sobre un vasto plegamiento de materia gris que se remonta a la época de la fundación romana.
Londres es el resultado de un prodigioso esfuerzo ceniciento. Es una ciudad gris y su industria es tan gris como su cielo. El cielo es del color de la peste y para los que vivimos bajo su influencia el color rojo de muros y transportes y detalles, más que un exabrupto, supone una forma de moderación. Bajo su cara de piedra la Dama de Rojo vibra en lo íntimo como una jugadora de póquer. Bajo su rostro cetrino, hay fuego. Bajo su apariencia adusta, anodina, Londres es una ciudad de ardientes soñadores. Una ciudad roja.
Rojo y gris; la peste y el fuego que la purifica, son parte de una misma combustión. La ceniza, por otro lado, es la antítesis del fuego. Pero no hay uno sin el otro. La periódica visitación del rojo a la ciudad podría ser el famoso castigo divino por sus excesos licenciosos y mercantilistas. Una venganza del rojo sobre el gris. Tanta actividad clerical, infundida al mismo tiempo de la pasión más abyecta, debía encontrar más tarde o más temprano su correctivo ígneo o su derramamiento de sangre. Por eso la vocación roja de la ciudad es una forma de purgar su melancolía y de restablecer su equilibrio.
En un paisaje deslucido, junto al agua gris del Támesis y de los numerosos canales que se construyeron para penetrar la ciudad con mercaderías que iban y venían de ultramar hacia las válvulas de un imperio ya extinto, empecé a escribir estas líneas. De vez en cuando, al levantar la vista del ordenador, veía por la ventana el agua que se despeinaba por efecto de ráfagas huracanadas una tarde de vendaval del inviertoño de 2002. El viejo río se encrespaba ante los edificios severos del Royal Maritime Museum y del Observatorio de Greenwich y una maloliente planta energética que lanzaba una columna de humo químico con un vago olor a vinagre por su chimenea.
Fui a prepararme un té y del otro lado del apartamento, por la ventana de la cocina, observé a la distancia el paisaje del futuro: las nuevas estructuras metálicas y cristalinas de Isle of Dogs. En medio de aquella monotonía gris (bruma del cielo, solidez del metal, frialdad de vidrio) vi pasar por la calle un coche rojo; en seguida me saltó a los ojos la roja cortina metálica de la cochera de un vecino; una persona pasaba por la acera envuelta en un gabán rojo que la destacaba; alguien había pintado de rojo la verja de su casa…
De pronto el color del fuego, el color moderador, estaba por todas partes. La atmósfera cenicienta era matizada aquí y allá por los grititos de la Dama de Rojo bajo la forma de autobuses, cabinas telefónicas, puertas-garaje, carteles. Y en ese entorno apagado, la nota de color estridente era como una carcajada en el silencio de una biblioteca imperial, y tan necesaria.
Jorge Omar Viera