el interpretador narrativa

El �ltimo en dormir

(extracto: dos relatos breves)

Alci�n Editora, 2007

por Diego Tati�n

Anacron�a de un escritor mediocre

����������� Ese que est� sentado ah�, con la cabeza apoyada en la mano, bajo la luz de la l�mpara, peleando contra el sue�o, es mi padre. Lo veo sin que sepa que lo veo. Morir� pronto. Nunca le� los libros que escribi�. Ya no puede escribir, le gana el sue�o o la desaz�n al cabo de un instante frente a la hoja en blanco. No se lleva ning�n secreto, a no ser el secreto de s� mismo que a nadie le incumbe sino a �l, como sucede con cada criatura que muere, y saldr� del mundo sin llamar la atenci�n, queriendo que nadie lo note. Cuando era ni�o me dijo que todo pasa muy r�pido y que saber eso no sirve para nada. No se lleva ning�n secreto, a no ser que la ley de la vida lo sea, y el hijo de mi hijo ni siquiera sabr� su nombre. Lo miro cabecear in�tilmente mientras le cae un hilo de baba sobre la hoja. Es un extra�o, no hay nadie que no lo sea, tampoco �l. Lo miro y es como si nunca lo hubiera visto antes, como si fuera la primera vez. Hay en los rostros una intensidad insoportable, como si no fueran por completo de este mundo; tal vez por eso un mecanismo en la mirada, algo como una reticencia �ptica, nos impide verlos plenamente: toda mirada que ve un rostro est� afectada de una distracci�n, incluso, sobre todo, cuando es el de alguien pr�ximo. Quien no lo crea que intente recordar la cara de su padre, o de su hijo. Ahora mi padre dormita, o s�lo cavila con los ojos cerrados, apoyado sobre la mano izquierda; su vida se ha consumido en el candil del sue�o. En los a�os, su cuerpo se aliment� y se reprodujo como el de cualquier animal; en breve morir� sin haber dejado tras de s� nada excepto eso, y algunos libros ya olvidados que no habr�n de sobrevivir a su vida siquiera un d�a. �Qu� he compartido con el hombre que ahora se est� yendo, y al que miro casi por primera vez?, me pregunto. �Qu�, a no ser el azar de transitar el tiempo y haber sido ni�o junto a �l? Lo miro ahora, delatado por esa l�mpara, debatirse con los espectros de la vida vivida, y lo dejo solo, aunque �l no lo haya hecho conmigo a la hora de enfrentar las necesidades de la vida por vivir. Esto siempre ha sido as�, me digo. Ninguna soledad mayor y m�s inevitable que la captura en el pasado, cuando una existencia se compone s�lo de un tiempo ido, espectral, y un coraz�n que apenas late. Exactamente ese, eso, es mi padre ahora, sentado frente a una hoja blanca en la que quisiera escribir sin poder hacerlo, pues apenas si le cae sobre ella un hilo de baba; quisiera escribir, si pudiera, cu�l es la ley de la vida. Tal vez se haya dormitado adrede, para reponer las �ltimas fuerzas y poder hacerlo, poder escribir, aunque sea en una breve l�nea, cu�l es la ley de la vida. Mientras as� dormita o cavila, no piensa en su propio padre, ni en su hijo, ni en su infancia; se concentra s�lo en poder escribir, en poder hacerlo por �ltima vez para, en apenas una l�nea, decir cu�l es la ley de la vida. Piensa, mientras dormita, que debi� haberlo hecho antes, cuando pod�a a�n escribir. Pero antes escrib�a de otras cosas y no sab�a cu�l era esa ley. Ahora que sabe, ya no es capaz de escribir. Si al menos hubiera escrito una p�gina...�

����������� Mi padre muri� ayer. Entre sus papeles, encontr� este, cuyo sentido no logro descifrar. Al parecer tiene ya muchos a�os.

El desv�o

����������� Sent� la mano curtida de mi abuelo moviendo suavemente mi cuerpo de ni�o. Vamos, arriba ?dijo el viejo entusiasmado. Quiero que hoy me acompa�es a votar. Los socialistas votamos temprano porque a la tarde van los fascistas. Es la regla, hay que apurarse.
����������� Cuando salimos el sol apenas hab�a tocado la fr�a ma�ana de domingo. �Qu� es ser socialista?, pregunt�.
����������� El viejo retard� el paso, qued� pensativo, sin decir nada y cada vez m�s abstra�do, como si hubiese ca�do en un pozo de melancol�a. Envuelto as� de repente en un silencio y una lentitud, dobl� en una direcci�n que nos alejaba de la escuela donde se votaba. Llegamos a una plaza de �rboles a�osos en la que no hab�a nadie aparte de unas palomas. El viejo se detuvo en un sitio retirado del camino que la cruzaba y me pidi� que lo ayudara a acostarse sobre el suelo. Puse mi abrigo debajo de su cabeza y me sent� junto a �l. Cerr� los ojos y acarici� el c�sped con los dedos, moviendo suavemente las manos. Despu�s permaneci� inm�vil, respirando de manera algo entrecortada; supe que no dorm�a por un gesto que hac�a a veces con la boca. Al cabo de un tiempo que me pareci� muy largo, con un hilo de voz que apenas pude o�r, dijo: Valeria. Murmur� el nombre con dificultad y con dolor, como si no hubiera sido pronunciado por mucho tiempo, como si fuera el fruto prohibido arrancado de una profundidad rec�ndita, como si el anciano hubiera sido finalmente vulnerado por la insistencia de una antigua amenaza. Luego volvi� a su silencio concentrado y al cabo de un momento, entonces s�, agotado, el rostro se distendi� y la cabeza se inclin� hacia el costado. Mientras el viejo dorm�a, yo permanec� sentado, esper�ndolo, contemplando su sue�o de animal tenue.
����������� Cuando despert�, el d�a ya era pleno y la plaza estaba habitada con su poblaci�n habitual de ni�os, vendedores y parejas de amantes que deambulaban sin preocupaciones. Lo ayud� a incorporarse y sacud� en su espalda algunas hojas secas y peque�os tallos de hierba. Abandonamos la plaza y tomamos una calleja lateral en la que nunca antes hab�a estado.
����������� -Abuelo, �qui�n es Valeria?, pregunt�.
����������� -Es una historia larga. Nos sentemos un momento en la escalera de esa casa, parece abandonada. Cuando ten�a tu edad viv�a en un pueblo muy peque�o que hoy ya no existe, en una casa grande en la que tambi�n viv�an mis padres, mis hermanos, mis abuelos y muchos perros. �ramos felices. Hasta que una noche primero rodearon la casa y despu�s entraron como salvajes. Se divirtieron con las mujeres delante de los hombres, despu�s mataron a los ni�os y a los hombres delante de las mujeres, y despu�s tambi�n a ellas. Yo lo vi todo por la ranura de un armario en el que hab�a alcanzado a entrar para esconderme cuando escuch� las patadas en la puerta y los gritos. S�lo mi madre pudo ver que entr� all� y cada tanto miraba hacia mi lugar desde la tormenta de horror en la que estaba. Creo que en un momento pudo encontrar mi ojo devastado a trav�s de la hendija del armario. Esa mirada, la �ltima de mi madre, atraves� los d�as en mi pupila.
����������� Sal� de mi escondite muchas horas despu�s, en mitad de la noche, aunque la horda de asesinos se hab�a ido apenas termin� lo que hab�a venido a hacer. Camin� sobre los cuerpos sin detenerme en ninguno y sin mirar atr�s. Cada rinc�n del pueblo estaba vigilado pero pude escaparme, ayudado por la oscuridad y por los perros, que misteriosamente no ladraron. Despu�s de muchos meses llegu� a Marsella con una familia que tambi�n hab�a logrado huir. Consegu� trabajo en el puerto junto a otros miserables. All� conoc� a Valeria. Era una muchacha varios a�os mayor que trabajaba limpiando letrinas en las pensiones para pobres del puerto. En una de ellas dorm�a yo, en una cama junto a otras muchas donde dorm�an mezclados ni�os y adultos, hombres y mujeres que hablaban todas las lenguas. Nos hicimos amigos una tarde en que la ayud� a juntar unas naranjas que se desparramaron al ca�rsele la bolsa cuando unos muchachos la llevaron por delante adrede y siguieron su camino riendo y diciendo obscenidades. Desde ese d�a siempre me tra�a un poco de la comida que preparaba para ella y nos qued�bamos conversando hasta la hora en que deb�a volver al puerto. Me pregunt� mi historia y me abraz� conmovida cuando se la cont�. Me dijo que ya hab�a dejado de ser un ni�o y que deb�a irme de Marsella antes de que fuera tarde. En el puerto la vida se pierde sin saber c�mo y la muerte llega en plena juventud. As� suceder� con los chicos que me hicieron caer las naranjas, dijo.
����������� Poco tiempo despu�s una noche, cuando apenas me hab�a dormido sent� que alguien acariciaba mi rostro en la oscuridad, e inmediatamente la voz de Valeria en mi o�do. En la madrugada, dijo, sale un barco a Sudam�rica. Hab�a hablado con el capit�n, que acept� llevarme si pagaba el viaje con trabajo. Debes irte sin falta en ese barco, suplic�, y antes de que yo atinara a decir nada bes� mis labios, subi� sobre m� con delicadeza y precisi�n, y me am� mientras me tranquilizaba suavemente con su mano. Inm�vil, sent� que la ola de un mar desconocido se descargaba sobre m� y me arrollaba con exquisita violencia. Cuando logr� recuperar el habla le dije que viniera tambi�n, que ir�amos a Sudam�rica juntos. Est� bien, dijo, nos encontraremos en cubierta.
����������� Sub� a bordo cuando el barco ya casi zarpaba. Busqu� a Valeria por toda la cubierta, pero no estaba. Jam�s volv� a verla. Gracias a ella estoy aqu� y fue de ella, de Valeria, que escuch� la palabra por primera vez, sin entenderla en ese momento. La dijo una noche mientras me ve�a comer con apetito y con alegr�a la comida que me hab�a tra�do.
����������� -�Qu� palabra, abuelo? ?pregunt�.
����������� -Socialista. Me dijo que era socialista y que yo tambi�n iba a serlo. Cuando le confes� que desconoc�a el significado de ese t�rmino, s�lo contest� que era algo tan inevitable como el hambre. Desde ese d�a es para m� una palabra encantada que envuelve todas las cosas. Hoy pienso en esa muchacha que limpiaba letrinas y la siento casi como una ni�a. Aunque no puedo recordar su rostro, no he olvidado su voz en la oscuridad, que vuelve n�tida cuando cierro los ojos. A cierta edad nunca se sabe muy bien lo que ha sido real y lo que ha sido s�lo un sue�o. Apenas la voz de Valeria, la mirada de mi madre...
����������� Qued� un momento en silencio y despu�s dijo: volvamos a casa, se nos hizo demasiado tarde para ir a votar.���

Diego Tati�n

el interpretador acerca del autor

Diego Tati�n

Doctor en Filosof�a y Doctor en Ciencias de la Cultura. Es tambi�n Profesor de Filosof�a Contempor�nea y de Filosof�a Pol�tica en la Escuela de Filosof�a de la Universidad Nacional de C�rdoba. Actualmente, se desempe�a, adem�s, como docente de cursos de posgrado en la UNC y en otras instituciones acad�micas nacionales y extranjeras. Es autor de numerosas publicaciones. Entre ellas desatacamos: Detr�s de las puertas (relatos), Ferreyra Editor, C�rdoba, 2003, 85 p�ginas y Una pol�tica de la cautela, en Horacio Gonz�lez (comp.), C�ncavo y convexo. Escritos sobre Spinoza, Altamira, Buenos Aires, 1999, pp. 69-87.

Publicaciones en el interpretador:

N�mero 15: junio 2005 - Relatos cortos (narrativa)

N�mero 19: octubre 2005 - Dos relatos pertenecientes a Babuino (narrativa)

N�mero 23: febrero 2006 - Babuino (narrativa)

Direcci�n y dise�o: Juan Diego Incardona
Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
Control de calidad: Sebasti�n Hernaiz

Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Gottardo Ciapanna, Adamo ed Eva (detalle).