Alguien –no el cartero, pues el sobre no tenía sello postal- había arrojado la primera carta, una mañana de noviembre, por debajo de la puerta. No recuerdo su contenido, que ni siquiera terminé de leer, pero la letra era evidentemente masculina, y la tomé como una broma. Tiempo después llegó otra, esta vez enviada por correo, que sí leí hasta el final. No había en la redacción de esta ningún tono de broma y sí algo como una paciencia, o una serenidad. Transcribo.
“Estimada Laura: no haga inútiles esfuerzos por imaginar quién soy; usted no me conoce –aunque yo a usted sí. Permítame en tanto tratarla de usted; es el modo en que me resulta más espontáneo escribirle por razones que ni yo mismo alcanzo a comprender bien. Y sobre todo no tema, no significo ningún peligro –le diría, incluso, que soy más bien de natural cobarde. La historia que podría contarle es larga, y aunque tendría por decirle muchas cosas que le conciernen, pues la protagonista es usted misma, no recordaría nada de lo que le diga: se trata de esos momentos de una persona que se pierden en el río del tiempo, por banales o por anodinos. Lo cierto es que soy un coleccionista de esos momentos suyos; más diría, soy su propietario legítimo y único puesto que ni usted misma los recuerda ya. El azar ha sido la sola colaboración recibida para emprender una tan preciosa colección.
La primera vez que la vi, usted no tenía más de dieciséis años y viajaba en un ómnibus con un muchacho de su edad sentado a su lado. Era conmovedor el contraste de la belleza, la alegría y la locuacidad en las que usted estaba envuelta, con el terror silencioso y taciturno del chico, claramente perdido por el amor que por primera vez lo arrastraba en la vida sin dejarle siquiera insinuar una reacción –sin permitirle incluso mirarla por más de un segundo.
A decir verdad no sé cuanto tiempo pasó hasta que volví a encontrarla, pero el hechizo –esta palabra es más exacta que enamoramiento- de ese viaje en ómnibus no se había disipado, más aún había crecido. Lo cierto es que me encontraba con usted casualmente con una frecuencia sin lógica. Una vez usted salía de una biblioteca mientras yo entraba; en otra oportunidad comía usted sola en un bar mientras leía el diario (yo me senté en la mesa de al lado y recuerdo que dos cosas me impresionaron: su lectura atenta de las noticias económicas y políticas -en las que una muchacha de edad adolescente jamás se detiene; y la manera distraída y perfecta en que usted se sacó el pullover -no sé si estará de acuerdo conmigo en que ese gesto es el más sensual que puede hacer una mujer: la nitidez del torso y el pecho se revelan como de ninguna otra manera, tal vez por el alzamiento de los brazos, tal vez por la cobertura de la cara antes de que la prenda acabe de salir). En otra ocasión usted hacía cola en un banco, un poco más adelante que yo. Debo confesarle que, acaso debido a lo favorable que resulta para el coraje una circunstancia de espera, fue cuando más cerca estuve de acercarme a usted. Con la alianza de ese tiempo inútil, trataba de pensar qué decirle y me prometía que antes de que usted avanzara demasiado en ese pequeño viaje hacia el cajero yo me pararía junto a usted –y estoy seguro que me hubiera tomado con la mayor naturalidad, casi como si me esperara- y le diría alguna cosa. Pero no pudo ser así. Llegó el momento en que usted pagó y, sin apuro, se fue.
No tiene importancia que yo siga describiéndole las otras veces que me fue deparado encontrarla. Lo cierto es que usted dirá: lo que acaba de decirme puede serle dicho a cualquier persona, incluso a una que no ha visto nunca sin posibilidad de equivocación, pues se trata de situaciones incontrastables, en las que todos nos hemos hallado alguna vez. A lo que le respondo que no es mi propósito que usted me crea. De todos modos voy a contarle algo que va a servirle de prueba. Cuando usted cantaba en el teatro mayor, me incorporé al coro sólo para estar más cerca suyo. No duré mucho tiempo y jamás cambiamos una palabra. Un ensayo en que cantábamos un fragmento de la Pasión según Mateo, yo estuve su lado, sosteniendo la misma partitura, y dos veces le rocé la mano sin que usted al parecer lo advirtiera. Descuento, de más está decirle, que usted no me recuerda por esa breve proximidad
Discúlpeme ahora si resulto brusco con esto que voy a decirle. Al terminar un ensayo –en realidad no recuerdo si fue ese día u otro-, no pude evitar la tentación de seguirla mientras usted iba hacia una zona del teatro que nadie frecuentaba, un lugar umbrío con trastos arrumbados, máscaras, trajes, objetos de utilería. No fue obscenidad ni voyerismo lo que me hizo permanecer escondido allí cuando uno de los barítonos llegó detrás suyo, le arrancó el vestido de un manotazo –casi como si hubiera estado convenido- y la poseyó por detrás ahogando su grito con una mano y golpeando sus senos con la otra. Al principio sentí indignación por lo que presumía era el dolor que debía sentir (y aunque estuve a punto de intervenir, la cobardía de la que le hablé me lo impidió); después poco a poco fascinación al comprender que allí había únicamente placer. No voy a entrar en los detalles pero lo vi todo. Si se lo cuento es porque no lo habrá olvidado usted y para que se le disipen las dudas sobre mi veracidad que podría haber abrigado con justicia hasta este momento.
Para ser honesto debo decirle que la he seguido otras veces, y que no en todos los casos querría saber que he visto lo que vi. Por ejemplo la noche en que usted y ese hombre que estaba en la mesa contigua, y al que sin duda no conocía hasta ese momento, entraron al baño del bar, uno detrás del otro, creyendo que todo pasaría inadvertido. Desde luego usted no tenía ni tiene porqué sospechar la perspicacia grosera que es propia de los mozos y, para desgracia suya, también de los parroquianos que se hallaban en ese momento. No se avergüence, conozco la vida aunque no sepa vivirla.
Esta carta está siendo demasiado larga. Seguiré enviándole otras. Voy a pedirle una cosa. El martes a la siesta vaya a la calesita del parque central –es la única que hay de manera que no puede equivocarse-, y observe atentamente el caballito de color blanco que está detrás del pequeño avión azul”.
Releí el texto con una extraña tranquilidad, sin la vergüenza que hubiera sido natural ni la inquietud que hubiera sido prudente. Durante los dos días que transcurrieron hasta el martes estuve tomada por la impresión que esa carta me produjo. El lunes a la noche tuve un sueño con el coro, intenso y largo; la hoja con la partitura que había frente a mí se volvía toda negra, el Director me miraba y se tentaba de risa hasta que, para desconcierto mío, hubo que interrumpir a causa de la risa de todos incluido Paulo, el barítono mencionado en la carta con quien, en efecto, había tenido una relación sentimental breve y después un desencanto largo.
El martes a las dos llegué al parque central, al que no iba desde niña, y de inmediato pregunté por la calesita. Estuve un rato a prudente distancia, sin ver a nadie en los alrededores -a no ser, un poco más allá, una pareja con tres niños; la calesita, que atendía un viejo de gorra, daba vueltas aunque nadie había subido en ella. El caballo blanco no tenía la cabeza de un caballo sino de un ángel. Cuando pasaba, los ojos del ángel miraban a quien lo miraba hasta que desaparecía un instante para volver a aparecer y a mirar como si hubiera algo vivo en él. El efecto era extraño, y no se disipaba con la repetición. Sentí de repente la ridiculez en la que me encontraba, esperando algo sin saber qué o quién, expuesta por completo mirando estúpidamente dar vueltas una calesita sin niños.
Al abrir la puerta de mi casa, advertí la carta. Era más breve. Decía esto:
“Estimada Laura: muchas gracias por haber ido, estaba seguro de que sería así. Sin dudas habrá advertido la mirada de ese angelito equino, según mi parecer uno de los objetos más misteriosos de la ciudad. Hay muchas miradas perturbadoras de criaturas aparentemente sin vida que podría mostrarle, dispersas por toda la ciudad –una de las más impresionantes es la de un camello que aparece en un cuadro de la exposición permanente que encontrará en la última sala del museo de la calle angosta. No voy a pedirle que vaya al museo, ahorremos tiempo. En cambio, si fuera tan amable, vaya el jueves a la siesta hasta la jaula del babuino, en el zoológico. Ya no la molestaré con otra carta. Si finalmente no llego es que no me atreví a hacerlo, y entonces olvídese de mí”.
Me gusta el olor de las bestias, intenso en verano. Bajé las largas escaleras de entrada al zoo con los ojos cerrados, dejándome atrapar por la atávica agitación de la sangre que produce la inminencia de animales salvajes, y que habrá sido intensa alguna vez. Una excitación infantil me llegó desde alguna parte remota de mí misma mientras caminaba sin rumbo preciso entre las criaturas cautivas.
Indicando un pequeño camino lateral que se perdía entre árboles inmensos, un cartel anunciaba al babuino. La senda que apartaba del conjunto y conducía a su jaula concentraba una algarabía de chillidos de pájaro que se volvía insoportable. Llegué ensordecida al babuino y lo vi de espaldas. Estuvo un largo rato sin volverse; cuando lo hizo, casi antes de ver su cara, sentí el odio. Se aproximó lento a los barrotes, se tomó de ellos y me miró con un odio cada vez más intenso, un odio que jamás había percibido antes. Un odio que por una comunicación extraña despertaba una fuerza en mí, como si mi cuerpo comenzara a liberar una energía primitiva dormida durante siglos. Los sonidos anárquicos de los pájaros formaban una capa sobre nosotros, y producían un efecto de intimidad que aislaba aún más del resto del mundo el rincón solitario del babuino; su mirada me transportaba y me transformaba, envolvía mi cuerpo húmedo con una ola de placer, que era el reflujo de su odio prístino.
Emitió un sonido y gritó; sentí con gozo indescriptible que mi carne se desgarraba en alguna parte. Después hubo un silencio de pájaros.
Diego Tatián