Revolucionario
Desde la madrugada, una agitación anormal colmó las plazas de los barrios; se encendían grandes hogueras y se debatía con ardor. Los puntos en los que habría barricadas fueron discutidos hasta la extenuación, sin llegar a ningún acuerdo. Los estudiantes, que habían tomado la Universidad hacía ya varios días, estuvieron toda la noche alerta, esperando el desalojo policial que nunca llegó. Por fin, con la primera claridad, comenzó la movilización de columnas de trabajadores y desocupados. Quien ha participado en cientos de manifestaciones intrascendentes siente casi en la sangre cuando la cosa va en serio. Esta vez iba en serio. Estábamos a las puertas de una masacre o ante la caída del gobierno –o, lo más probable, sucederían ambas cosas. A media mañana, la ciudad quedó envuelta en el humo denso de las gomas ardiendo pero todo transcurría con tranquilidad, salvo algunos vidrios rotos, unos pocos autos destrozados y los evidentes presagios de muerte que había en el aire. Durante un tiempo, replegada, la policía dejó hacer sin reprimir. Pero hay un instante furtivo y muy misterioso en las demostraciones sociales, un instante en el que la que violencia se abate, fulminante como una descarga eléctrica, sin que se sepa muy bien cómo ni de dónde, y se pasa por fin de la paz a la guerra. Comenzaron a sonar disparos mientras de todas direcciones prorrumpían carros de asalto a gran velocidad, embistiendo contra la multitud en desbandada y en pánico. Vi que mucha gente caía. En medio del humo y de las corridas desesperadas, vi a un niño de tres o cuatro años que seguía paradito, inmovilizado por el terror, aferrado a la mano que su padre, al caer, no le había soltado. Vi a un hombre arrollado por un vehículo enloquecido que continuó su marcha luego de casi volcar por el impacto. Me escabullí por una calle angosta y corrí durante un tiempo que no podría precisar. Al llegar a la Iglesia de San E., muy tranquilamente, como de otro mundo, como en otro mundo, salía una mujer cuyo paso despreocupado me resultaba familiar. Me aproximé a ella, incrédulo. “¿Laura?”, alcancé a decir. “¿Qué está pasando?”, balbuceó como si despertara de un sueño de siglos pero dócil y sin sorpresa. Tuve el instinto de abalanzarme sobre ella justo a tiempo y caer en un costado cuando pasó, frenética, una ambulancia sin sirena. Sentí que su cuerpo estaba húmedo. Sentí, más bien, que estaba empapado. Sentí que Laura no era sólida sino casi líquida. La tomé de la mano y comencé a correr arrastrándola conmigo. Al poco tiempo, estábamos emboscados en mitad de una calle por la que venían policías en ambas direcciones, disparando hacia la gente que había quedado aprisionada. En un rapto de lucidez, con un movimiento preciso, Laura abrió una puerta cancel con vidrios opacos, me empujó adentro y cerró. La otra puerta, la que daba a la casa, era de madera sólida y estaba cerrada. Quedamos en un espacio minúsculo que había entre las puertas, viendo pasar las sombras, oyendo los disparos y los gritos. Yo estaba apoyado contra la pared y Laura, de espaldas, apoyada contra mí, encerrada entre mis brazos. Quedamos así, inmóviles y conteniendo la respiración. Al cabo de unos momentos, comenzó a mover su cuerpo contra el mío. Desconcertado, sin entender, sentí la erección inmediata como a mi pesar, mientras Laura tomaba una mano mía sin dejar de moverse de atrás y comenzaba a chuparme los dedos y gemir. Le tapé la boca con la mano, que intentó morder, y con las suyas se levantó la pollera, bajo la que no había nada. Con un movimiento eximio y veloz –siempre de atrás- sacó mi verga y la apretó con fuerza. Nos sobresaltamos por el golpe de un cuerpo contra la puerta; era el de una mujer que gritaba: “por favor, por favor, tengo dos niños pequeños”. Al cabo de un segundo de terror (estábamos separados de esa escena sólo por un vidrio) Laura se penetró –esta es la expresión exacta- conmigo, mientras un torrente líquido caía de su cuerpo. De alguna parte saqué la conciencia que me permitió taparle la boca para ahogar el gemido y que me permitió no gritar. Lo próximo de lo que tengo memoria es estar desvanecido en la oscuridad, entre el piso y la pared, con el cuerpo de Laura sobre el mío. Nos paramos en medio de la oscuridad y del silencio. Abrí la puerta muy despacio y me asomé. La calle estaba desierta, sólo un perro olisqueaba un tarro de basura volcado. Salimos de la mano, sin mirarnos, sin hablar.
Carnaval II
Las mujeres suelen quedarse solas por demasiada inteligencia o demasiada libertad. Nada ahuyenta a los hombres tanto como esa demasía, que antes o después –casi siempre después- aborrecen con certeza antropológica. Mi soledad, debo decir, no se debe a una cosa ni a la otra. Si la inteligencia tiene que ver con la capacidad de encontrar el significado de las cosas, carezco totalmente de ella, absorbida por completo en cuerpos y seres de los que nada aprendo y cuyo sentido ignoro. En cuanto a la libertad, si alguien, para bien o para mal, cree que es lo que guía mis actos, no se engañe. La libertad es un ejercicio de sí; a mí sólo me suceden cosas extrañas como por destino.
O la soledad, o el destino, o un cierto reverbero de la infancia me llevaron esa noche de carnaval al suburbio en el que viví cuando era niña. Caminé entre personas enmascaradas o pintadas que arrojaban serpentinas y papeles de colores. En un costado, un payaso divertía a un grupo de niños; la música, el aire templado y un tranquilo entusiasmo envolvían la fiesta popular, la fraternidad de los humildes que gozaban unos de otros, la alegría colectiva de los sencillos que bailan y ríen sin importarles la pobreza. Ancianos, niños y jóvenes se mezclaban indistintos, como si por un momento se hubiera desvanecido el tiempo y todas las criaturas tuvieran la edad de la noche. Una ola de elemental comunidad recorría suave la multitud de corazones simples, que comparten el placer austero de la vecindad humana, el vino, la tierra y el pan.
Desde alguna parte del arrullo de fraterna generosidad que embargaba los cuerpos, una voz irrumpió nítida denunciando al ladrón y se vio a un muchacho correr, o intentar hacerlo, unos pocos metros hasta ser detenido por varios hombres. Sin que la música se interrumpiera, la multitud se agolpó en el fondo de un descampado contiguo, donde arrastraron al muchacho aterrado y mudo. Traté de abrirme paso entre la gente pero quedé atascada, como presa de un torbellino que me movía con él. Pude ver cómo comenzaban a golpear al ladrón, primero a puñetazos en el estómago y en la cara, que comenzó a manar abundante sangre, y luego, cuando cayó, a patadas en la cabeza y en todo el cuerpo. Las luces iluminaban las pieles sudadas y las máscaras parecían cobrar vida en medio de las risas, los gritos y el éxtasis general. Yo por momentos perdía de vista la escena y un instante después la veía nuevamente, según el movimiento que me arrastraba hacia un lado y otro. Cuando el animal de mil cabezas que formaba la muchedumbre quedó por fin inmóvil, sentí detrás de mí el cuerpo de un hombre y la erección de su miembro. Primero respiró entrecortadamente en mi nuca y después, detrás de una máscara de goma, mordió con fuerza entre mi hombro y mi cuello. Sin poder dejar de mirar cómo seguían golpeando al muchacho ya desarticulado como un pelele y con la cara deshecha, sentí la penetración, que me distrajo del dolor que la dentellada producía en mi cuerpo, y expresé con el mismo grito la sangre en mi piel desgarrada y la inundación de placer dentro mío.
La muchedumbre comenzó a descomprimirse de a poco, como abatida; la música dio lugar a un silencio general y el éxtasis a un agotamiento desorientado. Vi por última vez el cuerpo desnudo, embadurnado de sangre y de tierra, que yacía sin vida y en una posición extraña, como una marioneta después de la función. Sin darme vuelta acomodé mi ropa y me perdí en la claridad aún sin sol que delataba las casitas humildes y las tranquilas calles de tierra.
Diego Tatián