el interpretador ensayos/art�culos

Problemas culturales y econom�a pol�tica:de las condiciones de la cr�tica a la necesidad de las purgas

por Claudio Iglesias y Dami�n Selci

1- Para qu� la cr�tica

Si analiz�ramos hist�ricamente la evoluci�n del cuerpo de discursos, pr�cticas laborales y emociones pat�genas que asociamos con la idea de ?teor�a literaria?, si intent�ramos un esbozo de comparaci�n, p.ej., entre la situaci�n de esta ?disciplina? a comienzos de los a�os ?80 y en el presente, dejando de lados detalles relacionados con las distintas coyunturas, ver�amos que el mayor rasgo distintivo entre ambos escenarios, en el punto tocante a la proyecci�n misma de la teor�a como modelo susceptible de ser elaborado, reproducido y aplicado, radica en la emergencia hoy insoslayable de un interrogante que en los ?80 estaba resuelto: �qu� leer? En efecto, el joven cr�tico de hace 25 a�os no necesitaba formularse esta pregunta, que ya ven�a decidida en la misma definici�n del campo: dado que hablamos de teor�a literaria, hay que leer a los te�ricos de la literatura, i.e. a los especialistas franceses de mediados de los ?50 que descubrieron las estructuras, a los marxistas ingleses que vislumbraron la categor�a de ?formaci�n cultural? y a toda la extensa progenie de estudiosos de la cultura, fil�sofos, historiadores y psicoanalistas que ambas revelaciones depararon por igual (de la deconstrucci�n a los estudios pos-coloniales y m�s all�). Esta pregunta puede seguir siendo respondida del mismo modo y, con pocas variantes mencionables, las listas-s�bana de los programa de estudio de teor�a literaria permanecen, hoy en d�a, ostensibles. El punto es que pretender que la agenda cr�tica deba permenecer invariablemente atada a esta selecci�n �ulica de autores y perspectivas te�ricas (cuyo mismo inventario resultar�a molesto) implica un esfuerzo de simulaci�n considerable; entonces parece imponerse con naturalidad la pregunta: �qu� leer, hoy, para pensar la literatura? No es tan claro como ayer que la respuesta sea: Michel Foucault, Raymond Williams, Paul de Man. Entre otras cosas, porque esas lecturas estuvieron enf�ticamente vinculadas con proyectos cr�ticos y acad�micos en determinados contextos de inserci�n (en Buenos Aires, la vuelta a la democracia y la especificidad del campo cultural de los a�os ?80, p.ej.); estos contextos han cambiado, aquellos proyectos cr�ticos han cumplido su ciclo y hoy vemos abundante cantidad de intelectuales de relieve que simplemente deponen las armas, declar�ndose incapaces de leer el objeto que tienen enfrente o deline�ndolo con trazos temblorosos, equivocados y pat�ticos (Josefina Ludmer y la ?post-literatura? de Sergio Di Nucci, Beatriz Sarlo y el ?populismo posmoderno? de Washington Cucurto, Alan Pauls y la ?denominaci�n conservadora? de Fabi�n Casas, son algunos casos que hemos estudiado recientemente).

No es casual que los tres ejemplos mencionados compartan un desfasaje cuya ecuaci�n es como sigue: ?autores contempor�neos + programas cr�ticos de la Guerra Fr�a = bochorno metodol�gico?. Pero ni siquiera es la justa valoraci�n de la producci�n literaria actual lo que est� en juego: que Sergio Di Nucci, verbigracia, haya sido mal le�do por Ludmer puede ser grave, pero s�lo podremos resolver este escollo si ponemos el foco en la misma capacidad de la cr�tica literaria para producir an�lisis y renovar campos de discusi�n. Por eso tampoco es central la pregunta arriba esbozada, qu� leer para escribir cr�tica. Ambos interrogantes (qu� modelos te�ricos estudiar y c�mo producir lecturas solventes de la producci�n literaria contempor�nea) no tienen gravedad por s�, y m�s bien deben ser especializados en funci�n del verdadero motor de problemas que les formula demandas y as� les da sentido, y que deber�a ser prioritariamente proyectual: antes de delinear el canon te�rico y est�tico asociado con un proyecto cr�tico, deber�a ponerse en claro cu�les son los problemas de un tal proyecto: no qu� leer (dado que ya se ha le�do bastante a Foucault y es cansador), ni c�mo leer mejor (dado que a Di Nucci se lo ley� mal), sino fundamentalmente para qu� leer, en funci�n de qu� problemas, interrogantes y ambiciones. �Qu� debemos analizar hoy? �Cu�les son los objetos sobre los que es importante reflexionar? Se puede calificar de imperiosa la necesidad de determinar el alcance y la potencia de un proyecto de lectura que sepa partir de la determinaci�n de los problemas de la propia coyuntura. Esto no s�lo por la elegancia de evitar debates irreales (en Bolivia Construcciones, el autor, �muri� o no muri�?), sino porque, verdaderamente, existen cuestiones de la literatura y la cultura que es menester afrontar y que hasta ahora han venido siendo, casi siempre, perfectamente invisibles a la mirada cr�tica. No se trata de practicar el defuncionismo y decir que tal autor o tal otro pas� de moda; a un proyecto cr�tico la vida le viene de sus problemas, de aquellas preguntas que supo construir y determinar, y no de las vicisitudes del calendario. Si la pregunta es por los problemas que hasta aqu� la cr�tica, escol�sticamente limitada por distintas escuelas te�ricas, s�lo supo dejar pasar, ningunear o conjurar, a veces asfixi�ndose ella misma, no es dif�cil notar que es en las falencias de la misma cr�tica que debemos hallar las primeras evidencias de estos problemas; por eso, el primer movimiento que se impone es de orden patol�gico: �en qu� se equivoca regularmente la cr�tica, cu�les son sus taras recurrentes, cu�les sus vicios indelebles?

2- Psicopatolog�a de la intelectualidad cotidiana

Pensemos en cualquier secuencia arm�nica de t�picos cr�ticos, p.ej., la que forman� la renegaci�n de la modernidad como gesto te�rico en apariencia dirigido a delimitar la problem�tica contempor�nea; la cr�tica del sujeto en relaci�n con la exhibici�n de las relaciones de poder que habitan la pr�ctica del conocimiento y, por �ltimo la tem�tica del totalitarismo del sentido y la consecuente propuesta de ?disenso? o ?disidencia? como proyectos de respuesta desde lo est�tico. Estos s�ntomas recurrentes no dan cuenta extensivamente del espacio de problemas de la teor�a literaria hist�rica, pero permiten definir la resultante din�mica de sus esfuerzos: de lo que se trata es de articular o sostener en vida el estatuto pol�tico de la pr�ctica te�rica y su consecuente necesidad de articular en el campo intelectual el reconocimiento de una demanda pol�tica. Con lo cual vemos que el arco problem�tico se delimita y, paralelamente, cobra cuerpo, pues ya no se trata s�lo de definir un selecto programa de autores modern�simos; incluso en los t�picos m�s usuales y dormilones del discurso cr�tico oficial contempor�neo resuenan ecos de una reivindicaci�n, de un debate vinculado con condiciones pol�ticas: quedan marcas en la cr�tica, y en los espacios en los que ella circula (acad�micos, institucionales, editoriales, etc.), de esas discusiones y esos proyectos que tuvieron lugar hace treinta o cuarenta a�os, marcas que alguien con determinada sensibilidad intelectual puede llegar a captar. Esto nos interesa, puntualmente, para poder determinar el contenido program�tico de proyectos cr�ticos muy diferentes: lo que deambula por la cr�tica como el fantasma de dos gemelas asesinadas a hachazos es la pol�tica: aparici�n l�xica recurrente, extra�a mixtura de compulsi�n a la repetici�n y reivindicaci�n de ultratumba, la cr�tica contempor�nea afirma que todo es pol�tico, casi en t�rminos trascendentales (la adjetivaci�n ?esto es pol�tico? debe ser capaz de acompa�ar toda otra adjetivaci�n cr�tica). Y, efectivamente, el campo de intereses que va del marxismo terminal a los estudios culturales, la deconstrucci�n, las problem�ticas de minor�as y g�nero y la legitimaci�n de diversos productos literarios contempor�neos en su proyecci�n cultural y social muestra a las claras su v�nculo original con distintas coyunturas de discusi�n: baste pensar en Foucault y los sistemas disciplinarios, los estudios post-coloniales y el derecho a narrar de los pueblos colonizados, etc. El punto no es tanto que hoy estos debates hayan quedado rezagados (dado que, p.ej., la causa palestina y Guant�namo siguen existiendo y mereciendo atenci�n), sino que su misma enunciaci�n cr�tica depend�a de una coyuntura m�s amplia, la cual s� ha perdido sentido por completo, a saber, los debates en torno a las condiciones de la pol�tica radical en el contexto de los a�os ?60 y ?70.

Que haya sido la teor�a la ?disciplina? encargada de asumir la doble tarea de articular y padecer estos debates s�lo puede explicarse en relaci�n con las formaciones culturales emergentes propias de la segunda mitad del siglo XX, cuya especificidad devino pronto su m�s destacado objeto de deseo y atenci�n. Esto es v�lido para dos tradiciones que incluso pudieron pensarse como antag�nicas, como son los estudios culturales ingleses y el posestructuralismo franc�s de los a�os ?70. En el primer caso, debe considerarse centralmente la tem�tica de la ?cultura?, legitimada como objeto de estudio por Raymond Williams en relaci�n con los lineamientos b�sicos de la llamada New Left y la tradici�n que en el contexto anglosaj�n se denomin� de los Western Marxists (ocupada por el concepto de ?hegemon�a cultural? y sus distintas categor�as adjuntas en un muy amplio tornasol de matices y formulaciones); correlativamente, en el campo franc�s, podr�an citarse largas pol�micas entre una extensa n�mina de activistas pol�ticos m�s o menos insignificantes y destacados te�ricos de aquel entonces, como Michel Foucault, pol�micas cuyo hilo conductor tuvo que ver con la necesidad de cuestionar pr�cticas, procedimientos y procesos internos a la esfera de la sociedad civil en un marco independiente de los prototipos te�ricos de la cultura de izquierdas tradicional (centrados en la lucha de clases). Ya en Foucault es destacable que el foco de estas pol�micas no se reduce al problema de las c�rceles, sino que esta misma tem�tica es incluida en una teor�a integral de los sistemas disciplinarios como formas de reglamentar la circulaci�n del poder en el seno del cuerpo social; correlativamente, se comprende f�cilmente las ventajas que Foucault present� como fundador de un nuevo tipo de activismo, en la medida en que su ense�anza apunt� a poner en evidencia que el campo de batalla en el que se deb�a tomar partido, en l�nea con la posibilidad de una pol�tica radical, no era primariamente el campo pol�tico tradicional, sino la ?extensa red descentrada? de tecnolog�as de poder, dominaci�n e identificaci�n. Las luchas que bajo ambos recortes metodol�gicos adquirieron relevancia fueron, pues, luchas civiles y culturales, m�s precisamente, luchas relacionadas con los movimientos j�venes, sexuales, contraculturales, raciales, musicales, diet�ticos, deportivos ?el viejo cuento de los deliciosos sesenta.

3- El affaire de las dos izquierdas

No es necesario destacar la ausencia, hoy en d�a, de pol�ticas radicales ?corporales?, contestatarias y deseantes dignas de ese nombre fuera de los proyectos de marketing apuntados a estudiantes biling�es y profesionales j�venes; que el ?verano contracultural? (la expresi�n es de Diedrich Diederichsen) acab� hace tiempo no es ninguna novedad, y su fin no puede imputarse como una falencia de los citados modelos te�ricos; en verdad, lo que deber�a ponerse en claro es que la �nica radicalidad de semejantes modelos consisti� en su olvido sistem�tico de la econom�a pol�tica en el sentido m�s estricto y especial del t�rmino, como suelo metodol�gico y explicativo sin el cual es evidente que la �nica tarea consiste en celebrar las nuevas subjetividades y luego lamentar su abducci�n por parte del mercado, concebido como un plato volador o como una divinidad incaica �vida de v�ctimas sacrificiales (las tendencias, deseos esquizopol�ticos pronto �tiles para vender, �ay! remeras y un largo etc�tera). Que los actuales especialistas en literatura chicana derrapen al respecto no debe sorprender, pero lo que deber�a dejarse en claro es que ya en el mismo Williams es notable el intento de sostener una teor�a de la ?cultura? como un existente en y por s�, digno de sustancial atenci�n para la praxis pol�tica. Del mismo modo, no nos sorprender� la cabal inactualidad de un texto central de Michel Foucault, en la medida en que se llama Vigilancia y castigo en lugar de Explotaci�n y venta, f�rmula que hubiera sido evidentemente m�s adecuada para fundamentar, no cualquier modo posible de las distintas resistencias pol�tico-culturales, sino su posibilidad y su operatoria en un contexto explicativo integral. En efecto, en cuanto deja de tenerse en cuenta el par�metro de su intencionalidad social, de su funci�n econ�mica, la cultura se concibe como el campo de acci�n pol�tica en tanto que tal; de ah� (y esto es visible sobremanera en Williams, y asimismo en todos sus herederos) que los mismos sujetos pol�ticos sean concebidos en t�rminos culturales (antropol�gicos, descriptivos), m�s dignos de la cr�nica dominguera que del pensamiento especulativo: los proletarios ya no son aquellos que venden su fuerza de trabajo en el contexto de la sociedad de las mercanc�as, sino los habitantes de los suburbios de Manchester que pasan los fines de semana en New Brighton, beben cerveza, hacen chistes obscenos y sexistas, comen pollo frito y odian a los universitarios (cualquier cambio en este escenario, por supuesto, equivale al fin del proletariado). Inversamente, pero del mismo modo, los sujetos de la modern�sima micropol�tica de Michel Foucault son los j�venes que experimentan sexualmente, ?cuidan de s�? e intercambian mensajes de texto. El enemigo de este flamante sujeto de la historia no son ya los due�os de los medios de producci�n, sino la ?�tica burguesa?: la cultura del trabajo, del ahorro, los domingos en la iglesia, la familia, el tuco ?todas estas cosas. La contempor�nea lucha de Alan Faena est� centrada en estas reivindicaciones: necesitamos empresarios que veneren a Duchamp y no usen corbata.

Pero mientras los j�venes anotaban que las estructuras no bajan a la calle con tiza tr�mula en los pizarrones parisinos, segu�a all� la buena y vieja izquierda, machacando con sus conceptos zombies, como aquella cl�sica teor�a del ?imperialismo cultural?, seg�n la cual las descripciones sociales expresadas en el desarrollo de la industria de la cultura y en la propagaci�n de los medios masivos de comunicaci�n deb�an ser enteramente rechazadas por decadentes y capitalistas, puesto que favorec�an la penetraci�n de la ideolog�a burguesa en la clase obrera. Hoy vemos, no sin horror, los ep�gonos universitarios y electorales de esta izquierda, preocupada con invasiones territoriales, presupuestos, rectores y anillos de defensa antimisiles, con ecum�nica insipidez y ausencia total de pregnancia en relaci�n con los problemas propios de los mismos estudiantes a los que intenta dirigirle la palabra: �puede alguien sentirse interpelado por una cultura popular cuya iconocidad se limita a la revoluci�n cubana, la guitarra criolla y los incansables documentales televisivos sobre Trelew?

He aqu�, pues, las dos izquierdas: una folcl�rica, peleada a muerte con Jimmy Hendrix y el arte relacional; la otra, rockera, interesada en la b�squeda de experimentaci�n, libertad y ?exceso?, enemiga de la opresi�n paterno-falo-euro-burguesa transitiva a la URSS. Ambas izquierdas estaban, sin dudas, contra el capital, s�lo que mientras la izquierda folcl�rica se revelaba incapaz de hacer llegar su discurso sobre la plusval�a en un mundo colonizado por el gram�fono, la tragedia de la izquierda rock se explica precisamente por su �xito: todos y cada uno de sus �conos terminaban mercantilizados por las malvadas corporaciones que, antes o despu�s, se los apropiaban para volverlos cultura oficial, ?hegem�nica?. Como el sweater de lana cuadrill� de una antigua princesa, que cada d�a era tejido y cada noche destejido, los adoquines creativos que la izquierda rock pon�a en su edificio contracultural desaparec�an con el siguiente sol, y se convert�an en otros tantos ladrillos en la pared del totalitarismo macho-blanco-carn�voro-stalinista-burgu�s intolerante.

En t�rminos conceptuales, para explicar la escisi�n de la izquierda es necesario hacer entrar en escena la concomitante escisi�n del mundo. Pues es perceptible que la izquierda folk, que continuaba orgullosamente la tradici�n del pensamiento y la praxis socialista, estaba perfectamente preparada para mantener la idea b�sica de que es en la esfera de la econom�a donde se juega lo esencial de la sociedad capitalista; no menos palpablemente se manifiesta el hecho de que, como contrapartida, la izquierda rock ve�a con toda claridad que el capitalismo implica la producci�n de cultura, de maneras de vivir y ver el mundo. Pero lo crucial es que cada una de estas izquierdas ha tenido su agenda, es decir, su mitad del mundo, a costa de resignar la otra: la izquierda folk s�lo ha sabido sostener el imprescindible concepto de lucha de clases conden�ndose a esbozar, frente al mundo contempor�neo, un discurso retrasado, incapaz de explicar su peculiaridad; la izquierda rock, mientras tanto, s�lo mantiene su relaci�n fluida con el presente y sus objetos culturales al precio de derrapar hacia el primitivismo te�rico cuando trata de vincular estos objetos con su horizonte de emergencia, la sociedad burguesa y la ley del valor que es la vida de la econom�a capitalista. Pero la nitidez de esta oposici�n entre las dos izquierdas no es nada definitivo; pues si ya vimos que una era inoperante donde la otra funcionaba de modo natural, nos queda por detectar, sin que sea sorprendente, que estas izquierdas se requieren mutua y l�gicamente para existir, y que compartiendo la escisi�n del mundo comparten su origen, su frustraci�n y hasta su contenido: poco cuesta notar que la izquierda rock presenta a menudo rasgos kautskianos en lo que ata�e a la concepci�n de la historia (ver, p.ej., el simple evolucionismo determinista de buena parte de los discursos del ?pensamiento de izquierda no ortodoxo? en lo tocante a la tecnolog�a), y mucho menos dif�cil resulta comprobar que la izquierda folk es en realidad eminentemente culturalista (en cuanto pretende que escuchar a los Stones es burgu�s, pero que gustar de Atahualpa Yupanqui es revolucionario). Centralmente, decimos, las dos izquierdas se han repartido el mundo, fraccion�ndolo mal y sentenci�ndose a la esterilidad: hoy podemos ver c�mo los marxistas que todav�a mantienen la decencia de hablar de huelgas y reclamos salariales aparecen como dinosaurios incapaces de generar comunicaci�n con las bases (a las que interpelan con sus c�lebres consignas adverbiales, ?Fuera yanquis de Irak?, ?Fuera Bush de Mar del Plata?, ?Fuera Pablo Schanton?, etc.) y al mismo tiempo podemos percibir en qu� consiste hoy la pol�tica de las multitudes deseantes de Toni Negri y la New Left: el Foro Social Mundial, esto es, el descubrimiento del turismo socialista (1).

4- El placer de leer a los cl�sicos con el rifle bajo el brazo

Siendo esto as�, debe ser relevante para nosotros la siguiente pregunta: �ha habido intentos relativamente recientes de abordar de un modo integral los problemas de la econom�a y la cultura, de relacionarlos l�gicamente sin caer en el divisionismo, sin pasar verg�enza cuando se trata de conceptualizar el valor de cambio ni verse superado por el dise�o gr�fico? Aunque parezca raro, lo mejor a este respecto ser� poner la vista en un acontecimiento intelectual que, seg�n suele decirse, ?est� fechado?: nos referimos al debate modernidad-posmodernidad. Claramente, no porque este debate haya ofrecido un resultado �til a la opini�n p�blica culta; es sabido que su triunfo mayor fue lograr que la palabra ?posmodernidad? se convirtiera en un t�rmino tab� destinado a caer en la nada, y que como contrapartida la modernidad terminara m�s muerta y simplificada que nunca. Sin embargo, es precisamente en medio de este contexto lamentable que uno puede toparse con un intento, malogrado pero leg�timo, de abordar globalmente los problemas que presenta la sociedad capitalista: nos referimos al ensayo Posmodernismo, l�gica cultural del capitalismo tard�o de Fredric Jameson (2).

La tentativa de este abordaje conjunto ya fue resaltada muchas veces, entre otros por Perry Anderson (en un texto que, por lo dem�s, se lee f�cilmente como un cl�sico de la teor�a). Lo primero a destacar son las intenciones proyectuales del te�rico americano. Jameson es de los pocos marxistas que comprende la necesidad de intervenir diestramente y con cierto margen de visibilidad en los debates contempor�neos: supo comentar a Derrida, a Warhol o a Godard sin acusarlos de practicar intervenciones militares ileg�timas, irracionalismo burgu�s ni nada de esto, pero tambi�n sin perder una serie de posiciones b�sicas en lo tocante a la preeminencia de la econom�a. Y he aqu� exactamente lo relevante: el inter�s primordial de Jameson est� puesto en la relaci�n necesaria entre la cultura y la econom�a. A diferencia del marxismo digestivo de Raymond Williams (que ?supera? la dicotom�a entre base y superestructura al precio de omitir toda alusi�n a la sociedad de las mercanc�as(3)) y m�s lejos todav�a de un Andreas Huyssen (quien entiende la cultura contempor�nea aludiendo a la ?museificaci�n de la memoria? y a otros cucos numerosos y muy diversos), Jameson se hace cargo de que, de alg�n modo, la cultura existente en el capitalismo ha de tener relaci�n con las reglas l�gicas de la econom�a capitalista, y que la labor de una cr�tica cultral radical debe por ende orientarse en este sentido, aprehendiendo integralmente esta realidad y concibiendo, derivadamente, las tareas generales de una pol�tica transformadora. Hay que resaltar este gesto de pensar la totalidad del capitalismo; indiferente al puritanismo del pensamiento del siglo XX, enfermizamente peleado con esa categor�a, Jameson procede a estudiar, desde una caracterizaci�n econ�mica, el todo de la cultura contempor�nea.

Adelant�monos un paso: es en sus fundamentos metodol�gicos (no en su meta) que Jameson erra el blanco; en la medida en que estos fundamentos son los que deben ser comprendidos y superados como epifen�menos de un estado general de la reflexi�n cr�tica de izquierda en lo tocante a la pol�tica cultural, una relectura m�nimamente detallada del texto se torna necesaria. Sabemos que el inter�s de Jameson en el posmodernismo fue innovador, en su momento, por su �nfasis en la perspectiva panor�mica, y que su b�squeda consisti� casi enteramente en coordinar determinado estad�o de la cultura con cierta etapa de la historia econ�mica, es decir, en articular un sistema de periodizaciones basado en las ?etapas? de la econom�a tomadas tal cual del economista troskista Ernst Mandel, quien plantea, sint�ticamente, que el capitalismo ha conocido hasta el presente tres grandes revoluciones tecnol�gicas (la de los motores de vapor en 1848, la de los motores el�ctricos y de combusti�n a fines del siglo XIX y la de los aparatos electr�nicos y de energ�a nuclear hacia mediados del siglo pasado). Esta periodizaci�n trif�sica se corresponder�a, al decir de Jameson, con ?el capitalismo mercantil, la fase del monopolio o etapa imperialista y la actual (...) del capitalismo multinacional? (p. 80). Jameson tiene aqu� lo que buscaba: este �ltimo capitalismo ser� el que se exprese superestructualmente como posmodernismo. Notemos ya que, fundamentalmente, el inter�s por la periodizaci�n es sincr�nico, ritmico, solfe�stico. Lo que importa es que los cambios econ�micos y culturales caigan juntos; de hecho, Jameson lleg� a recibir objeciones en este sentido, de parte de colegas que notaban una s�ncopa de quince a�os entre el bombo econ�mico y el acorde abierto de la guitarra superestructural. Pero esto es un detalle, y lo central es que, ya en este punto, el posmodernismo tiene una realidad operativa, que pronto asumir� rasgos caracter�sticos: una ?nueva falta de profundidad?, un ?debilitamiento de la historicidad?, un ?nuevo tono emocional base? y, lo m�s importante, ?una nueva tecnolog�a, que es en s� misma una figura para todo un nuevo sistema econ�mico mundial?. El decurso del an�lisis de� Jameson consiste, pues, en la identificaci�n de estos cuatro aspectos en diversas disciplinas art�sticas (pintura, literatura, m�sica, cine, arquitectura, etc.). Es secundario notar la impericia puntual de la mayor�a de las hip�tesis cr�ticas que el texto propone para comprender los fen�menos culturales que recorre; a nuestros efectos es significativo concentrarse, m�s bien, en la radical desorientaci�n que el autor confiesa experimentar frente a la realidad contempor�nea:

Intento evitar la suposici�n de que la tecnolog�a sea, de alg�n modo, ?determinante en �ltima instancia? (...) para nuestra producci�n cultural. Pretendo, al contrario, sostener que nuestra representaci�n imperfecta de una inmensa red inform�tica y comunicacional no es en s� misma m�s que una figura distorsionada de algo m�s profundo: todo el sistema mundial del capitalismo multinacional. As� pues, la tecnolog�a de la sociedad contempor�nea no es hipn�tica y fascinante por su propio poder, sino porque parece ofrecernos un esquema de representaci�n privilegiado a la hora de captar esa red de poder y de control que resulta casi imposible de concebir para nuestro entendimiento y nuestra imaginaci�n? (p. 85, subrayados nuestros).

Posmodernismo... nos promet�a un intento por comprender el mundo actual, pero lo que encontramos en sus p�ginas son inmensidades subjetivamente inabarcables, d�ficits de simbolizaci�n, simulacros sugestivos y fortuitos, extensas redes de poder descentradas e ininteligibles, en breve, una realidad enorme y amenazadora que s�lo podemos ver a trav�s del espejo anam�rfico de la t�cnica. Para Jameson, el capitalismo multinacional, con todas sus corporaciones alla Marvel Comics, es declaradamente trascendente, inaccesible para el entendimiento humano, como el Dios jud�o; raz�n por la cual la tecnolog�a de hoy ser�a sublime en un sentido kantiano, puesto que nos otorgar�a una representaci�n distorsionada, negativa, de ese capitalismo metaf�sico y tremend�simo que el cr�tico padece ciegamente, sin chances de comprensi�n. No es dif�cil notar que la tecnolog�a es para Jameson b�sicamente isom�rfica, en el sentido de que ?se parece? al capitalismo multinacional, o sea: es distinta de �l, pero detenta, deber�a detentar, una morfolog�a equiparable. Y no se trata de que esto sea v�lido o no en sus implicancias f�cticas, sino de resaltar la precariedad metodol�gica de fondo: el verdadero problema es que Jameson es incapaz de vislumbrar con qu� prop�sito el capital financia redes tecnol�gicas, dise�os de circulaci�n ca�ticos y disonantes, chicles, reproductores de cintas magnetof�nicas y todo lo que quiera atribuirse a la cultura de masas convencional del capitalismo tard�o. Jameson comenz� su an�lisis con la voluntad de comprender el presente y termin� perdido en los laberintos del Hotel Buenaventura, embobado con un truquillo triste como el de los ascensores descubiertos; comenz� hablando de econom�a, atrevi�ndosele al mundo entero, y termin� en estado de catatonia intelectual, describiendo apenas el desorden afectivo del hombre contempor�neo, ya sin sentido del espacio, ni del tiempo... �Por qu�?

Para responder esta pregunta es necesario reconocer que el fetiche de la periodizaci�n (que permite hacer corresponder una ?dominante cultural? a un determinado momento de la tecnolog�a industrial capitalista) y el fetiche del isomorfismo (que permite comprobar si la base econ�mica y la melod�a cultural suenan afinadas) dejan totalmente fuera de plano la cuesti�n del uso. Y esto no es s�lo relevante desde el punto de vista est�tico-te�rico (aunque lo es: de la lectura de Jameson podr�a deducirse sin violencia que lo importante de artistas de primera l�nea como Nam June Paik o Gerhard Richter son las pantallas de video y las c�maras fotogr�ficas, respectivamente; que haya un trabajo relevante del artista m�s all� de la tienda de electrodom�sticos parece no estar contemplado; que un texto cultural sea algo m�s que la suma de sus recursos tampoco parece plausible); tambi�n ocurre que gran parte de la mistificaci�n cr�tico-pol�tica contempor�nea puede explicarse en relaci�n con este s�ntoma: cuando el cr�tico se concentra en el juego de las siete diferencias entre la cultura y la vida social, pierde de vista el sentido funcional de los elementos, deja de tener en cuenta para qu� sirven efectivamente. El resultado de esta limitaci�n emerge como construcci�n paranoica, el delirio de negaci�n y enormidad (la ?infinita semiosis?, el mal de Cotard), la fantas�a corporativa, persecutoria y alucinada que acaba por generalizarse en la forma de distop�a, cuya implicancia m�s grave es la incapacidad de actuar en la realidad (apraxia). Jameson, en este sentido, lleva al colmo las limitaciones de las dos izquierdas, las re�ne en lo que principalmente tienen de defectuoso. Como buen trotskista, entiende que los problemas dignos de atenci�n son la dominaci�n americana (�Fuera!) y la incansable (?inexorable?) evoluci�n de los medios productivos; como buen rockero, s�lo es capaz de comprender la econom�a como una fuerza negra, una materia oscura intangible y tremenda. Fundamentalmente, esto �ltimo es notable: la misma l�gica del capital, en sus rudimentos m�s b�sicos, es pasada por alto en la medida en que se pierde de vista que la tecnolog�a es algo secundario respecto del circuito econ�mico; m�s exactamente, es algo que el capital usa. Cualquiera que haya le�do con alg�n inter�s a Marx deber�a tener conciencia de que las revoluciones tecnol�gicas, por m�s fabulosas, multicolores y turbulentas que puedan ser, se originan siempre en necesidades de rentabilidad en el estrecho marco de la competencia. Por eso, en un sentido l�gico y literal, las revoluciones tecnol�gicas son subsidiarias respecto del capital considerado en y por s� mismo, y no pueden explicar el capitalismo, sino que m�s bien es el capitalismo en tanto ?modo de producci�n para el mercado? el que las explica a ellas (4). Pero son precisamente los conceptos de uso social y mercado los que faltan en Jameson. No est� solo en esta omisi�n: el total de la reflexi�n cultural del siglo XX lo acompa�a.

5- De la cr�tica cultural a la econom�a pol�tica general

Si fue necesario detenerse con alguna minucia en el ensayo de Jameson, es porque en la cr�tica detallada de sus problemas podemos encontrar los conceptos, se�aladamente ausentes de los memoranda cr�ticos convencionales, que podr�an unificar el arco de tareas hasta aqu� cortado al medio; como puede preverse f�cilmente, es la categor�a de uso social en relaci�n con el mercado la que permite integrar una cr�tica verdaderamente eficaz de los distintos vaivenes sociales de todo tipo de formas culturales, avances tecnol�gicos y teor�as de la temporalidad en su relaci�n con la econom�a. En este sentido, deben distinguirse dos programas diferentes, colindantes y complementarios: una teor�a especial de la econom�a pol�tica, la del circuito de realizaci�n del valor considerado en y por s� mismo, puramente cuantitativo y ?abstractivo?, inconfundible con todos sus atav�os culturales y f�cticos, y una teor�a general capaz de estudiar los modos en que el mundo hist�rica y fenom�nicamente considerado interact�a con las formas vac�as de la abstracci�n formal a partir de su uso social (de la tecnolog�a, de los modos de percepci�n, etc). Reconocer la estructura de este uso implica dejar asentado, en primer t�rmino, que el modo de producci�n capitalista no se confunde con los medios que emplea, como el cantautor de boleros no se confunde con la herencia po�tica del modernismo de la que saca provecho; en el l�mite, lo que debe destacarse es la diferencia irreductible entre el capital y todo aquello que produce, pone a su servicio, vende, etc. Comprender adecuadamente la f�rmula de la reproducci�n del capital (D-M-D?), aprehender el real alcance de la tesis marxista b�sica que manifiesta el ?predominio del valor de cambio por sobre el valor de uso? nos tiene que llevar por fuerza a asumir que el circuito econ�mico capitalista se caracteriza por la descualificaci�n: nada importa verdaderamente, ni la tecnolog�a, ni la cultura, ni las costumbres. Importa la circulaci�n, la relaci�n costo-beneficio, y s�lo eso. Este es el objeto de estudio de la econom�a pol�tica especial tal como fue definido y metodol�gicamente delimitado por Marx en los cap�tulos iniciales de El capital: s�lo se toma en cuenta el valor de cambio, no por un capricho epist�mico, sino en relaci�n con la propia naturaleza del objeto. Seg�n plantea Marx, ?si las mercanc�as pudieran hablar, dir�an lo siguiente: ?Puede ser que a los hombres les interese nuestro valor de uso. No nos incumbe en cuanto cosas. Lo que nos concierne en cuanto cosas es nuestro valor [de cambio].?"�(El Capital, I.1.4)

�Y no es esta indolencia de las mercanc�as y del circuito econ�mico lo que invariablemente escap� de la reflexi�n cultural del siglo XX? Los cr�ticos se interesaron por la industrializaci�n, por los diferentes tipos de motores, por la problem�tica de los j�venes, etc., etc., todos temas interesantes pero que no pueden abordarse perdiendo de vista su integraci�n con el sistema econ�mico considerado especialmente, es decir el modo de producci�n capitalista tomado en abstracto; en esa misma medida, el capitalismo fue confundido sistem�ticamente con todos sus ropajes rituales, c�vicos e ingenieriles. Exceptuando con lo justo un texto como Anti-Edipo (que obstinadamente recalca la ?reducci�n a cantidad? de todos los flujos sociales en el cuerpo sin �rganos del capital), el gran error de los marxistas culturales del siglo pasado fue que dejaron de ser marxistas en la medida en que perdieron de vista la teor�a del valor. Sin que sea sorprendente, este brutal aggiornamiento hoy los muestra incapaces de comprender el mundo en el que viven. Pues s�lo a partir de la teor�a del valor los fen�menos culturales pueden comprenderse en su estricta relaci�n con la econom�a, en la medida en que es la misma indiferencia del capital por las condiciones de la circulaci�n la que lleva al capitalismo, precisamente, al m�ximo inter�s por la cultura, la naturaleza, la bot�nica, el sexo, etc. Porque todo lo que no es la realizaci�n del valor es el horizonte de inserci�n humano en el cual el valor se realiza, y las condiciones de este horizonte de inserci�n no forman parte de una trasnochada etnolog�a que ?imagine mundos? como propon�a tiempo atr�s Reinaldo Laddaga (y... �no se encargan de eso los publicitarios?), sino de una econom�a pol�tica general capaz de relevar el fundamento formal y las condiciones de operatividad de todo posible entorno cultural en el contexto de la sociedad de las mercanc�as. Pues as� como la modernizaci�n tecnol�gica s�lo puede pensarse en l�nea con la rentabilidad, lo mismo vale para las pautas culturales implicadas en la relaci�n del consumidor con los objetos que portan el valor de cambio (i.e. las mercanc�as), y de ah� un amplio caudal de disciplinas eminentemente abocadas a lo cultural que se dedican a generar las condiciones de reproducci�n del intercambio desde un punto de vista eminentemente humano: la publicidad y el marketing, para empezar, y las distintas t�cnicas de venta, pero tambi�n el branding, el dise�o de management y de comunicaci�n empresarial, cosas que nada tienen que ver con la literatura y su estudio, como el corporate publishing (desde las customer magazines como LeicaWorld hasta las revistas de recursos humanos, etc.), numerosos cuerpos de saber, en fin, situados sobre patas disciplinarias m�ltiples: el dise�o gr�fico, la educaci�n en arte, la psicolog�a, la sociolog�a, la literatura, la qu�mica, etc., que delatan la urgente necesidad de abocarse a estudiar el estado social de distintos medios discursivos y amplias paletas de recursos sem�nticos intr�nsecamente vinculados con problemas comunicativos, art�sticos y culturales contempor�neos. Tomando en consideraci�n el visible salto mortal que estas t�cnicas dieron en las �ltimas d�cadas y su azaroso encuentro con el flujo descodificado de proletarios intelectuales emanados de las universidades del mundo, es curioso que los cr�ticos de izquierda, que estaban en perfectas condiciones de abordar estos temas, los hayan pasado de largo, o que les hayan prestado una atenci�n muy marginal, malentendi�ndolos por completo (as�, p.ej. cuando Jameson se refiere a la ?colonizaci�n del inconciente?, fiel a su ABC anti-imperialista, lee en t�rminos militares, y no econ�micos, los efectos de la publicidad cl�sica). Sobre todo es grave esta desatenci�n teniendo en cuenta la proberbial inanidad de los temas que s� abordaron: temas como la ?p�rdida de la historicidad? o la ?ampliaci�n del espacio?, a la luz del concreto problema de la inserci�n de la producci�n cultural en el ciclo econ�mico, �tienen alguna importancia? �Necesitamos que un cr�tico nos diga que nos hemos quedado sin tiempo, verlo caminar ebrio entre m�quinas que venera y no comprende, mientras las l�neas de producci�n sem�ntica del marketing se obstinan en facilitarnos todo tipo de mercanc�as experienciales y las vivencias humanas se distribuyen en ordenadas paletas de recursos humanos y t�cnicas de perceptive management? �Para qu� hablarnos de la ?red descentrada de poder y control? cuando se trata de la visible promoci�n de art�culos de consumo inmateriales e intersubjetivos, diversificadas subespecies de turismo y gerencia experiencial? No es dif�cil reconocer por qu� el famoso pensamiento de izquierda no ortodoxo se nos aparece hoy s�lo como un extenso y penoso archivo de frustraciones.

Con la rauda exposici�n precedente de los fen�menos culturales en su v�nculo con la circulaci�n economica surgen cantidad de problemas, interrogantes e inquietudes: �C�mo opera, concretamente, el horizonte cultural en relaci�n con el mercado? �Qu� entendemos por cultura? �Sirve para algo la poes�a? Son preguntas que vale la pena articular paso a paso. Sin dudas, en la prensa internacional (y no menos entre muchos intelectuales locales) hay una difundida idea de consumismo; tal ser�a la ?pauta cultural? de nuestra sociedad regida por el intecambio capitalista. No est� lejos de ello Jameson: tenemos el capitalismo de un lado, y del otro, una cultura consumista, superficial, etc. Ahora bien, cualquiera sabe que la publicidad es incapaz de vender nada a t�tulo de una abstracci�n tan impresentable como la del ?consumismo?. Correlativamente, decenas de experiencias culturales e identificaciones ic�nico-semi�ticas m�s bien opuestas al culto del consumo son citadas a diario en spots de todo tipo. Incluso parecen ser especialmente aptas, estas experiencias e identificaciones, para la circulaci�n de determinadas mercanc�as. Y esto ocurre centralmente porque la ?cultura del capitalismo? no debe pensarse en t�rminos trascendentes con respecto a la circulaci�n econ�mica, sino m�s bien como su plataforma l�xica. Por eso es preciso diferenciar el consumo, en cuanto adquisici�n y uso de mercanc�as, de cualquier iconograf�a heredada de la �poca del pasavinilo: en rigor, el capital no tiene ninguna cultura ni dominante de ning�n tipo; al mismo tiempo, recurre a una pluralidad asombrosa de signos culturales en su propio r�gimen de producci�n y realizaci�n del valor. Debe pensarse a la cultura en relaci�n con la producci�n mercantil del significado ?a la postre, es necesario perderle el miedo a la cosa.

La interacci�n entre cultura y capitalismo ha de ser, en consecuencia, asequible desde la econom�a pol�tica general, lo que significa: debe arraigarse directamente en lo que Marx, en las primeras p�ginas de El Capital, llama ?el car�cter dual de la mercanc�a?. Por un lado, la mercanc�a representa un valor de uso, esto es, una utilidad concreta que responde a una necesidad humana cualitativamente determinada; por otro lado, un valor de cambio, una medida cuantitativa que expresa la proporci�n del intercambio de esa mercanc�a por otra cualquiera. Como es sabido, para el capitalista se trata, sin m�s, de realizar mercantilmente el plusvalor producido en el trabajo y contenido en la mercanc�a, esto es, de vender, no importa qu�, sino cu�nto: por esa raz�n, el valor de uso es el mero ?soporte material del valor de cambio?, enteramente subordinado a �ste. Ahora bien, para vender es necesario que las mercanc�as tengan un aspecto concreto, �til, un valor de uso para alguien particular, que vive en un mundo igualmente espec�fico e hist�rico, que necesita ciertas cosas y no otras, que fantasea, trabaja, procrea y otras tantas actividades en el mismo sentido, en s�ntesis, para un consumidor que est� inserto en una cultura, en una determinada manera de ver y experimentar el mundo (5). El target marketing, p.ej., apunta a sistematizar el dominio de estas variables con relaci�n a determinados productos de marca, y esto implica que los ?valores de uso? son, en tanto que tales, valores culturalmente determinados: no es necesario llegar a los sofisticados servicios de las econom�as del Atlantico Norte para que este punto sea contrastable: pensemos que para nosotros, rioplatenses, la yerba es inapreciable, porque nos re�ne en interminables mateadas que no distinguen g�nero, edad, ni banderas ideol�gicas o futbol�sticas, mientras que para un franc�s el mismo bien puede pasar por un ex�tico tipo de estimulante propio de universitarios globalif�bicos. El valor de uso es valorado culturalmente: es �til en cierto mundo, en cierta cultura, para cierto consumidor. En esta medida, puede decirse que es en el valor de uso donde se cumple la ?metamorfosis? de la econom�a pol�tica general, cuya f�rmula no es D-M-D? (dinero-mercanc�a-dinero?), sino M-M-M? (mundo-mercado-mundo?): se trata de saber en qu� mundo puede insertarse una mercanc�a y qu� ?mundanidad? ella misma es capaz de aportar. Un buen ejemplo de este tipo de pluscualificaci�n sem�ntica de la experiencia puede encontrarse en la tecnolog�a comunicacional, p.ej. en los tel�fonos celulares y su compleja modelaci�n de la experiencia relacional humana (los contactos personales como imagen exaltada de un mundo conectado, formalizaci�n mercantil de las redes de amigos y fundamento operativo del marketing bola de nieve, etc.).

Por todo esto, la cultura ha de ser definida como el horizonte intencional de los valores de uso, como el mundo significacional-fenomenol�gico al cual los valores de uso ?tienden? y sobre el que operan significativamente. En este preciso sentido, puede afirmarse que la cultura es producida, puesto que los valores de uso lo son; y por ello tambi�n puede aceptarse que la cultura es algo material y concreto: todo esto a condici�n de que se entienda que, en el marco del capitalismo, se trata de una producci�n de cultura para el mercado, de una producci�n material instrumentalizada a la necesidad de hacer circular o realizar el plusvalor. Mientras el valor de cambio es el objeto de la teor�a especial de la econom�a pol�tica, el objeto de la teor�a general es el valor de uso como soporte material del valor de cambio, es decir, la cultura como soporte material del circuito del capital.

Se nos dir� que el t�rmino cultura es muy amplio e impreciso, �pero no es esto precisamente lo que cuenta? Es necesario insistir en que el capital puede reproducirse en cualquier entorno ic�nico-sem�ntico: las m�s elevadas teor�as cient�ficas y los m�s rancios dise�os de packaging convergen a la luz de la econom�a pol�tica general como distintos usos productivos para la realizaci�n mercantil. Pensemos, p.ej., en los or�genes del psicoan�lisis, una de las mayores aventuras epist�micas y culturales del siglo pasado. Sabemos que Freud articul� una compleja teor�a con el fin de curar a las mujeres v�ctimas de la histeria, mal de cuya delimitaci�n sindr�mica que debi�, por otra parte, limpiar de las profundas aristas mitol�gicas con que la psicopatolog�a decimon�nica la hab�a definido. �Qu� hizo Freud, pues, sino descubrir un mercado? Las damas vienesas v�ctimas del acceso hist�rico recib�an, bajo el tratamiento convencional de la �poca, el mismo bromuro de potasio que se prescrib�a al ves�nico y al delirante. Se ha dicho mil veces que Freud puso en crisis al sujeto de la modernidad, que puso en crisis la raz�n autotransparente, pero no se reconoci� del mismo modo que, esencialmente, identific� a un segmento de consumo en su diferencia con otros (no es desacertado, en esa medida, decir que Freud era un hombre que sab�a escuchar). Zizek y otros cr�ticos se han puesto a estudiar con relativo �xito las nuevas mercanc�as experienciales propia de un ?capitalismo cultural?, pero en rigor estas mercanc�as existieron desde el comienzo, en la medida en que toda mercanc�a es cultural en relaci�n con su valor de uso.

En el cristianismo, como sabemos, el total de la historia mundial, con sus interminables vicisitudes, guerras, conquistas y padecimientos, se explica por su deuda con la Pasi�n: ning�n suceso hist�rico, ning�n accidente geogr�fico importa verdaderamente, excepto en la medida que prepara o comenta la llegada del Redentor. Nacen y mueren los hombres, nacen y mueren los imperios y las filosof�as para que Dios se haga hombre y sufra en la Cruz. Algo parecido ocurre en la relaci�n entre el capital y la cultura en su sentido amplio: puede alterarse nuestro sentido de la espacialidad por culpa de internet, puede morir el punk rock en manos de MTV, pueden dejar de nacer europeos debido al descreimiento en la instituci�n familiar, y esto no tiene ninguna importancia desde el punto de vista del capital, salvo por el hecho de que todas estas cambiantes circunstancias dan un diverso horizonte concreto al eminentemente formal acto de producir y vender mercanc�as. Por ende, debemos asumir que el capital es impermeable a toda forma de resistencia cultural, por la simple raz�n de que el mundo mismo, su destino y fortuna, le es indiferente en principio y le interesa s�lo para hacer negocios. ?La riqueza de las sociedades en que predomina el modo de producci�n capitalista?, escrib�a Marx en la primera l�nea de El Capital, ?se nos aparece como un enorme c�mulo de mercanc�as?, lo que implica que la riqueza es en s� misma un hecho doble, con su respectivo valor de uso y valor de cambio. El primer aspecto de la riqueza, el humano concreto-diverso-espec�fico-irreductible, el cultural, s�lo tiene sentido en relaci�n con lo que lo instrumentaliza. �Por qu�, entonces, la reflexi�n cultural del siglo pasado propendi� incansablemente y de todas las maneras imaginables a analizar los valores de uso en s� mismos, i.e. la cultura sin relaci�n con el contexto econ�mico en el que tienen lugar sus incesantes modificaciones? �Por qu� los intelectuales de izquierda compraron acr�ticamente la idea de que lo importante era ?imaginar mundos? resistenciales para enfrentarlos con el ?poder? o el ?sistema?? Los te�ricos de la cultura han buscado alienaci�n, diferencia, p�rdida del aura y qui�n sabe qu� otras cosas apelando, en el mejor de los casos, al ?joven Marx?, pero prescindiendo del hecho de que el ?joven Marx? era m�s que nada un fil�sofo socialista que carec�a de la teor�a de la plusval�a que m�s tarde le permiti� acceder a la implacable ?cr�tica de la econom�a pol�tica? plasmada en El capital (6). De este modo, correlativamente, el pensamiento de izquierda se absolvi� de ser cient�fico y persigui� a muerte la idea de cientificidad. Pero, �no deber�a tomarse en serio El capital? �No deber�amos repensar la idea de un socialismo cient�fico, en vista de que la p�rdida de la idea de ciencia origin� una serie de dislates y teorizaciones quejosas que terminaron en la completa apraxia, todo lo que nos llev� a preguntarnos ?para qu� la cr�tica? al inicio de este ensayo?

6- Ciencia = praxis = pat�bulo

Asistimos a una �poca cuyo s�ntoma m�s ecu�nime y perceptible es el fastidio, la abulia; nuestros pensadores siguen declar�ndose inconformistas, pero a la vez pareciera como si no hubiese problemas reales que abordar, y a cambio se nos ofrece una tediosa ?teorizaci�n por la teorizaci�n misma?: la presente galaxia filos�fica se muestra sobre todo interesada en componer lujosas ontolog�as en torno a ?lo que es? la resistencia, ?lo que es? el populismo, ?lo que es? la post-literatura, sin que estos continuos esfuerzos inspiren m�s que somnolencia o repugnancia. �No ocurre otro tanto con los j�venes, en t�rminos generales? �Puede alguien sentirse conforme con los ritos que la juventud contempor�nea oficial propone? Lo cierto es que las fiestas y las universidades aburren por igual; a la falta de problemas reales y buenos deejays se responde con soluciones m�gicas que son puestas en acto deportivamente, como para pasar el rato, bajo condiciones de idealismo radical: en sus ?11 tesis sobre la pol�tica?, p.ej., Jacques Ranci�re avisa que ?la esencia de la pol�tica es el disenso?, defininido como ?la acci�n de sujetos suplementarios inscriptos como un plusvalor en relaci�n a cualquier cuenta de las partes de una sociedad?, sin que el lector pueda siquiera presumir de qu� sujetos, sociedades y plusvalores se trata, y ante todo sin que sepa para qu� sirve semejante ejercicio de barroquismo intelectual. Pues esto es lo que centralmente resulta nefasto: la p�rdida de anclaje en la metodolog�a lleva a la p�rdida fundamental de proyecto pr�ctico para la labor intelectual; concomitantemente, la minusvaloraci�n del factor central de la comunicaci�n en el an�lisis de distintos programas art�sticos e intelectuales se torna fehaciente y total. De la ense�anza art�stica de Ranciere (v�ase ?La pol�tica de la est�tica?, Otra parte, nr. 9) se extrae la conclusi�n de que no importa qu� es lo que diga un artista concreto, con preocupaciones igualmente concretas y urgentes. sino la morfolog�a, p.ej. la distribuci�n espacial en las obras recorribles; es decir, importa aquello que, para el artista, es s�lo un recurso: el arte contempor�neo es ?un nuevo modo del espacio?, y con el mismo m�todo y similar sutileza podr�a afirmarse que el arte g�tico es ?techos altos?, que el cubismo es ?la escuadra?, que el surrealismo es una pintura sobre animales que no existen y otras muchas haza�as. Pero no vale la pena insistir en esto; en cambio es notable que su profusa teolog�a (que alimenta a nuestro disidencialismo aut�ctono, encarnado p.ej. por Graciela Speranza y el inefable Alan Pauls) no s�lo evidencia la impracticidad m�s bochornosa, sino que adem�s reenv�a claramente a una muy antigua cuesti�n, la misma que debieron afrontar Marx y Engels hacia mediados del siglo XIX: �c�mo diferenciar una pol�tica realmente eficaz respecto de ese socialismo ut�pico quejoso, so�ador y notoriamente incapaz de transformar la situaci�n que denunciaba, y de cuyas leyes rectoras era rigurosamente ignorante? Marx y Engels comprendieron la necesidad de un socialismo cient�fico que, en lugar de postular ?disidencias? abstractas para luego pasar verg�enza en los hechos (ver el fracaso de las ?comunidades ut�picas? de... �Robert Owen? Reinaldo Laddaga?), realizara el gesto inverso de situarse en la realidad analiz�ndola con todo rigor para deducir de all� los lineamientos de una actividad transformadora y con margen de �xito (esto supuso, primeramente, desarrollar al m�ximo la econom�a pol�tica). En efecto, y contrariamente a lo que quiso creer nuestro medroso siglo XX, para Marx la ciencia no supon�a cosificaci�n positivista, ni clasificaciones represivas, ni dominio violento de lo �ntico, sino fundamentalmente praxis, capacidad real de actuar. ?Socialismo cient�fico? no significa otra cosa que socialismo pr�ctico, activo, capaz de aprehender conceptualmente la realidad y, en esa medida, transformarla. �No es acaso �til esta categor�a para sepultar la vida m�rbida de los proliferantes socialismos dist�picos del presente, que no son capaces de explicar el c�mulo de problemas culturales que dependen de la generalizaci�n de la esfera experiencial como herramienta universal de la competencia capitalista, y que en cambio prefieren llorisquear por el tr�mulo futuro de la cultura pop, de la sensibilidad humana, del ?sentido de la historia?, etc.? Hoy en d�a, el marketing y todas sus disciplinas adjuntas se erigen como la misma conciencia del capital, pero no en cuanto a sus contenidos concretos (sus estrategias, sus colores, sus tipograf�as, etc.), sino en su misma capacidad de abstraer condiciones de mercado de los fen�menos culturales. Consecuentemente, el fen�meno s�lo puede ser afrontado cient�ficamente, en la medida en que es necesaria una cr�tica que se anime a ser tal cosa, es decir, que sea capaz de identificar los fen�menos dignos de ser estudiados as� como las herramientas adecuadas para abordarlos. No es cierto que no tengamos problemas. Lo que s� tenemos, y por dem�s, son intelectuales in�tiles. Por esto, la necesidad de una purga cient�fica que desabroquele la retr�grada muralla que constituyen es inestimable. �Y no encontrar�amos, all� tambi�n, la mejor ?experiencia? posible? Es evidente que, frente al cerrado establishment de cr�ticos culturales que preconizan la disidencia como fetiche morfol�gico abstracto, es oportuno responder con una revalorizaci�n implacable del stalinismo y sus t�cnicas, entendidas como tales, es decir, como medios para la industrializaci�n de la cr�tica. El valor intr�nseco de las purgas sovi�ticas no deber�a ser entendido primariamente en relaci�n con aquello que purgaban (los elementos pol�ticos da�inos), sino sobre todo por la movilizaci�n general que implicaron, cuya utilidad es preciso reconocer: el car�cter intransferiblemente chispeante de la experiencia revolucionaria puesto al servicio de un proyecto de construccci�n del socialismo real, el espect�culo motivador de las autocr�ticas y los fusilamientos como motor de legitimaci�n permanente de la conciencia pol�tica colectiva, etc. Hoy vemos a los j�venes aburridos de bailar, aburridos de sus carreras, de sus tel�fonos, de sus vidas. Los programas de televisi�n ya no los atrapan, nada los convence. Ya no hay drogas nuevas. La juventud respira hast�o, una implacable niebla de fastidio. �Qu� es lo que quieren, sino la gran movilizaci�n pol�tica e intelectual revolucionaria? �Qu� otra cosa pensar de la creciente espiral de violencia juvenil que recorre Europa, frente a la cual los intelectuales poco pueden decir? �No es evidente que son incapaces de darle forma a la situaci�n que se les presenta? �Y no son ellos, por otra parte, intelectuales como Ranci�re, Badiou, etc., los verdaderos responsables de semejante coyuntura? �No son ellos los que, no pudiendo decir nada frente a la situaci�n que el mundo atraviesa, aparecen en escena como verdaderos f�siles dignos del carbono 14? Frente a la juventud francesa, con contempor�nea vocaci�n de descreimiento e incendio, Badiou emite que ?el siglo XXI no ha comenzado?, entre autom�viles calcinados, miles de desempleados y una tasa de emigraci�n juvenil que hace de Par�s, hoy en d�a, un lugar comparable con cualquier pueblo bonaerense sin escuela secundaria. Es necesario insistir en que son estos intelectuales oficiales del tard�o siglo XX los que obstaculizan el desenvolvimiento de la agenda de problemas que urgentemente debemos asumir; son ellos, tambi�n, los que por regla no tienen m�s legitimidad que la de su infinitamente peque�o mundo endog�mico coet�neo, su club de profesores solos y solas sin comunicaci�n con los problemas del p�blico. �De qu� otro modo leer el sustantivo apoyo que decenas de ni�os dieron al Secretario de Comercio Interior, Guillermo Moreno, famosamente temerario? �Creen que Josefina Ludmer podr�a recibir un aval semejante? �P�nico! �Horror! El Narciso Ib��ez Menta de la cr�tica literaria nacional sale de la cripta y dice buscar ?documentos del presente? en sus novelas ?postliterarias?, sin generar ning�n entusiasmo y, como ya hemos dicho, exponiendo su propio agotamiento. Cuando el cansancio se ha instalado como la l�gica laboral dominante de los intelectuales, cuando s�lo son capaces de repetir dogm�ticamente cantinelas atrabiliarias y jerogl�ficos denostados, se torna necesario reconocer que el terreno problem�tico de la cr�tica cultural ha venido quedando intacto y que, por ende, es necesario pasar del tenue juicio perentorio finisecular (encarnado en el prefijo post-) a la l�gica patibular de los gobiernos revolucionarios, indicando en cada caso de qu� modo es necesario, para llegar a cierta teor�a, cortar la cabeza que denota se�aladamente su falta. S�lo as� seremos capaces de recuperar la sonrisa: recordando, frente a tanta disidencia taciturna, que el stalinismo est� del lado de la vida.

Claudio Iglesias y Dami�n Selci

Notas

(1) Del libro de Diederichsen, muy celebrado y ?sistem�ticamente no-le�do?, seg�n rezuma con acierto Juan Leotta, pueden revisarse algunos ensayos que de un modo u otro cuentan (no puede utilizarse un verbo m�s decidido) los procesos aqu� se�alados, espec�ficamente en relaci�n con la cultura pol�tica alemana de la segunda mitad del siglo XX: son ?Personas en loop d�a y noche?, nost�lgica cr�nica de la incapacidad para vencer totalmente los modelos did�ctico-burgueses; ?Fines del verano contracultural?, art�culo de color centrado en cierta esquina de Beverly Hills que vio la luz y la muerte, la epifan�a y los cr�menes cometidos en nombre de la contracultura; ?�Qu� hice en mis vacaciones??, el mejor texto del libro, analiza la pol�tica radical alemana desde el punto de vista del turismo estudiantil y, por �ltimo, el muy ajustado ?Estilos de vida en conflicto. Los movimientos y sus puntos de referencia: generaci�n, multitud y vida? (todos ellos y muchos m�s compilados en Personas en Loop, traducido sin m�culas por Cecilia Pav�n para Interzona, Buenos Aires, 2005). A Diederichsen podr�an plante�rsele numerosas objeciones. Una de ellas, no la menor, har�a hincapi� en el citado ?kautskismo? tecnol�gico de la izquierda rock. Para el cr�tico musical alem�n, los m�sicos que utilizan samplers hacen algo as� como inventar una nueva forma del tiempo. Lo mismo ocurri� con los veladores, y luego con las yogurteras: una nueva forma de leer de noche, una nueva forma de alimentar a los ni�os. En relaci�n con el modern�simo sampler, cabr�a estimar que, estando la m�sica electr�nica europea (sobre todo la alemana y n�rdica) fuertemente emparentada con todo tipo de ingenios de tecnolog�a sonora, cada nuevo compilado de BPitch Control implica uina revoluci�n tecnol�gico-temporal. Pero Diederichsen sale ileso del generalizado derrumbe de la cultura rave en la medida en que su escritura minuciosa y por decirlo as� desconfiada nunca compra aquello que parecer�a, a todas luces, estar vendi�ndonos. En el l�mite, es un buen cronista de coyuntura, que no arriesga una ficha pero puede percibir c�mo todos los jugadores se van secando a medida que el tendenci�metro indica rien ne va plus!

(2) Nos basamos en la versi�n del ensayo publicada en la New Left Review (1984), cuya traducci�n espa�ola que public� Paid�s (Buenos Aires, 1992).

(3) Valga como prueba concluyente de esto una lectura del libro Marxismo y literatura (Pen�nsula, Barcelona, 1997). Williams s�lo supera la distinci�n entre base y superestructura al precio de concebir lo que Marx llama�"econom�a pol�tica" bajo el t�rmino confuso�y abstracto�de "producci�n material de la vida". �Cu�l es el problema de este desplazamiento? Uno crucial: Williams no toma en cuenta el hecho de que, en el capitalismo, la "producci�n material de la vida"�est� mediatizada por el mercado. Ha de ser muy especial el orgulloso ?materialismo? de Williams, puesto que a lo largo y ancho de las 250 p�ginas de este libro la palabra "mercado" no aparece ni una sola vez.

(4) Quien quiera rubricar el mote ?subsidiario? puede pensar a su gusto en los cuantiosos subsidios que las megaempresas dedican a la investigaci�n tecnol�gica y social en el presente contexto cient�fico internacional, el famoso ?modo2? de la ?ciencia post-acad�mica?, etc.

(5) Ya muy en el comienzo del primer cap�tulo de El capital Marx avisaba, con relaci�n a los valores de uso, que las mercanc�as satisfacen necesidades ?del tipo que fuere?, y que ?el hecho de que estas necesidades se originen en el est�mago o en la fantas�a en nada modifica el asunto?. Al respecto, resulta significativo el trabajo sobre la llamada ?est�tica de mercanc�as? (Waren�sthetik) que durante la d�cada del �70 desarroll� el te�rico marxista alem�n Wolfgang Fritz Haug, que aparece reunido en Publicidad y consumo. Cr�tica de la est�tica de las mercanc�as (FCE, M�xico, 1989). El inter�s de este libro estriba en el hecho de que se interroga por las condiciones "est�ticas" (es decir, aparienciales, fenom�nicas, perceptivas) gracias a las cuales se desencadena el acto de venta, l�gicamente necesario para realizar el plusvalor. La tesis b�sica de Haug es que el comprador no adquiere mercanc�as directamente por su valor de uso (dado que antes de usar la mercanc�a debe comprarla), sino por la promesa de uso que el producto exhibe (a trav�s de su packaging, de la publicidad, pero no menos de su aspecto sensorial desnudo). Haug se abre as� la puerta para pensar fen�menos culturales como la publicidad con la teor�a del valor en la mano; no obstante, es evidente que el alcance cultural de los valores de uso, que era el tema que hab�a que abordar, queda desdibujado debido a que Haug se ci�e a cuestiones relativas a la presentaci�n de las mercanc�as, sin atender al hecho de una tal presentaci�n supone un horizonte significativo, el cual no es menos "producido para el mercado".

(6) Los llamados Manuscritos econ�mico-filos�ficos de 1844 de Marx, publicados p�stumamente, son a menudo tomados como base para un desarrollo te�rico sobre la cultura en el capitalismo, olvidando el hecho de que Marx no contaba entonces con la distinci�n entre fuerza de trabajo y trabajo, crucial para entender el car�cter estructural de la explotaci�n capitalista y, consiguientemente, ineludible a la hora de caracterizar la pol�tica comunista. En el mismo sentido, sin esa distinci�n es imposible entender el debate de Lenin con los proletkultistas: los segundos quer�an una ?cultura proletaria? enteramente nueva, que prescindiera por completo de toda referencia a la cultura burguesa, mientras que Lenin les recordaba que el problema de la cultura burguesa no era su contenido ?nada hab�a para objetar a Balzac o a Edison o a Darwin? sino su forma capitalista, y que la tarea del Partido era apropiarse de ella, o sea, cambiar su forma, su modo de uso, y no jugar est�pidamente a inventar una cultura nueva, ?anticapitalista? (�de d�nde nos suena esto?). Si Lenin postul� por la misma �poca la necesidad imperiosa de electrificar las vastas longitudes rusas fue porque entend�a que lo ?burgu�s? de Edison no estribaba en el conocimiento de las propiedades �tiles del rayo, sino en su funcionalizaci�n mercantil.

el interpretador acerca del autor

Claudio Iglesias

Publicaciones en el interpretador:

N�mero 30: marzo 2007 - De Quincey revisitado (libros)

N�mero 31: julio 2007 - Antolog�a del decadentismo. Perversi�n, neurastenia y anarqu�a en Francia (1880-1900) (libros)

N�mero 30: marzo 2007 - Estado de la cr�tica: despu�s de los muertosvivos (en colaboraci�n con Dami�n Selci) (ensayos/art�culos)

Dami�n Selci

Publicaciones en el interpretador:

N�mero 26: mayo 2006 - Poes�a actual y cualquierizaci�n (en colaboraci�n con Ana Mazoni) (ensayos/art�culos)

N�mero 26: mayo 2006 - De la cualquierizaci�n al texto (en colaboraci�n con Ana Mazzoni) (ensayos/art�culos)

N�mero 30: marzo 2007 - Estado de la cr�tica: despu�s de los muertosvivos (en colaboraci�n con Claudio Iglesias) (ensayos/art�culos)


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Consejo editorial: In�s de Mendon�a, Camila Flynn, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse, Juan Leotta, Juan Pablo Liefeld
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Im�genes de ilustraci�n:

Margen inferior: Jacek Malczewski, Death (detalle).