el interpretador libros

De Quincey revisitado

A partir de La farsa de los cielos (Paradiso, 2005), y Bosquejo de la infancia (Caja Negra 2006) de Thomas De Quincey, en ediciones a cargo de Jer�nimo Ledesma.

por Claudio Iglesias

Ocurri� algo curioso con los dos libros de Thomas De Quincey traducidos por Jer�nimo Ledesma y editados recientemente (La farsa de los cielos, Paradiso, 2005; Bosquejo de la infancia, Caja Negra, 2006). Un hecho a destacar, sintom�tico: en todas las rese�as de uno u otro de esos libros que aparecieron en medios gr�ficos de muy considerable difusi�n no s�lo no se elabor� ning�n argumento relacionado con la actualidad del material presentado, ni con la tarea de selecci�n, traducci�n, anotaci�n y pr�logo que tuvo a su cargo Ledesma, sino que ni siquiera fue mencionado su nombre. Que el trabajo no sea visible en el objeto de intercambio es un t�pico conocido de la econom�a pol�tica; el punto es que el trabajo que hizo Ledesma con De Quincey s� es bien visible en ambos libros. Lo que provoca la ceguera adquirida de nuestros cronistas culturales no es el fetichismo de la mercanc�a tomado como par�metro general sino la muy singular situaci�n en que se encuentran dos campos profesionales interconectados, la investigaci�n acad�mica y la traducci�n literaria, en relaci�n con el mercado editorial, la prensa masiva y su p�blico lector. Si el oficio de traductor-investigador no despierta el suficiente inter�s como para mencionar a quien los cultiva, al tener uno en la mano el resultado de su trabajo y la tarea de evaluarlo, esto es porque el periodismo cultural porte�o responde todav�a a una estructuraci�n econ�mica que le asigna objetivos diversos, entre los cuales no cuenta el de producir un m�nimo piso de an�lisis testimonial para un producto cultural emergente de un contexto. El periodismo solapero (y su g�nero principal: la ?solape�a?) no se distingue hoy en d�a de los folletos de las grandes tiendas de electrodom�sticos, con foto de producto y comentario breve, ornamental, seriado. No importa en ning�n caso la procedencia de los libros, el p�blico al que le dirigen la palabra, el campo de discusiones en que se inscriben. Para el cronista promedio de Radarlibros, de 1,75m de altura, chomba a rayas y anteojos de marco negro grueso, el trabajo de traducci�n sencillamente no existe como tal, o existe en Espa�a, lo cual es m�s o menos lo mismo. Repercute en este estado de cosas nuestra historia reciente: en los a�os ?90 se instituy� un modelo de circulaci�n triangular en el mercado editorial enlazado formativamente con un tipo de rese�a period�stica: dado que los libros que vienen del centro cultural europeo son traducidos en el centro editorial de habla hispana, ocuparse del traductor no tiene ning�n sentido, porque es apenas un profesional an�nimo, y la edici�n misma depende estrictamente motivos mercantiles: �qu� pol�mica leer en la traducci�n de no s� qu� cartas de Deleuze, en su distribuci�n y puesta en vidriera por parte de los responsables de Paid�s? Aun en el caso de querer leer una pol�mica all� (por ejemplo: la diversidad inconveniente de planteos con que Deleuze ha sido tra�do de los pelos al castellano, siempre de la mano del peque�o comercio peninsular), ocurre que los suplementos culturales no abren su espacio a indagaciones proyectuales propias de parte de sus colaboradores, y el imperio del dedismo tiene un resultado poco promisorio: los periodistas leen cosas que no les interesan y sobre las cuales poco saben. Leen, finalmente, el dorso del libro, acuden a la gama Alan Pauls de colores multiuso, cierran 5 mil caracteres de wikiperiodismo y a otra cosa. Para qu�/qui�n ese libro, se ha convertido en una pregunta tab�.

Que sea este mismo periodismo cultural el que cada vez tiene menos vigencia para quienes concretamente trabajan en el campo intelectual argentino deber�a ser tomado como un llamado de atenci�n. No es desatinado pensar que el trabajo textil fue visible para la prensa decimon�nica reci�n cuando empezaron a reventar bombas en los caf�s de Par�s y el bullicio de las muchedumbres se hizo sentir en sus principales avenidas. Quiz�s los traductores necesiten a un Ravachol que ponga las cosas en su justo t�rmino. Si nos atenemos a las conclusiones que el propio Ledesma trajo de su paso por las Jornadas de Traducci�n que tuvieron lugar en Rosario a fines del a�o pasado, parecer�a que esto est� empezando a ocurrir(1). Es hora de que los traductores dejen de lado sus fangosos dilemas de metaf�sica textual y pasen a temas m�s urgentes, como los contratos, el reconocimiento a su labor, la fragilidad del tejido institucional y educativo, etc. Se da una situaci�n s�lo aparentemente parad�jica: mientras la tarea del traductor-investigador es obliterada, los traductores pretenden visibilizar su trabajo y su firma, pero s�lo para ellos mismos: as� aparecen traducciones destinadas a un p�blico de traductores, intragables, que extraen el peor fruto de la vida gremial: el pitagorismo, la sectarizaci�n absoluta, invisible como la masoner�a.

El habitu� de De Quincey comprender� que no es desatinado comenzar una rese�a de sus libros atacando a la prensa, esa ballena dormida tan dif�cil de despertar; porque De Quincey, sobre todo, fue periodista, en el sentido decimon�nico y universal del t�rmino, habi�ndose ganado la vida con art�culos para publicaciones, desde sus celeb�rrimas, iniciales y an�nimas Confesiones de un opi�fago ingl�s (1821). Destino que comparte, De Quincey, con muchos contempor�neos suyos, aunque su caso es bastante radical. En la investigaci�n de un autor decimon�nico suele presentarse la dicotom�a entre su obra mayor reconocible a primera vista y la dispersi�n de textos destinados a la prensa: cr�ticas y rese�as, frecuentemente, pero tambi�n cuentos a pedido, faits divers, cr�nicas, incluso necrol�gicas (terreno predilecto y casi exclusivo de Montesquieu). Material que generalmente tarda buen tiempo en ser editado y que suele padecer el estigma de lo que los franceses llaman ?motivaciones alimenticias?: textos que no fueron escritos por amor al arte, sino para pagar las cuentas.

Pero ocurre que la discusi�n de este problema bien did�ctico de ?construcci�n de obra? con De Quincey ni siquiera puede esbozarse: todo lo que recordamos de �l fue publicado en medios gr�ficos: las Confesiones, los textos sobre Kant y la Esfinge tebana, la memoria sobre el asesinato como arte bella, etc. Textos sobre asuntos de toda clase, sin pautas formales preestablecidas, caracter�sticos del per�odo formativo del periodismo moderno en Inglaterra, y dotados de una profundidad y una destreza literaria que hoy nos sorprender�an si los encontr�ramos, por casualidad, al consultar un suplemento cultural dominguero(2). En total, la �ltima edici�n de las obras de De Quincey supera los 20 vol�menes. En ese mar de tinta period�stica naveg� Ledesma y volvi� con una serie de textos que recopil� y tradujo bajo el t�tulo La farsa de los cielos, y luego con un extenso esbozo autobiogr�fico de vejez: el Bosquejo de la infancia.

20 vol�menes de los que conocemos apenas unos pocos t�tulos. Y m�s que conocerlos, los prejuzgamos, los situamos en una red de influencias y veneraciones. Sabemos de De Quincey por Breton, por Baudelaire, a lo sumo por� Marcel Schwob. Le pedimos que anuncie el spleen, el humor negro y el esteticismo. �Qui�n no fue decepcionado por este De Quincey a la medida de sus lectores famosos, hist�ricamente aplaudido por generaciones de solapas/rese�as? En efecto, cerrar un libro de Lautr�amont y pasar a uno de De Quincey es una experiencia extendida y a menudo frustrante (parafraseando a Paul Bourget, dir�amos que leer Del asesinato considerado como una de las bellas artes a los 15 a�os es ingresar en un mundo insospechado de desavenencia y arrepentimiento).

Es que De Quincey no es Baudelaire, ni un vanguardista. As� y todo, fue consagrado como maldito y luego como pre-surrealista por las plumas apuradas de Rub�n Dar�o y Breton: doble reconocimiento que habr�a de convirtirse en maldici�n duradera.

Pinchaensayos.

Con La farsa de los cielos, la antolog�a de ensayos editada en 2005, Jer�nimo Ledesma se propuso abrir otros rumbos de lectura en el universo amplio y multiforme de un autor cuyo papel en la historia de las letras, sin embargo, pareci� hasta aqu� repetitivo y secundario.

La sola denominaci�n que sirve de subt�tulo al libro, ?ensayos?, da cuenta de una operaci�n cr�tica de precisi�n, en la medida en que gana un peso determinado al ser predicada de los textos incluidos en el libro y en relaci�n con esa misma inclusi�n. La antolog�a recoge art�culos sobre astrolog�a, estil�stica, filolog�a griega, fragmentos autobiogr�ficos, etc. De la sabia disposici�n de todo ese material, s�lo aparentemente ca�tico, surge la noci�n de ensayo en el sentido contempor�neo del t�rmino: textos que se r�en de sus par�metros referenciales, quedando en los proleg�menos de la cuesti�n tratada, o bien arrojados por sus aristas m�s insensatas.

El pr�logo del libro se abre con una enumeraci�n elocuente: ?Encontrar�s aqu� estos personajes: un escritor buscando en una ba�era algo que enviar a una revista; un astr�logo de nombre impronunciable que vive recluido en una ca�ada; animales (un cordero, un caballo) que parecen suicidas, pero que s�lo carecen de la noci�n de espacio...? (p. 5). Notablemente, se busca y se resalta el elemento an�mico, la parodia de cualquier sistematicidad. La farsa de los cielos se ofrece as� como la prueba estad�stica de la obra total de un escritor fragmentario y pol�voco.

Sin embargo, la pauta est�tica del museo de rarezas es superada, o puesta en cuesti�n, a medida que uno avanza en la antolog�a, que Ledesma construye conjugando los textos, generando texturas suaves o r�spidas, aprovechando diferencias de registro y tono. Si la colecci�n de ensayos se inicia en la clave del malabarismo textual y recurre al delirio barroco de una subjetividad ilegiblemente erudita (tan propia de la cr�tica cultural de los 90s), braceando en la lectura comienza a discernirse un c�mulo de problemas n�tidamente expuestos y suceptibles de ser razonados. El recorrido termina con un fragmento descartado de las Confesiones, y as� el libro que al comienzo acopiaba un nutrido repertorio de burlas concluye como una sabia antolog�a all?uso antico, con reconocibles hip�tesis de trabajo, valor did�ctico y documental.

Prose & Crafts

Destaco dos textos en este sentido, situados sobre la mitad del libro: ?Sobre el estado actual de la lengua inglesa? (pp. 82-102) y ?Teor�a de la tragedia griega? (pp. 103-122). El �ltimo es especialmente arduo. El primero, una pieza �nica, merecer�a todo un art�culo. Para quienes se ocupan de la literatura y el lenguaje, un primer inter�s del texto es el de iluminar ciertas perspectivas de trabajo con las lenguas, t�picas del siglo XIX, esos tiempos prehist�ricos de la ling��stica comparativa, anteriores a las tablas de la ley saussureana, proscriptos y por eso mismo atractivos. Como resultado de esos ejercicios, el texto examina la noci�n de estilo, no como vestidura sino como encarnaci�n del pensamiento, situ�ndose en una espesa malla de intertextualidades literarias y filos�ficas, desde el romanticismo hasta la hermen�utica, la concepci�n nietzscheana de la filosof�a o la menos famosa preocupaci�n de Simmel por la relaci�n entre las formas y la vida.

De Quincey se enoja con la concepci�n del estilo como ornato o ?embellecimiento?, releyendo a contrapelo algunos latigillos de la est�tica kantiana. La ?falta de fines? de lo bello implica que el estilo sea incapaz de dar soluciones a un material que debe ser puesto en palabras adecuadamente. El resultado de aquellos par�metros estetizantes, que el ensayo denuncia con firmeza, es la torpeza del escritor y la apat�a de quien lee. En la respuesta de De Quincey se articulan ideas que, si bien remiten claramente a la ret�rica clasica, podr�an traspapelarse tambi�n en una declaraci�n program�tica de dise�o moderno: el campo del estilo es aquel en que se resuelven las demandas del texto, aquel en que su intenci�n comunicativa se hace patente. Inscribiendo esta problem�tica como caracter�stica de las bellas artes, su respuesta parecer�a situarla del lado de las artes aplicadas, y un registro conceptual que podr�a pasar como t�pico del romanticismo (el de la expresi�n) acaba abriendo el paso a un concepto de contornos casi funcionalistas donde la atenci�n est� puesta sobre la lectura. ?Luz para ver el camino, energ�a para avanzar por �l? (p. 99), eso es el estilo: un modo de respuesta a la pregunta ?para qu� sirve?.

Las implicancias cr�ticas de esta propuesta surgen de la elaboraci�n caracter�stica de la prosa de De Quincey que, si fue muchas veces considerada bella, no tantas fue analizada en relaci�n con el campo de problemas en que sus textos se sumerg�an. Un semejante an�lisis permitir�a evaluar, conjuntamente, los m�ritos del traductor en su lid con el ingl�s tardorrom�ntico.

Gangs of Edinburgh.

Con estas categor�as en la valija es perfectamente viable el paso al segundo libro a rese�ar, Bosquejo de infancia, un escrito de vejez del por entonces ya famos�simo autor de las Confesiones y una vuelta al g�nero que lo llev� a la gloria: la autobiograf�a.

Texto de humor, como casi todos los de De Quincey, en el Bosquejo no es tanto el dislate anecd�tico lo que produce risa, sino su alternancia con una fina hilaci�n de vocablos, el modo calculado, a veces parco y hasta solemne de referir cualquier episodio anodino. La traducci�n logra este efecto implementando una gama de recursos l�xicos amplia y explotando al m�ximo la diferencia de registro entre lo relatado (los hechos de la vida de un ni�o) y el modo de referirlo.

El libronarra los primeros a�os de vida del autor, y su clave de lectura como ficci�n del yo viene dada por la misma experiencia que se reconstruye. La ficci�n no es un condimento anexo a la cosa contada, sino su elemento constitutivo, surgido estrictamente del referente, un ni�o de temperamento nervioso en el furor de su imaginaci�n: una especie de discurso indirecto de s� mismo. En este punto, De Quincey es casi program�tico: la conjugaci�n del horizonte infantil de fantas�as cotidianas con la prosa docta del fil�logo es un factor de humor recurrente, pero surcado de intermitencias. La vida del escritor fue penosa, y el texto no intenta salir ileso de cierto miserabilismo de �poca bastante reconocible. Miserabilismo ligado, por otra parte, a la efervescencia pol�tica de fines del XVIII (De Quincey naci� en 1785), que en el Bosquejo aparece con violencia.

Es el estilo el terreno en el cual se resuelve la producci�n de humor, cuando chocan a velocidad subat�mica el mundo infantil de los juegos y el trazo de un experto de las palabras, diestro para realzar las implicancias emotivas y l�dicas de cada situaci�n con su rico diapas�n de tropos, an�foras y comparaciones. Pero el estilo es tambi�n la arena de conflictos sociales y pol�ticos coyunturales; en el barrio de Edinburgo donde vive el ni�o Thomas (y toda la geograf�a del libro se condensa en esa indicaci�n de catastro: barrio) hay una guerra entre pandillas militarizadas. Que esta guerra sea escenificada c�micamente no le impide a Ledesma reconocer y explotar en su trabajo una serie de conflictos propios de la efervescencia revolucionaria de aquellos a�os, que llega a las barriadas de Edinburgo y toma la forma de un marcado resentimiento popular hacia las clases pudientes. En la guerra de patotas est�n en juego idiosincrasias sociales y culturales que el traductor articula utilizando, entre otras locuciones, un ep�teto fundador de la literatura rioplatense, cajetilla, para traducir una voz idiom�tica con connotaciones similares.

La pregnancia del problema del estilo en el texto y de los problemas puntuales del texto en el estilo son visibles en el momento en que se narra un hecho capital en la vida de un muchachito: el primer beso. Thomas, tomado prisionero por sus enemigos, es dejado bajo la vigilancia de un grupo de ni�as. Y el texto dice:

De pronto una joven me tom� en sus brazos y me bes�; de ella me fueron pasando en ronda entre las otras del grupo, las cuales me acariciaron a su vez, casi sin aludir a la misi�n guerrera contra ellas y los suyos, �nico motivo que me hab�a procurado el honor de ser llevado a su presencia como cautivo. El hecho demasiado palpable de que yo no era la persona designada por la naturaleza para asesinar a los individuos de su grupo muy factiblemente expuls� de sus mentes el hecho contrario, el de que era muy probable que, en mi condici�n militar, hubiera barajado la idea de asesinarlas a todas. Que no estuviera capacitado para matar a una sola persona fue interpretado il�gicamente como excus�ndome del compromiso militar que me obligaba a intentarlo con todas en masa (p. 80).

El evento de referencia es subsumido a la l�gica del plexo narrativo mediante su traducci�n al registro que impera en este punto del texto; un episodio que hubiera resultado nuclear para el curso de la di�gesis (en cualquier novela de aprendizaje de la �poca, al menos) es despojado de connotaciones sentimentales y procesado por la t�cnica de escritura en funci�n del prop�sito literario planteado. Lo que resalta es el grado de conciencia proyectual que se esboza en De Quincey y el consecuente focalismo que la caracteriza. El texto, a pesar e incluso a trav�s de sus digresiones constitutivas, sostiene hasta el final esta su voluntad de coherencia estil�stica aplicada. M�s que surrealista, De Quincey se para ante nosotros como el mejor lector de Roussel, Queneau y la Oulipo.

El examen de estos aspectos del Bosquejo, y de su recepci�n por parte del traductor, me permite intentar algunas conclusiones en relaci�n con el problema planteado al comienzo, relativo a la prensa cultural contempor�nea y las estrategias de escritura que pone en juego. Intuyo que la pobreza de esta prensa masivamente distribuida, sistem�ticamente no-le�da y hundida en un profundo pantano de desprestigio va de la mano con la vejez inamovible de ciertos discursos cr�ticos cuya elemental volatilidad se explica o confluye con un fen�meno aun m�s temible: un momento de nuestra historia literaria local cuya dominante es la ausencia cabal de proyecto, es decir de conciencia pr�ctica, de dominio cauto de los recursos que la lengua y la literatura ofrecen en funci�n de fines motivados en problemas reales.

Asumo (aun sin haber investigado la cuesti�n en detalle) que hoy en d�a, en terrenos diversos como la escritura cr�tica, la producci�n literaria y la traducci�n, el debate parece atascado en cuestiones de paleta y esencia, independientes de condiciones culturales concretas y fines reconocibles.

Dejando aparte algunas aves raras, la prensa cultural argentina es griega (o medieval), en tanto permanece c�moda en la metaf�sica de la sustancia, el reino del qu� es. Los cr�ticos se preguntan, por regla, si un autor es under, o mainstream; si es serio, si hace chistes, si es pop, y qu� es el pop; si la escritura es imposible, o posible; si las traducciones son fieles, o no; si un cr�tico del capitalismo puede ser tambi�n un �xito de ventas, y qu� sentido tiene esto. Si est� bien o mal x, y o z(3).

El malestar que estas esferas profesionales suelen exponer frente a su indiscutible p�rdida de contacto con el mundo de la vida nos reintroduce en la pregunta que ya se ha formulado tan bien De Quincey: a qui�n queremos hablarle, qu� queremos decirle, c�mo podemos hacerlo.

Claudio Iglesias

NOTAS

(1)Conclusiones que ha vertido en su blog (www.inblogs.net/ebrocken), entrada del 26 de noviembre �ltimo.

(2)En la primera mitad del siglo XIX, en Inglaterra, se constituyen dos focos de emergencia de la prensa moderna: Londres y Edinburgo. Si bien De Quincey fue tradicionalmente considerado un Edinburgh man (particip� del staff de la Blackwood?s Edinburgh Magazine, mensual de orientaci�n tory fundado en 1817 por James Hogg y otros), a ra�z de sus viajes tambi�n colabor� en revistas de Londres.

(3)Hoy sabemos que el verdadero legado del mundo cl�sico es el participio futuro, la pregunta para qu� nos sirve esto.

el interpretador acerca del autor

Claudio Iglesias

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N�mero 30: marzo 2007 - Estado de la cr�tica: despu�s de los muertosvivos (en colaboraci�n con Dami�n Selci) (ensayos/art�culos)


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Margen inferior: Joel-Peter Witkin, Poussin-en-el-infierno (detalle).