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Contra Sloterdijk
Entender el papel de Peter Sloterdijk (1947-) en la intelectualidad contempor�nea parece una tarea extrapolada, en la medida en que no es dif�cil inscribir su pensamiento (y deshacernos autom�ticamente de �l) como el de un fil�sofo de los tard�os a�os ?90. En efecto, el autor de Normas para el parque humano tiene todos los ingredientes de un pensador de esa �poca: l�brego, televisivo, milenarista, lector de Osho, fatalmente desesperado y con frecuencia virulento. Siendo esto cabalmente cierto, tambi�n lo es que descartarlo como cosa vieja tornar�a imposible la comprensi�n de buena parte de la reflexi�n cr�tica de nuestros d�as, y precisamente all� donde tiene calada sobre la intelectualidad argentina contempor�nea. Es indiferente que algunos cr�ticos literarios nacionales le prendan velas a Sloterdijk como si fuera de verdad un pensador alem�n importante, demarcatorio. A quienes lo hacen s�lo podemos recomendarles el repliegue ordenado, una abluci�n exculpatoria de la mano de Hans-Robert Jau�, Benjamin Buchloh y otros teutones que s� merecen ser le�dos con �nfasis. Pero este no es el problema de fondo. Lean o no a Sloterdijk, c�tenlo o no, dif�ndalo, qui�ranlo o no, lo que ocurre es que muchos cr�ticos argentinos repiten su estructura sintomatol�gica. Que esta estructura es fundamentalmente traum�tica, ya ha sido dicho respecto del talkshow Sloterdijk-Habermas y deber�a repetirse con ocasi�n de la intelectualidad argentina. �No hay una afinidad de sentido entre el horror por la eugenesia en el contexto de la tard�a posguerra alemana y la querulencia t�pica de los intelectuales nacionales de nuestros d�as?
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Entonces, si desde el punto de vista can�nico-did�ctico Sloterdijk puede ser enteramente prescindible, desde el punto de vista cl�nico ocurre que sus ideas, su modo de pronunciarlas, sus repercusiones, dan la pauta de un estado de la cr�tica, funcionan como la prueba estad�stica de la conciencia mundial. Un gran lector de la prensa acad�mica internacional como Reinaldo Laddaga es fundamentalmente sloterdijkiano; tambi�n lo es quien nos ocupar� en esta ocasi�n: Josefina Ludmer, que no le pierde la pista al rosarino en lo que hace a sumar millas con su tarjeta de American Airlines.
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Quiz�s resulte poco claro lo que decimos, y efectivamente lo es. Por una parte, Sloterdijk muy pocas veces es tomado en serio; por otra, nos permite radiografiar de cuerpo entero la escena cr�tica actual. En muchos contextos de pensamiento, el hombre es considerado poco importante; precisamente, incluso, en aquellos que �l venera o imita con retraso (Francia, enti�ndase). En otros, en cambio, es festejado a puro bombo. Comenzaremos el examen por este �ltimo punto.
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El fil�sofo de Karlsruhe bajo la acci�n de los algoritmos
Dejando de lado conjeturas impr�cticas, metimos mano a google para saber si el demiurgo de la Cr�tica de la raz�n c�nica era querido por doquier. Siendo ese su t�tulo favorito, el que lo hizo conocido entre los intelectuales, el que mejor permite parametrizar distintas b�squedas, los resultados fueron extravagantes. La b�squeda Sloterdijk+raz�n+c�nica arroj� cerca de 12500 documentos, todos ellos obviamente en espa�ol. La correspondiente secuencia de t�rminos en alem�n (Sloterdijk+zynischen+Vernunft) no dio mucho m�s: 16800. En ingl�s, el idioma que gobierna, podemos contar 18100 resultados para Sloterdijk+cynical+reason.
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Curioso, este buen desempe�o de la internet hispanohablante para con un fil�sofo alem�n contempor�neo. Pensemos que la b�squeda Theodor+Adorno+Kunst tarda 0,2 segundos en arrojar algo as� como 545.000 p�ginas, mientras Theodor+Adorno+arte da 152.000. Menos del 30%: por cada 100 p�ginas en alem�n que mencionan a Adorno, hay cerca de 27 en castellano. Por cada 100 p�ginas en alem�n que mencionan a Sloterdijk, en cambio, hay 75 en castellano. 12500 resultados en espa�ol, dec�amos, frente a 599 en franc�s para la b�squeda Sloterdijk+raison+cynique. Algo como... �veinte veces menos? M�s inquietante todav�a es la sobriedad de los datos en portugu�s: los numerosos millones de personas que suman brasile�os y otros hablantes de esa lengua dan apenas 96 (�!) resultados para Sloterdijk+raz�o+cinica.
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Concretamente, tiende a ser dif�cil desde Buenos Aires buscar informaci�n sobre Sloterdijk en internet y que esta no provenga de p�ginas espa�olas. Para dar con textos en otros idiomas es necesario incluir voluntariamente alg�n t�rmino extranjero en la b�squeda (lo que no ocurre con Gustave Flaubert, ni con Benjamin Netanyahu). Si no se hace esto, uno ve sucederse innumerables p�ginas procedentes de universidades peninsulares. Pronto se descubre que hay un cuantioso p�blico especializado, en Sevilla y otros polos intelectuales de tal importancia, que lee, difunde y traduce notablemente a Sloterdijk. Si de las 599 entradas-google en franc�s muy pocas contienen un halo de entusiasmo al hablar del telepolemista que le torci� la mu�eca a J�rgen Habermas, las muchedumbres universitarias de allende los Pirineos, por el contrario, parecen amarlo incondicionalmente. Sloterdijk puede ser mencionado, incluso comentado, a nivel mundial, pero s�lo es reverenciado en Espa�a.
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Catulo o Cicer�n
Sabemos que Espa�a es un pa�s significativo en cuanto a pol�ticas editoriales para el mundo de habla hispana; sabemos tambi�n que es del todo irrelevante en t�rminos filos�ficos. Pero si conviene resaltar el hecho de que es all� donde Sloterdijk cuenta con una bancada importante, no es tanto para desmerecer sus ideas como para comenzar a entenderlas, notando que s�lo en el contexto de una tradici�n de ense�anza como la espa�ola (tomista, m�s teol�gica que filos�fica y deliberadamente anticr�tica) pod�a prender un fil�sofo cuyos par�metros de discusi�n se sit�an entre Nietszche, Heidegger, el Tao, Foucault y algunas oscuridades menos famosas. Por lo dem�s, adjudicarle oscurantismo a Sloterdijk no es un peligro; su pensamiento rebosa de sepulturas, de post-, de ?ya no hay x, y, z...?, de muertes de esto y de lo otro. Es oscuro en un sentido espec�fico: es melanc�lico, para decirlo todo, es dark; tomando en cuenta su francofilia, tambi�n podr�amos llamarlo spl�enetique. Es que, en sentido estricto, Sloterdijk es un pensador de la decadencia, y no precisamente de los m�s aptos. No en vano se han notado las comparaciones que establece entre el mundo contempor�neo y la Roma del Bajo Imperio, llena de lujo asi�tico, org�as de sangre y dioses que mueren. Con palpable retraso frente a Oswald Spengler y una notoria tradici�n de escritores decimon�nicos que han recuperado este t�pico, Sloterdijk nos dice por en�sima vez que el mundo tal como lo conoc�amos est� terminando. Ya en su ochentera Cr�tica hab�a anunciado que la humanidad estaba ingresando en una era post-ideol�gica. All� estaba el sufijo de sus amores, sobre el que volver�a incansablemente. M�s tarde public� Normas para el parque humano, pol�mica conferencia brindada en el castillo de Elmau en 1999, n�mero plagado de connotaciones sombr�as y milenaristas, que no debe ser tomado por una contingencia aislable: Sloterdijk no hace en ese texto otra cosa que manifestar su preocupaci�n por el rumbo que ha tomado la humanidad; en concreto, le preocupa la aparentemente irrefrenable ca�da del humanismo como modo de domesticar al animal humano. En las primeras l�neas de este Y2K filos�fico se nos informa que la esencia del humanismo consiste en ?el modelo de una sociedad literaria?, basada en la ?telecomunicaci�n fundadora de amistad por medio de la escritura?. De esta descripci�n, velozmente, se deducen el �mpetu alfabetizador como herramienta efectiva de socializaci�n, la posibilidad de los Estados modernos, las ideas de progreso, libertad, etc. ?el mundo amigable tal como lo conoc�amos, en suma. Uno se siente tentado a discutir tal caracterizaci�n del humanismo y de la modernidad; pero Sloterdijk mete todo bajo la alfombra del pasado y nos convence de que lamentablemente? ya no hay humanismo. �Qu� ha pasado? La respuesta es sensacional: lo mat� la cultura de masas. Recuperando el mito de la decadencia latina, Sloterdijk no vacila en afirmar que el proyecto humanista no pudo hacer nada frente a la cultura masiva del espect�culo, el nuevo circo de gladiadores definido por la radiofon�a y la televisi�n. Lo que en la filosof�a de Adorno fue Auschwitz (lo impensable, lo enmudecedor, la cosa en s� traum�tica que echa por tierra los ideales ilustrados), en Sloterdijk es la fibra �ptica. Para �l es un dato de la realidad que ?la �poca del Humanismo nacional-burgu�s lleg� a su fin porque el arte de escribir cartas inspiradoras de amor a una naci�n de amigos [...] no fue ya suficiente para anudar un v�nculo telecomunicativo entre los habitantes de la moderna sociedad de masas?. He aqu� el comienzo del fin: la humanitas (el proyecto humanista) ha colapsado porque su medio tecnol�gico (la lectoescritura) ya no es una dominante social v�lida.
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Eutanasia, eugenesia, gram�tica
Despu�s de semejante estado de la cuesti�n, Normas para el parque humano no pod�a sino volverse aterrador, sombr�o y declinol�gico, af�n al renuente catolicismo universitario espa�ol, al contexto de una casta de docentes fascinada por la (recientemente descubierta) cr�tica de la modernidad. El tono general de las Normas es el del ?ocaso de Occidente? de Spengler, salpicado con algunos m�s recientes tab�es germ�nicos (la manipulaci�n gen�tica, el hombre superior y otras cosas que provocaron irritaci�n entre los periodistas de Munich y, fundamentalmente, en el abnegado Habermas). Esto no nos interesa por el momento, puesto que se deduce de los postulados de cine cat�strofe que est�n en juego, y es m�s bien hacia estos �ltimos que conviene dirigir la atenci�n. Porque no debe resultar llamativo que la equiparaci�n que Sloterdijk impone entre el proyecto humanista y el medio tecnol�gico gracias al cual se propag� primariamente (la escritura epistolar, m�s ampliamente la cultura libresca) vaya de la mano con la incapacidad de pensar cabalmente el mundo de hoy en t�rminos relacionales e hist�ricos. Pensador tot�mico, capaz de reducir la carpinter�a al clavo y el sistema de transporte a�reo al don divino del combustible para aviones, Sloterdijk comprime la totalidad del humanismo, con sus inherentes conflictos y tensiones, en la simple tecnolog�a lecto-escrituraria que, seg�n propone, lo hace ser. Al afirmar que ?lo que se llama humanitas desde los tiempos de Cicer�n pertenece en sentido tanto estricto como amplio a las consecuencias de la alfabetizaci�n?, vuelve asubjetivo lo subjetivo. ?Humanismo? ya no es un proyecto, ni un sujeto hist�rico, sino apenas apenas un acusativo de lo t�cnico: las tele idiotiza, las bombas matan gente, las tablillas de cera escriben los Amores de Ovidio, etc.
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En vivo desde Selva Negra
Un proyecto no es lo mismo que sus medios; si lo fuese no tendr�a sentido alguno distinguirlos. A la postre, no cabr�a hablar de ?proyecto? alguno, y lo que pretende Sloterdijk es precisamente esto: considerar el humanismo como t�cnica, dando por perdidas sus posibilidades cr�ticas. Ser�a ocioso resaltar la raigambre heideggeriana de semejante idea, en principio porque el propio Sloterdijk subtitula su discursocon la leyenda Una respuesta a la ?Carta sobre el humanismo?, y m�s generalmente porque, tras los pasos del angustiado rector friburgu�s, piensa su objeto como tenaza t�cnica, seres olvidados, estados de yecto, etc., etc. Y si al comienzo nos pregunt�bamos por la elocuente recepci�n espa�ola de la filosof�a de Sloterdijk, esto s�lo puede responderse v�a Selva Negra; pues Heidegger es el otro enfant gat� de la �lite intelectual espa�ola, y los argumentos de Sloterdijk son legibles desde (y s�lo desde) la metodolog�a que imponen los cinco primeros par�grafos de Ser y tiempo. Desde el ri��n heideggeriano ortodoxo, Sloterdijk podr�a ser considerado un disidente (propone que lo antropobiot�cnico tiene primac�a sobre lo ontol�gico, por ejemplo), pero esto no lo hace capaz de trascender los l�mites hist�ricos y pol�ticos intr�nsecos al pensamiento de su mentor. Tambi�n puede seducir a muchos comparando a Heidegger con un pastor, pero lo importante es que le reconoce el hecho de haber podido dar forma a la pregunta de la �poca, a saber, c�mo domesticar al animal humano una vez que la ?sociedad de amigos? del humanismo se revel� incapaz de hacerlo en la �poca de los mass media. Sloterdijk puede, tambi�n, proponer lo antropobiot�cnico como la agenda de la filosof�a, y en esto es consecuente con la profesionalizaci�n del discurso filos�fico, dado que una tem�tica tan latosa tiene considerable salida laboral en los medios ?no as�, p.ej., los detalles m�s felices de la l�gica trascendental kantiana. Si el fil�sofo de la peque�a Karlsruhe siente que la televisi�n se ha devorado todo, en alg�n sentido est� en lo cierto, y su propio ser-en-la-tele es m�s que elocuente.
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Manibus lilia plenis
Al pensamiento reaccionario de la Alemania de entreguerras, ligado estructuralmente con reivindicaciones corporativas (territoriales, nacionales, artesanales, idiosincr�ticas, etc.), propias de conflictos que el proyecto modernizador dej� abiertos, Sloterdijk le agrega bytes y satelites, situ�ndose claramente en relaci�n con ese debate: en lugar de releer a Gropius, relee a Heidegger. Desde su punto de vista, lo crucial es esencialmente simple: la humanidad se ha sentado sobre nuevas bases que, dice en Normas..., son ?decididamente post-literarias, post-epistologr�ficas y, consecuentemente, post-human�sticas?. N�tese la actuaci�n del tremendo adverbio consecuentemente como prueba de la equiparaci�n que se�al�bamos antes; y n�tese, correlativamente, que Sloterdijk es un verdadero campe�n del post-, m�rito considerable en una �poca en la que este deporte de tuberculosos alcanz� estatuto profesional. �Sus reglas? Decir que las cosas mueren y arrojar lirios a manos llenas, como una virgen prerrafaelita. He aqu� la plena compenetraci�n de Sloterdijk con el estado actual de la cr�tica, su car�cter de caso, de ejemplar privilegiado de una man�a circulante. Si la cr�tica actual es deprimente, esto ocurre principalmente porque ella misma es man�aco-depresiva: presenta idea de suicidio, tristeza aguda, desgano, desatenci�n; a menudo, incluso, escucha ?voces?. Nadie que no conozca un poco la psiquiatr�a de Kraepelin puede entender qu� son estas ?voces?: es que estamos frente a un discurso visiblemente psic�tico. Quien lea a Sloterdijk podr� a�orar la formulaci�n definitiva del pesimismo cultural que Paul Bourget dio en 1885: ?una mortal fatiga de vivir, la sombr�a percepci�n de la vanidad de todo esfuerzo?(1).
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�S�, no, blanco, negro! Todo este carril de reflexiones merecer�a que mencion�ramos un t�rmino tab�: posmodernidad. Palabra que ha devenido vergonzosa, quiz�s debido a su colocaci�n en charlas de peluquer�a, o por otros motivos vinculados con el desgaste. La cr�tica actual, exceptuando algunos casos de hipnosis conceptual irreversible, esquiva el t�rmino con mucha gracia. Mientras tanto, todo su marco de reflexi�n permanece en esencia id�ntico al del posmodernismo can�nico: el juego consiste en tomar un sustantivo vinculado con lo moderno (puede ser cualquiera: ciencia, literatura, Estado, proletariado, industria, sujeto, ferrocarril), sugerir que la modernidad no es m�s que ese sustantivo, decir ?ya no?, y despu�s deleitarse ante la invenci�n: as�, vivimos en sociedades post-literarias, post-cient�ficas, post-estatales, post-proletarias, post-industriales, post-subjetivas, post-ferroviarias. Es totalmente obvio que cualquiera de estos ?post-? equivale a decir posmodernidad, pero suele darse el extra�o fen�meno de que quienes mejor silencian esta categor�a sean, tambi�n, los m�s fervientes defensores de sus rid�culas sustituciones l�xicas. El lector percibir� que nos acercamos a la cr�tica literaria argentina, m�s puntualmente al reciente trabajo de Josefina Ludmer sobre las literaturas post-aut�nomas. Nunca se podr� decir que nuestra intelectualidad est� a la zaga de las novedades.
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Park Fiction
Habiendo hablado de parques y de posmodernismo, no resultar� insensato traer a colaci�n un t�rmino muy linkeado con ellos: ficci�n. Y algo m�s: virtualidad. Deber�amos decir, todav�a: arquitectura, comunidad, urbanismo. Cuando Sloterdijk hace circular su noci�n de parque humano, nos remite al c�mulo de reflexiones que en el �ltimo tercio del pasado siglo han vinculado e interrogado todos estos t�rminos. En esos a�os, el devenir-ficticio del entorno humano fue debatido e instrumentado desde una cantidad de disciplinas, desde la arquitectura hasta la cr�tica cultural. Sloterdijk, indolentemente, tom� el t�rmino ?parque? tal como se lo presentaba la radiodifusi�n 1990, despojado de todas sus aristas problem�ticas: la creaci�n de comunidades cerradas, barrios privados, sociedades artificiales, ciudades tem�ticas, aduanas, murallas, etc., que lentamente se iba definiendo y tomando cuerpo en la d�cada del ?fin de las fronteras?, la telepresencia a distancia y los colores unidos por Benetton. Todo esto no resulta, al parecer, digno de ser mencionado, mucho menos de ser le�do a la luz de la econom�a pol�tica general. Por eso las fuentes conceptuales de las cuales Sloterdijk bebe permanecen en sombras. Con s�lo mencionar el debate de la arquitectura posmoderna, correr�a el riesgo de dar a entender que sus parques surgen del primitivo aprendizaje de Venturi en Las Vegas; que las nuevas formas de interacci�n objetual y social que proponen las comunidades artificiales, tanto como los shoppings y los casinos, surgen de la instrumentaci�n global y minuciosa de t�cnicas de experience management propias de la competencia capitalista: una arquitectura ?incitante?, ?hed�nica?, apuntada al tr�fico de mercancias vivenciales. El candor de quienes promulgaban la primac�a de lo virtual en arquitectura fue de la mano con la promoci�n industrializada de entornos preparados para ?entretener vendiendo?. La ficci�n fue, simplemente, el universo de herramientas con los cuales esto pudo lograrse, pluscualificando y ritualizando las mercancias compradas y el lugar en el que se la compra. Los laberintos, los juegos bizarros de escaleras, espejos, etc., de cualquier construcci�n posmoderna aceptable, hacen que sea muy dif�cil orientarse y, si la escala lo permite, encontrar la salida: literalmente capturan al consumidor, y a cambio le ofrecen un micromundo de objetos. Cuando un peque�o comerciante abre una tienda de admin�culos para lactantes y la titula Mundo beb�, tiene plena conciencia de lo que est� haciendo. Mayor, incluso, que la de muchos intelectuales. Si se trata de promover el consumo, toda industria debe ser industria de ficci�n, y es el programa arquitect�nico-urban�stico de los ?70-?80 (con sus mayores proezas y su difundido provincianismo) el que se encarga de lograrlo. Alguien puede observar que hace tiempo han pasado de moda el signo-casa del techo a dos aguas, la mansarda impr�ctica y la innecesariedad de columnas que Venturi recomendaba, pero el mundo arquitect�nico es hoy m�s posmoderno que nunca: y si ya no le basta con Las Vegas para incentivarnos a poner monedas en la maquinita, hace uso indolentemente de los mejores logros formales del racionalismo alem�n. La diferencia sustantiva entre la arquitectura contempor�nea y los programas modernos que pusieron el acento en la ?escala humana? (Bauhaus y afines) no es color�stica, sino econ�mico-proyectual: la industria se ha desembarazado efectivamente del humanismo y sus obstaculizantes ideas. Ya Hitler se sac� de encima a los locos del Bauhaus, y los desarrolladores inmobiliarios y empresariales desde entonces han sabido imitarlo; el horizonte urbano-ambiental del mundo capitalista volvi� a una coyuntura similar a la de los a�os ?90... del siglo XIX(2).
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Epitafios a toda cr�tica futura que quiera presentarse como ciencia
El post-post-post sirve precisamente para tapar con sus repiqueteos guturales la evidencia de una coyuntura que debe ser cabalmente comprendida y pol�ticamente afrontada; declarando decesos conceptuales por doquier, lo que hacen los cr�ticos es resituar una discusi�n econ�mico-mundial en el mero nivel perimible del particularismo t�cnico. Se deja de usar hormig�n, y se acaba la modernidad. Se deja de ir al desfile militar del 25 de mayo, y se acaba el Estado-Naci�n, etc. Este violento particularismo indica que los cr�ticos contempor�neos, por regla, son legitimistas; de ah� el odio instintivo que les despierta la idea de proyecto. Precisamente, lo �nico que hacen es intentar convencernos de que nada tiene sentido, de que todo esfuerzo es vano y otros estilemas de Disc�polo. Fundamentalmente, han perdido la risa. ?Vivir y ver morir?, ser�a el t�tulo de su canci�n de rock favorita. Pero no es por amor de la belleza exang�e que les interesan tanto los lechos de muerte; lo suyo no es la deliziosa agonia del monje negro Mario Praz, sino un intento desesperado para que nada cambie, para que nada mute ni se transforme cabalmente. Hablan de ?metamorfosis?, ?devenir? y ?alteraci�n?, pero s�lo a t�tulo alucinatorio. Lo que les interesa es conservar el orden de cosas, no tanto deslindar las condiciones de posibilidad de ciencias futuras como lo contrario, es decir, tejer y asentar condiciones de imposibilidad para todo pensamiento orientado a la vida. Si la did�ctica de Gropius apuntaba a formar arquitectos que cambiaran el mundo y operaran sobre sus conflictos, la did�ctica de nuestros necrologistas consiste en decirnos que nada puede hacerse, para que, efectivamente, nada se haga. Lo que ya no se hace, lo que ya no existe, lo que ya no se puede. Este es el breve estatuto de nuestros peque�os Maurice Barr�s, ansiosos por inaugurar el siglo.
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Imposibilidad de proyectuar, sensaci�n de perpetuidad, ataques de tristeza, vacilaci�n, angustia... todo esto podr�a figurar en el anotador de un m�dico de adolescentes, y tambi�n en el de un lector atento de cr�tica literaria argentina m�s adulta. Pero quiz� lo que decimos parece lejano, improbable: hablamos de te�ricos de la decadencia, de un metaf�sico preocupado con tenazas geopol�ticas, de un alem�n que dice ?eugenesia? y sale en la tele? �Qu� tenemos que ver con todo eso? Lamentablemente, mucho; levemos ancla hacia el R�o en el R�o de la Plata y observemos el panorama inmediato. A la derecha, la isla Mart�n Garc�a. A la izquierda, Josefina Ludmer. Sin duda alguna, una cr�tica literaria de peso, la autora de El g�nero gauchesco, un tratado sobre la patria, libro fundamental que muy pronto se volvi� can�nico. Ludmer es bibliograf�a obligatoria en sentido lato. Se ha venido desempe�ando en academias norteamericanas dictando cursos de literaturas comparadas, y es quiz� uno de los mejores y m�s representativos productos universitarios de los�70, d�cada inevitablemente signada por la cr�tica francesa, Gramsci y los vaivenes del peronismo. Es innegable que Ludmer ha escrito muchas de las p�ginas m�s importantes de la cr�tica literaria nacional; incluso si frente a El g�nero gauchesco uno se toma el trabajo de despejar ciertos manierismos y penumbras del estilo y se aboca al contenido de las tesis, encontrar� que muchas de ellas no han podido ser superadas, que unas cuantas contienen todav�a un elemento vibrante, original. Es por eso que la lectura de su �ltimo ensayo, ?Literaturas post-aut�nomas?, que fue diversamente comentado y las m�s de las veces simplemente recibido como palabra real, depara grandes sorpresas al lector, primero porque Ludmer indudablemente ha ganado en claridad expositiva (parece que Estados Unidos ayuda mucho en ese sentido), y segundo, porque ha perdido todo lo dem�s. No hay ninguna exageraci�n en esta �ltima observaci�n: la tr�mula consecuencia que se desprende de su argumentaci�n no es s�lo que la literatura tal como la conocemos dej� o dejar� pronto de existir, sino que la cr�tica misma es ya algo in�til, perimido, en trance de muerte. Si Sloterdijk encarnaba el caso Dora de una mundializada sintomatolog�a (el fatalismo, la idea de apocalipsis), Ludmer se revela interesante para pensar este desorden filos�fico en las modestas dimensiones nacionales.
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De la indecibilidad al desastre
Bas�ndose en dos novelas de reciente factura, Montserrat de Daniel Link y Bolivia construcciones de Sergio Di Nucci, Ludmer procede a argumentar que ambas son ilegibles desde la perspectiva cr�tica usual, porque, si bien aparecen como literatura, ?no se las puede leer con criterios o con categor�as literarias (espec�ficas de la literatura) como autor, obra, estilo, escritura, texto, y sentido. Y por lo tanto es imposible darles un ?valor literario?: ya no habr�a para esas escrituras buena o mala literatura?. He aqu� las literaturas post-aut�nomas. No importa que esto no se sostenga desde ninguna periodizaci�n, dado que lo que Ludmer encuentra de nuevo en Link y Di Nucci ya ocurr�a en Burroughs, en Puig y otros double agents de las primeras formulaciones del posmodernismo. Esto, a t�tulo de la ya mentada sustituci�n lexicol�gica: parece posmoderno, se ve como posmoderno, sabe a posmoderno, pero no se lo puede llamar posmoderno(3). Pero esto tampoco es lo m�s relevante de la propuesta de Ludmer, sino que, por s� solas, estas dos novelas recientes ya bastar�an para sepultar toda cr�tica posible: dado que su r�gimen es el de la ambivalencia entre la realidad y la ficci�n, a la cr�tica s�lo le quedar�a ?el ejercicio del puro poder de juzgar (o decidir) qu� son, o tambi�n suspender el juicio, o dejar operar la ambivalencia?. Evidentemente, estamos arrojados a las tinieblas. Hay que suspender el juicio, hay que dejar operar la ambivalencia. No es extra�o que esto suene como el manifiesto de un gremio de longevos, o como un programa de desregulaci�n financiera; lo que importa es tener en cuenta c�mo se construye el marco conceptual de Ludmer, pues es de �ste que se deducen sus secuelas. La post-autonom�a sucede a la autonom�a literaria; para comprender semejante novedad, se vuelve necesario echar un ojo al cadav�rico pasado: lo que se verifica hoy es ?el proceso del cierre de la literatura aut�noma, abierta por Kant y la modernidad [�!]. El fin de una era en que la literatura tuvo "una l�gica interna" y un poder crucial [�!]. [?] Autonom�a, para la literatura, fue especificidad y autorreferencialidad, y el poder de nombrarse y referirse a s� misma?. �! �! �! Un tragamonedas no podr�a ser m�s escandaloso al entregar el premio m�ximo. Para Ludmer, la literatura moderna era aut�noma, enti�ndase autorreferencial. Ingenuamente cre�amos que el proyecto balzaciano de la comedia humana configuraba las emergentes relaciones sociales capitalistas, que Baudelaire elaboraba la imagen ic�nica de la convulsionada ciudad del siglo XIX, que Proust reescrib�a historias singulares desde el punto de vista de los traumas socio-culturales de 1900. Nada de eso: eran autorreferenciales; como Zola, como Arlt, como Sarmiento, como D�blin, como Lugones. Tristan Tzara, jugando al ajedrez con Lenin, en Viena, reparti�ndose con �l las tareas del siglo (la revoluci�n cultural y la revoluci�n pol�tica), �qu� era? Autorreferencial. Thomas Mann es un onanista; la burgues�a alemana no existe, la tuberculosis tampoco. La literatura moderna se afanaba en el narcisismo (lo vemos en Brecht), en hablar s�lo de s� misma (como ocurre en una novela de Arguedas), en disputas meramente ret�ricas (la Revoluci�n Rusa, la guerra civil espa�ola, etc.) que s�lo testimoniaban su separaci�n respecto de la vida cotidiana de los hombres; en cambio, Ludmer verifica que en las literaturas post-aut�nomas ?todo es ?realidad? y �sa es una de sus pol�ticas. Pero no la realidad referencial y veros�mil del pensamiento realista y de su historia desarrollista (la realidad separada de la ficci�n), sino la realidadficci�n producida y construida por los medios, las tecnolog�as y las ciencias?. Esta pintoresca terminolog�a ludmeriana (?realidadficci�n? y otra que utiliza, ?privadop�blico?) es ya un �ndice de la incapacidad de la cr�tica, que no podr�a ser siquiera capaz de elegir entre t�rminos opuestos, teniendo en consecuencia que amontonarlos. Ludmer se gana nuestra simpat�a con las resonancias f�sico-cu�nticas de estas piruetas; pero lo que debe llamarnos la atenci�n es la tesis fenomenol�gica impl�cita en esa frase: el horizonte de la vida cotidiana actual, el mundo de la vida, est� construido por los medios tecnol�gicos comunicacionales. Y punto. Ludmer es uno de esos tecnointelectuales que puede afirmar que ?lo cotidiano es la TV y los medios, los blogs, el email, internet? (y no los hospitales, y no los cuarteles, y no las huelgas). De un aserto semejante es que finalmente extrae la divisoria de aguas: si no forman parte de la vida cotidiana de la gente el trabajo, ni el servicio ferroviario, ni la prostituci�n, ni las inundaciones, y s� forma parte tener un blog, ver el programa post-ideol�gico de Mariano Grondona y chatear con chongos, se deduce que la literatura moderna, ocupada como estuvo con la vida pre mass media, hoy se revele anacr�nica; de ah� tambi�n que la literatura post-aut�noma se yerga, tal como lo expresa Ludmer, en tanto ?constituyente del presente?(4).
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1916
Ser�a muy f�cil decir que, por una simple cuesti�n etaria, a los cr�ticos de m�s de cuarenta a�os les quedan largos los recursos de la comunicaci�n contempor�nea: esto explicar�a con sencillez el hecho de que ellos vean en internet, los blogs y dem�s el asomo de un nuevo e incomprensible mundo, pleno de devenires, indiscernibilidades y ambivalencias (tierra prometida del posestructuralismo que por fin pisamos); pero el hecho realmente subyugante, para el cual el criterio generacional no nos presta auxilio ni excusa, es que la modernidad misma fue la que los sobrepas� por todas partes, que s�lo ocasionalmente pudieron estos intelectuales entrever algo de su sentido, que las m�s de las veces se distrajeron con aspectos laterales, lexicol�gicos, dejando de lado as� el fen�meno de conjunto. No es que Ludmer mienta cuando se�ala que los rasgos espec�ficos de la literatura moderna son ?el marco, las relaciones especulares, el libro en el libro, el narrador como escritor y lector, las duplicaciones internas, recursividades, isomorfismos, paralelismos, paradojas, citas y referencias a autores y lecturas?; el problema es que estos rasgos son simples medios t�cnicos al servicio de algo m�s, y nada nos dicen del proyecto moderno en su sentido integral, como as� tampoco nada sabremos del humanismo confin�ndolo a la correspondencia grecolatina. Es evidente, por lo dem�s, que para teorizar las literaturas post-aut�nomas Ludmer se vale del flamante formalismo ruso de 1916: sin el concepto de literaturnost, de aquello que es ?literario en s�?, no podr�a convertir la literatura moderna en un conjunto de procedimientos tediosos, preexistentes al Renacimiento en gran parte, y no podr�a tampoco decretar su ocaso frente al nuevo sol inespec�fico de la post-literaturiedad. Ludmer no se equivoca al decir que ya no hay literatura aut�noma; se equivoca cuando pretende que existi� alguna vez fuera del recortado marco de su metodolog�a.
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Fwd. Message
Josefina Ludmer es una intelectual que en los ?70 defendi� el rigor de la cr�tica literaria frente a los embates del populismo te�rico, s�lo interesado en comprobar cu�n dependientes �ramos respecto de Europa. �C�mo es posible entonces que hoy practique el autosacrificio en tres p�ginas inventando una categor�a, la de post-autonom�a, que ni siquiera puede pensar, dado que su �nica determinaci�n estriba en ?no ser concebible desde la autonom�a?? �C�mo puede cometer la imprudencia de partir la historia de la literatura en dos a partir de Daniel Link y Sergio Di Nucci? No hay nada de malo en comprender y legitimar la producci�n novel�stica actual; esto es precisamente lo que Ludmer no hace. Pues huelga decir que todo lo evidentemente singular que pueda tener un texto como Montserrat le pasa largamente por al lado. No es preciso releer demasiadas veces la novela que Daniel Link public� por Mansalva para entender que su principal fuente de absorci�n no viene dada por ?internet?, ?los blogs?, como hechos absolutos, sino antes que nada por un arco de intereses claramente vinculados con la labor de un intelectual. Una cosa es ?usar el blog y hablar de arquitectura de Buenos Aires? (lo que hace Link), otra muy distinta ?usar el blog y pedir la renuncia de Julio Grondona como titular de la AFA, remanente calamitoso de una generaci�n en retirada? (lo que Link no hace). Lo que importa es qu� se dice, qu� se construye, qu� se problematiza. Igualmente, si podemos considerar a Montserrat en relaci�n con otros productos de la ?novela de cr�tico? contempor�nea (digamos Silvia Molloy)(5), es para remarcar que se aleja de ellos. Pues el protagonista, p.ej., se cartea con un enigm�tico R.C. que menciona diversas an�cdotas relacionadas con la presencia de Duchamp en Buenos Aires, tema investigado en estos d�as por numerosos especialistas y aficionados; asimismo, comenta asuntos de universidad, etc. Pero nunca evangeliza. M�s bien, hay muchas, demasiadas preguntas, demasiadas vacilaciones en esa novela. Molloy escrib�a cientos de p�ginas para convencernos de que la homosexualidad es un devenir-menor. Link, m�s econ�mico, sospecha que la cultura de masas ha envejecido en poco m�s de 150. No hay tesis en Montserrat, m�s bien hay restos de pensamiento, detritus hipot�ticos, desorden, nerviosismo y una palpable desorientaci�n. Y esto habla del estado de la cr�tica. Avispado como es, Daniel Link se da cuenta cabalmente de que las cosas no andan bien. Lo que podr�amos preguntarle es simple: qu� se hace. En su dispersi�n de tem�ticas cr�ticas, Montserrat no alude a los medios comunicativos y a lo ?realficticio?, sino a la imposibilidad de una cr�tica sin proyecto, sin un para qu� que logre movernos hacia alguna cosa. De esto mismo se deduce que el texto de Ludmer, ?Literaturas post-aut�nomas? sea un texto triste, descre�do incluso de s� mismo, casi obligado a existir. Siendo incapaz de asumir las implicancias de su objeto, el texto cr�tico existe contra s� mismo: es la parad�jica argumentaci�n de la muerte de la argumentaci�n, la cr�tica literaria que voluntariamente se deja desaparecer, el cad�ver que, cuando el velorio termina, cierra la tapa de su propio f�retro y se abandona al sue�o eterno. Suena la postrer hora: hay un ente que no quiere persistir en su ser. Ya no tenemos literatura, ya no tenemos cr�tica, ya no tenemos proyecto. Privados de toda tarea relevante, expulsados del curso de la historia, s�lo nos queda consumar generalizadamente la desaparici�n hasta el fin de los tiempos. S�lo nos queda trenzarnos todos en una lucha completamente vac�a, irracional, sin otro fin que la nada. Se avecina el nihilismo. Se avecina el debate sobre Soriano y sobre Di Nucci.
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San Vicente
En los tenebrosos d�as de febrero-marzo de 2007, llegando a t�rmino el ciclo estival porte�o, dos debates ocuparon la agenda de la intelectualidad nacional. El lector sabe a qu� nos referimos, pues los nombres de Sergio Di Nucci y de Osvaldo Soriano estuvieron ocupando no s�lo a incansables bloggers sino primeramente a dos publicaciones de alcance masivo: respectivamente, la revista Veintitr�s y el suplemento Radar. Describamos esquem�ticamente los hechos. Por un lado, el escritor Sergio Di Nucci present� una novela, Bolivia construcciones, al concurso del diario La Naci�n, lo gan�, y al poco tiempo el jurado decidi� retirarle el premio despu�s de considerar que el autor hab�a cometido plagio; por otro lado, el suplemento Radar public� un dossier con motivo del 10� aniversario de la muerte de Osvaldo Soriano, y uno de los necrologistas, Guillermo Saccomanno, cont� que Beatriz Sarlo hab�a invitado una vez a Soriano a dar una charla en la Facultad de Filosof�a y Letras con el objetivo expreso de hacerlo quedar mal frente a los estudiantes. Hasta aqu�, nada especial: tenemos, por un lado, un mero autor acusado de plagio, y por otro, una disputa personal e insignificante. Sin embargo, esto bast� para desatar un tiroteo feroz, multitudinario y vac�o. Para unos, Sarlo nunca invit� a Soriano; para otros, Di Nucci no hab�a plagiado, porque en la literatura no hay plagio, sino s�lo robo y don; los de all� resaltaban que el edificio situado en Pu�n 480 estaba tomado por una secta elitista que odiaba las novelas con llegada popular; alguno barruntaba que defender a Di Nucci era algo t�picamente menemista. Ni Jorge Panesi, de lo mejor que tenemos, se salv� de opinar (et tu, J�rgen?). Las balas silbaban en el aire, hab�a corridas, pedradas, y en ninguna parte se estaba seguro. Dawn of the Dead. El virus de la querulancia impr�ctica evolucion�, el contagio se extendi� ampliamente. Las causas primigenias, que evidentemente no importaban, pronto tendieron a desvanecerse, y los can�bales se batieron en torno al verdadero alcance de la categor�a de intertextualidad, el papel de las mujeres en la historiograf�a de Osvaldo Bayer, la muerte del autor, la artificiosidad del copyright, el malhumor de Soriano, la plusval�a, la post-autonom�a, la misi�n del jurado, y m�s, y m�s, y m�s.
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Alg�n zombie apasionado nos podr�a acusar de ?simplificar? estos debates, pero ocurre m�s bien que estos debates son simples en s� mismos, es decir, son meros existentes sin causa, irracionalidad hecha cosa. Basta una simple pregunta: �qu� quieren los que debaten? �Qu� cambia si, por ejemplo, todos aceptamos que Di Nucci es en realidad un artista de la intextualidad? �Qu� aspecto de la literatura se transforma admitiendo que Soriano deber�a ser tratado con m�s respeto por los especialistas en literatura argentina? �Qu� ganamos al decir que la literatura no tiene due�o? La respuesta es breve: nada. Es que no hay nada en juego, s�lo hay s�ntoma. No hay lucha, hay confusi�n. En el fondo, hay trauma, exteriorizado en violencia. La cr�tica literaria nacional entierra todo lo que tiene a mano, pero no es capaz de hacer un duelo, de afrontar su propia historia, su contacto con la violencia, con el horror, con la miseria. Su sobrevida fantasmal nos permite un ep�teto alla Ludmer: los cr�ticos no est�n muertos ni vivos; en sentido estricto, son muertosvivos. Como los fantasmas del cine japon�s son inmanentes a la casa en la que ocurrieron sus muertes, que repiten incansablemente, los cr�ticos s�lo pueden acusarse como si hubiera alguna raz�n para hacerlo, repitiendo y repitiendo cantinelas vaciadas de cuerpo. Odiarse, insultarse, reivindicarse; sin orden, sin motivo, sin esperanza. Si la pr�ctica cr�tica contempor�nea debiera periodizarse en relaci�n con una fecha importante, esta no ser�a otra que el 17 de octubre de 2006, cuando el cad�ver de Juan Domingo Per�n sali� de las sombras para hacer un peque�o recorrido folcl�rico y encontrar la paz en la villa justicialista de San Vicente, devenida mausoleo hist�rico. Per�n, o sus restos, debieron tocar de pasada la Facultad de Filosof�a y Letras; all� estaban los intelectuales, listos para una foto junto al l�der. Hubo un codazo, otro que se fue de boca, y se arm� la gresca. Corridas, disparos. Putearse un poco y salir en la tele.
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Ap�ndice: �Es la cr�tica actual nuestra Edad Media?
Documenta XII, la megaexposici�n internacional de arte contempor�neo que abrir� sus puertas en la ciudad alemana de Kassel a mediados de este a�o, hizo llegar a las m�s prestigiosas revistas de arte de todo el mundo una consigna elocuente: �es la modernidad nuestra Antig�edad? Es decir, �debemos seguir suspirando por la modernidad, o hemos llegado por fin a la necesidad de redescubrirla, sacarla del fango en que la han dejado nuestros precursores y proclamar, como los humanistas, que entre los modernos y nosotros median 1000 a�os de oscuridad? Esto quiz�s ser�a injusto, pero vivificante y necesario. Todo cambio hist�rico tiene ciertos m�rgenes de violencia; los franceses que pasaron de Grecia a la Bastilla lo sab�an plenamente. �Faltan razones para pretender algo as�? La intelectualidad nacional derrapa; la cr�tica internacional rebosa provincianismo y melancol�a. En ambos casos, el oscurantismo es de rigor, as� como la incapacidad para asumir plenamente el objeto. Son, sencillamente, ptolomeicos: lo que dicen no sirve, merecen callarse de una vez. Nada puede ense�arse, ni aprenderse. Nada puede decirse, ni discutirse. Si es cierto que la cr�tica ha muerto, no lo es que se haya tornado innecesaria. Si quieren convencernos de que ha muerto, es porque no van a vivir lo suficiente. El �nico debate es el debate de la Ilustraci�n, y la �nica guerra es contra el oscurantismo.
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Claudio Iglesias y Dami�n Selci
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NOTAS
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(1)Paul Bourget, Essais de psychologie contemporaine, t.I, p. xxii �(?Avant-propos de 1885?).
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(2)Cavando un poco m�s hondo, nuestros cr�ticos sepultureros llegar�an a la Comuna de Par�s, y ah� ser�a lindo verlos.
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(3)Marcelo Cohen, sobre el novelista norteamericano Jonatham Lethem: ?est� llevando m�s lejos y con m�s penetraci�n la muy aspirada y ya recurrente uni�n entre ?Dante-Bruno-Vico-Joyce? (o Shakespeare-Conrad-Faulkner, etc.; o la saga elevada que se prefiera) y diversos g�neros de masas (c�mic, policial, ciencia ficci�n, m�sica pop...). Para evitar definirlo como posmoderno (...), digamos que se vale de pastiches de g�nero?. (Inrockuptibles, 110, diciembre de 2006, p. 77. Subrayado de la casa).
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(4)Lo m�s curioso es que Ludmer admite, casi con cari�o, la pervivencia de lo "moderno-aut�nomo" en literatura. Casillero que, seg�n su taxonom�a, no es dif�cil pensar que ocupan Alan Pauls y otros escritores similares, prendidos del�automatismo formal y la categor�a de "calidad est�tica"�(cf. nuestro art�culo "A los reales seguidores de la cr�tica", publicado en EXITO 19. Pensar que�Pauls es moderno-aut�nomo s�lo porque parodia a Kafka es no entender�hist�ricamente la utilizaci�n de los recursos�: lo que en Kafka fue moderno quiz�s en Pauls ya no lo sea. Lo que deja pensar esta aclaraci�n de Ludmer es su incapacidad para intervenir concientemente�el material que trabaja: legitima a quienes defraudan la "calidad est�tica", pero cierra su show con un cover de la banda contraria. Se parece, tambi�n, a un director de f�tbol que hace entrar a un veterano prescindible y papelonero, en tiempo suplementario, con el partido ya decidido, para que tire un c�rner y se gane el aplauso del a hinchada.
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(5) Sobre la tradici�n de la novela de cr�tico y su v�nculo con la querulancia, ya nos hemos referido en un art�culo motiovado en la lectura que Beatriz Sarlo hizo de la narrativa de Cucurto ("An�lisis de un malentendido", EXITO 18)
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