1.- Marzo del 2004. Sergio Schmucler reseña el documental “Los Rubios”. La hija de una pareja de desaparecidos inicia, cámara en mano, la búsqueda de los padres ausentes en el recuerdo de vecinos, militantes, escenarios. Una historia más de nuestra trágica historia. Pero el que reseña festeja una novedad: “la mirada desprejuiciada de una joven que no está dispuesta a rendirle homenaje a sus padres desaparecidos, ni a reivindicar (ni reclamar) a la generación a la que pertenecieron (…) El film representa una ruptura en el sentido que no está al servicio del revisionismo que enaltece los setenta sin mediar reflexión”. Sin conocer más que la reseña, ésta puso palabras a la percepción que poseo de mi trabajo de historiador. Un “no” testigo que intenta clarificarse y aportar a la clarificación de la rica, compleja, heroica, aventurera y trágica décadas de los 60 y 70.
Tenía muy pocos años en marzo de 1976 y nula conciencia de lo que ocurría. Cuando la adolescencia, un poco la escuela y, sobre todo, cierta militancia política me acercaron al pasado próximo y macabro, me invadió el interés por esos tiempos y la intuición que tamaña crueldad podía explicarse, también, por la naturaleza humana y política de los que ya no estaban. El interés sólo se sistematizó hace unos años. Pero aun antes, ya percibía que la sociedad y la universidad contradecían, en ciertos casos, una máxima de todos nosotros: la última no siempre era la burbuja autista, por el contrario en esos ciertos casos se correspondía absolutamente con los sentires y las actitudes de la sociedad toda.
No se podía hablar del demonio Videla sin recurrir a la figura demoníaca de Firmenich que englobaba a tantos otros. Pero como el todo sonaba a injusto y contradecía ciertas posturas estéticas del momento, empezamos a consumir la imagen del desaparecido como un ser que mientras miraba televisión desapareció… sin que nunca sepamos las razones que lo convirtieron en blanco de los grupos de tareas. Los muy demócratas maestros (profesores o simples ciudadanos) reivindicaban al desaparecido negándoles una parte importante de su identidad, de sus luchas, de sus elecciones, de sus apuestas. Rodolfo Walsh no era un oficial de inteligencia Montonero, era solo el brillante intelectual que fue.
No entendía a la muy demócrata, pero nunca casta, sociedad argentina y su necesidad de parcializar la mirada. No entendía el miedo al debate “siempre postergado, siempre temido” (Osvaldo Bayer) de ese periodo de nuestra historia. Tal vez por ello en nuestros libros abundan dictadores y dictaduras y escasean revolucionarios y revoluciones. Tal vez por ello esa obsesión por la muerte y la derrota de una generación más no con la vida de la misma. Mi hipótesis inicial consistía en que dicha situación era el fruto de una tarea intelectual militante contra el olvido y la impunidad. Lo sigo creyendo, pero sin dudas algo más debe haber.
Por ello mi interés se dirigió a la historia de los hombres y mujeres que aterrorizaron a los jefes económicos y a los militares. Mi situación era y es la del ignorante que intenta comprender un periodo que para nosotros no está del todo esclarecido. Me refiero a un nosotros generacional, porque para muchos que nos anteceden las cosas parecen estar más claras bajo el argumento, inapelable, de la partida de nacimiento. Esa que nos informa que dichos años los encontraron con la edad suficiente para conocer la realidad de nuestro país. Es raro, muchos de ellos nos dicen que no sabían que la gente estaba desapareciendo. Tal vez por ello, aunque respetaba la condición de testigo y/o protagonista, me oponía en silencio al autoritarismo del “yo lo viví”.
Después de leer la carta de Oscar del Barco creo que debo ser más audaz. Un intelectual brillante, involucrado en la discusión y los movimientos de esos años, declara que los testimonios de Héctor Jouvé sobre hechos acaecidos al interior del EGP (fusilamientos de guerrilleros por parte de sus compañeros) lo hicieron tomar conciencia de la tragedia que apoyó, en donde la muerte era un elemento de la ecuación. Y me pregunto cuanto influye este temor (que sin dudas trasciende a la persona del intelectual mencionado) y el éxito de la prédica alfonsinista de los dos demonios en el “debate postergado y temido”.
Pero estos descubrimientos se dan hoy y no en los 80, tal vez porque el debate abierto amenaza con entrar. Los testimonios de Jouvé son un ejemplo, pero no el único. Se empiezan a reeditar trabajos que tienen ese objeto o aparecen otros con similares intenciones. Valga recordar los 3 tomos de Anguita y Caparrós sobre la militancia revolucionaria de los 60 y 70 en donde podemos leer no sólo por qué se estaba dispuesto a morir, sino también a matar. El marco ideológico, político, social y los escenarios vendrían bien, de una buena vez, conocerlos mejor para rescatar “experiencias y paradigmas que han dejado un legado imperecedero”.
2.- La frase corresponde a otro artículo: “Construir poder o sucumbir a la intemperie”. Adhiero a la intención. La apuesta no es menor en tanto supone trascender la, también legitima, curiosidad histórica. No es menor porque el postulado parte de algo muy distinto a la historización absoluta que entiende los conceptos y las afirmaciones de un periodo como válidas para el periodo que les dio origen. Rescatar experiencias y paradigmas supone no creer que los conceptos y afirmaciones sólo sean productos singulares de una ensalada irrepetible de hechos humanos.
Esta convicción, creo, forma parte del artículo que polemiza con Rodeiro y su metáfora a la “intemperie”. Nos alerta sobre los peligros de asumir ese espacio libre de dogmas y teorías como punto de llegada y no de partida. Nos alerta sobre rasgos anarco-liberales de Luis, lo cual deberíamos precisar. El anarquista francés Jean Grave escribió en 1896 “puesto que los años de nuestra vida están contados y la experiencia del pasado nos muestra que la humanidad pierde milenios en tales experiencias (se refiere al reformismo) nosotros queremos demoler para reconstruir según planes enteramente nuevos”. La impaciencia anarquista está muy lejos del Rodeiro que apuesta a los cambios culturales.
Por el contrario, si nos acercamos al neoanarquismo francés de los 60 y sus reivindicaciones de “alternativas particulares de existencia” en contra del partido propietario de la teoría, tal vez el alerta tenga más sentido. Adhiero plenamente al rechazo de esos tipos de partidos, pero me preocupa que en nombre del antiautoritarismo desemboquemos en encuentros espontáneos, asambleísmo vulgar o divisiones absurdas ante cualquier pluralidad teórica que no suelen ser más que diferencias de opinión. Me preocupa que el estallido rápido reemplace a la organización, que no es incompatible con la más directa de las democracias. Pero los textos de Luis también me recuerdan otros conceptos, no precisamente anárquicos: el doble poder que defendiera Santucho en los 70. Luis Mattini lo definía como una disputa contra el poder burgués “palmo a palmo”. No en un sentido territorial sino político y de gobierno paralelo a partir del surgimiento de órganos sociales a nivel local. Claro que Santucho creía imposible la supervivencia de esos órganos sin la vanguardia revolucionaria, que con su fuerza militar los custodiara y les imponga conciencia revolucionaria.
En este sentido creo que el reclamo de precisión del autor es válido. Fundamentalmente porque las experiencias que a Rodeiro entusiasman son reales y protagonizan las luchas del presente. Son los grupos que se organizan a partir de demandas concretas. Que al reclamo acompañan una gestión increíble. Los que empiezan a producir (insularmente, es cierto) nuevos tipos de relaciones sociales y valores olvidados por la cultura del capital. El Movimiento Territorial de Liberación gestiona créditos y construye su centro habitacional. Las mujeres ocupan puestos antes monopolizados por hombres. Legalizan a inmigrantes llamados ilegales. Discuten criterios de adjudicación de viviendas en donde se excluye el tema dinero. Consideran la lucha cotidiana (en la calle) no solo una necesidad, sino también un deber ciudadano. Las experiencias son múltiples. Bien resume el sentido de muchas Ángel Lazo, vocero del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (MOCASE), que declara que no es cuestión única la redistribución de la riqueza sino también de “quitarle espacio al capitalismo sin pedirle permiso” (Intemperie Nº 8 pp 6). Las precisiones de Luis ayudaran a todos.
El artículo reclama también el cobijo de un proyecto político y solicita que desconfiemos de Hollaway (¿única fuente de Rodeiro?) y sus promesas de un paraíso que no precisa de la desagradable lucha por el poder. Sospecha de quien pregona que el sujeto revolucionario ya no es el proletariado sino la multitud, “un contrapoder indefinido”. Y yo desconfío de Hollaway por todo esto, pero no puedo dejar de preguntarme si el mesianismo obrero tiene vigencia y exclusividad, si nuestras incertidumbres no se relacionan con el hecho de que nuevos sujetos no terminan de mostrarse, si no es un reduccionismo ver en los excluidos a los viejos obreros por el hecho que muchos son ex trabajadores, sin observar que en la actualidad miles de excluidos nunca conocieron la condición de trabajador.
Supongo, entonces, que la preocupación por el proyecto político proviene de la actitud de intelectuales y movimientos sociales que parecen no tener como prioridad la discusión sobre la política y el poder. Pero la política también es resistir y organizarse para sobrevivir a un orden que se empeña en negar esa posibilidad. También es elaborar una comprensión sobre las razones que explican la desesperada situación. Esas actividades se dan en muchas de las organizaciones que se declaran apolíticas y que ocupan un espacio público: la calle.
Si estas actividades políticas primarias, si es que pretendemos calificarlas, no parecen empeñadas en la elaboración de un proyecto colectivo que trascienda y englobe a las organizaciones puede deberse a la falta de puentes que articulen las luchas de los muchos que se lanzan contra lo mismo y por algo parecido, aun cuando parecieran no saberlo. Esos puentes en donde los intelectuales deberían jugar un rol importante todavía no aparecen o están escasamente desarrollados.
Por esto la propuesta de hegemonía gramsciana es seductora: la cultura que “ese grupo logra generalizar para otros segmentos sociales”. Esa dirección cultural, como diría Gramsci, es una tarea monumental y no excluye el tema del poder y del Estado, pero tampoco es sólo eso. No se trata solamente de dar a luz una voluntad colectiva capaz de crear un nuevo aparato estatal, sino la elaboración de una concepción nueva del mundo.
Esa tarea no compete solamente a las vanguardias. Compete a todos los que apuestan a transformar la realidad. Gramsci lo planteo. La cuestión de la hegemonía no está reducida al partido sino a “todas las instituciones de la sociedad civil que tienen algún nexo con la elaboración y la difusión de cultura”. Tampoco compete sólo a las tradicionales concepciones, sino a las nuevas: las que organizadas a partir de demandas no tienen prejuicios de alianzas con las clases medias y reivindican autonomía y horizontalidad. Son concepciones con una lógica distinta a las viejas y de allí la importancia del lugar sin techo, el cielo descubierto. De allí la necesidad de cuadros políticos, sindicales, intelectuales que se vuelquen a la construcción colectiva y no a la catequización en masa.
Héctor Jouvé, en una larga entrevista que le realicé en octubre del 2002 sobre la experiencia del EGP, me decía cuando hablábamos del presente que no se trata de esto o aquello, sino de esto y aquello para volver a pensarnos, para redefinir los caminos, los objetivos. Creo que tiene razón, aun cuando el método represente un inconveniente: ponernos de acuerdo.
3.- Pero mientras pienso en el hoy apelando al pasado, a nuestro pasado, vuelven al pensamiento las ideas y palabras de Oscar del Barco en su carta al director. Su desencanto y culpa con una experiencia y un periodo que no respetó el mandato “no matarás” trasciende a la crítica puntual y se convierte en una acusación de asesinos seriales a Lenin, Trostky, Stalin, Mao, Castro, Guevara que explicarían en parte el fracaso de los movimientos “revolucionarios” (entre comillas). La lógica del razonamiento (aunque Oscar del Barco niega que lo suyo sea un razonamiento) es extensiva al EGP, Montoneros, el ERP, Jouvé o Juan Gelman. Pero no en el sentido de que compartían concepciones, sino una moral distorsionada.
Oscar del Barco disocia la moral de las concepciones porque la primera es inmanente, es decir está siempre presente aunque se complete en los sujetos. Por ello puede excluirla del proceso de construcción social. Tal vez por ello las concepciones que generaron y desarrollaron un determinado tipo de moral terminen mejor parada entre las causas de la derrota. Esas concepciones en donde el revolucionario esclarecido se siente facultado y lo facultan para decidir que es lo que está dentro o fuera de la revolución, sin que nos preguntemos los contextos y los hombres que generaron y mantuvieron esas concepciones.
Pero lo dicho no invalida tratar los hechos del EGP que consternaron a quien apoyó la experiencia. No es la primera vez que se valoran esos fusilamientos desde el mandato divino e inmanente del “no matarás”. Gabriel Roth desarrolla estas explicaciones en su trabajo sobre el EGP. También se explicaron los mismos desde una postura instrumentalista: los males de la guerrilla (involución de los guerrilleros Pupi y Nardo) amenazaban el objetivo de la empresa guerrillera: la lucha por el poder. Roth lo explica apelando a las características conspirativas, cerradas, marginal de la guerrilla que aleja a sus miembros del debate obrero y las dirigencias abiertas, confinándolos al sectarismo y la intolerancia en donde el valor de las leyes disciplinarias tiene el poder de lo divino. Por mi parte, prefiero reducir, aquí, mi crítica a un elemento: la organización y las reglas del EGP se contradecían con el proyecto de sociedad que prometían.
Comprender por qué el camino fue tan distinto a los objetivos, en el EGP y en otros grupos, es parte de la tarea pendiente, del debate postergado y temido. Sumemos a esto los descubrimientos tardíos de errores y la siempre vigente teoría de los dos demonios y tal vez concluyamos que el debate es urgente, por simple curiosidad, pero también para rescatar lo imperecedero. Aprovechar el momento, los testimonios, los análisis, los sentires es imprescindible. Para enterrar lo que no sirvió y lo que hoy no serviría, para resucitar ideas y también para inventar otras.
Daniel Ávalos
*Daniel Ávalos vive en Salta, es historiador y director de la revista Cultura y Política.
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Publicado originalmente en
Revista mensual La Intemperie Córdoba Política Cultura
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