Estimado Sr. Director:
Le escribo en relación a la carta del lector aparecida en el número 17 de La Intemperie, escrita por el filósofo Oscar del Barco. Como usted mismo lo anticipa, sus palabras están destinadas a generar un amplio debate. Creo que no se equivoca. Le envío mi participación, mis primeras impresiones, al menos. Más allá del respeto personal e intelectual que tengo por Oscar del Barco, quiero expresar que su escrito me decepciona. Por la importancia del tema tratado y la trayectoria de quien lo ha abordado, uno estaba casi obligado a esperar reflexiones que abrieran el campo del debate y no lo cerraran de manera tan problemática.
En primer término, la carta de Oscar oscurece peligrosamente la discusión sobre lo que en Argentina dio en llamarse “la teoría de los dos demonios”. Como se sabe esta expresión surgió durante el gobierno de Alfonsín, para simplificar de modo lamentable los hechos trágicos sucedidos desde 1976 hasta 1983. Según esta “teoría” dos grupos políticos violentos se habrían enfrentado en su disputa por el poder político, llevando obviamente las de ganar aquel que disponía del aparato represivo estatal. La derecha argentina no se equivocó cuando le llamó “guerra sucia”: “guerra”, porque el enfrentamiento había sido entre dos ejércitos y “sucia” por las condiciones específicas del contendiente que emergía y se escondía dentro de la sociedad misma (lo cual implicaba darle un tratamiento específico: la tortura sistemática de todo grupo sospechoso, desapariciones, agresión abierta a la propia sociedad etc.). Como ha sido señalado, la cuestión de los “dos demonios” se cuela incluso en el informe de la Conadep, el “Nunca Más”, que comienza con estas palabras: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda…”. Si Alfonsín promovió el juicio a los integrantes de las juntas que comandaron la dictadura fue porque entendía que uno de los dos contendientes había desvirtuado gravemente la función del Estado, convirtiéndolo -debido a sus usos y métodos- en una banda depredadora y volviéndose por ello mismo en uno de los dos “demonios”(el otro ya estaba dado por supuesto). Ahora bien, si del Barco piensa que “podría reconsiderarse la teoría de los dos demonios”, ¿en qué está pensando? ¿Ello supondría aceptar que efectivamente hubo una guerra, que peligraba el orden institucional o la integridad territorial de la Argentina? Responder a esto con claridad es esencial: si aceptamos la tesis de la “guerra sucia” y la teoría de los “dos demonios “ tal como fueron enunciadas, parecieran no tener otro desenlace que la tragedia que envolvió a nuestro país; así se desprende de las enseñanzas de los militares franceses que actuaron en la guerra de Argelia y los “instructores” norteamericanos de la Escuela de Las Américas (ambos grupos maestros directos de los genocidas argentinos). Con su discurso creo que O. Del Barco no aporta nada a un esclarecimiento de esta problemática, a no ser más oscuridad.
Ahora bien, y esto es lo segundo que quiero señalar: pienso que en realidad no es este el derrotero por el cual del Barco desea llevar su reflexión y expresar lo que más le importa. Es desde la consideración del otro “como absolutamente Otro” -cuestión que piensa a partir del filósofo lituano-francés E. Levinas, autor enraizado fuertemente en la tradición religiosa judía- que toda muerte que se produzca en un “escenario público” (político-social) es, por definición, un crimen. Un crimen que atenta contra un mandato divino: el no matarás. Para Levinas ello se funda en Dios, por lo que creo que Oscar no debería decir “más allá de todo y de todos, incluso hasta de un posible dios, hay el no matarás”. Pienso que debería escribir “Dios” así, con mayúscula, porque allí está el origen y la fuente de lo que enuncia. Estaría, además, en todo su derecho. Ahora bien, juzgar sobre la vida y la muerte de los seres humanos que vivimos e interactuamos en sociedades ancestralmente desiguales y conflictivas, sociedades que han evolucionado y se han edificado sobre la vida de millones de víctimas, posicionándose en la abstracta generalidad de un mandato religioso, conlleva el riesgo de un juicio fundamentalista, no ya sobre las revoluciones y el siglo XX, sino sobre toda la historia de los humanos. Obviamente no es el rechazo al “no matarás” lo que planteo en mi cuestionamiento, sino el modo como, retornando a las formas más clásicas del pensamiento metafísico-religioso, Oscar del Barco se instala en una suerte de mirada fundamentalista que le permitirá, por ejemplo, caracterizar a todos los dirigentes revolucionarios como “asesinos seriales”. ¿Qué ocurriría si con ese mismo patrón le pidiéramos que ponderara las gestas del cura Morelos en la independencia de México, de Túpac Amaru frente al terrorismo colonialista español, de San Martín y Bolívar respecto de la independencia sudamericana, etc.? ¿Fue un “asesino serial” Thomas Münzer cuando encabezó en el siglo XVI uno de los tantos cruentos levantamientos campesinos que deseaban un destino diferente al que por centurias postró a los siervos de la gleba?
Al hablar de “fundamentalismo” no entro a juzgar subjetividades ni mucho menos hago de ello una imputación personal. Sería poco serio y poco honesto. Lo que sí trato de puntualizar es esa mirada sobre la realidad y lo que creo son los fundamentos de la misma. El filósofo argentino Enrique Dussel (profundo conocedor de la obra de Levinas) ha escrito acerca de sus notables falencias para entender la dramática trama de lo político real, empírico. De últimas, lo que Dussel plantea es que Levinas carece de mediaciones para comprender el mundo de lo político, al situarse sólo en la sustancia de un mandato ético originario. Creo que es esta falencia la que hace del fundamentalista un discurso de la culpa y la condena. No nos hace avanzar en la comprensión del drama de la muerte humana, específicamente de aquella ligada a los conflictos sociales y políticos. Sólo condena el crimen, porque imagina una historia ejemplar, donde los conflictos y la muerte no pueden tener lugar (y por lo tanto, no deben tenerlo); pero es incapaz de adentrarnos en las lógicas concretas de la historia humana, donde la vida y la muerte están dramáticamente anudadas.
¿Cómo desplazarse del talante fundamentalista, para no seguir repitiendo -en una suerte de tiempo sin fronteras- que “…el que mata es un asesino, el que participa es un asesino, el que apoya aunque sólo sea con su simpatía, es un asesino”? Pienso -aunque de modo muy provisorio- que desanudando lo que Oscar del Barco llama “la lógica criminal de la violencia”. Es decir, si dejamos de considerar la violencia como un hecho absoluto e inmutable. Si comprendemos que esa construcción humana llamada violencia no puede entenderse sino en los diferentes contextos de las infinitas historias que constituyen la historia humana. Que el lento avance moral humano ha sucedido cuando hombres y mujeres han comprendido y consensuado que la protección de la vida es socialmente un valor de gran estima. En otras palabras, cuando se ha aprehendido, interiorizado -en tiempos, medidas y contextos diferentes- el habitus del respeto por la vida (el cual es aun hoy, muy distinto en el mundo que vivimos). De últimas, el crecimiento moral no puede entenderse desligado del crecimiento político y social; mientras más la existencia humana se despliegue articulada por acuerdos sociales de mayor calidad, crecerá el aprecio por la vida. Pero en un proceso inverso al del discurso fundamentalista: no porque la historia deba adecuarse a un mandato ético primigenio (es decir, no de acuerdo a la vieja concepción teleológico-metafísica), sino a través de un lento y doloroso proceso de descubrimientos, construcción e interiorización de valores concretos que cada vez reconocemos como más esenciales para vivir humanamente.
Lo saludo atentamente.
Alberto Parisí (Director de la Maestría en Ciencias Sociales, Escuela de T. Social, Fac. de Derecho y Cs. Sociales, UNC, Córdoba).
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Publicado originalmente en
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