el interpretador narrativa

 

Tatuajes

Virginia Janza

 

 

 

 

El cálculo inicial: media por persona. Teníamos un poco de miedo mezclado con excitación. Me prendí un cigarrillo cuando las pusieron sobre la mesa. Miramos atentamente esos pequeños microscópicos puntitos agrandados por nuestras ganas de abrir una ventana, una más, dame otra por favor. “EL MISTERIO DE LA MENTE”. Deseos de experimentar, de entender algo más.
¿A dónde vamos? ¿De dónde venimos? ¿Los recuerdos se pueden plasmar en un tatuaje?

—Esto no pega, a mí no me jodan.

Vacaciones. El avión despegando, me quedo, te perdono. Me hago un tatuaje y te perdono. Desembalar las valijas, una y otra vez. El cubalibre es más rico que el ron solo y es muy bueno para el calor. La tabla de surf, una tabla, una barra en un bar. Muchos cubalibres y el calor, siempre el calor, en el cuerpo, en la cabeza. Incurable dolor de la posesión. Mi amor es único y te amo con locura.
¿De dónde viene esa ira? ¿De dónde me vienen estas ganas irracionales de pegarte, de gritarte? ¿Es esto el amor?

—Vamos a bailar.

Una noche de lluvia torrencial, lluvia que inundaba toda la ciudad. La inundaba como nunca, la rebalsaba, pobre Buenos Aires. Y nosotros, en el único taxi que conseguimos, intentando llegar a Palermo. El efecto comenzó de a poco, primero eran oleadas, y bajaba. Las caras se alejaban, mis pies parecían sostener un peso demasiado liviano, ajeno. El piso mismo se sentía diferente desde esos pies que no podía cohesionar. Los cuerpos de los demás se veían en 3D, afuera de la matrix, en ese extraño lugar donde uno se ve cuando juega realidad virtual. Mi propio cuerpo era un dibujo del que podía alejarme y volver casi sin proponérmelo. Gritábamos, reíamos a carcajadas, nuestras órdenes inconexas mareaban al taxista sin ponerlo de malhumor. Lo obligábamos a internarse en la hondonada de las bocacalles más peligrosas, en la parte baja del barrio porteño. Doblá acá, frená, no mejor sigamos, por esa calle no se puede. Lo tuvimos con el corazón en la boca, haciéndole creer cada vez que avanzábamos media cuadra que el auto se le quedaba. El paisaje era desolador, sin personas ni autos circulando, y siempre agua, agua, como si estuviéramos en Water World.

Ese verano llovió mucho, era invierno para ellos. Llovía, llovía, y los chicos eran chicos, no sabían qué hacer para pasar las tardes. Yo también era chica, y vos también, aunque me llevaras veinte años. Esa tarde surfeamos, había sol por primera vez después de diez días. Luego del mar vino el sauna, la ducha de agua fría, el sauna de nuevo y la pileta. Tengo la piel suavecita y dorada, como un pez. Un juego de primos en el agua.

—Vamos a la cama, mi amor.

Tu erección presionándome el culo. Ay, por ahí me duele. Es un cachito nomás, hasta que entra, después es re-lindo, y me encanta como acabo. ACABOOOO. Nunca había sentido algo así. Dios, qué bueno que estuvo. El baño caliente, mis sandalias de taco y mi mini más corta. Me siento hermosa y sexual, asensualada por nuestra tarde de sexo.

Nunca pudimos llegar a Palermo porque el taxista, en determinado momento, se cansó de nosotros, de nuestra paranoia, y de la lluvia, sobre todo de la lluvia, aunque se ofreció a llevarnos de nuevo a casa. Lo detuvimos en una estación de servicio y compramos cigarrillos y gaseosa. Cerveza, había que conseguir cerveza. La ley seca es buena para que los chicos no anden tomando por la calle, y la lluvia también. Y a mi casa de nuevo. Todo como siempre. La salita, la cómoda de caoba, el espejo con esa forma tan particular que parece jorobado. ¿Qué escuchamos? Creo que no nos poníamos de acuerdo, pusimos los Doors y música electrónica, al final dejamos la Bersuit. Habíamos corrido la mesita central. Pink Floyd, necesitamos Pink Floyd, y una cerveza.

Esa noche salimos solos. La posada estaba atestada de negros, algunos se iban atrás del bar, a una pista improvisada de baile. El baile era un festejo de sacudidas que enroscaba brazos y piernas, alternativa o simultáneamente. Yo me moría por enroscar.

—Dale, vamos a bailar.

Mi carita suplicante de perra mojada. Y el cuerpo yéndose solo, a la tribu, al ritual. La gente de países nórdicos no sabe bailar porque el clima frío les entumece los huesos. Yo tengo sangre de negra y zarandeo el culo como loca. Dejáme que te enseñe, que te baile. Hacía tanto calor que ni mosquitos había, el humo húmedo estaba salado de transpiración.

El cuarto estaba oscuro. Pese al agua que entraba, abríamos la ventana de par en par, así y todo el ambiente era sofocante. Lo que mata es la humedad. Quiero salir de acá, no aguanto más. Pero la lluvia… Y ella de blanco, ella enfermera. Cuidáme, no me dejes ir, por favor. Protagonista de un cuento de Fogwill o de Borroughs, me miraba la mano que dejaba una estela, como esa que deja la flechita del mouse cuando uno la mueve. Y era mi mano que se apoyaba en la pared y se metía en la materia. Ah, pero era así entonces, somos energía, la materia no nos separa. Puedo ver las auras, todos de blanco, somos energía.

—Andá al baño a vomitar, andá a lavarte la cara.

El negro se me acercó elástica y rítmicamente. No pude negarme.

—Bueno pero una canción nomás, porque mi novio es muy celoso.

La música estaba fuerte, y vos desde la barra, charlando con unos amigos, me mirabas. Los negros bailan así, bien juntitos, te agarran fuerte y meten su pierna en la entrepierna. Una lambada pasada de moda. Ella te hablaba cerca, pero no me importó, o sí, y quizás por eso estreché el abrazo. El cuerpo de él era flexible y duro, re-duro, lo siento duro. Siento su boca en el cuello, mis pies casi no tocan el piso. La canción se acelera, yo también, y me acuerdo de mirarte. Te veo venir con los ojos rojos. En medio de nubes y gente que se empuja. El empujón y los gritos. Sólo recuerdo los gritos, y el llanto.

Llegué al baño como pude, me lavé la cara. Con curiosidad seguí el profundo recorrido del agua, no estaba la rejilla así que la seguí, la seguí hasta sentirme caer en ese agujero negro, hasta sentirme tragada por ese salvoconducto. Traté de mirarme al espejo, pero no me encontré. Yo no podía ser ésa, toda mojada, pálida, con el pelo pegado a las orejas, desorbitada, Fabi Cantilo ondulada. Volví a la salita y cerré la puerta. Intenté contarles acerca del agua, el agua cayendo, el agua huyendo, el agua en la cocina filtrándose por la claraboya. Era el diluvio y no había dónde esconderse, había que lavarse. Agarré la jarra de agua y me la volqué en la cabeza; a modo de ritual, todos hicieron lo mismo. Pasado el misticismo nos reímos, con carcajadas espasmódicas que nos sacudían, nos retorcían. Nos sacaban el aire mientras nosotros, frenéticos, tratábamos de respirar por la nariz porque la boca estaba ocupada por la risa. Y casi nos morimos. De risa nomás. Y otra vez venía la oleada, y yo simplemente me iba. Las caras se alejaban en cámara lenta, se oscurecía aún más la habitación. Negro irreal, las caras rojas que me miraban girando con sus enormes máscaras desfiguradas por la risa. Eran horribles muñecos que me acechaban, me miraban con curiosidad desde un quirófano. Y la luz blanca que me sacaba el aire. No puedo respirar, no puedo, no respiro.

Volvimos peleando. Era un lujoso condominio con salida a la playa. El guardia nos vio llegar y se sonrió, las peleas domésticas eran frecuentes en ese lugar. El mar estaba inquieto, se escuchaban las olas gruñendo, resquebrajando las piedras. Sin embargo, la noche estaba muy calma. No soplaba una gota de viento. Me senté en la galería a fumar mientras miraba esa masa furiosa que tanto me apasionaba. Todo ocurrió muy rápido. Fue sorpresivo, en la cabeza, el golpe. No supe cómo reaccionar. Vi todo negro y lucecitas blancas giraron a mi alrededor. En ese momento pensé que era cierto lo de las estrellitas de los dibujos animados. Atiné agacharme, encogerme, taparme la cara con los brazos, pero siguieron. Yo trataba de no ver tu cara enfurecida, tus ojos desorbitados. Corrí hasta la casilla del guardia, le grité que llamara a la policía, que hiciera algo. Tenía miedo o pocas ganas de entrometerse. Le supliqué, me encerré en su bañito de puerta de madera. Vos rompiste la puerta. Una sensación de irrealidad signaba la escena, me sentía Julia Roberts perseguida por su propio marido. Tirándome del pelo, de mi pelo ondulado y salvaje, fuerte como una soga, me arrastraste a la casa. Entramos gritando. Me metí en la cocina roja de furia y de humillación. No había salida. Los chicos eran chicos y lloraban. Agarré la cuchilla más grande que encontré y me escondí en el huequito que había entre el lavarropas y la heladera. Si me volvés a tocar TE MATO, te juro que te mato adelante de tus hijos.

La enfermera me miraba con hostilidad, el doctor era bueno. Qué lástima, es tan dulce, tan joven, qué lástima. El respirador me hinchaba los pulmones, pequeñas manzanitas que se agrandaban por el aire soplado. Hay que hacerle un lavado, está blanca como la nieve. Está blanca y lavada, amortajada en su cama. Mi cama, quiero mi cama, no aguanto más. Me quiero ir a casa. Escucho latidos, mis débiles latidos. No voy a viajar, no quiero volver a Buenos Aires. Las valijas de nuevo. No me dejes, por favor. Si te vas, me muero. En taxi son tres horas hasta el aeropuerto. Me llevo un libro que chorrea. ¿O es la tinta? Y la tinta chorreándose por la alfombra como sangre. Nuestra sangre en el aeropuerto y en el hospital sellando las valijas embaladas, manchando las sábanas claras. No encuentro el mapa, pero me quedo, escucho tus latidos, y me quedo.

 

©Virginia Janza

 

 
 
 
 
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Consejo editorial: Inés de Mendonça, Marina Kogan, Juan Pablo Lafosse
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Prensa: Elsa Kalish
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Tamara Muller, Silent Girls II (detalle).