el interpretador narrativa

 

El hombre elástico

Mauricio Salvador

 

 

 

 

Mientras enciende y fuma su único cigarrillo del día (comenzó como un hobby, pero ahora lo hace casi siempre mientras mira por la ventana), mamá nos cuenta de la escuela vespertina, de las amigas y de los vecinos, de la clase de manejo y de todas, o casi todas, las experiencias que ese nuevo día ha traído consigo y que para ella son sólo cosas que pasan y deben pasar, afortunadamente o no. Sentada a la mesa establece un perímetro de confianza a su alrededor y si te encuentras dentro de dicho perímetro entonces posiblemente escuches una historia de dominio privado, una historia espectacular.

Más tarde apagará las luces, revisará que las llaves de gas estén cerradas y dará, presa de un final minuto de angustia o felicidad, un último vistazo al cerrojo de la puerta.

Ahora, por supuesto, puedo lograr cierta perspectiva al observarla y al observar el lugar donde vivimos. Pero hubo un tiempo en que las cosas eran distintas y en que la imagen que me hacía de ella se reducía a la sola visión de una mujer sentada en un sofá rojo, vestida muy juvenilmente, falda tableada y blusa oscura, y mirando una vieja película por televisión. Vivíamos con el abuelo en el tercer piso de un edificio muy viejo en el centro de la ciudad. Las paredes tenían un tapiz plastificado que lo hacía parecer una enorme cocina; los suelos eran de mosaicos muy sucios y el aire que se respiraba era caliente desde la mañana hasta el anochecer, y repleto de olores de cocina el resto de la noche. Como los demás, aquel departamento era muy pequeño, incluso para una familia como la nuestra, sin contar que el abuelo había colocado repisas en las paredes y en estas docenas y docenas de figurillas esmaltadas de gesto trágico como las figuras de payasos vagabundos con el hatillo atado a un palo, o de mujeres y hombres de rostro desvencijado y gris que se repartían moneditas brillantes unos a otros. El abuelo quería mucho estas figuras. “Veinte años” me decía, para advertirme de su valor, “Hace veinte años que las colecciono”, y parecía decirlo con convencimiento, como si la visión de aquel esfuerzo lo remontara a los años en que, según mamá, era un hombre fuerte y atractivo. Pero entonces sólo le quedaba el gesto trágico y una mala disposición que lo llevaba a llenar de olores fétidos el departamento. Cuando mamá y Katia se habían ido al trabajo y a la escuela el abuelo hacía su aparición en la cocina para prepararse café. Solía llevar la taza temblorosa hacia la sala y prender el televisor ladeándose cada tanto para soltar un gas. Yo lo observaba y me hacía preguntas, y si debo creer a mi madre entonces es posible que aquel gesto de puchero que ponía frente al televisor no fuera otra cosa que una clara señal de mi reflexión intensa, infantil pero intensa. Miraba al abuelo, las manos venosas, las piernas delgadas, el gesto trágico; sobre todo me gustaba mirar su cara y los pelos gruesos que le crecían aquí y allá y debajo de la nariz. De algún modo había un parecido de susto entre él y sus figurillas.

El día del cumpleaños de Katia lo encontré buscando a gatas bajo un mueble. Sacó un paquete, se sacudió los pantalones y soltó un gas.

-¿Qué es? –pregunté.

-Un regalo –sacudió el polvo del paquete y lo dejó sobre la mesa-. ¿Sabes qué día es hoy?

-No.

-Es el cumpleaños de Katia –dijo. Desenvolvió el paquete y sacó un suéter azul marino que extendió en el aire tomándolo de las hombreras-. ¿Le vas a dar un regalo?

-No –dije-. No tengo dinero.

-Por lo menos podrías dejar de hacerle tantas travesuras –dijo.

-Yo quiero a Katia.

-¿Y entonces por qué la molestas tanto? Así no te hemos educado.

Preferí escabullirme hacia la cocina parar husmear en el refrigerador. El abuelo entró detrás de mí, silbando, sacó un frasco de medicina y mientras tomaba el agua para pasar la pastilla un gas escapó sosegadamente de su cuerpo. Me tapé la nariz con dos dedos y di una carrerita hacia la ventana, que estaba cerrada, cubriéndome la cara con las manos para no respirar. Y creo que de verdad lo hacía en serio porque el abuelo tosió, sufriendo una asfixia él mismo, y sólo hasta que se sintió bien corrió hacia mí y me hizo las manos a un lado con un rápido manotazo.

-¿Qué haces? –gritó.

-¡No quiero respirar! ¡No quiero respirar!

Entonces el abuelo me tomó de una muñeca, me dio una nalgada y me ató a la manija del refrigerador.

-No lo vuelvas a hacer –dijo. Salió de la cocina y del departamento y yo me quedé ahí mirando por la ventana el paso de una bandada de seis o siete pájaros y cayendo lentamente en la conciencia de que estaba solo y atado al refrigerador. Me habría gustado en ese momento ir a la ventana y mirar el cielo. ¿Pero qué podía hacer, llorar, pedir perdón? No. Sólo estar ahí con el convencimiento de que nadie vendría en mi ayuda. Como siempre.

Una hora después Katia llegó de la escuela y entró a la cocina sin sorprenderse de verme amarrado.

-Eres un problema –dijo. Abrió el refrigerador-. No vas a cambiar nunca. Y eso que apenas tienes cinco años.

-Feliz cumpleaños –dije. Pero Katia salió de la cocina y fue a su cuarto.

Otros quince minutos y mamá se apareció para hacer la comida.

-¿Otra vez? –exclamó. Me desató moviendo la cabeza, como si no pudiera explicarse mi comportamiento-. ¿Y ahora que hiciste, Basilio? ¿Has estado molestando a Katia?

-Yo quiero a Katia –dije, sinceramente, aunque la verdad es que la quería a mi manera. ¿Cómo decirlo? De una manera en que sólo un chico de cinco años puede querer a alguien o algo. Lo que sucede es que quizá mi manera de querer no era la que todos habrían deseado. La asustaba por las noches moviendo muñecos de peluche junto a su cama. Le jalaba los pies cuando comenzaba a cabecear y escondía sus cosas durante toda una semana aguantando estoicamente las preguntas de mamá. Al final las devolvía pero Katia no dejaba de odiarme. Un niño cuyas relaciones sociales dejaban mucho que desear, supongo. El año anterior recuerdo que Katia había pedido un año de sesión de psicoanálisis en el entendido de que eso la ayudaría a desarrollarse como jovencita y a interactuar mejor con su familia. Mamá aceptó y cada semana, durante una hora, Katia fue de consulta con un vecino del edificio que era doctor. Después de las primeras semanas entró a casa diciendo que deseaba hablar con todos. El abuelo y mamá la siguieron hasta la cocina y después de unos minutos salieron, bastante divertidos al parecer, y dejándome el camino libre. Katia me llamó con un dedo, inquisitiva:

-Mira –comenzó-: Durante todo este tiempo tú y yo nunca hemos podido comportarnos como lo harían un hermano y una hermana. De hecho, a veces me pregunto por qué tienes que ser tú y no otro chico más agradable. Pero quiero que sepas que voy a hacer todo lo posible para que te sientas bien conmigo, ¿te parece?

Otra tarde me dijo:

-Pasarán los años y tú y yo seguiremos igual ¿verdad?

Así es. Un año después parecía que las cosas no habían cambiado mucho. Katia no me interesaba. En realidad había un tema que me rondaba la cabeza y que me ponía a pensar todos los días cuando en el televisor seguía los avances de las caricaturas, esas caricaturas trágicas, sin padres ni madres, niños huérfanos. Miraba al abuelo y pensaba en él mucho tiempo. Esa tarde, después de que mamá me desatara y sirviera un plato de cereal, le pregunté si el abuelo era mi padre. Ella me miró muy fijamente.

-¿Cuántos años tienes? –preguntó.

-Cinco –dije-. Casi seis.

-Bien. Mira –dijo-, el abuelo no es tu padre porque es mi padre –tanta televisión pero a mí estas cosas me confundían mucho. Guardó silencio un momento y continuó-: ¿Recuerdas mucho a papá? ¿Lo extrañas?

Con un poco de indiferencia dije que no. Luego miré los ojos grandes de mi madre, grandes y acuosos como los de un venado, y me sentí culpable por preguntar semejante idiotez. Cinco años y capaz de tanta sutileza. La dejé ir en paz y el resto de la mañana me dediqué a ver televisión y mirar por la ventana.

Por la tarde Katia se me acercó y me dijo a quemarropa:

-¿Por qué tienes que ser tan raro? Pareces un niño enfermo.

Pero no lo era. Simplemente una especie de melancolía, como la que rezumaban las figurillas del abuelo, había hecho presa de mí. Katia fue a su cuarto y se echó en la cama de un salto. Cuando volví a asomarme la encontré durmiendo a pierna suelta con sólo un zapato puesto. El televisor sonaba en la sala y el abuelo, que había vuelto con un nuevo paquete, hablaba por teléfono en voz muy alta. De mi bolsillo derecho tomé una caja de cerillos, encendí uno y lo acerqué al cordón colgante del zapato. Al instante ardió y un olor a plástico se esparció por la habitación. Tomé un segundo cerillo y lo acerqué nuevamente al zapato, esta vez a la suela de goma, que tardó un poco más en arder. Como los cerillos no duraban los vacié todos sobre el piso y los renové uno a uno sin dejar de aplicar fuego a la suela de goma. Entretanto canturreé una cancioncilla y poco a poco la consistencia de la goma pasó de blanda a muy blanda y el olor me escoció la nariz. En ese instante el abuelo entró siguiendo su olfato.

-¿Qué estás haciendo? –gritó.

Katia despertó y comenzó a gritar y a sacudir los pies en el aire.

-¡Maldito muchacho! –tomándome de una oreja el abuelo me arrastró hasta la cocina donde volvió a atarme al refrigerador-. ¿Pensabas quemar toda la casa?

Sin saber por qué, sin siquiera poder explicarme cómo mi convencimiento me traicionaba, sentí que el pecho me lo llenaban de aire y agua y que la única manera que tenía para librarme de ello era romper en llanto y gritar arrepentido. El abuelo me seguía levantando por la oreja hasta que mamá entró apresurada a la cocina.

-¿Por qué lo tratas así? –dijo-. Es un niño.

-No es un niño –dijo Katia, que había entrado detrás de ella, adormilada-. Mira –alzó su zapato-. ¿Ves lo que hizo? Es un demente.

No era cierto, tampoco, aunque en ese momento inventé excusas no para ellos sino para mí mismo. Me confortaba saber que mamá estaba ahí pero eso no evitó que después de un suspiro gigante soltara en llanto y asegurara que Katia mentía. Para mi desgracia estaba la contundente prueba del zapato.

-Es increíble –dijo el abuelo dirigiéndose a mamá-. Imagina que enciende toda la casa. Pudimos morir.

-Bueno, pues –dijo mamá-, pero mira cómo llora.

-Se lo merece –exclamó él.

-Oh, papá. Es un niño. No tienes que amarrarlo cada vez que hace algo malo –mi madre deseaba defenderme y yo deseaba que alguien lo hiciera. Poco a poco me sentí reconfortado al grado que el llanto pasó a ser un suspiro entrecortado, como si cada tanto recibiera una pequeña descarga eléctrica.

-Está bien –dijo el abuelo-. Prometo no hacerlo siempre y cuando este niño prometa no volver a tocar mis cosas.

-¿De qué hablas? –dijo mamá y yo comencé a temblar sintiendo que el temblor me subía desde la punta de los pies hasta la cabeza. El abuelo abrió la alacena más alta y tomó una bolsa de plástico.

-De esto –dijo. Y vació un montón de figurillas hechas pedazos.

-Basilio –suspiró mamá-. ¿Hiciste esto? –y yo comencé a llorar con más fuerza. Me desató, me miró durante una eternidad directamente a los ojos y con un movimiento de la barbilla me mandó a la sala. Ellos permanecieron ahí, discutiendo.

Con esfuerzos recuperé la calma. Podía escuchar las voces rebotar en las paredes de la cocina y me parecía que cada frase la dirigían contra mí. Me miré las uñas de las manos. Luego di un vistazo por si se encontraba cerca el control del televisor. De la calle subían los ruidos de los autos y la cortina se hinchaba por el viento. Sonó el teléfono y mamá pasó por delante para contestar. Observé su rostro suave y redondo y su blusa bordada mientras hablaba por teléfono y me dirigía miraditas. Para entonces, sin embargo, los sentimientos que me traicionaron frente al abuelo se habían esfumado. Volvía a ser yo mismo. Busqué algo para matar el tiempo y resbalé por el sofá y fui al baño. Ahí se estaba mejor; el aire corría saludablemente desde la ventana hasta mis narices y la calma volvía a mí en lentas ondas perfumadas por el olor de tocador. Sentí cómo las lágrimas desaparecían de mi cara. Sentado en el retrete reflexioné en lo que había sido de mí hasta entonces aunque no podría decir en qué consistía semejante reflexión. Lo que sí me ha enseñado el tiempo es que las manifestaciones infantiles son iguales o incluso más intensas que las de un adulto. La cuestión es que ahí estaba yo, sentado, con la mirada fija en los mosaicos y el pensamiento volando en el breve espacio de nuestro baño, pensando en las palabras que me había dirigido mi madre y en las cosas que Katia y el abuelo opinaban de mí. Lo repito, cinco años y mi capacidad de sutileza se agudizaba en los momentos siguientes a un episodio tenso. En ocasiones era tan clara esa autoconciencia, o lo que fuera, que me imaginaba que las personas a mi alrededor no eran sino actores tramando una especie de conjura. Claro que por esos años ignoraba la existencia de palabras como “conjura” o “autoconciencia” y es por eso que mis reflexiones en el baño adquirían la forma de un solo sentimiento confuso que me adormecía o me enfadaba. A veces era un golpe en la puerta y el grito de Katia recorriendo la casa lo que me sacaba de mi aturdimiento:

-¿Estás durmiendo, verdad? –gritaba, muy molesta y sin dejar de aporrear la puerta. Entonces tiraba de la manija y abría la puerta donde la cara pálida de mi hermana me recibía con un gesto de incredulidad.

-¿Cómo es posible que te quedes dormido? –me preguntaba. Después, pues al fin y al cabo yo sólo era un chiquillo y ella mi hermana mayor, me acariciaba la cabeza y sonreía-. Ay, Basilio, ¿no pierdes el equilibrio?

Iba a la sala, tomaba una estatuilla y la arrojaba por la ventana con todas las fuerzas posibles. Me halagaba la opinión de mamá acerca de mis largos brazos. Una tarde me hicieron medirlos con los de otro niño y los míos eran más grandes. Por la misma razón se me podía ver por la casa con los brazos extendidos como si fuera un hidroavión a ras de agua. Tenía la ingenua pretensión de hacerlos más grandes todavía para que cuando me volvieran a enfrentar con otro niño vieran qué grandes y poderosos podían llegar a ser. Cinco años y las sutiles sombras del ego ejercían su poder sobre mí. Pero no debería alejarme del asunto. La cuestión es que ahí estaba yo, mirando los mosaicos, contándolos y entreviendo sus menudencias cuando alguien aporreó la puerta y gritó que me quería afuera en un minuto. Tiré la manija, me lavé las manos y me miré al espejo.

Había visitas. Un hombre un poco calvo sentado junto a mamá en nuestro sofá rojo. Las visitas me agradaban. En cuanto un rostro nuevo hacía su aparición me ponía a hablar y a hablar opinando casi de cualquier cosa. Katia, en cambio, funcionaba mejor en el ambiente seguro del hogar porque afuera no lo hacía muy bien. Pero esta vez forzó una sonrisa aunque no por eso dejó de mirar al visitante con ojos bajos. Se veía muy bonita con aquel vestido que olía a nuevo. Las manos del hombre eran velludas casi hasta donde nacían las uñas; me pareció simpático. Lo miré a los ojos y sonrió. Todos guardaron silencio. Todos, excepto yo que enseguida le pregunté quién era:

-Un amigo –dijo.

-¿Amigo de quién?

-De tu mamá.

-¿Y de dónde vienes?

-Ah, de muy lejos –respondió.

-¿Dónde es lejos? –pregunté. Mamá, un tanto incómoda, me mandó sentar junto a Katia que me recibió con los brazos abiertos y comenzó a jugar con mi cabello. Yo miré por si el control del televisor se encontraba al alcance. El extraño sonrió y medio esbozó una sonrisa muy pálida, como si un pensamiento importante se le hubiera quedado atorado en algún punto del cerebro y le hubiera impedido continuar sonriendo. Recuperó la postura y se dirigió a mamá:

-Bueno, y qué piensas de todo el asunto –le preguntó.

Mis agujetas estaban desatadas. Las vi flotando como antes viera las de Katia y me arrepentí de lo que le había hecho. A ver, ¿qué tal si alguien me quemaba los zapatos a mí? Pensé. Mamá negó suavemente con la cabeza y dijo que no le gustaba la manera como se habían dado las cosas.

-¿Por qué no van directo al grano? –terció el abuelo.

El extraño movió el trasero sobre el sofá y de entre sus piernas sacó el control remoto de la televisión. Ahí estaba. Lo pasó a mamá y ella, como si supiera que yo era el indicado, lo dejó sobre mis piernas. Luego se giró hacia el abuelo.

-Papá, ¿tú qué opinas? –dijo.

El abuelo desvió la mirada.

-No cuenten conmigo –respondió.

-¿Por qué no? –exclamó mamá-. Se supone que tú sabes sobre estas cosas.

-No compares –dijo él.

-Okey –dijo el visitante, de pronto muy animado-, hagamos lo siguiente. Déjenme manejar el asunto.

-No, no es tan fácil –dijo mamá-. Ya no.
Apreté el botón del televisor y el ruido los turbó a todos. Dejaron que las imágenes de la pantalla recorrieran la sala y durante un minuto escuchamos las voces de las caricaturas. Katia seguía jugando con mi cabello. Cuando entraron los comerciales entoné muy alegre la cancioncilla y el amigo de mamá me preguntó si me gustaba mucho.
-Claro –dije.

-Muy bien –contestó, con esa media sonrisa suya.

-Es del hombre elástico –agregué.

-¿Del hombre elástico?

Sí, el hombre elástico y su fiel compañero el perro salchicha. ¿Cómo es que no lo conocía?

-¿Y qué es? –preguntó-. ¿Es un juguete?

-Es un juguete –dije.

Decepcionado –de verdad decepcionado porque el tipo me había agradado en un principio- me resbalé por el sofá y me fui a sentar al retrete. Respiré hondamente y comencé a contar los mosaicos uno por uno hasta que al llegar al cuarenta y tres mamá aporreó a la puerta y me mandó poner un suéter. De vuelta a la sala vi al visitante de pie con las manos en los bolsillos de la chaqueta y balanceándose tal y como a mí me gustaba hacerlo.

-Vamos a dar una vuelta –dijo mamá-. ¿Quieres venir?

-¿Va a ir Katia? –pregunté. Mamá asintió con la cabeza.

-Es su cumpleaños –dijo-. Vamos a comprarle un regalo.

Mamá me abrigó muy bien y salimos juntos, como una familia.

Las calles estaban muy animadas porque era temporada navideña. Caminamos juntos un buen tramo y en el parque me puse a corretear a las palomas hasta que mamá mandó a Katia que me volviera a tomar de la mano. Las avenidas se habían llenado de autos. Las luces de los faros y las luces públicas brillaban y me entretuve un rato mirándolas sin hacer caso de mamá ni de su amigo. La gente salía del centro comercial con bolsas llenas de compras y cajas de regalos. A la entrada se erigía un gran árbol de navidad que tenía grandes lamparones en vez de esferas coronado por una estrella dorada cuya cola de tela volaba por la acción de un enorme ventilador. Por supuesto que a los cinco años todo eso es una fantasía. Mamá, en tanto, platicaba con el hombre muy animada. Frente a los aparadores se dejaba abrazar y sonreía de más, a mi parecer. Eso ya no me gustaba tanto.

Nos metimos entre la gente mirando las vitrinas y las tiendas.

-Bueno, Katia, ya estamos aquí. ¿Qué quieres de regalo? –dijo mamá.

Katia dudó un poco (solía poner el índice sobre el labio y mirar al cielo de manera muy boba), y luego dijo en voz muy baja, pero convencida:

-Unos zapatos.

Nos dirigimos a una de las tiendas y Katia comenzó a ver los modelos detenidamente. Mamá me miró con una sonrisa suya y me alborotó el cabello. El hombre sonreía. La dependiente se ofreció a ayudar a Katia y le llevó los modelos que ella pidió. Mamá y su amigo tomaron asiento y admiraron a Katia, que se había probado unos tenis y caminaba por la alfombra como una modelo de televisión. Hizo un gesto y dijo que no. Luego pidió otro par.

Si soy sincero, creo que me sentía muy mal por haber quemado el zapato de Katia. Bien que estábamos ahí, reparando el daño. Aguardé un momento junto a mamá contemplando la actividad de mi hermana. Luego di una vuelta y salí de la tienda para contemplar el ajetreo. Un grupo de niños cruzó frente a mí y se enfiló hacia las escaleras mecánicas. Todos iban muy emocionados; daban saltitos; gritaban. Uno de ellos, un niño gordo y rojo, silbó la tonada del Hombre elástico. Aquello parecía un llamado. Katia pidió un nuevo par y yo corrí tras los chicos. Mientras subía por las escaleras me invadió el nerviosismo de encontrarme en un lugar tan festivo y en el que las cristaleras rebosaban de mercancías de cualquier clase, sin contar que ya conocía a mamá, lo aturdida que se ponía cuando no me tenía a la vista. Antes de llegar al último piso había perdido el aliento sólo de observar a tanta gente yendo y viniendo; los chicos se perdieron de vista. El techo del lugar simulaba funcionar a base de enormes engranes. Daba la impresión de estar en una fábrica muy antigua. Caminé lentamente, admirado de que se pudieran reunir tantas cosas en un solo lugar, hasta que de pronto la visión del Hombre elástico, el original, ofuscó cualquier otra cosa que no fuera su imponente y verdosa figura. Sí, el hombre elástico a unos pasos de mí y destilando sus dones a manos llenas. Otro grupo de chicos contemplaba la vitrina del hombre elástico y gritaban y reían. Uno de ellos tenía al perro salchicha en una caja y lo mostraba a sus amigos. Luego guardaron silencio y el chico gordo envolvió su juguete con una bolsa negra muy grande. Alguien detrás mío se rió con risa estúpida. Los chicos se alejaron lentamente mientras yo me giraba para observar. Un viejo vestido de andrajos y con las manos y el rostro llenos de grasa contemplaba al Hombre elástico con una sonrisa burlona. Vio la huida de los chicos y asintió, como si de antemano supiera que saldrían volando. Luego su atención volvió al aparador.

-Esto es bueno –dijo. Y agregó, volteando hacia mí:

-¿Te molesta si hablo? –no me molestaba. Continuó haciendo muecas. Dejó sobre el piso el bulto que llevaba y se frotó las manos. Sin saber qué es lo que pasaba miré a mi alrededor y noté que la gente nos observaba al hombre y a mí alternativamente y luego se alejaban. Sacó un pañuelo rojo de su bolsillo y se sonó la nariz con fuerza.

-Dios –dijo-, este resfriado me va a matar. Lo tengo desde hace un mes, ¿puedes creerlo? –hizo una pausa y me estiró una mano-. Antes debemos saludarnos –dijo. Me dio un fuerte apretón y no soltó mi mano hasta que se la arrebaté. Al instante siguiente su atención volvió al aparador y la sonrisa estúpida afloró de nuevo entre los pliegues de su cara.

-A lo mejor no lo sabes –dijo-, porque eres muy pequeño, pero en mis tiempos a mí me llamaban el hombre elástico. No había nadie mejor. Trabajaba en un circo.

Mientras hablaba vi que sus dientes eran negros como maíz quemado.

-Y mira a lo que llaman Hombre elástico ahora –continuó, cruzando los brazos-. A este monigote idiota. De seguro te gusta porque eres un niño. Pero no has visto nada –dijo despreciativamente-. Créeme que no has visto nada.

Dio un leve golpe al aparador y la vibración del cristal se reprodujo en mi cuerpo. Sentí nervios. El viejo se giró mientras se subía las mangas de la camisa.

-Dime, ¿quieres ver algo? ¿Eh? ¿Quieres verlo?

Aguardó durante un momento mi respuesta y luego se frotó las manos.

-De todas maneras te lo voy a mostrar –dijo-. Pon atención.

Entrelazó los dedos para estirar los músculos de los brazos y luego alzó las rodillas una tras otra como si hiciera calistenia. Escupió sobre sus palmas y las frotó una vez más. Enseguida, muy cuidadosamente, se agachó para apoyar las manos sobre el piso. Bajó la cadera, dejó el peso en los brazos y extendiendo las piernas en círculo las posó finalmente sobre los hombros en un movimiento largo y que para nada iba con su facha de vagabundo. En esa posición dejó el peso en una mano, luego en la otra y se balanceó durante un minuto entero llamando la atención de la gente. Parecía una araña peluda y morada. Los mechones de cabello le cubrían toda la cara excepto la boca. Uno de sus zapatos se zafó y cayó al piso; las uñas del pie negrearon bajo la luz. Con el mismo movimiento caminó en círculo hasta colocarse delante de mí. Luego echó el cuerpo hacia delante y los pies cayeron al suelo y su espalda y su cadera se levantaron por encima de mí.

-¿Lo ves? –exclamó, congestionado por el esfuerzo-. ¿Lo ves? ¡El hombre elástico!

Pero lo que yo veía era una enorme araña que se acercaba cada vez más. El dependiente de la tienda salió con un palo de escoba y lo amenazó pero el hombre elástico volvió a su anterior posición -la de bicho-, y avanzó hacia él con saltitos y sin abandonar su sonrisa ni un segundo.

-Largo de aquí –dijo el hombre.

El viejo hombre elástico le mostró los dientes y siguió en lo suyo.

Entonces escuché la voz de Katia. El amigo de mi madre iba por delante de ellas, casi corriendo, y cuando estuvo los suficientemente cerca golpeó al viejo con una patada en las costillas. Lo tomó de las solapas, o lo que fueran, y lo golpeó en el rostro una y otra vez hasta que la mugre del viejo se confundió con la sangre. Luego pateó uno de sus zapatos y lo lanzó hacia la escalera mecánica mientras el viejo gritaba palabras incoherentes protegiéndose con las manos. Mamá me abrazó preguntándome si estaba bien. Le respondí que sí. Los guardias de seguridad detuvieron la pelea y el amigo de mamá comenzó a gritar que cómo era posible que gente así pudiera entrar a un centro comercial donde había niños indefensos.

-¿Dónde está mi zapato? –gritó el hombre elástico-. ¿Hey, tú, hijo de puta! ¿dónde dejaste mi zapato?

Los guardias lo aferraron bien de los sobacos y lo arrastraron hasta el elevador. El amigo de mamá me preguntó qué había pasado.
-Nada –dije.

-¿Estás seguro que nada? –insistió. Pero no me pareció que ese extraño fuera la persona indicada para ofrecerle explicaciones. De hecho, por qué tendría que hacerlo. Mostré mi gesto más displicente y tomé a mamá de la mano y la jalé hacia las escaleras. Al salir del centro comercial el viento me golpeó y sentí un terrible dolor de cabeza. En el camino a casa Katia dijo, medio en broma, que tenía la facha de haber sufrido un shock. El abuelo estaba en la sala y abrió los ojos como platos cuando nos vio entrar. Corrí al baño y me encerré. “¿Basilio?” susurró mamá. “Sal de ahí, chiquito. Ven aquí.” “Tengo ganas” dije. Mamá dijo está bien y se alejó hacia su cuarto. Sentado en el retrete, ya un poco adormilado, me pregunté por esas cosas que uno no puede comprender por más que lo intente. Pensé en ello una y otra vez mientras contaba los pequeños mosaicos. De pronto el abuelo aporreó la puerta. “¿Ya acabaste, Basilio? Abre que tengo ganas de cagar. ¿Basilio? Cabrón muchacho ¡Abre de una vez!” Accioné las llaves del grifo y de la regadera y me volví a sentar. Pensé en lo malo que había sido con el abuelo. Luego me dije que de abrir la puerta seguro recibiría un golpe en el brazo o en la cabeza. Y si no lo hacía, pensé, nada podía suceder, nada en absoluto.

 

©Mauricio Salvador

 

 
 
 
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Margen inferior: Michal Macku, obra (detalle).