el interpretador narrativa

 

Un espejo

Lina Roca

 

 

 

 

Lo primero que vio fue una mancha rosada que se expandía y contraía rítmicamente, con un compás interno, lerdo, adormecido. Luego deslizó su vista unos centímetros a la derecha, y la zona observada comenzó a poblarse de un bello fino e imperceptiblemente dorado. Con un zoom pudo ver los diminutos capilares erectos como volcanes. Alejó la toma lentamente, tratando de captar todos los detalles posibles de aquellas líneas ondulantes que separaban ese cuerpo del resto del universo, que la recortaban en el mundo como una marioneta lanzada al viento. Deslizó la lente hacia arriba, y logró obtener una visión fugaz de dos aureolas rojizas erizándose. Dos redondeces que coronaban unas tímidas elevaciones de carne pálida.

Él necesitaba, desesperadamente, tocar esa carne

Retiró el ojo izquierdo de la lente y se sentó en el sillón que hacía ya varios meses había dispuesto al lado del telescopio para poder deslizarse rápidamente hacia una masturbación vicaria, una esforzada manualidad que le permitiera materializar las imágenes atrapadas en su retina en 15 segundos de placer solitario.

Era, una vez más, domingo, de noche

Aquella mujer, al otro lado de la calle, en el quinto piso equivalente al suyo, con la misma necesidad voraz de clausurar la semana, a la misma hora, con un orgasmo que absorbiera toda su energía marchita y la tornara en un cosquilleo temporal, leve, casi eléctrico; aquella mujer había captado su atención cuatro meses atrás cuando, por curiosidad, la había descubierto desnuda al pasear su mirada telescópica por la ventana de su habitación.

Siempre abierta de par en par

Fue la primera vez la que fijó el ritual y se cristalizó en costumbre. La observó durante diez minutos, mientras ella se desvestía lenta y caprichosamente para un observador escondido en el extremo este de la habitación, seguramente sentado al lado de la puerta, con las piernas cruzadas y acariciándose en lóbulo de la oreja derecha. Ella no miraba nada, perdida en un trance, como si se desnudara para ella misma. Se quitaba las prendas despacio, como si estuvieran adheridas a su piel; luego las lanzaba al aire, dejando que cayeran erráticamente, observando de costado, imperceptiblemente, a su invitado, con una mueca entre triste y absurda.

Ella también tenía un deseo

En el momento en que la última prenda se deslizó hasta sus tobillos, él no soportó la presión y comenzó a acariciarse, sin saber que acabaría mucho antes de que ella hiciera otro movimiento, como si su imagen hubiera quedado congelada en el tiempo de su cuerpo.
Y entonces cada domingo él se sintió obligado a acompañarla, a observarla desde su habitación, a más de 300 metros de distancia. Cada noche de domingo, mientras millones de familias se acomodaban en el sillón y se preparaban para adormecerse un poco más con la misma película de siempre, el mismo programa de siempre, él se preparaba para pasar media hora junto a su nueva adquisición.

Una ventana al placer

La segunda vez se permitió esperar un poco más, aguantar hasta que ella se acostara en la cama e invitara a su compañero a disfrutar de su cuerpo. Enfocó rápidamente su cara y la vio arquearse y cerrar los ojos. Adivinó a su amante lamiéndole los pies. Quizás, acariciando sus rodillas. Diez minutos más tarde él acababa en su sillón marrón.

Pasó un mes y sus citas eran casi rutinarias. Estaban tan sincronizados con ella que sabía exactamente el momento en que comenzaría su orgasmo. Podía repasar mentalmente el acompasamiento de la respiración, la aceleración de los movimientos, los breves espasmos que modelaban su cuerpo, la boca murmurando desesperada, los ojos bien cerrados, los brazos tensos, aferrados a los bordes de la cama, a las piernas de su amante, a su cintura; y podía predecir el minuto, el segundo, en que su pecho se llenaría de aire, y el grito se arremolinaría en su garganta, para liberarse segundos más tarde y dejarla quieta, quieta, casi abandonada de sí misma.

Esos segundos después, donde el cuerpo se reúne

Ya se había acostumbrado a enfocarle la cara, el cuello, los senos, y a imaginarse el resto de la escena. De alguna forma, se sentía un observador respetuoso del placer de aquel otro hombre que sí tocaba a la mujer, que la penetraba, que la gozaba. No quería invadirlo, sólo compartir con él un poco de su piel. Puro espacio aéreo, nada más que imágenes. La verdad, sin embargo, escondía un pudor enfermizo: se imaginaba a sí mismo observado por un ojo inquieto, irreverente, alguien que como él, le robaría espacios de placer, retazos de su amante, pedazos de orgasmos perdidos por la ventana. Fue así como se negó a observarlo.

Aquel domingo hacía calor

Mucho antes de que él pudiera verla, ella descorrió las cortinas y abrió de par en par la ventana. Luego apagó las luces y encendió una a una las velas que había acomodado a los costados de la cama. Llevaba un camisón de raso turquesa que se adhería a su piel con cada movimiento. Las cosquillas la recorrían.

Un camisón, segunda piel

Cuando la última vela fue encendida, él enfocó el telescopio y la vio cerrar la puerta de su habitación. El amante seguramente ya había entrado. Él se acomodó en la silla, abrió sus piernas y dejó que su pene colgara libremente. Se dispuso a observarla por última vez.

Ella se recostó en la cama y cerró los ojos. El camisón apenas se subió cuando ella empezó a ondular al roce certero de una lengua. Enfocó su cara una vez más y observó cómo sus fosas nasales se abrían con fuerza. Imaginó que el amante debía estar deslizando la punta de su lengua entre sus labios escondidos. Cuando su cintura se elevó trazando un arco, el sintió una oleada de sangre inundar su pene y lo tomó con la mano derecha para calmar la presión que sentía en la pelvis.

Y se le escapaba el momento, lo retenía entre sus manos

Enfrente, ella se debatía dentro del camisón y, por momentos, un pezón se liberaba. Él se perdió en esa visión y se dejó caer en la silla, soltando el telescopio y frotando su pene cada vez con más fuerza, casi furiosamente, hasta convertir esos centímetros de piel en minutos de elevación, de superación del tiempo, de destrucción del espacio.

Pero lo que él no vio

Cuando ella deslizaba un dedo húmedo entre sus labios.
Tampoco el roce del raso estremeciendo sus pezones.
No pudo captar, no hubo forma.
El momento justo en que ella sintió.
Algo desgarrándose dentro
El placer dividiéndola hasta convertirla en millones de partículas que se desparramaban por la habitación y se deslizaban hasta la silla tambaleante.
Donde él.
Solo.
Pero al mismo tiempo.
Se quebraba en un grito ahogado.
Y de ninguna manera pudo ver.
La otra habitación vacía.
Sólo una ocupante.
Ella sola.

Y a los pies de la cama
Un espejo

 

25/03/05


©Lina Roca

 

 
 
el interpretador acerca del autor
 
                 

Lina Roca


 
   
     
 
 
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Control de calidad: Sebastián Hernaiz
Prensa: Elsa Kalish
 
 
 
 

Imágenes de ilustración:

Margen inferior: Richard Mueleer, Little Levitating Marsha (detalle).

 

 

 

 

 

 

 

 

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