Porque la gilada no tiene
Los huevos que tiene esta hinchada.
MetaGuacha
...; mas éstos, tendidos en tierra, eran ya más gratos a los buitres que a sus propias esposas.
La Ilíada.
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—Prefiero empezar desde más atrás. Desde cuando era chico, no tan chico, adolescente en realidad. Me tocó ver un hecho particular, algo que me quedó. Resulta que vi a dos vendedores ambulantes peleándose. Hay que aclarar que en esa época había muy pocos en la ciudad, eran años de trabajo. Los que se dedicaban a eso lo hacían porque querían, porque la vagancia no les dejaba otra cosa. Era raro ver a dos tipos así peleándose. Mucho más raro, o más ridículo tendría que decir, era el motivo de la pelea. Ocurrió que uno de ellos se había subido al colectivo para vender sin darse cuenta que el otro ya lo estaba haciendo. Una cuestión territorial. Empezaron discutiendo en el colectivo y terminaron tirándose dos o tres piñas en la calle, después de que el colectivero los hizo bajar. No me acuerdo bien si en aquél momento lo que pasaba me llamó la atención tanto como a los demás pasajeros; me parece que apenas lo registré y lo archivé. Yo estaba acostumbrado a ser un pibe atolondrado, siempre metido en un libro o en un posible partido de fútbol, no me importaba lo que pasaba alrededor mío. Pero bueno, lo más razonable sería pensar que el recuerdo quedó latente y que ahora sale afuera por obvios motivos, no sé, era una introducción que quería hacer. Ahora vamos a lo importante... Mucho tiempo después, ya de grande, mi situación laboral se hizo delicada. Está bien, más que delicada se hizo nula. La desocupación se estaba poniendo de moda. ¿Entendés? Admito que eso no me acarreaba ningún sentimiento de culpa. El estar todo el día sin hacer nada me resultaba cómodo. Es cierto que también estaba solo, porque mi mujer se fue junto con mi trabajo, pero pude acostumbrarme. Vendí mi grande y amueblado departamento para poder alquilar uno mucho más chiquito y desnudo. Tenía tiempo para levantarme y acostarme tarde, leer, dejar la tapa del inodoro levantada, mirar por televisión todas las peleas de boxeo, todos los partidos de fútbol... Hasta que se me presentó el dilema: el que nada hace, nada come; y yo, por capricho nomás, quería comer. Entonces hubo que salir a la calle. Después de buscar trabajo en distintos lugares, se me presentó la oportunidad, mediante un imprescindible consejo de amigo, de ganarme la vida, o lo que pudiera de ella, vendiendo cosas en los subtes. Hacía un tiempo que mi amigo se dedicaba a eso y conocía el tema. Lo conocía lo suficiente como para ser mi mentor... Manuel, Manu, se llamaba, se llama todavía, mi amigo. De más está decir que ni él ni las otras personas que yo te pueda nombrar tienen apellido. Los que tengo son todos nombres por la mitad, nombres de pila, a veces disfrazados o escondidos atrás de algún apodo. Aldosivi, esa sería la única excepción a la regla, el único apellido que te puedo dar. Pero para eso falta... Pido disculpas por la digresión. Me había quedado en los comienzos de mi vida ambulante. Como ya dije, a Manu lo nombré mi mentor. Él me mostró como era la cosa, no muy complicada, por cierto. En un par de semanas ya conocía una buena parte de los supuestos secretos del oficio. Íbamos siempre por el subte, línea A, la más transitada y la más vieja. Tan vieja como los subtes de la Capital. Generalmente hay cierta jerarquía que uno tiene que atravesar para llegar a la populosa A. Pero yo, gracias a mi amigo, entré directo. Todos los días me recorría desde la periferia hasta el centro, de un lado al otro viajando por las entrañas de la ciudad, yo soy medio escritor, la idea me encantaba... Lo que vendía Manu era bastante variado, podían ser biromes, pequeños juguetes para los chicos, llaveros, máquinas de afeitar, juegos de útiles para el colegio, agendas, medias, gorros, etc y etc. Yo por mi parte me dediqué a los libros. Viejos contactos de mi antiguo trabajo en una editorial me permitieron convertirme, lo digo con orgullo, en el primer vendedor ambulante de libros que pisara los subtes de nuestra ciudad. Mientras Manu andaba dando vueltas con una máquina de afeitar que funcionaba a fricción, yo me paraba soberbio con Cervantes en una mano y Homero en la otra. Claro, al poco tiempo me di cuenta que ni el uno ni el otro me iban a dar de comer, el caballero loco y los dioses griegos fueron adecuadamente reemplazados, lo digo sin orgullo, por la sabiduría de la autoayuda y las intrigas de los best- sellers. El último buen libro que llegué a vender fue el de Cain, “El cartero llama dos veces”, después nada. Así es la vida... Vos sabés que el secreto de todo buen vendedor radica en el talento que uno tenga para transformar los defectos del producto en grandes ventajas. Así, la afeitadora a fricción era grandiosa porque no se quedaba sin pilas y no dependía ni gastaba luz. A uno nunca le iba a ocurrir que se le cortara la luz y quedara con media cara afeitada y media no. Con los libros la cosa era más difícil. Hasta que me di cuenta que los méritos de un libro de autoayuda eran los méritos de todos los libros de autoayuda. Lo que hice fue simple. Leí uno, elogié ante el público de los vagones lo que critiqué en la soledad de mi casa. Y listo, después hice exactamente el mismo comentario con todos los demás. Se vendieron como pan caliente... Teniendo el bolsillo levemente abultado llegué a pensar que no era una mala vida la que llevaba, sacaba lo suficiente y no tenía grandes problemas. Pero claro, sin que yo me diera cuenta, la competencia iba creciendo.
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—Debe ser mi optimismo, sin lugar a dudas, sí, es mi optimismo. Suelo ver el lado bueno de todo y esta profesión tenía más de uno. En primer lugar no tenía que tolerar el frío del invierno, siempre hace calor ahí abajo. Además no tenía que estar encerrado en una oficina ni cumplir horarios. Yo era mi jefe, y, puede ser que vos todavía no lo sepas porque sos joven, pero eso es lo más cerca que se puede estar de la libertad... Más allá de eso había otra ventaja fundamental. El grupo de gente. La buena relación con los otros vendedores de la línea. Éramos quince en total, los fijos. Después había varios que iban cambiando con el tiempo; y también había otro grupo formado por personas que recorrían los vagones a pesar de no ser vendedores; pibes de la calle, alguna madre adolescente con sus dos o tres hijos, mendigos, inválidos, ciegos que veían mejor que yo, y los infaltables hippies sucios que tocaban la guitarra por alguna moneda. Si bien nuestro grupo estaba separado de ellos no teníamos rivalidades, todos compartíamos la línea sin problemas... Entre los vendedores estables había, como siempre en todo grupo, un par de personajes que merecen ser mencionados y, en una de esas, descriptos. Y te prometo hacerlo que cuando llegue el momento. Pero antes te tengo que explicar cómo nació la unidad entre todos nosotros. Porque la igualdad de condiciones suele acercar a la gente, pero nosotros éramos más que cercanos. Llegamos a construir un compañerismo muy fuerte. Y lo hicimos, o empezamos a hacerlo, de la forma más simple. O sea: partidos de truco... Yo tuve siempre la gran pasión de las cartas. Todo lo referente a la baraja me gusta, suelo destacarme en el póker aunque me gusta cualquier juego y, por supuesto que siempre usé esa predilección para hacer amigos. Todos los días nos reuníamos en un bar que está en la terminal, el dueño era conveniente amigo nuestro, nos hacía precio con las cervezas y a veces se intercalaba en los partidos. Con toda modestia te digo que yo era uno de los mejores. Sé interpretar las reacciones de los demás y soy un artista de la cara de nada. El único que competía conmigo era el Tarta, obviamente tartamudo, que usaba la trabazón oral para dar lástima a la gente de los vagones. El Tarta manejaba bien la baraja porque se comportaba de forma opuesta a la mía. Durante el juego yo no doy señales de vida, el Tarta, en cambio, se convertía en el tipo más fastidioso posible. Gritaba, provocaba, tartamudeaba más de lo habitual, se paraba, se iba, volvía, relataba el partido, escupía a un costado, hacía todas las señas. Era odioso jugar con él. A pesar de eso era buena persona, buen amigo... Otro rescatable era Elías. El que más años tenía de vendedor ambulante, podrido en experiencia. De alguna forma se había casado y divorciado cinco veces en sus cuarenta y pico de años. No te lo puedo describir físicamente, o a lo mejor sí. Dejame ver... era el portador de un rostro sin atributos, formado por unas facciones que le hacían honor a un par de ojos que no merecen descripción alguna. No, lo importante de Elías no era la imagen, sino la personalidad. Junto con un servidor, él fue lo más parecido a un líder que hubo en el grupo... Después había varios tipos que no te puedo nombrar, porque no me quiero exceder. Y un par más que ya aparecerán cuando lo necesite el relato. Todos buena gente, gente como uno.
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—Fue a los tres meses más o menos. Estabamos cumpliendo con la rutina de las cervezas y el mazo de cartas. El pibito no vino con nosotros, ya te expliqué que nuestros grupos convivían pero no se interesaban el uno por el otro. De todas formas nos llamó la atención. Se puede decir muchas cosas de esos nenes, pero no se puede negar que tienen la vida curtida a golpes, hay que darles bien duro para sacarles una lágrima; y este no paraba de llorar. Nos enteramos después, al otro día creo, el nene tenía tres o cuatro años, poca experiencia en la repartija de almanaques religiosos. Sin darse cuenta, o a lo mejor por curiosidad, se pasó a la otra línea, a la B, donde los subtes son más nuevos y menos prestigiosos. Otra vez la cuestión territorial, el grupito de pibes que repartía en la B, los locales, se lo toparon. Y ante la pregunta, el mocoso contestó ingenuo que él era de la otra línea. La cuestión territorial. Cosas de chicos diría uno y eso fue lo que dijimos nosotros, no le dimos importancia. Los que sí se lo tomaron en serio fueron los amigos del nene. Sin que nos enteráramos planearon y cumplieron la venganza.... A nosotros nos lo contó un vendedor de la B. Un poco ofendido, no demasiado, sin llegar a estar enojado, el tipo se nos acercó al final del día, en pleno campeonato, y nos encaró a todos. Vino bien, no quiso desafiarnos ni nada, solamente que el tono, o las palabras que usaba... Al fin y al cabo había ido hasta ahí para echarnos la culpa, para responsabilizarnos por lo que habían hecho los chicos. Diez contra uno en un vagón vacío, al pobre lo habían lastimado. Todo bien, lo entiendo. ¿Pero nosotros qué culpa tenemos? Eso decía nuestro intercambio de miradas mientras hablaba el tipo... Como yo fui siempre medio diplomático y medio elocuente decidí intervenir. Le hablé correcto. Exageré el espanto que su historia me causaba, simulé preocupación y le prometí hablar con los chicos esos. Lo ablandé un poco. Habrás notado que me gusta hablar, tengo facilidad de palabra, y si tengo que usarla para manejar a alguien sé hacerlo. No es que sea un manipulador o un mentiroso. Alguna mentira habré dicho, alguna anécdota habré inventado. Cosas sin importancia. En todo caso soy un buen charlista. Me gusta contar anécdotas, me gusta adornarlas con la narración. Al tipo ese estuve media hora adornándole razones, excusas y motivos según los cuales no se tenía que preocupar más por los chicos de nuestra línea. Pero claro, por más labia que uno tenga, si atrás hay catorce tipos contradiciéndote con la cara. ¿Qué se puede hacer? Y la gota que colmó el vaso fue el Tarta, tartamudéandole un insulto que nadie entendió pero que quedó totalmente claro... Pasó de esto una semana, no supimos nada ni de los vendedores ni de los pibes de la B. Hasta que un día, un día cualquiera, Elías, que por ser el más antiguo nos conocía a todos, se topó con un desconocido que estaba vendiendo en uno de nuestros vagones. El otro día dije que Elías era medio líder, ahora te agrego que también era cauteloso. Se le acercó al otro con la más amistosa sonrisa que su cara inerme le permitía poner, y le hizo la pregunta. Aparentemente el otro también era cauteloso, porque, según lo que nos contó Elías, esperó a que el tren llegara a la estación para contestarle. Soy de la B, le dijo, justo antes de bajarse y perderse entre la gente. Y durante el resto de esa y las otras semanas se repitieron varios roces semejantes... Nosotros éramos gente común y corriente, no queríamos quilombos. Nadie tenía ganas de pelearse por algo así. Pensamos que lo mejor era dejarlos que vinieran a nuestra línea sin problemas. Claro, también pensamos que, según esa lógica, nosotros podíamos ir a la de ellos. Y así lo hicimos. Si ellos hubiesen sido tan tolerantes como nosotros todo se hubiera evitado. Pero ellos no creyeron que tuviéramos el derecho de invadirlos... El gordo Fernando, de quien no hablé hasta ahora y de quien sólo diré que es una buena persona a pesar de ser terriblemente bruto, fue el primero en encontrarse y putiarse con uno de la B. Uno en cada punta de un vagón lleno de gente, gritándose, hasta que al Gordo se le ocurrió acercarse, te aclaro que pesa ciento cincuenta kilos, y el otro pobre huyó en silencio. La anécdota fue graciosa cuando la contó el Gordo, la celebramos con un brindis de cerveza y unas cuantas palmadas en su inmensa la espalda. A partir de esa tarde, todas las tardes las gastábamos en contarnos nuestros roces con el enemigo. Al truco jugábamos cada vez menos. Pero igual nos seguíamos mintiendo, la mayoría de las cosas que nos contábamos eran, sin duda, inventadas.
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—Ah, no, yo tengo muy mala memoria, fechas exactas no me pidas. Aparte tampoco las hubo, todo fue pasando de a poco. Sí me acuerdo que la primer piña de la que supimos la tiró el Gordo. Era medio tonto el Gordo, no sé si te lo dije. Ocurrió que lo escupieron y él respondió con una piña, no por violento, sino porque no sabía escupir. Nos contó que lo tiró al piso y que el otro no supo cómo reaccionar. A partir de ahí las anécdotas se convirtieron en piña va, piña viene. No tan divertidas. Pero como en toda pelea, los primeros golpes son siempre tímidos o cobardes, paridos por el orgullo más que por el odio. Porque ese viene después, cuando uno ya perdió el miedo. ¿Cuánto puede tardar un grupo de quince personas en perder el miedo? Qué sé yo. Un mes mas o menos. Los empujones y piñas quedaron cada vez menos aislados. De a poquito nos íbamos atreviendo a más. Igual, yo soy una persona muy optimista, todavía le quedaba algo bueno al trabajo. Aprender a defenderse es importante. Hoy en día no podés caminar por la calle siendo un bol... perdón. ¿Entendés a lo que me refiero? Los insultos están bien para los que no quieren pelearse. Pero nosotros dejamos de putiarnos... Había que tener cierto cuidado. Nos agarrábamos en los vagones, cuando el tren iba de una estación a otra, eran pequeños rounds. La gente se asustaba pero no decía nada, de vez en cuando alguna señora grande protestaba con algún guardia. Pero en esa época casi ni había seguridad en los subtes. Ahora eso cambió, nuestros subtes tienen más seguridad que los de la capital. Igual, no era que nos agarráramos siempre frente a testigos, las peleas más duras eran a la noche cuando las estaciones y los vagones estaban vacíos. Nos hicimos una rutina, la mitad de nosotros vendía en nuestra línea a la mañana, y a la tarde se pasaba a la B, y la otra mitad hacía al revés. Creo que ellos hacían algo similar.
Cuando estábamos de locales había mayor tranquilidad, era más difícil recibir la paliza. Cuando íbamos de visitantes era más complicado. Necesitábamos garantizarnos alguna protección. Nada demasiado peligroso. Manoplas, cadenas, algún palito... Yo andaba con una barra de hierro, no muy larga, bastante pesada. Se manejaba bien. Más de una cabeza la sintió, y más de una vez fui yo el que sintió las barras o cadenas o palos ajenos. Tengo un par de cicatrices para apoyar lo que digo. No es cuestión de ponerme a mostrártelas. Pero si te fijas entre todo mi pelo, se ve una línea blanca, cortesía de una ganzúa. Y una marca debajo de las costillas, una navaja; esa fue fea, me cortó lindo aunque no me clavó profundo. Apuñalar a una persona no es tan fácil como parece. La herida más seria fue un martillazo en la muñeca, todavía no puedo moverla del todo. Anduve con yeso y cargadas por tener la muñeca quebrada durante dos meses y medio. Fui imbatible en ese período. El yeso es duro, y junto con la barra... Creo haber roto un tabique una vez, no estoy seguro pero al menos eso pareció, por la cantidad de sangre digo, parecía chocolate. Siempre había alguno que terminaba en el hospital. Brazos rotos, tabiques partidos, traumatismos, hematomas para tener y repartir, costillas y piernas fracturadas, cortes... Te aclaro que yo nunca fui violento, antes de lo que te cuento me había peleado dos veces, en la secundaria. Obviamente perdí las dos. Pero bueno, uno aprende a sobrevivir.
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—Fue un miércoles, no sé por qué me acuerdo pero me acuerdo, estábamos todos reunidos a la mañana, antes de empezar, los únicos que faltaban eran Elías y don Mariano, el más viejo del grupo. Viejo en edad, más de sesenta o sesenta y cinco. Un tipo sufrido, se le había muerto la mujer hacía poco. No tenía hijos, estaba solo el pobre... Nadie lo había visto desde el día anterior. Cuando Elías apareció nos contó que lo habían destruido. Cinco contra uno, y directo al hospital. Y no había sido algo azaroso, lo habían sacado a la superficie para castigarlo en una plaza. Ellos mismos lo dejaron en el hospital. Fuimos a visitarlo, lo alentamos, le mentimos que se lo vía bien, hicimos una vaquita para pagarle los gastos de la curación y le prometimos venganza. Otra cosa no podíamos hacer. Acá se ve bien clara la diferencia entre la A y la B. Porque a ninguno de nuestro grupo se le ocurrió siquiera la posibilidad de andar secuestrando a uno de ellos para destrozarlo. No éramos tan giles. Eso lo podían hacer los nenes. Nosotros en cambio optamos por el desafío. Ellos también tenían la costumbre de reunirse todos los días en una de sus terminales. Esa noche los fuimos a buscar... Qué te puedo decir. Nos dimos lindo. No tengo un recuerdo totalmente claro. Son más bien imágenes rotas, como fotogramas de película. El Gordo revoleando una cadena enorme en el medio de todo el asunto. Elías recibiendo más piñas de las que podía soportar. Había varios que se agarraban mano a mano y que se anudaban unos a otros en el suelo cuando ya no se podían pegar más. Yo, es sabido, me dediqué a jugar al básquet con la cabeza de Héctor Aldosivi. Era flaquito Aldosivi, muy liviano. Cuando lo largué me dio impresión ver cómo había quedado la cara, no tenía mucha forma. Igual el espanto no me duró mucho... La verdad es que no sé cuanto pesa un tren, o a qué velocidad va, supongo que debe ser bastante, porque el Tarta enredado en los rieles no pudo frenarlo ni un poquito. Me asomé con cuidado. Vi sangre, vi pedazos de ropa y de mi amigo. Y no quise ver más. Otra vez tenía que vengarme, no sabía que ya lo había hecho. Agarré al que tuve más cerca. No paré hasta que sentí que me tiraban de atrás. Me dieron el correspondiente palazo detrás de las rodillas y otro en la boca, de regalo, y me pusieron contra la pared. Recién cuando me esposaron me di cuenta que era la policía... Fueron ellos los que nos interrogaron sobre la muerte del mentado Aldosivi. Nadie se hizo cargo al principio. Tuve que ver el cuerpo para darme cuenta... De más está decir que fui oficialmente declarado chivo expiatorio. Me pareció lo más justo, los de la B también tuvieron que dar el suyo por lo del Tarta. Las ironías de la vida, era otro Aldosivi, Alejandro, el hermano del flaquito.
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REC
—Fueron diez años, cinco y cinco. La primeros en máxima seguridad, los segundos en mínima, por buen comportamiento. Y la experiencia en la lucha cuerpo a cuerpo, como te dije antes, fue muy útil. La disputa entre las líneas sigue, aminoró un poco pero sigue.
—Esta bien, quería hacerte una última pregunta pero antes dejame decirte que estuve desgrabando todo tu relato. Me parece que está muy bueno. Me siento muy emocionado al respecto. Todos estos días de charla valieron la pena.
—Espero. Pero qué me querés preguntar.
—Ah, sí. Bueno, yo te ofrecí hacer éste reportaje varias veces y vos siempre te negaste. Hasta que la semana pasada de repente cambiaste de opinión y me llamaste vos. ¿Por qué?
—Dos motivos. Uno es el obvio. Vos me ofreciste entrevistarme mientras estaba en la cárcel. Y ahí... bueno, digamos que no era territorio neutral. Una cosa es hablar en un bar, con una cerveza en la mano, la cárcel es diferente. Lo cierto es que la policía nunca hizo nada, nunca se metió con nosotros. Nos dejaron hacer. En su momento me pareció que eso estaba bien, pero después de las muertes... Mientras estaba preso no tenía ninguna intención de hablar bien de la policía, cosa que no me era conveniente. Ahora que salí es distinto, no me queda tanto rencor, aunque podrían haberme dado menos años. ¿no?
—¿Y el otro motivo?
—¿El otro? Sí. El otro es una aclaración que según creo me merezco. Vos sabés como son los medios. Cuando pasó todo esto los diarios y demás... de repente estaban todos opinando, de repente éramos unos criminales, negros de mierda y todas esas cosas. Los compañeros que me visitaron durante estos años me dijeron que la gente ya no les compra más. Hubo muchos vendedores que se dedicaron a otra cosa. De los que conocí yo no queda casi nadie y el oficio está desprestigiado. Yo quería contarte la historia para que veas, para que vean los que lean la revista, que nosotros no éramos ningunos negros de mierda. ¡Yo intenté vender el Quijote en el subte! Nosotros somos, en realidad, buena gente, hicimos lo que cualquiera hubiera hecho. No robamos, ni estafamos a nadie. Somos común y corriente... Qué se yo. Era eso nada más.
STOP